Una de los detalles que evidencian lo afortunados que somos en la revista penúltiMa es que cada cierto tiempo el escritor argentino Carlos Ardohain nos remite un relato inédito para que lo compartamos con los lectores. Nos llena de alegría recibir esos mails espontáneos donde un autor se acuerda de este escenario para estrenar textos. Aquí les dejamos ya con la primicia.
Los recuerdos son caminos imprevisibles, basta evocarlos al azar para sentir que uno da vuelta a la esquina, gira bruscamente y cambia de rumbo. Se puede caer de pronto en fragmentos de nuestra propia vida como si fuera la de otro tomada por asalto. Perderse en sus meandros para encontrarse en cualquier parte, aparecer de pronto por ejemplo en una calurosa noche de noviembre caminando sin destino por las calles de Sao Paulo, con una botella de cachaça en una mano y una mujer llamada Diva Helena tomada de la otra, procurando perdernos en esa ciudad siempre un poco inhóspita y brutal. No sé en qué barrio andábamos esa noche, pero en un momento de nuestro paseo vimos que estábamos en la vereda del cementerio y decidimos entrar para ver la tumba de alguien ilustre que no recuerdo quién era ni qué hizo. Teníamos la botella casi llena, suficiente para resistir toda la noche entre lápidas. Saltamos el paredón de barrotes en la parte que encontramos más baja. Lo primero que sentimos fue el olor característico de las flores cuando están a punto de marchitarse y ese cheiro nos embriagó prematuramente. Empezamos a caminar por los estrechos pasillos en una zona de sepulturas bajas. Ella me tomaba la mano, yo hacía bromas estúpidas en portuñol, nos besamos mucho y besamos muchas veces la botella. Decíamos que éramos inmortales y que en ese lugar teníamos el mundo a nuestros pies, quisimos hacer el amor sobre una losa de mármol rosado pero no nos atrevimos, nos dijimos que al inquilino que estaba debajo quizá le incomodara el movimiento. Escuchamos ruidos inidentificables, vimos sombras rarísimas, estábamos llenos de miedo y de una tonta excitación, quizá una cosa derivara de la otra. Ella me contó recuerdos de su infancia, en un momento se puso a llorar y al rato se reía a carcajadas casi de lo mismo. Pensé que tenía el don rarísimo de ver al mismo tiempo el lado trágico y cómico de sus propias experiencias, descubrirlo me hizo quererla más y brindamos también por eso. Al final nos quedamos dormidos encima de una tumba con la botella vacía al lado.
Nos despertaron el sol y dos uniformados que nos miraban desde arriba con caras poco amigables. Viajamos a la comisaría en un patrullero movido a alconafta respondiendo adormilados preguntas que yo entendía a medias. Enseguida el padre de Lena pasó a buscarla y se la llevó, pero antes me miró de manera mucho más amenazante de lo que lo habían hecho los policías. No me tenía ninguna simpatía, en especial después de que ella dejase de estudiar al poco tiempo de salir conmigo. Si bien no habíamos cometido ningún delito, parecía evidente que iba a tener que estar un buen rato hospedado allí. Fue entonces que vino uno de los policías que nos había encontrado en el cementerio y me pidió un favor, quería que le enseñara a él y a unos compañeros a jugar al truco. Acepté, el policía que me vino a proponer el juego era el más joven de los dos, se llamaba João y decidí que fuera mi compañero. De manera que se armó una mesa en una piecita a un costado de la guardia que olía a orina y humedad. Nos sentamos, los tres agentes y yo, con un mazo de cartas españolas, un vaso lleno de porotos negros, un lápiz y un papel, a jugar el juego que gana el que mejor miente. Cuando pensé en eso decidí que jugaríamos por plata, de esa forma podría cobrarme el alojamiento involuntario, la resaca y las clases indeseadas. Lo primero fue instruirlos con el lenguaje de las señas y el reglamento básico, después pasamos a la acción. Mientras jugábamos les enseñaba palabras divertidas de nuestro lunfardo que sabía que les gustarían: timba, escolaso, ortiva. También otras que tenían que ver con su trabajo: yuta, cana, taquería. Tengo que decir que aprendían rápido las claves del juego, no esperaba menos de ellos. En el tercer chico tuve que poner un poco más de atención para no perder la ventaja. Apelé al viejo truco de hablar de fútbol, enseguida levantaron presión cuando les mencioné a Maradona. No les había hablado del arte de la distracción del rival, porque eso es algo que debe aprender uno mismo en el transcurso de la praxis. Estábamos empezando a crear un clima de camaradería, con mi rudimentario conocimiento del idioma intentaba contestar las preguntas que me hacían sobre algunas de nuestras costumbres cuando de pronto escuchamos un griterío muy violento que venía del patio, ruido a golpes e insultos fuertísimos, salimos corriendo y vimos una escena tremenda. Habían traído a un grupo de travestis de la calle que se habían rebelado y estaban atacando a los policías que los habían detenido, lo hacían con una ferocidad y fiereza que yo nunca había visto, parecían guerreros invencibles, los policías lucían un poco amedrentados si bien se defendían con sus bastones y pedían ayuda a los gritos, no del todo capaces de dominar la situación. Vinieron corriendo los guardias que estaban en la vereda y los que estaban en las oficinas, además de mis compañeros de truco. Yo me quedé aparte, cerca de la entrada al patio y del portón de salida, hipnotizado por el ritmo de la batalla.
La pelea crecía en violencia, los gritos e insultos eran constantes y los golpes a veces sonaban a huesos rotos.
De pronto se oyó el sonido inconfundible de un disparo y la escena se detuvo de golpe.
Todos miraron al unísono hacia el mismo lugar, uno de los travestis tenía una mancha roja que le crecía en el pecho, la cara petrificada y la boca y los ojos muy abiertos, iba cayendo muy despacio hacia atrás mientras se llevaba una mano a la herida, frente a él estaba João con el revólver en la mano y una expresión casi más sorprendida, parecía un chico asustado, no sé porqué en un momento se dio vuelta hacia mí y me miró a los ojos, me pareció que me hacía la seña del ancho de bastos, después giró la cabeza de nuevo y volvió al núcleo de la pelea, que se había congelado. Súbitamente todo se reanudó, sus compañeros lo agarraron y le quitaron el revólver, los travestis corrieron a asistir a su compañero caído, el volumen de las voces bajó de golpe, todos parecían darme la espalda y yo di media vuelta y salí caminando despacio hasta la vereda, de pronto escuché que alguien gritaba: —¡É morto!
Fui hasta la esquina siempre caminando para no llamar la atención, doblé y me lancé a correr con todas mis fuerzas sin mirar para atrás, tomando calles al azar hasta que me quedé prácticamente sin aire en los pulmones. Al fin me detuve a respirar un rato y después volví a caminar, me subí al primer colectivo que pasó y cuando vi por la ventanilla que me había alejado lo suficiente bajé y me metí en el primer lanchonette que encontré a tomar un café muy negro y pensar en todo lo que había pasado. Tenía la imagen del travesti herido y la mirada de João clavadas en mi cerebro, y me di cuenta que también tenía grabado en mi olfato el olor dulce y nauseabundo a flores marchitas que habíamos estado respirando toda la noche.
Después de desayunar busqué un teléfono público y llamé a Lena, me atendió el padre y me dijo enfurecido que no la llame más, que desapareciera de sus vidas, que me olvide de ella, que haga de cuenta que para mí estaba muerta. Y cortó.

Carlos Ardohain (Mar del Plata, 1953) es pintor y escritor. Ha publicado poesía en el libro Poesía en Tierra editado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica. Publicó cuento breve en el libro Voces con Vida, México, 2009; y en el libro Más allá de la medida, España, 2010. Su primera novela, Los incógnitos, fue publicada en España en 2011 por el sello Caballo de Troya. Su segunda novela, Bonarda López, resultó finalista en el Premio Herralde de Novela 2014 y fue publicada a comienzos de 2018 por la editorial cordobesa Alción. Algo de su trabajo poético puede verse en su blog http://tancarloscomoyo.blogia.com/
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