Extraído de un volumen de cuentos en proceso de composición, este relato de Betina Keizman se adentra en los terrenos del género fantástico con osadía y originalidad. Es un placer, como siempre, poder acercar a los lectores de la revista no sólo ficción inédita, sino además literatura que pone en cuestión las fronteras tradicionales de los géneros.
Estamos sometidos a nuestra condición. Para contarlo tendré que recurrir a antes y a despueses, pero imaginen que no es así. Petit Pierre, Mireya, el Negro y yo somos los borrachines. Aunque nos falten los sentidos a embriagar, aunque el vino que tomamos caiga al suelo, esponjado a través de nuestra carne ausente, rociando la tierra que sí sabe absorberlo. Más que otra cosa disfrutamos de juntarnos, nos gusta simular el efecto del vino, reímos alto y hacemos bromas, decimos verdades, gozamos de aullar obscenidades con el pretexto de la falsa borrachera. El Negro, que fue dermatólogo, repite una y otra vez que lo humano no reside en el pensamiento, tampoco en la palabra ni en la imaginación, apenas en la conciencia de la piel. Tiene razón. Habitamos la detención y sabemos que no hay eternidad, de ahí la dificultad de explicar el tiempo que no pasa en la frase que sí transcurre, sumado a que en verdad vivimos aventuras, decepciones que darían nacimiento al tiempo si no estuviéramos limitados por la completa y absoluta falta de temporalidad de nuestros instantes únicos, eternos o milimétricos, desligados de todos los otros instantes. Por eso el Negro dice que somos pura piel, la piel soñada, sin escaras ni irritaciones, una piel de ángel.
Siempre le decíamos lo mismo a Petit Pierre: “ni siquiera sabés lo que es vivir una vida”. Se lo decíamos, y cada vez era la primera porque nunca recordábamos si esas palabras se nos acababan de ocurrir o las repetíamos, incapaces de proponer nuevas ideas, nuevas frases que nos sacaran del agotamiento. El pobre Petit Pierre murió muy joven y después de haber vegetado por quince años en las profundidades de un monte perdido, conociendo sólo a su madre, a su padre y a una viejita que cada vez que lo ve estira un dedo índice hacia él y lo conmina a no tirar piedras, como si todavía estuvieran allí y no acá, y como si Petit Pierre fuera aún ese chico con agilidad de cabra, sensible a los olores e ignorante de todo y de sí mismo. Parece ser que hubo una vez en que una rubia detuvo su coche frente a la casilla de madera de Petit Pierre para pedirle un vaso de agua. Fue la única mujer hermosa que vio en su vida. A veces hablaba del vestido verde de la mujer y de sus dientes brillantes, parejos, con la perfección de un choclo perfecto. Pobre Petit Pierre. Mireya es nuestra borracha peleona y mucho se burló porque Petit Pierre desconocía lo que es dormir sobre un verdadero colchón. Con el Negro también nos burlamos porque reírnos de Petit Pierre es apenas salvajada, si poco y nada le importa nuestra pequeña maldad corriente. Solamente que aquella vez le importó, y Petit Pierre se quedó paladeando la borrachera triste, más conmovedora porque jamás conoció algo distinto del agua o del jugo de manzanas sin fermentar que producían por su monte. Yo, en cambio, recuerdo las borracheras que te vuelven liviano, en que la maldad alza sus tentáculos, y así hacemos, un poco para suponer que el alcohol sigue desencadenando esos efectos. Cuando Petit Pierre se fue, pensativo o enojado, vaya a saber, regamos el piso con nuevas copas y entre mareo y alegría ácida, escarbamos profundo la antigua sensación de la borrachera, manoteando el aire como si cada cosa debiera atravesar un desierto de años para alcanzarnos y la recibiéramos mortalmente ajada, con destino de avispa sin aguijón. Miré mi mano carnal. La espalda de Petit Pierre se alejaba en la bruma, caminaba agachado, luchando contra un viento que lo obligaba a enrollararse con la cabeza hacia el ombligo, como hurgando para extraer un desprecio en la insatisfacción. Éramos así de crueles: endilgarle su ignorancia de la vida era reprochar lo irreparable, como cuando un viejo se derrumba en un sillón fláccido, escudriñando dónde y cuándo se le escaparon las oportunidades. Petit Pierre pateó una piedra y la hizo volar al otro lado del monte. Me sentí satisfecho bajo un fluir caliente e instantáneo de puro presente, una crueldad física que se me anudaba en el lugar de las entrañas. No corrí tras él, como consideré hacerlo en un primer momento, me quedé a disfrutar de la sensación, mejor que cualquier falsa borrachera. Es que somos sabios en cuidar esos estremecimientos breves que nos acontecen, igual que mamás gallinas sobre sus huevos. No hay aspiración más valiosa; lo dejé ir.
Cuando las manchas de vino se evaporaron en el piso, el Negro y yo salimos a buscarlo. Soy suicida, siempre adivino desastres, en particular cuando los índices de humedad acentúan mi tortícolis crónica a la altura del cuello en donde anudé la soga. Gritamos el nombre de Petit Pierre, pero estaría lejos y no respondió. Después volvimos al ruedo en el momento del descanso, junto a la dársena de chapas cubierta de graffitis que forman una trama de colores indiscernibles. Un observador en altura se impresionaría con el paisaje de nuestros cuerpos gaseosos echados sobre la tierra, languideciendo una tregua, boca abajo o de costado, todos con los brazos estirados como preparándose a tomar vuelo. En ese momento hay un imbricado de volatilidades, algo del Negro se solapa en mí y algo de Mireya en los dos. En esos momentos se nos da por hablar. Parecemos una colonia de grillos musicales. Contamos historias agujereadas de malentendidos, con episodios engarzados sin deliberación, donde los detalles y las causas se hunden en un lodo de sentidos vagos. Incluso nos robamos los relatos. Con Mireya nadie se mete, sino todos andaríamos contando del día en que su hermana menor se ahogó en el río y ella nadó con toda su fuerza pero apenas llegó a rozar con la mano la cabeza que el agua chupaba hacia abajo. Para contar eso, Mireya siempre alza la mano y la considera con la mirada loca de una gran actriz trágica. Debido a que cada uno se atribuye las historias de los otros, el momento del ruedo siempre desemboca en peleas, así nos purgamos de la impaciencia, damos golpes, y para qué, si ni cuerpo somos. Después nos sentamos a lo indio y entonces, excepcionalmente, cada uno recuerda las circunstancias del propio deceso. “Yo pasé la soga al cuello”, digo, “Mi familia me rodeaba”, añora el Negro, y se deleita en la descripción de la cama que ya todos saben acolchada, tibia, plumífera, con hojas talladas en la madera de acacia, ahuecada en el borde izquierdo, con la forma de su cuerpo duplicada, olor a vip vaporub, el dibujo de un corazón y de una corona marcado en la cabecera por un objeto punzante, probablemente la punta de un compás. El pobre Negro intenta siempre el salto mortal de la descripción de la cama a la identificación de las caras que lo rodeaban: “mi familia me acompañaba”. Pero se detiene, cada vez se detiene con la boca abierta, incapaz de hacer lo que los otros, que se largan a inventar, porque se dice, nunca comprobado, que si nos perdemos en el vacío del recuerdo podríamos ser aspirados hacia la nada. Esa amenaza de desaparición nos aterroriza, es cierto, aunque sabemos del mito de los distintos estamentos, especie de pisos rotatorios que resolverían el problema del número de muertos en espacios finitos. Corre el rumor de que a cada destino corresponde una virtud o defecto en vida, un punto que nadie es capaz de dilucidar. “Mi cama”, empezaba el Negro, “plumífera”, gritaba alguien. “El cuello”, decía yo, “con soga” aullaba otro. La repetición de los demás nos recuerda la monotonía irritante de nuestro claustro. Sólo Petit Pierre se quedaba callado, sin burlarse de las circunstancias de la muerte de nadie. Admitía con credulidad las fantasías más desbocadas, como desconociendo que las inventaban cada vez, o que –corolario evidente– no había uno que estuviera en derecho de endilgarle su falta de experiencia porque a menos que consideráramos que los años vividos eran inequívocamente proporcionales a las experiencias –algo que hasta el espíritu más tierno sabe falso- ninguno poseía un capital mayor de peripecia y vida, estando todas las certezas rajadas por el olvido. Somos desmemoriados e imaginativos.
Pero Petit Pierre no volvió. Hicimos los borrachines nosotros tres, con la mala conciencia de reunirnos sin él. Después Mireya me acompañó a buscarlo por unos rumbos que le gustan, parecidos a bosque, e incluso dejamos caer unas preguntas aquí y allá. Al final se nos olvidó: quien no tiene tiempo, mucho menos tiene memoria en la ausencia. Habrán pasado muchas ruedas de borrachines, golpetear la chapa de la dársena, momentos de contar nuestra muerte, algo de Mireya en mí y de otros en ella, cuando el Negro apareció con la novedad de que Petit Pierre había vuelto. El escándalo no nos dio aire ni para lamentarnos. Está con una viva, dijo el Negro, y fuimos a verlo.
“Me enamoré”, nos explicó Petit Pierre, revolviendo los dedos de los pies con una sonrisita afilada. El Negro y yo cruzamos miradas por sobre su cabeza. Éramos responsables de haberle inoculado esa peste grandiosa y ahora teníamos allí esa rubia sepulcral, su trasero huesudo sobre una roca, los largos cabellos como de sauce llorón y la mirada anémica. Alejé a Petit Pierre para que la mujer no me escuchara explicarle la imposibilidad de esa relación. Ya ha pasado que uno de los nuestros queda prendado de alguno de ellos. Mireya siempre habla de un caso y, para hacernos reír, dice que al tipo le había dado la péstica. Es habitual al principio, cuando los recuerdos se mantienen y nos enlazan a sentimientos no disgregados; después, a medida que el instante de nuestro origen se aleja, también se aleja todo lo anterior, incluso, y sobre todo, la vida que tuvimos. La rubia tiritaba sobre su roca y traté de transmitirle a Petit Pierre mi mensaje con sumo tacto, decirle que su amada no podía quedarse. Aparte de algo nunca visto, carecíamos de los elementos fundamentales para su supervivencia, comida, por ejemplo. Ella tosió como jugando con una rata que subiera y bajara por su tráquea. El Negro hizo una mueca: las muestras de materialidad son repulsivas, y doblemente asqueado me sentí porque Petit Pierre sonreía, orgulloso de su viva que comía y defecaba, tosía y se acomodaba lánguidamente los cabellos. “No es posible”, y el cuello me ardió, más tirante que nunca, rasgado por algo que despertaba carne en donde no la había. He olvidado si era así antes o si es solamente en nosotros que cada materialidad se vuelve tan corpórea y sensible. El Negro siempre cuenta de la vez que se golpeó la rodilla –antes de la decrepitud– y un dolor instantáneo lo derribó, en una nausea que ligaba su estómago a las redes nerviosas de sus piernas y de sus brazos. Fue una anticipación de nuestro estado, porque así, justo así, sentimos la instantaneidad de la carne, lo que me lleva a pensar que la transformación de nuestra materia es secundaria y que el único cambio transcendente es el que explota entre causas y efectos, la ausencia de un tiempo que regule los sucesos, y aquí estamos en esta calina densa, cavando vacío. Petit Pierre fue a sentarse junto a su rubia, pasó un brazo sobre su hombro y se inclinó a hablar con ella, tallándole las orejas con sus labios, entre risitas y besos. Opté por alejarme.
No se hablaba de otra cosa. Ya no somos capaces de vivir en nuestro presente alzheimeriano, eso dice el Negro recordando, o no, las circunstancias de sus últimos años. Además existe esa norma que nos prohíbe intimar con los vivos. Más que tabú, la regla obedece a una profilapsis y se aplica particularmente a una verdadera intimidad, porque las visitas a su mundo, incluso las relaciones secretas son admitidas en su carácter de fenómeno transitorio, y siempre y cuando seamos nosotros los que incursionamos en el mundo de ellos. El caso es que Petit Pierre resistió todos nuestros argumentos. “Es culpa de ustedes, dijeron que nunca había vivido.” Traté de explicarle que como mucho eso podía considerarse un simulacro de vivencia, porque sin piel ni carne no había verdaderas emociones, y mientras se lo decía, también yo empecé a dudar. “Además, estoy enamorado”, y lanzó unas herméticas afirmaciones sobre su sexualidad con la rubia, afirmaciones que nos dejaron mudos, por increíbles y porque faltos de cuerpo, hasta quienes más procaces fueron en vida se vuelven extremadamente pudorosos. Pero Petit Pierre se entusiasmó ensalzando la fusión de lo incorpóreo de su cuerpo penetrando el de su amada, de las manos de ella masajeando y creando forma a su propio sexo, venas y arterias bombeando lo invisible, agujeros que explotaban de luz, orificios palpitantes que regaban sus fluidos de uno a otro, el abandonarse irradiante sin tener nada que abandonar, ¡si ni carne tenía! Es cierto que somos grandes divagantes. A la hora del ruedo, los otros temas languidecieron, nadie se interesaba en recordar las circunstancias de su cuerda, ni de su lecho mortal, ni del choque de automóviles que lo había destrozado contra el parabrisas ni tampoco del túnel minero que lo sepultara en las profundidades de una muerte pausada y oscura. Las palabras desaforadas de Petit Pierre nos quemaban a fuego lento. El resultado no se hizo esperar y, como todos, también yo empecé a rondar pecaminosamente a los vivos. Antes éramos un colectivo, pero esto nos ha separado, nos ha vuelto, me atrevo a decirlo, más humanos.
Como sucede en estos casos, los detractores concentraron sus fuerzas tras un núcleo duro. Lo encabezaba Mireya, que sufría como algo personal la atracción de Petit Pierre por su rubia. Ella puso la saña y el grupo del Negro añadió sustento ideológico. Las banderas de la pureza son tan absurdas en nuestro mundo como en el de los otros, pero siempre es tentador dejarse arrullar por teorías que nos ensalzan. Según el Negro, nuestro estado es una superación, somos posthumanos y nada nos obliga a mordernos la cola cual víboras. Los vivos nos imaginan encadenados a nuestro origen, esclavos de lo que fue, husmeando la ruta de sus olores, visitando bajo el yugo de la nostalgia los antiguos lugares que habitamos, pero el Negro asegura que desde hace mucho levamos anclas aún sin saberlo, lanzados al mar de los antes, y si algo anhelamos es lo prehumano, la época de los titanes, la furia de Neptuno, los monstruos, eso nos atrae como un imán, así grita el Negro su repulsión por el intento de Petit Pierre, la relación carnal con el enemigo. Su prédica gana adeptos porque somos sensibles a esa imagen halagüeña de nosotros mismos, una concepción que incluso comparto basándome en nuestro cuerpo potente, y en que nos hemos liberado de la esclavitud de las dudas, de los intereses contradictorios, de las consideraciones y hasta de las mareas internas que en vida nos obligaban, lo repaso, a discernir nuestros deseos de las necesidades de los otros, a renunciar. Aun así, la causa del Negro está condenada al fracaso porque la ponzoña de la péstica nos atrae. Cómo resistirse.
Para Petit Pierre, el final fue previsible. Su rubia murió a las pocas semanas. Entonces él exhibió su viudez como una medalla, mirando por encima de nosotros, actuando una tristeza absurda, y de más está decir que apenas ella pasó a ser de las nuestras, el entusiasmo del galán se deshizo en descomposición, tal como sucede a la carne después de la muerte. Ahora, cuando nos reunimos a emborracharnos, ninguno se atreve a burlarse de Petit Pierre y la viejita ha dejado de imprecarlo por las piedras que en vida tiró a su casucha, en ese lugar desértico que apenas recuerdan, oloroso a caca de cabra. La rubia lo sigue de lejos y no se atreve a hablarle. Yo creo que se avergüenza de su nuevo estado letal. Los demás no tenemos celos, ¡faltaba más!, aunque ahora habitamos una grieta que nos arraiga de nuevo en el tiempo que transcurre.

Betina Keizman (Buenos Aires, 1966). Ha vivido en México y en Francia y actualmente reside en Chile. Es, además de escritora, traductora y crítica literaria. Es co-autora de El minotauro y la sirena (libro de entrevistas-ensayos con nuevos narradores mexicanos) y autora de Zaira y el profesor (Beatriz Viterbo, Rosario), El museo de los niños (Ediciones Progreso, México) y Los Restos (Alquimia, Chile).
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
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