Con este nuevo relato inédito, Antonio Báez continúa lo que parece ser una serie, acaso un libro en ciernes, donde usa como excusa a figuras estelares de la tradición de la música popular para que sirvan como detonante de los textos. Tras haber publicado hace unas semanas el de David Bowie, toca el turno de los Ramones.

 

Teníamos que hacer un trabajo para final de curso en la clase de historia del arte y un buen día nos enteramos de la existencia de aquel pintor, que más que pintor había sido falsificador y también ladrón de tablas, tallas y muchos otros objetos de incalculable valor, repartidos por toda la geografía del país en iglesias, conventos y hasta cuarteles, sin las mínimas protecciones y en un lamentable estado de abandono, cuando no deterioro. Por una serie de motivos se nos presentaban por delante un par de semanas sin clases, así que Loli y yo decidimos, como otras veces, echarnos a la carretera para recorrer en esta ocasión los mil y pico kilómetros que separaban Santiago, en cuya facultad de historia estábamos matriculadas, de Málaga, donde vivía Erik, apodado el Belga, el hombre al que pretendíamos entrevistar. Hicimos un par de mochilas con lo mínimo y necesario, un mapa de carreteras, una libretita con un boli y una cámara de fotos, que no íbamos a tardar mucho en perder, así que lo que queda de ese viaje al cabo de veinte años, si no más, espérate que son casi treinta, son las notas que he mirado para escribir lo que viene a continuación, y queda también ya este mismo relato, no siempre coincidente con aquellas notas, porque a veces me he dejado guiar por la imprecisión del recuerdo más que por los detalles de los precios, de los nombres de los pueblos en los que, al ir a pedir la lleve de la iglesia de turno para ver el retablo, acabábamos en la casa de alguien, que nos invitaba a comer un rico caldo de cocido, porque le parecíamos dos muchachas que estaban muy escuchimizadas o desnutridas, nos decían sin empacho, aunque Loli era el doble que yo, o alguien que nos llevaba a un gallinero, porque nos quería enseñar un prodigio de la naturaleza, una cosa que solo se daba en aquellos lares, y se sacaba la chorra, porque le parecíamos dos muchachas juiciosas, capaces de  apreciar lo que se nos mostraba, nada igual habréis visto en el lugar del que venís, a la par que indefensas, cómo vais solas por ahí almas de Dios, menos mal que en este pueblo somos todos buena gente y no atacamos a nadie, con lo que los pelos se nos ponían de punta. Ya entonces, cuando yo misma anotaba el modelo de coche en el que nos habíamos subido haciendo autoestop, dudaba entre Ford o Seat, y esto lo recuerdo bien, discutía con Loli, sobre la marca sin tener ninguna de las dos ni idea de automóviles y ser para nosotras todos el mismo modelo indistinguible, hasta el punto de que a la noche ella decía que el coche que nos había llevado a aquel pueblo era verde botella y yo decía que era rojo. A las dos nos había gustado quizás el chico que lo conducía, verde o rojo, nos daba igual, pero con unos botellines en la mesa de la única taberna del pueblo, podíamos crear entre los parroquianos dos bandos para que apoyasen a una u otra, y luego a lo mejor el coche lo había aparcado su apolíneo conductor del páramo en la plaza, y era solo cosa de salir y comprobarlo, así que cuando nos íbamos a dormir, al pasar por delante, veíamos que el coche era blanco, y eso nos provocaba las últimas risas con las que  nos íbamos a la cama de la pensión, donde dábamos las buenas noches como en la casa de una tía mayor, a la que habíamos ido a conocer por el encargo de otro familiar. Antes de cerrar los ojos por la noche e inmediatamente después de abrirlos por la mañana yo besaba a mi novio. Bueno a uno de los dos, al que todavía era mi novio, el otro me había dejado unas semanas antes de emprender el viaje, pero yo todavía no era capaz de ponerlo en la lista de exnovios, que también habíamos hecho Loli y yo en la libretita en la que anotábamos muchos detalles, que no porque ahora pueda leerlos puedo recordarlos, de hecho con algunos de los nombres que hay en esas listas me pasa lo mismo, solo queda de ellos en mi recuerdo ese Pedro escrito por mi mano, pero quién era Pedro, llamo a Loli y le pregunto por él y tampoco lo recuerda, un novio tuyo, le digo, y ella me contesta que un novio mío, qué poco novio sería el tal Pedro, o quizás lo fue de las dos con poquita fuerza pero muchas risas. Qué estás haciendo, me pregunta Loli, y para yo misma hacerme gracia, porque el otro día oí semejante expresión cursi, pongo negro sobre blanco aquel viaje para entrevistar a Erik el Belga, le contesto, y volvemos a poner de nuevo cosas en común y en más de la mitad de ellas no coincidimos y acabamos discutiendo como entonces por chorradas, como que si el panadero que nos llevó hasta la puerta de un convento tenía bigote o no, porque a Loli los hombres con bigote le parecían muy interesantes y a mí me horrorizaban. El novio al que yo besaba estaba en la camiseta que llevaba Loli y ere Joey Ramone, porque de los cuatro Ramones este era el mío, el que me gustaba, el que me entendía, y con cuyo amor por las noches me acurrucaba y por las mañanas me daba ánimo. A veces Loli llevaba la camiseta puesta y otras la llevaba colgada de la mochila, porque la había lavado y se tenía que secar. Un chico nos preguntó una vez en una gasolinera en la que nos habíamos quedado tiradas si éramos novias y le contestamos que a él que le importaba. Yo creo que son novias porque esta no deja de besarle a esta la teta, dijo el amigo, pero no les hicimos caso. Luego les contamos esta anécdota a quienes nos recogieron y nos llevaron a conocer al dueño de un castillo. Pero bueno, y tú entonces le besabas la teta o no, nos preguntaron, yo besaba a mi novio, a Joey Ramone, les tuvimos que explicar quién era. Cuando nos presentaron al duque no solo le informaron de la pretensión y el interés de nuestro viaje por lo que tenía que ver con la entrevista sobre nuestro patrimonio artístico nacional, que íbamos visitando siempre que teníamos ocasión, sino también del entretenimiento que proporcionaba nuestra compañía, y con el duque, que era un hombre algo triste pero muy amable, con una memoria prodigiosa para los dramas de Calderón de la Barca, pasamos unas horas memorables, que Loli y yo a estas alturas de la vida ya les hemos contado a nuestros hijos: antes de marcharnos de su castillo nos entregó para el camino, recién hechos por sus mismas manos, los dos sándwiches más exquisitos que hemos tomado en nuestra vida, el secreto está en la mostaza, nos dijo, despidiéndose de nosotras con los versos de Calderón que dicen porque aquí a la sangre excede/ el lugar que uno se hace/ y sin mirar cómo nace/ se mira cómo procede, los cuales fuimos repitiendo a lo largo de nuestro camino desde entonces, cada vez que brindábamos con alguien o entre nosotras, y que no hemos olvidado. El caso es que llegamos, después de unas cuantas excursiones que nos sacaban del camino más corto y rápido, hasta nuestro objetivo, que era la ciudad de Málaga, en un autobús con destino a Algeciras, en el que al subirnos el olor a pies era tan intenso que a Loli le dio un vahído; en un rato, le dije, nos habremos acostumbrado y ya no lo notaremos; los dueños de aquellos pinreles, que eran todos hombres y magrebíes, las sonrisas más embaucadoras de cuantas encontramos en nuestro periplo, jugaron a la posibilidad de llevarnos con ellos a Marraquech y cambiarnos a las dos por un buen camello, pero en la parada de Málaga les dimos en las narices y nos bajamos, pues habían pensado que nuestra intención era cruzar el Estrecho para comprar chocolate. No sé cómo leímos mal el plano que pedimos en la oficina de turismo para encontrar el Palo, la barriada en la que vivía nuestro hombre, para el que habíamos ido preparando también a lo largo del viaje, un extenso cuestionario sobre sus andanzas como expoliador en una época, años sesenta y setenta, en la que España estaba desentendida de su patrimonio. El caso es que acabamos en un erial cercano a la playa de la Misericordia, en el otro lado de la ciudad, y un muchacho al que le preguntamos nos informó que nos habíamos ido al lado contrario, pero que él estaría encantado de acompañarnos por la tarde hasta nuestro destino. Como nos pareció simpático y el mar estaba muy apetecible, le dijimos que lo esperaríamos al lado de la chimenea que se levantaba ante nosotros con el nombre de una chica escrito a lo largo, Mónica ponía, por mucho que Loli diga que ponía Sandra. El muchacho, al que bauticé como mi Joey Ramone, tenía trabajo esporádico en una fábrica de lejías a espera de encontrar una cosa mejor, ya que según nos contó había abandonado los estudios y estaba pensando en pegar el salto a las islas, donde le habían dicho que era fácil emplearse en los hoteles. Era muy simpático, muy exagerado, no sabía nada de la existencia de Erik el Belga y le informamos nosotras, que por nuestro profesor nos habíamos enterado que vivía en alguna parte de aquella barriada al otro extremo de la ciudad. Nos fue fácil dar con el lugar en el que estaba la vivienda del exladrón de obras de arte, en el barrio todo el mundo lo conocía, pero cuando pegamos a su puerta no obtuvimos respuesta. No muy lejos, en el recinto de un balneario del siglo pasado, existía todavía un camping, pero la playa tampoco era mal lugar para desenrollar nuestros sacos y mi Joey Ramone se quedó con nosotras, así que esa noche no lo besé en la camiseta de Loli, sino en persona. A veces Joey me abrazaba la cintura como si fuésemos una pareja consolidada, cuando no era nada más que timidez. Loli se reía un poco de ambos y para que no se sintiese excluida le dije que probara también ella a besarlo y durante unos días compartí un hombre con el que yo pensé que  podría casarme. Volvimos a casa del Belga pero ni rastro, los vecinos nos dijeron que de vez en cuando viajaba y pasaba unos días fuera, a veces venían periodistas, y salían con él por la playa, lo grababan y le hacían fotos, pues era un hombre muy simpático y popular, un ladrón que caía bien en el vecindario. Le pedimos a nuestro Joey Ramone que nos enseñase la ciudad y nos acompañó también en un par de excursiones que hicimos por los alrededores. Me acuerdo mucho de él, de mi Joey Ramone, que en cuanto pude dejé de compartir con Loli, pues conoció a otro chaval que le parecía mejor, de lo que me alegré mucho. Al cabo de unos días salió el tema mientras tomábamos el sol en la playa: llegaba el momento de emprender el regreso, no teníamos certeza de poder entrevistar a Erik, porque no sabíamos si tardaría más o menos en regresar, las clases se habían reanudado ya hacía días en la facultad y nos habíamos quedado sin blanca. Joey Ramone nos prometió que nos visitaría, que en verano nos veríamos y haríamos una ruta siguiendo monumentos megalíticos, que era una de las obsesiones de Loli, y la verdad es que la hicimos pero con los otros tres Ramones, que fuimos conociendo por el camino, ninguno de los cuales me llegó a gustar tanto como Joey, del que nunca volví a saber nada. En Santiago le gastamos en el bar Trafalgar a la máquina de poner discos los dos únicos vinilos en los que cantaba mi novio con su grupo.

 

Antonio Báez visto por Curro Romero

Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonicGriego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.