Un puñado de textos inéditos del escritor tico Gustavo Solórzano-Alfaro que llegan a cubrir un hueco en la sección Postulados, donde penúltiMa pone en circulación textos recibidos tras el envío espontáneo por parte de sus autores.

 

París, Alajuela

 Habíamos llegado a París con la intención de conocer a Renzo pero sobre todo con el ánimo de ver la nueva película de Godard. El mismo día de la llegada me puse en contacto con Fabiola, nuestra corresponsal argentina en cuanto a amistades peligrosas se refiere. Me dijo que Renzo nos esperaría frente al Cine Rojo y me dio la dirección. Nos montamos en el tranvía, que nos dejó en una calle relativamente desierta. Empezamos a caminar hasta que poco a poco fuimos divisando algo más de gente cerca de un parque. Llegamos y de inmediato vimos el cine, que efectivamente era rojo. El parque y el cine eran sumamente parecidos al Parque de los Mangos y al cine Milán, en Alajuela, lo cual nos causó algo de gracia. Para más curiosidad, parecía que había algunas obras en proceso, pues frente a la fachada del cine se alzaban montículos de arena y piedra. Detrás de estos se divisaba un grupo de personas, entre las cuales creímos distinguir a Renzo, con su piel morena y sus colochos. Sin embargo, acercarnos nos tomó siglos. Era como si en el medio hubiese una barrera invisible, que nos impidiese acercarnos de una vez. A esto se sumaba una especie de angustia. Por fin, rodeamos uno de los montículos y el mismo Renzo pareció reconocernos. Se levantó, saltó el montículo y se presentó. Nos dijo que pronto abrirían el cine, pero que debíamos esperar que removieran la arena y la piedra. Elsa decidió ir a ver algunos de los puestos de ventas callejeros, mientras Renzo y yo empezamos a caminar y a conversar. Lo primero que hice fue tratar de retener el lugar en el que estábamos, para no perdernos luego en el camino de regreso. Poco a poco fuimos avanzando, hablando de las trivialidades lógicas cuando uno recién se topa con alguien por primera vez. A los pocos minutos noté que estábamos de nuevo en una calle bastante solitaria, en un bonito barrio. “Ahora sí me perdí”, pensé, “qué madre, será difícil regresar. Ni modo”. De pronto, vuelvo a ver a Renzo y ya no encuentro ni la piel morena ni los colochos. En su lugar, caminaba y conversaba conmigo un señor de piel blanca, tirando a rosada, de pelo también blanco, muy delgado, pero eso me resultó de lo más natural. Llegamos a una pequeña plaza donde nos sentamos. En ese momento fue cuando me di cuenta de que ese señor definitivamente no era Renzo, y que él tampoco tenía la más remota idea de quién era yo. ¿Por qué entonces se había presentado y había aceptado que lo llamáramos Renzo y estaba caminando y conversando conmigo tan amablemente? Pensé que a lo mejor era alguna costumbre parisina: acompañar a los viajeros perdidos. Sentados, lo noté incómodo. Empezó a darme algunos consejos. Me dijo que lo primero que debía hacer en París era comprarme una camisa de piquito. ¿Sabés que es una camisa de piquito?. Yo, por supuesto, no tenía ni puta idea de qué diantres era una camisa de piquito, pero le dije que sí, que claro, y que sí, que me compraría una. Pero lo miraba de arriba abajo y me daba cuenta de que su camisa era prácticamente igual a la mía. Me reservé otros comentarios y le seguí la corriente. En todo caso ya era algo tarde. Nos habíamos perdido la película y yo debía regresar para ver dónde estaba Elsa. Me excusé. Me despedí de nuestro nuevo Renzo y caminé unos pocos metros, hasta ver otra vez grupos de gente, los puestos callejeros y distinguir a Elsa con su abrigo blanco caminando entre la gente. Era ella, sí, en el Parque de los Mangos, frente al conservatorio de Alajuela.

 

La capital siempre es otra

A Fabián y a Rebeca

Íbamos para Cartago, pero era de noche y el camino otro. Me armé de valor y les dije a mis acompañantes que en realidad yo no quería ir. Trataron de convencerme pero fue inútil. Nos montamos al bus y luego desembocamos en una estación enorme, con largos túneles y pasadizos, que empezamos a recorrer lentamente. Mientras sucedía todo esto, estaba seguro de que ya en otras ocasiones había intentado tomar esa ruta con los mismos resultados. Subidas y bajadas por la montaña que terminaban en nada. De repente, estaba solo, en medio de la ciudad. Y algo me decía que esa ciudad era Praga. Tomé un taxi junto con un rabino. No dije nada pero el taxista igual emprendió el viaje. Al llegar cerca de un parque, me cobró en euros, pero por alguna razón yo intentaba pensar en coronas y las cuentas no me calzaban. Le di todo lo que tenía porque me sentí amenazado. El rabino se bajó del vehículo, como era de esperar, y yo también. Pero me asombré sobremanera cuando vi que el taxista también se bajaba, se metía los euros en el pantalón y tomaba un tranvía. Yo estaba solo en plena acera, igual que todas las veces en que he intentado completar el mismo viaje.

 

Los olores

 Para mí el sexo empezó con un fuerte olor a aceite. Un olor que nunca más en mi vida he vuelto a percibir. O a lo mejor sí. Los recuerdos siempre nos parecen únicos. En cualquier caso, ese penetrante (y horrible) olor a aceite provenía de un negocio esquinero, a cien metros de mi escuela, frente a plaza Iglesias. No tengo memoria de qué se vendía en ese lugar, pero a juzgar por los carteles y ese olor a aceite que decididamente se te impregnaba, estaba relacionado con carros.

El negocio lo atendían unos tipos con bigote. A lo mejor eran veinteañeros, pero en ese tiempo toda la gente con bigote era mayor. Los colegiales de último año tenían bigote. Por eso hoy los colegiales, o los universitarios, para el caso, nos parecen púberes lampiños que si acaso pertenecen al sexto grado.

Los tipos tenían música tropical, el olor a aceite y carteles de mujeres chingas, de revistas de carros, de deportes y pornográficas, por supuesto. Pasar por ese lugar y empezar a detener el paso, a detener el tiempo. No importaba el olor. La idea era pasar por una de las dos puertas con la suficiente lentitud para poder ver los carteles, las tetas gigantes, los colochos rubios. En aquel entonces, los colochos también eran bien vistos. Por suerte hoy todo ha cambiado y las planchas para pelo, el chi y otras técnicas han desterrado esos resabios evolutivos.

Uno se tomaba su tiempo, camino a la escuela, con el bulto enorme en la espalda. No importaba. Uno pasaba despacio, como sin querer, incluso a veces sin mirar. Y el olor se nos pegaba, pero seguíamos pasando.

Una vez nos atrevimos a entrar. Era muy normal que unos niños de 10 años entraran a preguntar por partes de motor o por repuestos o por tipos de aceites. Nos atendió unos de los bigotones, como si nada, por diversión. Y en ese momento, desde afuera, escuchamos la voz de un tipo que gritaba: “¡Sobones!”. Nos dimos vuelta y nos percatamos de que se trataba del otro bigotón. Y los sobones éramos nosotros. El tipo se fue riendo y nosotros salimos avergonzados. Pero no sabíamos por qué, porque no teníamos ni idea de qué significaba “sobones”. Al menos estoy seguro de que yo no lo sabía. Y ninguno de mis compañeros dijo nada. Y nos fuimos para la escuela. No sería sino hasta uno o dos años después que aprendería el significado de la palabra.

Un día de estos volví a pasar por el lugar. En esa esquina ha habido decenas de negocios. Incluso después de ese de carros hubo uno de pollo frito. Era inevitable que durante años relacionara también el pollo frito con un olor a aceite que se había quedado en las paredes, en los carteles raídos, en nosotros, en nuestros bultos.

Pasé por el lugar y pensé en el aceite. Y quise sentirlo de nuevo. Olerlo, degustarlo. Ese olor era el olor del sexo, de las mujeres. Una educación sexual puramente olfativa. Hoy, extraño ese olor como extraño las tardes en la escuela, a mis compañeros. Igual que se extrañan todas las cosas que se nos han quedado grabadas en la piel.

 

Aris

 Aris es un venezolano que se fue de su casa a los 15 años. Ahora vive en Cartagena y trabaja como bartender en un pequeño hotel frente al parque donde Florentino y Fermina se conocieron. Casi es seguro que Aris sea más joven de lo que aparenta. Nos daba las cervezas y conversaba con una alegría contagiosa. Cada día nos recomendaba los mejores lugares para ir a bailar. Nos explicaba que la fiesta empezaba tarde, a veces a las 11; en otros lugares a las 12 o incluso en la madrugada. Nosotros lo escuchábamos con atención, pero no le explicábamos que en realidad no bailábamos, y que a esas horas –sin duda alguna– desde hace varios años ya estábamos dormidos. Nos daba pena que supiera que éramos los abuelitos de Heidi, aunque a lo mejor él no tuviera idea de quién era Heidi (pero vamos, ¿quién no va a saber quién es Heidi?). Al día siguiente, le inventábamos historias de cómo la habíamos pasado. Recordábamos algún nombre de bar o restaurante y le decíamos que habíamos estado ahí, divirtiéndonos como locos hasta el amanecer. Estoy seguro de que en el fondo él nos escuchaba con la misma incredulidad con la que nosotros lo escuchábamos a él, pero ya habíamos aprendido cierto código.

Aris vive ahora con su padre, o un remedo de padre, nos confiesa, pero está buscando la manera de independizarse de nuevo. Antes tenía un mejor trabajo, nos cuenta, y salía casi todos los días. Ahora, vive en las afueras del centro histórico y no sale tan a menudo. La última noche que lo vimos padecía de un terrible dolor de muelas. A eso de las 10 regresábamos de comer y él esperaba un taxi, mientras se sostenía la mandíbula por el dolor. Más que su dolor nos preocupó que nos cogiera en falta, regresando al hotel a esas horas. Es que mañana ya nos vamos, y el vuelo sale temprano, le mentimos.

Aris todos los días tenía puesto El Gran Combo, y después de “Juanito Alimaña” sonaba este “Yo soy la muerte”, una canción profunda, oscura, que no se me ha despegado. Nosotros, que no bailamos, bailamos con esta pieza en la habitación. Dice la sección de comentarios de You Tube que era el son favorito de Escobar. No sé. Aún me cuesta creer que la gente baile con esta canción, quizá porque aquí en Costa Rica la gente de mi generación bailaba salsa con Jerry Rivera y lo más peligroso que experimentamos es una mañana fría con llovizna.

 

Se ha perdido un niño

A los 20 años, uno espera no llegar jamás convertirse en un señor reaccionario. Es más, hasta cree en esa chorrada de la “juventud de espíritu”. Pero no es un asunto volitivo, no depende de uno. La edad es la edad y el tiempo es el tiempo y ya uno no puede mantener el ritmo de lo nuevo, y tampoco quiere hacerlo. Quizá se concentre en algún punto y logre actualizarse (su trabajo, su labor, sus proyectos más personales), pero en todo lo demás reduce sus expectativas. Ya no va a todas las tandas de un festival de cine. De hecho no va. Ya no sale todos los días. Ni siquiera todos los fines de semana. Ya no escucha grupos surgidos hace cinco años ni participa en todas las actividades literarias del país. Todo empieza a encogerse, a simplificarse. Inicia la época de las relecturas. A lo mejor es la serenidad de las tardes que añoraba Borges. A lo mejor sea tan solo un vulgar cansancio. Todo se reduce a una o dos canciones, al sufrimiento que nos provoca el equipo de fútbol del barrio, a una banda favorita, a un recuerdo, al abrazo de la persona amada y a la incomparable felicidad de estar ahí, con ella, nada más: vino, whisky o cerveza en mano. Quedan unas citas, unos poemas, un grito de gol, algunas películas. Y esa greguería de Gómez de la Serna –que debería hacernos llorar– cuya repetición es ya una necedad mía, y que lo resume todo: “Cuando anuncian por el altavoz que se ha perdido un niño, siempre pienso que ese niño soy yo”.

 

Gustavo Solórzano-Alfaro fotografiado por Gerson Vargas

Gustavo Solórzano-Alfaro es un escritor, editor, profesor y crítico costarricense, nacido en Alajuela en 1975. Ha enseñado teoría literaria en la Universidad de Costa Rica y desde el 2007 es editor en la Editorial Universidad Estatal a Distancia. Ha publicado, entre otros títulos, el poemario Inventarios mínimos (2013), la antología de poetas costarricenses Retratos de una generación imposible (2010) y el ensayo sobre Octavio Paz La herida oculta (2009). Su más reciente volumen de poesía, Nadie que esté feliz escribe, acaba de ser publicado en Santiago de Chile por Nadar Ediciones.

Postulados es la sección que recoge los textos enviados de modo espontáneo por los lectores de penúltiMa y que han sido aprobados por el equipo de la revista para ser publicados.

La imagen que ilustra los textos es de Prashant Godbole, cuyo trabajo puede encontrarse en su página web http://prashantgodbole.com/