Muchos de los escritores venezolanos que comparten el interés por el episodio de la cuarentena social de los últimos años guardan una temática en común: la orientación hacia el discurso de lo público. En este caso, nos adentramos en una dimensión que revela la influencia de cierta literatura japonesa, o para ser más precisos, la de la estupenda escritora Taeko Kono, donde se representa una clara distinción entre la vida privada y la pública. El discurso de lo común, se convierte en el escenario donde afloran los temores, los riesgos y la sensibilidad de la vida íntima. Desde una visión sutil, pero que trasgrede en la medida en que cuestiona la idea de la familia convencional y el lugar de la mujer en la sociedad, «Por favor, manténgase en casa» forma parte de un libro de relatos en desarrollo de la narradora Viviana García, que lleva por título Estocolmo y otros relatos, donde evidencia una madurez infrecuente en una autora que apenas ha rebasado los veinte años.

 

A las seis treinta de la mañana intentó salir de la cama por primera vez. En menos de un minuto y medio tomó consciencia de que de igual modo seguiría siendo domingo. Sin suponer mayor esfuerzo, volvió a arroparse con la cobija, giró con la vista hacia al lado contrario y acepto que seguiría durmiendo. Durmió largo y corrido hasta pasadas las ocho como de ninguna forma se lo habría permitido en otras circunstancias similares a esta. Los últimos instantes que concede el sueño le recordaron que a esta hora seguramente ya estaría en el tren camino a la oficina, terminando de ajustarse a tropezones las botas de tacón para llegar tan solo con unos cuatro o cinco minutos de retraso que le pasarían factura a fin de mes.

Trató de disponerse para levantarse de la cama. La debilidad física se confundía con el calor estancado de una mañana pesada. Removió la cobija con cuidado, pero a último momento, solo la dejo resbalarse y caer al piso. Estiró la mano hacia el lado contrario buscando la silueta que dormía junto a ella. Fue hasta descubrir que no estaba que entendió que ya era tarde. Se distrajo un poco, pensando con ternura que por primera vez en la semana Matsuda se había despertado antes que ella y no escatimó también en imaginar que estaría en la cocina preparando el café que más tarde traería hasta la habitación donde descansaba, en una bandeja con un azucarero de tapa metálica en el medio y dos tazas de porcelana a cada lado, una para cada uno de ellos.

Penélope hizo un último esfuerzo, retrocediendo los pies hasta que estos casi tocaron los glúteos, flexionó las rodillas en un ángulo decreciente que concluía a la altura del pecho y se prolongaba a partir del cuello. En esta suerte de gimnasia abdominal hipopresiva alcanzo a visualizar el tramo de piel descubierta entre el final de la camisa del pijama y el inicio del pantaloncillo. Lo primero que le sorprendió fue el tono pálido y alicaído de la piel. La escena pudo haber concluido con una risa incómoda, pero de inmediato se transformó en una sonrisa melancólica que le hizo extrañar profundamente el verano en Mar del Plata.

Se dejó vencer, no encontró el ánimo necesario para recoger la manta que había dejado caer de la cama. Al instante siguiente Matsuda tocó la puerta, advirtiendo que el café estaba preparado y venía dispuesto a compartirlo tal como ella había imaginado. Penélope indicó que entrara, con un tono autoritario que disfrazaba la tristeza que estuvo a punto de embrillecerle las mejillas.

Matsuda entró a la habitación sosteniendo la bandeja de porcelana, del mismo juego que las tazas y el azucarero. Alcanzó a ofrecerle los buenos días y como si tuviese la habilidad de descifrar el trasfondo de sus estados de ánimo, permaneció a su lado callado, desapercibido con su taza de café humeando entre las manos. Penélope sostuvo la suya de igual modo. Acto seguido, preguntó ¿Qué día es hoy? Matsuda no supo qué responder.

***

Al segundo o tercer año de su relación se decidieron a vivir juntos. Para ambos, la compañía del otro no tenía otra finalidad que la compañía en sí misma. Se las habrían arreglado de igual modo viviendo por cuenta propia y hasta no hubiesen corrido con el riesgo de terminar odiándose el uno al otro. Pero la idea de juntar ambas bibliotecas en una sola, compartir los discos y reducir los costos de alquiler terminó convenciéndoles. Ambos tenían horarios de trabajo, planes a futuro y salidas de fines de semana. Aun cuando decidieron vivir juntos, ninguno de ellos había renunciado a su vida de solteros. Hablaban del matrimonio solo como la última de las posibilidades, por ridícula que fuera.

Penélope disfrutaba usar algunas prendas del armario de Matsuda. Su estilo no dejaba de ser sofisticado al limite de lo extravagante. Disfrutaba de llevar vino por las noches y encontrarse con Matsuda tocando el piano, su café por las mañanas, los encuentros sexuales a deshoras.

Matsuda disfrutaba no saber de ella, teniendo la certeza de que siempre volvería a encontrarla.

Llegaron a conocerse durante sus últimos años como estudiantes, en un verano radiante en Mar del Plata para el inicio del festival de cine. Ambos compartían la energía, la juventud, la sal que les resecaba el cabello y ese tono dorado arena en la piel que habían perdido hace algunas semanas, en medio de este exilio no voluntario.

Penélope no era fiel conocedora del séptimo arte, y de serlo era una pasión que empequeñecía en comparación a los veranos en el extranjero, las salidas nocturnas, el cierre de los horarios, el vodka y el mate argentino. Matsuda, en cambio había llegado hasta allí para aprender de los mejores, o de los que él consideraba como tal y que estaban a su alcance.

Era un japonés de padres vietnamitas que asumieron la potestad cuando él ya había cumplido los cinco años. Sin embargo, aun en esa época preciosa en la que se había cruzado con la fauna social más diversa, no había dejado de sentirse un niño de la calle, un huérfano o un extranjero.

Lo que a Penélope le atrajo de él fue su rigor con los asuntos prácticos, la vocación que fue descubriéndose a medida que se fermentaba una serie sucesiva de fracasos en la carrera actoral que concluyeron en la renuncia.

Compartían los mismos lugares donde dejaban pasar las horas previas al evento. A mediados del verano, habían dejado los encuentros casuales en manos del azar. Y antes de que terminara y tuviesen que retornar a sus ciudades, habían pasado de ser conocidos de vista y trato a ser compañeros de cama y mesa.

Para la misma fecha, Penélope empezaba a aceptar el curso natural de algunas cosas. Empezaba a llevar ese rubio de raíces sin retocar que le resultaba tan atractivo a Matsuda, tan al estilo del verano anterior en Miami. Enmarcaba la nariz perfilada y las facciones frágiles al extremo de que nunca perdió el miedo de llegar a quebrarla.

Pero los días fueron pasando, el enamoramiento que reina en los eventos que tienen lugar más allá de nuestra voluntad se transformó en rutina. Hasta que finalmente se sientan uno junto al otro, en la habitación principal del departamento número 5-3, sosteniendo dos tazas de café y sin decir nada por miedo a ofenderse, en medio de esta apnea, tan distinta al tiempo.

***

Frente a todos sus intentos fallidos de comunicación, Matsuda decidió alejarse, ajustando la puerta tras de sí para hacerle entender que a partir de ahora se quedaría sola. Habría de ocuparse de los platos sucios que dejaron en el lavavajillas desde la noche anterior, o de organizar el cúmulo de partituras sueltas, producto de lo que él había denominado su bloqueo musical de esta última semana. Mientras, Penélope aguardaba tendida en la habitación principal, fría, intocable.

Permaneció en cama hasta pasadas las doce. Aunque en ningún momento volvió a conciliar el sueño. Abrazó sus rodillas junto a su pecho, como un infante. Se levantó solo hasta el momento en que la pesadez no dio tregua al malestar.

Las horas pasaron, mientras ella añoraba sin tregua los veranos anteriores. No dejaba de preguntarse dónde estarían sino estuviesen encerrados en casa.

Habían transcurrido más de dos meses desde el decreto de estado de excepción. No tenían permitido salir para hacer las compras, mucho menos para buscar una aventura. Penélope reconocía que los primeros días fueron de ensueño, unas vacaciones anticipadas en el departamento donde a duras penas había lugar para los dos.  Disfrutaban de comer y dormir a deshoras, desvestirse en medio de una escena y prolongarla sin pensar en lo que sucedería después. Por las noches se sentaban junto al piano, oír a Matsuda tocar le hacía sentir que finalmente estaba en casa.

Conforme los días fueron pasando, hasta lo singular se convirtió en costumbre. Los encuentros sexuales con Matsuda le cargaban de una pesadez que no se apartaba de ella ni por la acción de los baños de agua tibia. Pasaban demasiado tiempo juntos, sin llegar a necesitarse.

Penélope había descubierto lo que se escondía detrás de ese personaje de gafas oscuras y limitadas palabras que le atrajo en Matsuda. Era un tipo, infinidad de veces, más aburrido en persona.

Tras el inicio del segundo mes del confinamiento, las discusiones se volvían más frecuentes. Dándole a entender que, de no haber sido por la distancia, se habrían separado desde antes de juntarse.

Ya para la fecha, a Matsuda le inquietaba lo que no se escuchaba en los noticieros, lo que depararía el futuro para ellos cuando empezasen a agotarse sus ahorros y la comida. A Penélope, esto le resultaba, cuando mucho, convencional. Pensaba, cada vez con mayor frecuencia, en lo que hubiese hecho para esta época del año, de ser otras las circunstancias. Entre todo, deseaba con el alma, volver a Mar del Plata y conocerle de nuevo.

Dieron las doce treinta cuando la presión del aire tratando, interrumpidamente, de subir por el esófago le hicieron levantarse. Ponerse de pie le hizo sentir el mareo. De no haberse sujetado con tanta fuerza a la mesa de noche, habría acabado desplomándose y perdiendo el conocimiento.

La nausea, el vómito, el mareo.

Al cabo de unos seis o siete minutos, a Penélope le quedó un gusto agrio sobre el paladar. Así fue como tuvo la oportunidad de unir los puntos y entender los cambios de humor, el malestar, la fatiga crónica de las últimas semanas y el cansancio. No hizo falta explicarse esa falta de más de trece días en su ciclo menstrual que hasta la fecha se había caracterizado por ser regular.

No había marcha atrás.

Pese a todo, se sentía tranquila, no era la primera vez que se encontraba en estas circunstancias. Sin embargo, conforme volvía a compensarse tomó consciencia de algunos factores que estaban más allá de ella. Su primera preocupación era Matsuda, no por el daño que podría ocasionarle. Pero prefería seguir manteniéndolo como un secreto, y pasar tanto tiempo junto a él, sin duda, se lo impediría.

Si sus cálculos no erraban, a juzgar por la última vez que tuvo su periodo menstrual y los encuentros entre ambos desde que habían desistido de los anticonceptivos. El embarazo, de ser el caso, no podría superar en un grado significativo el tiempo que había transcurrido desde el inicio del confinamiento.

Esa era su autentica preocupación. Entre las políticas de: Por favor, manténgase en casa y el colapso de los servicios de atención médica, conllevaría un esfuerzo abismal interrumpirlo antes de que Matsuda comenzara a notarlo.

No entraba en ninguno de sus finales posibles conservarlo. Matsuda conocía su primera experiencia, aceptaba su temor ante cualquier forma de maternidad que tuviera lugar en ella, y pese a todo la respetaba.

La primera vez empezó como la travesura de un niño pequeño. A los diecisiete años, Penélope gozaba de la libertad que cualquier otra niña en su lugar habría deseado. Pero demasiada libertad también requiere un grado prudente de responsabilidad y lo de ella termino como el castigo de un niño que no supo imaginar hasta donde llegarían las consecuencias de sus actos. No es como si para la fecha hubiese aprendido a medirlas. Pero creía saber cómo enmendarlo.

A los diecisiete años conoció la libertad, la soltura que había estado buscando desde el año en que renunció a la virginidad, a la que nunca le atribuyó mayor valor, pero era la jerga que compartía su grupo social.

Fue producto de su relación clandestina con un músico de la fila de los vientos metales, al menos quince años mayor que ella. La diferencia de edad y todas sus imposibilidades conversacionales se consolidaban en la cama.

Se encontraban una o dos veces por semana, al final del respectivo concierto de la temporada. Él se lo hacía saber con uno o dos días de anticipo. El resto del tiempo se limitaba a ignorarla, no atendía a sus mensajes. Nunca se molestó en ilusionarla, en hacerle sentir como si significara algo, por mínimo que fuese, en su vida.

Al momento de descubrir ese primer embarazo, Penélope guardaba un mínimo de esperanza, como si al saberlo, él encontraría un motivo para estar con ella.

Al enterarse, todo lo que le pidió fue deshacerse de la criatura y más adelante haría lo mismo con ella, borrándola, anulándola como si así consiguiese librarse de la culpa de lo que pudo haber sido.

Tras el fracaso de ese primer embarazo, a Penélope le quedó un vacío tan profundo como indescriptible. No volvió a hacerse la idea de ser madre desde entonces. Del mismo modo, le tomó por lo menos seis meses regresar a las salidas con hombres.

Aparecieron otros antes de relacionarse con Matsuda, Si bien, ahora era él, no representaba esa promesa a futuro que le habían inculcado desde la infancia.

***

-Oí que los pájaros anidaron de nuevo, del otro lado del muro.

Penélope respondió haciendo un gesto con el dedo y le hizo prometer a Matsuda que no volvería a asomarse por ese lado de la ventana hasta que los polluelos, hasta que sus huesecillos terminasen de formarse y ya con ánimos de valerse por si mismos emprendieran la aventura, hacia la otra orilla.

En el acto, su rostro se iluminó, recobrando la lucidez infantil que en las últimas semanas del encierro se había debilitado.

Penélope se dejó llevar por el entusiasmo, dejando de lado la incomodidad venida con la escena de esta mañana.

-Ya sé, escapemos. Añadió, mirando a la ventana mientras ideaba como sobrepasar los tres pisos de la escalera exterior sin ser descubiertos por los oficiales de seguridad que en los próximos minutos estarían de guardia.

Matsuda se caracterizaba por ser un hombre con una prudencia de película. Se limito a reír con una sonrisa ladeada hacia el lado izquierdo (consecuencia de un episodio asociado a la parálisis de Bell) dándole a entender que la aventura que tenía en mente no los llevaría a ninguna parte. No se tomó la molestia de analizar lo que Penélope acababa de proponerle, ni para complacerla.

Deslizó la mano por su espalda y mirándola a los ojos le recordó que ya iba siendo hora de poner orden en la habitación principal.

Lo que hace nada había parecido una cosa sin importancia fue descubriendo un sentimiento de incomodidad en Matsuda.

Más tarde descubriría que su mayor error no habría sido dejar la casa, sino permanecer en ella.

Penélope recobró su humor de esta mañana. Las noches de televisión le resultaban insoportables, así que regresó a la habitación principal mientras Matsuda aguardaba como hipnotizado el inicio del noticiero.

A la mañana siguiente Penélope despertó antes de que el reloj marcara las siete, como única salida a la noche hostil que había pasado. El calor de verano confundiéndose con los vapores de su cuerpo, la náusea, las jaquecas, el cuerpo de Matsuda junto al suyo. No le había dejado un recuerdo que desearía conservar por el resto de sus días.

Se levanto de puntitas, sin hacer ruidos. En el acto se dirigió hacia el baño. Busco entre sus cajones la prueba de embarazo casera que había reservado para casos de extrema emergencia. Sentada sobre la porcelana fría espero a que el recolector terminase de llenarse a la altura necesaria para introducir el indicador.

De inmediato arrojó la caja junto con el recolector a la cesta de la basura. Escondió la última parte en el mismo gavetero de donde lo había tomado.

Permanecía escondida en el baño, esperando el resultado en el momento en que recordó los pimpollos que habían visto el día anterior y para este momento deberían estar encubando.

Se acercó hasta la ventana, seguía de puntitas para no ocasionar el más mínimo ruido. Justo allí, alcanzo a verla y le invadió una ternura casi melancólica. Era un ave de plumas aterciopeladas, sentía que la rozaba con la vista, el plumaje era de colores cálidos y se desordenaba a la altura de la frente. Probablemente una alondra.

Al momento de encontrarla medio dormida o sosegada sobre los huevecillos no pudo hacer otra cosa que llorar. Lo que empezó como unas lágrimas de alegría terminó siendo una tormenta. No pudo manejar el conjunto de sentimientos que la atacaban en ese momento. Se acerco a la ventana, juntó la mejilla contra el cristal, deseando más y más. Al punto de creer ingenuamente que, si abría la ventana, el pajarillo entraría a la casa, para consolarla. Para hacerle compañía.

Pero no fue así, al momento en que pareció descubrirla, Penélope lo supo porque nunca antes había sentido que un ave la miraba tan firmemente, buscó resguardar a los huevecillos, en su intento batió sus alas con una fuerza que comenzaba a preocuparla, al punto en que ocasionó que uno de estos se resbalara desde el nido.

Fueron cinco pisos hasta la avenida principal, donde el cascarón se quebró y dejo derramar la sustancia de color amarillo pastel.

Seguidamente, el ave, que probablemente también hubiese tomado consciencia de lo sucedido voló tan rápido como pudo. Y después de ese día no volverían a verla.

Penélope se sintió derrotada, o más bien responsable de lo sucedido. Se limpió los párpados y las mejillas como pudo. Se dirigió nuevamente al baño. Para ese entonces la prueba de embarazo ya debía haber arrojado el resultado.

No quedaba la más mínima duda. Desde hace algunas semanas lo había visto venir, eran jóvenes, no habían tomado precauciones y creían que la felicidad podía durarles para siempre.

Con todo, le llevaría al menos otro par de semanas aceptarlo. Quizás hasta el momento en que lo perdiera.

La prueba compartiría el fin último de los componentes del envoltorio: la cesta de desechos.

Penélope se dirigió a la habitación principal. Se quedó de pie junto a la puerta, observando a Matsuda, a esta hora le resultaba más niño que nunca. Por un momento, dejó de desagradarle. Matsuda presenció la mirada desde el otro lado de la habitación.

Con cierto grado de formalidad, de protocolo, le pregunto si pasaba algo. Del mismo modo, pareció conformarse cuando Penélope contesto: nada.

Lo que le inquietaba a Penélope no era que sus planes a futuro se vieran interrumpidos ¿Dónde le gustaría imaginarse en un par de años? Ella misma no lo tenía del todo claro. Por el contrario, tenía la certeza de que Matsuda sería un director de cine único en su clase al tiempo en que sus planes terminaran de consolidarse.

Sentía un peso en el vientre y un gusto en la boca que le repugnaba. Tenía que sacárselo. Además, insistía en que la única solución posible entre ambos era que Matsuda nunca se diera cuenta.

La maternidad nunca representó una realidad posible, ni por Matsuda ni por ella. Así mismo, era consciente de que abortarlo no era la única opción. Paradójicamente, seguía siendo la más alentadora. No consideraba ni en juego asumir toda la responsabilidad. Tampoco se hacía a la idea de que en su vientre estuviese engendrando un niño de la calle.

Matsuda tocaba el piano sin advertir el pasó de los días. Los días seguían y Penélope no conseguía ponerse en contacto con su ginecólogo. Habían pasado al menos dos semanas desde esa mañana en que la mala noticia le fue anunciada.

Matsuda parecía no darse cuenta, o no insistir en ello. En los últimos meses, por la falta de actividad en el exterior Penélope habría ganado unos dos kilos. Además, en la etapa en la que se encontraba, apenas ella misma podría notarlo.

El mismo día por la noche, Penélope finalmente renunció. La vida dentro de la casa le aburría de muerte, cada vez soportaba menos al hombre que dormía junto a su lado. No concebía la idea de que el niño naciera en esta parodia de matrimonio forzado y que por los próximos años tuviese que renunciar a sus libertades más íntimas para hacerse cargo de él, sin conocerle siquiera. La idea de la maternidad la conmovía de vez en cuando, hasta llegaba a sentirse culpable. Eso sí, sin ser lo suficientemente fuerte para sobrepasar los sentimientos que venían en contra.

No tenía ideas claras, ni un plan, ni siquiera sabía a donde ir si conseguía salir de este edificio. Pero sabía desde lo más profundo de sus entrañas que tenía que huir.

Tomó su bolso de mano, con lo que para ese entonces le había parecido lo más importante. Guardó las llaves para abrir la puerta de salida del edificio, y más tarde las dejaría abandonadas a su suerte en la avenida principal, una mascarilla quirúrgica, guantes blancos para el frío. Dejó olvidado, desde luego, porque es parte de su naturaleza, la billetera con algo de dinero en efectivo y las tarjetas de crédito para alguna emergencia, hasta el cargador de su teléfono celular.

Salió por la puerta principal con lo último de su resignación y sus zapatos altos de piel. Lo más probable es que Matsuda no advirtiera el momento en que Penélope le abandonó. De ser el caso contrario, preferiría no enterarse nunca, porque no hizo ni el más mínimo intento de que se quedara.

Corrió por los cinco pisos de escaleras hasta llegar al vestíbulo. Cruzo la salida por la administración ignorando cualquier comentario que el encargado le hubiese hecho al cruzarse frente a él.

Eran las siete de la noche del día domingo. A lo lejos, la calle sola, de muerte, caminó unas tres o cuatro cuadras a plena vista, en el mismo sentido que indicaba la avenida principal a la salida del edificio.

Se sentía apenas cansada, rio muy dentro de sí al cruzarse frente a un muro con la inscripción Por favor, manténgase en casa. Le reconfortaba saber que la calle lucía tanto menos fatalista de lo que Matsuda y ella habían llegado a imaginar. En cambio, la encontraba considerablemente más limpia.

No le aterraba la soledad que reinaba a esta hora, antes bien, reía con amargura cuando imaginaba que llegaba a ser la victima o la protagonista del crimen más atroz.

Dejó apagado su teléfono celular para no ser parte del momento en que Matsuda empezara a sentir su ausencia. Penélope caminó y caminó hasta que los zapatos comenzaron a lastimarle. Eran más de las nueve y no daba tregua al cansancio.

Se quedó sentada sobre la acera y a la distancia identificó una serie de faros blancos entonces vino la idea, como un relámpago: un autostop.

Los primeros dos autos aceleraron sin hacer caso omiso. Hasta que el tercero se detuvo, era de color borgoña. Penélope no supo identificar el modelo. La puerta trasera se abrió, ella entró, ajustándola tras de sí y saludando apenas por cortesía. El conductor, de unos veintiséis o veintisiete años se detuvo a mirarla y a preguntar con la misma cortesía con que anteriormente había dado las buenas noches: ¿Hacia dónde se dirige? La pregunta quedó suspendida en el momento en que el conductor advirtió que ella no supo qué contestar.

Pasaron al menos unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos con el auto en movimiento y sin diálogo o intento de comunicación alguno, una escena a la que ya estaba bastante familiarizada. Pero le bastaron para que los pies dejaran de dolerle y volviera a ajustar los zapatos como les llevaba ese día al salir de casa.

A lo último, Penélope sintió que el dolor volvía con creces, el aire le faltaba, el mareo fue agravándose hasta que advirtió que no podría resistir por mucho más tiempo.

Le pidió al conductor que se detuviera, que hasta allí llegaba. ¿Allí? A la mitad de una autopista sin alumbrado de la que ella no sabe ni el nombre. El conductor miró su cara descompuesta, y sin entender, pero sin insistir abrió la puerta trasera.

Penélope bajo del automóvil con todo el temor que habría podido experimentar en ese momento. Pero también con todo el dolor y una marcha sensual que lo disimulaba a la perfección.

Sentía como si una tenaza extrajera todo de ella desde afuera. Se afincó para vomitar en la arboleda. No terminó de recomponerse por completo, las imágenes eran borrosas. No soportaba la jaqueca y la náusea insistía aun cuando parecía que ya había expulsado todo de su interior.

Finalmente, se dejó caer sobre un banquito de concreto, parte de lo que podría ser una parada de autobús, abandonada, como todo en esta ciudad. El dolor era tan profundo que había perdido la sensibilidad en las extremidades posteriores a la cadera. Acabó perdiendo el conocimiento.

No le tomó mucho tiempo volver dentro de sí. Sentía un hormigueo bajar por la pierna izquierda que la obligó a volver la mirada. Por debajo de la minifalda la sangre corría, como de una herida abierta que amenaza con no cerrarse nunca. Lo había perdido.

Penélope perdió la noción de cuantas horas habían pasado desde que dejo la casa. Aun cuando conservaba su teléfono celular en el bolsillo de la chaqueta, no se atrevió a pedir ayuda. Por una parte, no sabía a quién contactar en una circunstancia así. Por la otra, le aterraba encontrarse con una llamada de Matsuda.

Todavía no comenzaba a amanecer y Penélope no consideró otra cosa que caminar en sentido contrario al que la había traído hasta aquí.

No supo cuantas horas le llevó el camino, no encontró ningún otro vehículo que la acercara hasta un puesto de atención médica. La sal corría por las mejillas, tan distinto a Mar del Plata.

Cuando el amanecer comenzaba a rayar, llegó hasta la estación de tren. No le llevó mayor esfuerzo reconocerla; era la única en al menos un radio de cincuenta kilómetros, y una de las pocas en este lado de la ciudad.

Permanecía cerrada desde hace más de diez semanas. A la distancia tampoco le costó reconocer el único transeúnte a esta hora de la mañana, recostado sobre el alambrado. Llevaba jersey negro y en el rostro la expresión de quien ha pasado una noche cruel.

Penélope se sentía avergonzada, no pudo disimular la sangre que había corrido de entre las piernas. Pero muy dentro de ella, le reconfortaba volver a verle.

Matsuda mantenía un gesto que no expresaba ni pena ni decepción.

Se quitó el jersey para acomodarlo sobre los hombros de Penélope y acariciándole la espalda, se limitó a decir:

-Volvamos a casa.

 

Viviana García Hoyos nació en Mérida-Venezuela en 2001. Ávida lectora y estudiante de Letras: mención Lengua y literatura hispanoamericana, en la Universidad de los Andes. Autora del relato La escapada que ha sido publicado en el sitio oficial del Papel Literario (2022), El Nacional. Así como de otros relatos. Forma parte del grupo Literario Tinta negra desde septiembre del 2019, junto a quienes ha publicado anteriormente el cuento A puerta cerrada en el sitio web proyecto Folio.

La imagen que ilustra el relato es obra de la fotógrafa boliviana Marisol Méndez.