Este ensayo breve de Ben Marcus se publicó como respuesta a la modificación alarmante del término «elitismo» que elaboraba Jonathan Franzen en un artículo sobre William Gaddis titulado «Mr. Difficult». Donde Franzen ve soberbia estéril, Marcus ve una apuesta por burlar el automatismo: «Hay ciertos libros que requieren que seamos lectores, que nos piden que dediquemos un tiempo a frases de todo tipo, y que dan por sentada una avidez de nueva lengua que podría hacer que la noción de “esfuerzo” en la lectura deje de tener sentido.» Completa este discurso el artículo «He escrito un libro malo» aparecido en la revista McSweeney’s el mismo día que su novela Notable American Women, donde el autor hace un cuco acto de contrición por lo conceptuoso de su propuesta, o lo que podríamos denominar «excesos de escuela».  Se incluye, emparedado entre los dos textos de Marcus, un intersuelto a cargo de Rubén Martín Giráldez que pretende contextualizar —sin vocación exhaustiva ni academicista— el caso español de la querella entre el fablar oscuro y los supuestos beneficios resultantes de borrar el estilo. Guiado, quizás, por propósitos más mezquinos de los que es capaz de disimular, el intersueltista introduce un calzo entre William H. Gass y Rafael Sánchez Ferlosio:  «¿De dónde sale esta asunción nuestra de un Deber Gratuito, un Cometido Mágico confundido a veces con un oficio, la dedicación absoluta a lo irrepresentable?» En librerías el 5 de noviembre.

 

En el lóbulo temporal izquierdo, por debajo del surco central (surco de Rolando) y enroscada tras el área de Broca y la circunvolución de Heschl, se encuentra el área de Wernicke, un retorcido ovillo carnoso encargado de la comprensión de la lengua. Toma su nombre de Carl Wernicke, un neurólogo alemán que descubrió en 1874 que los daños en esta región podían provocar una discapacidad en la comprensión del lengua­je. Pen­­semos en el área de Wernicke como en el mús­cu­lo del lector, sin el cual toda lengua escrita es una maraña incomprensible de códigos, un pedazo de arte abstracto garabateado indescifrable. Es ahí donde lo que leemos adquiere sentido, ristras intangibles de lenguaje son animadas al adoptar formas legibles. Si no leemos, o leemos rara vez, el músculo lector está fláccido y poco ejercitado, y los textos más extraños y exigentes, los singulares desde un punto de vista lírico, los que operan fuera del terreno de la familiaridad, se nos desparraman en un conjunto de palabras arbitrarias, simplemente. Tal vez nos suenen las palabras, pero no acaban de encajar entre ellas como elementos arquitecturales de un universo más amplio.

En el mundo literario, insinuar siquiera que el cerebro esté implicado en la lectura o que nuestras facultades lectoras puedan ser efectivamente mejoradas es una falta de tacto. Aludir al cerebro sugiere esfuerzo, y esfuerzo es lo último que se supone que debemos pedir­le a un lector. Se supone que la lengua ha de circular predigerida, como un líquido por una sonda. En lugar del cerebro, lo que se dice que han de alcanzar los escritores a fin de conmover a los lectores es el corazón, para provocarles los más profundos e intensos sentimientos. Si lo logramos, tocaremos o romperemos los corazones de nuestros lectores. Pero no se puede enseñar al corazón a comprender la lengua, por no hablar de la lengua literaria, que llega a aparecer bajo guisas complejas y exigentes, y que a veces parece emplearse de maneras tan inauditas que se asemeja al dialecto de una nueva tribu humana. Aunque esta lengua pueda parecer a primera vista ajena, la inmersión en sus modos puede mostrarnos universos insólitos de sentimiento y pensamiento. La lengua literaria es compleja porque intenta conseguir algo extraordinariamente difícil: fijar los aspectos elusivos de la maraña vital, representar la intensidad de la consciencia, producir esa clase de historias que cautivan y fascinan. Y a pesar de las declaraciones en sentido contrario de B. R. Myers, Jonathan Franzen, Jonathan Yardley, Tom Wolfe y Dale Peck, entre otros críticos y escritores, la lengua literaria también puede producir un entretenimiento más abstracto aunque no menos crucial: sutil, insólito, menos ligado a modos aprobados de antemano, pero aun así estimulante.

Un escritor que se afana en producir arte a partir de las palabras, casi con toda seguridad, deseará que su lector disponga de un área de Wernicke activa y no atrofiada. Como escritor de literatura en ocasiones abstracta, presuntamente experimental, susceptible de requerir algo más de atención al leer, diría que el área de Wernicke que considero ideal para mis lectores cuenta con un batallón de descifradores de códigos en mono de faena manipulando un espacio del tamaño de un almacén con las vigas encordadas por un entramado matemáticamente intrincado de soga y acero, tal vez reforzado por una espiral de material sintético más sólido y sensible que ninguno, como cuerdas de guitarra hechas de médula espinal desenredada, con cada filamento afinado y tensado en diferentes tonos. Los conductos del lenguaje que las atraviesan fluyendo por huesos huecos con refrigeración líquida desencadenarán vibraciones singulares que resonarán en una sinfonía original cada vez que mi lector ideal escanda una nueva frase. Se trataría de un diseño tan elaborado que cada porción de lenguaje sería tratada como cosa única, y sus partes infinitas se someterían a un proceso de decodificación tan exhaustivo que no quedaría ni la carcasa de una palabra. Mi lector ideal expectoraría un pellizco de fino polvo gris al concluir la sesión de lectura y podría usar esta sustancia rica en minerales para abonar su jardín.

Ante la improbabilidad de un músculo lector supremo, hay que perdonar que algún escritor sienta a veces deseos de administrarles a sus lectores algún potenciador para áreas de Wernicker, dosis de una poción que los convierta en feroces maquinitas de leer, devoradores de nueva sintaxis, intérpretes fluidos de la gramática más líricamente compleja, de manera que hasta el tipo de sentido más difícil que la escritura sea capaz de generar pueda encontrar su máquina de Turing correspondiente y se revele al lector con la delicadeza que el escritor pretendía. Esto liberaría al escritor de la preocupación sobre si la mayoría está capacitada o no para procesar siquiera las frases más elementales, y podría entonces profundizar aún más en un medio que acaba de empezar a tantearse, con el convencimiento de que como mínimo unos pocos lectores desbrozarán el camino con él.

Pero el caso es que estos potenciadores del área de Wernicker ya existen, y se les llama «libros»: el combustible que permite a la mencionada región aumentar su competencia. Si leer es una habilidad, con niveles de aptitud, y no algo que podamos hacer o no, entonces hablamos de una habilidad susceptible de mejorarse a base de más, y más variadas, lecturas. Cuanta más variedad de estilos ingiramos, mejor equipados estaremos para implicarnos y conmovernos con aquellos escritores que exploran en profundidad la posibilidad de la sintaxis como forma de estructurar sentido y sentimiento, que condensan la experiencia en la lengua, usando la gramática como palanca para crear arte. Si este intenso método de lectura nos vuelve o no monstruos de feria es otro tema, pero el músculo crece y se fortalece cada vez que lo usamos, y nos deja incluso más ansiosos de toparnos con frases que nunca habíamos visto antes. Y hay ciertos libros que requieren que seamos lectores, que nos piden que dediquemos un tiempo a frases de todo tipo, y que dan por sentada una avidez de nueva lengua que podría hacer que la noción de «esfuerzo» en la lectura deje de tener sentido.

Pero ahora mismo, en el mundo literario, se pone en guardia a los escritores respecto a este ambicioso enfo­que, y abundan las señales de que si por casualidad estás interesado en las posibilidades de la lengua, si valoras los logros artísticos de otros pero todavía sueñas en el fondo, quizás estúpidamente, que hay posibilidad de nuevas organizaciones, de nuevos estilos, de nuevos hallazgos en la lengua susceptibles de detonar una serie de deliciosas explosiones mentales… si piensas así en mayor o menor medida, o peor, si intentas llevarlo a la práctica, eres un elitista. Detestas a tu público, detestas la industria editorial, es probable que hasta te detestes a ti mismo. No estás con la gente, sino en un agujero oscuro y silencioso, chillando sin que nadie te oiga.

 

Escribo este artículo desde ese agujero, supongo, y mi punto de vista es que las cosas son a la inversa. Los elitistas no están pidiendo escritores como yo, sino más bien del tipo de los que previenen a la cultura de los peligros de un desarrollo literario, que insisten en que los logros narrativos del pasado se anquilosen, se laquen y que las generaciones venideras practiquen con dichos modelos. En este clima artístico, un logro es un legado, así que a los escritores se les anima a comportarse como grupos musicales de versiones, a embellecer los éxitos de antaño, a lo mejor; asegurándose de que enterrada en la canción haya una vieja melodía familiar que nos haga sonreír al reconocerla, de manera que podamos leer más de memoria que mediante una atención activa.

 

Ben Marcus (1967)

Ha publicado las novelas Notable American Women y El alfabeto de fuego (Catedral, Barcelona, 2017), además de varios libros de relatos que merecieron la admira

ción de autores de la talla de Robert Coover, Lydia Davis o George Saunders: The Age of Wire and String, Leaving the Sea y el recientísimo Notes from the Fog. Sus textos han aparecido en Harper’s, The New Yorker, The Paris Review, Granta, McSweeney’s o Tin House. Se ocupó de las antologías The Anchor Book of New American Short Stories y New American Stories. Ha recibido, entre otros reconocimientos, la beca Guggenheim, un National Endowment for the Arts Fellowship, tres Pushcart Prizes, el Berlin Prize, y premios de Creative Capital y de la American Academy of Arts and Letters. Es profesor de literatura en la Universidad de Columbia, Nueva York.

Rubén Martín Giráldez (Cerdanyola del Vallès, 1979)

Autor de las novelas Magistral y Menos joven (Jekyll & Jill, 2016 y 2013 respectivamente); de la belle infidèle escrita con Adrià Pujol Cruells El fill del corrector|Arre, arre, corrector (Hurtado y Ortega, 2018); y del ensayo bufo Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios (Alpha Decay, 2011). Traductor de Angela Carter, Tom Robbins, Bruce Bégout, Jean-Pierre Martinet, Jack Green, Morrissey o Bruce Jay Friedman, entre otros.

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.

Las fotos de los autopres son obra de Heike Steinweg (Marcus) e Inga Pellisa (Giráldez).