Paseos del río es una escritura híbrida. Es también un ensayo que explica dicha escritura a través de una voz que entabla diálogo directo con Juan Rulfo, Antonio Di Benedetto, Elizabeth Cook, Homero, Jean Rolin, Stendhal y Werner Herzog, pero, y sobre todo, con el dueño de la mano impresa al interior de la cueva de Chauvet. El lector tiene entre sus manos una breve historia de cierta narrativa que inició en el siglo XVIII y que, al entretejerse con las historias de familia del autor, sirve como fuente para una serie de reflexiones que exploran los cruces entre la ficción, la vida cotidiana y el devenir histórico. David Miklos nos ofrece un puente que vincula dos formas de narrar que se desenvuelven en el flujo del tiempo, donde todos podemos ser personajes literarios a partir de una verdad; y, gracias a esa verdad, ser todos parte de la Historia.
Odiseo versus Aquiles.
El río, aquí, se vuelve nuevamente doble, pero no dividido en cauces paralelos, sino superpuestos: el río vivo encima del río muerto, el río que padece anoxia [el río que la solitaria muerte mira, ya sin el pato a su lado]. Aquí, la literatura encuentra su origen: es, a la vez, ficción e historia. O bien: la semilla que contiene a ambas, mucho antes de que germinen y del mismo tronco se hagan dos.
Aunque este apartado nació a partir de una conferencia de clausura creada para otro coloquio de historia y literatura, al que me convocó la Universidad Autónoma del Estado de México [y que aparece en el apartado siguiente], en esta ocasión el Vocoder está apagado: es ésta mi voz más íntima.
Es decir: ésta es mi voz, animada por la propia voz de Homero en voz de Elizabeth Cook.
Al comienzo de Aquiles, una «novela» de Elizabeth Cook, hay un río doble, «Dos capas de agua, cada una moviéndose por su lado, a un ritmo constante y sereno» (Cook, 15).
La capa superior corresponde a lo vital, a la «esencia de la vida», mientras que la capa inferior «Padece de anoxia: es hostil a la vida».
Sendos flujos de agua parecen separados por una membrana.
Luego escribe Cook: «Circe ordenó a Odiseo que viniera a este lugar, que siguiera la corriente de Océano hasta llegar a la boca del Infierno; a la roca donde los dos tributarios de la Estigia se encuentran con Aqueronte» (Cook, 16). Una vez allí, en esa otra cueva o gruta, Odiseo y sus hombres sacrifican a una oveja y a un carnero y vierten su sangre en el agua, hasta que la sangre, gota a gota, alcanza el Hades.
Es así como invocan a los muertos, que no tardan en manifestarse.
Y Cook escribe:
Aquiles siente la presencia de Odiseo mucho antes de verle. Ha subido hasta la boca del Infierno con los demás. Para su gran disgusto no tiene elección. Le hubiera gustado permanecer donde estaba, en el rico laberinto de Plutón, recordando la vida, conociéndola por sus palabras. Todavía es capaz de hablar mejor que el resto, ahora, cuando ya no puede actuar ni cambiar el rumbo de nada, ni siquiera dejar mella en el agua en que se baña. Pero el olor de la sangre en ese tanque es irresistible. El sabor del hierro se filtra a través de la tierra y de las rocas, y alcanza a Aquiles y a todos los demás muertos. Las finas vetas que recorren las rocas están llenas de sangre; las rocas mismas están bañadas de sangre. El anhelo hace presa de su corazón y tira de él.
Es intolerable. Él, que siempre ha vivido de acuerdo con sus necesidades, que pudo elegir y eligió. Verse arrastrado, indefenso como un pez (Cook, 17-18).
Y pese a que se siente así, disminuido, Aquiles es la figura prominente entre todos los muertos, propios y ajenos, así como entre los vivos, como le dice Odiseo, al final del encuentro entre el semidiós, muerto, y el aventurero, impetuoso: «Te reverenciamos como a un dios mientras vivías. Nadie se podía igualar a ti. Ahora que estás muerto aún hablamos de ti como alguien que jamás será superado. Veo que aquí también eres un rey» (Cook, 24).
Aquiles, fiel a su naturaleza iracunda, encara a Odiseo una última vez y, antes de marcharse y sin bendecirlo, le espeta: «¿Y eso qué importa? ¿No sabes que es más dulce estar vivo —da igual cómo— que ser el amo de estas sombras?» (Cook, 24).
Mientras que Odiseo desea saber cómo volver a Ítaca y proseguir con su vida después de Troya, Aquiles quiere noticias de su padre —no las tendrá: Odiseo no sabe nada de él—, aunque en realidad lo que más desearía es estar vivo.
Y es que, escribe Cook, Odiseo
Quiere saber. Y esto es también lo que quieren los muertos. Todos y cada uno de ellos —reinas, princesas, reyes entre los hombres— han pedido noticias. Han olvidado qué difícil es para los vivos estar al tanto de las cosas. Que la norma es estar en un sitio cada vez. Por el modo en que lo arañan es como si esperaran que hubiera estado en todos los sitios a la vez. Lo cierto es que su ignorancia es tan grande como la de ellos. Antes y ahora (Cook, 22-23).
La pregunta de si Aquiles realmente existió, de si era o no semidiós, resulta irrelevante: Aquiles era un humano, un hombre con el superyó expuesto —su debilidad: la ira y el talón vulnerable, vulnerado—, por decir algo. También es inútil preguntarse si la guerra de Troya tuvo lugar.
Para no pensar en si Odiseo fue «real» y volvió a Ítaca: el prólogo del libro de Cook nos enseña no sólo la naturaleza de la condición humana sino la relación del hombre con la Historia, por un lado, y con la Ficción —ambas mayúsculas—, por el otro.
Y es que la ira, la cólera de Aquiles, aquella que canta, oh, la diosa, no es muy distinta de la impresión de la mano con un dedo chueco dejada en la cueva de Chauvet: un destilado,
mejor aún, una amalgama de condición humana, es decir, de «historia» y, al mismo tiempo, de «ficción».
Después de este prólogo, de este encuentro entre Aquiles y Odiseo en el Hades, Cook hace una «novela» —o poema en prosa, como quieren sus confundidos editores: el libro es inclasificable— que busca sintetizar la historia del semidiós —su antes, su durante y su después—, vertida tanto en la Ilíada como en la Odisea de Homero, para desembocar en el pasado cercano y, claro, en el presente del lector.
En su último apartado, «Relevo» —o, mejor aún: estafeta—, Cook hace un retrato del estudiante de medicina inglés John Keats, que en realidad es un poeta en ciernes.
La vida del joven Keats se divide entre autopsias en el Guy’s Hospital, lecciones, lecturas no siempre médicas —de hecho: lecturas muy literarias— y paseos, uno de ellos por el parque del Heath y durante el cual, junto con las hojas que se desprenden de los árboles, ve un mechón de pelo flotar en el aire. Fascinado por éste, «compuesto de numerosas entidades independientes, tiene en sí mismo una identidad» (Cook, 114), Keats abre el Dante de Cary y lo posa allí, a manera de separador de páginas.
Cook escribe:
Se olvida de ellos [de los cabellos] hasta que luego, ese mismo día, vuelve a tomar el volumen de Cary y se le abre por las mismas páginas. Es el pasaje en el que Dante ve a Aquiles en el Infierno. En el segundo círculo, con Paolo y Francesa. Con los amantes.
Keats corre hasta el escritorio de Brown y toma unas tijeras; agarra un mechón de cabello encima de su frente y lo corta. Luego coloca los dos mechones uno junto al otro. Son idénticos: el mismo color entre castaño y rojizo. El cabello flotante parecía más ligero a la luz natural, del mismo modo que a veces el cabello de Keats destella al sol como el oro.
[…] el mismo y no el mismo.
¿Qué cabeza dejó caer esto? ¿De quién fue la fuerza vital que dio cuerpo y color a este cabello tan parecido al suyo? (Cook, 115).
Entonces Keats recuerda que Leigh Hunt, crítico y poeta, le mostró un mechón de la cabellera de John Milton, uno de los poetas fundacionales ingleses, muerto dos siglos atrás, y Keats, impresionado ante uno y otro evento, escribió una oda al respecto. Reflexiona, entonces, sobre «la forja del cuerpo», sobre la supuesta renovación, cada siete años, del cuerpo humano, aunque en realidad nuestros cuerpos «se erosionan y renuevan constantemente hasta que la renovación se detiene» (Cook, 116).
Sin embargo, las heridas, los tejidos que de ellas resultan, se dice Keats en voz de Cook, son
un material intratable, perdurable. Una vez que el cuerpo se apresura a repararse a sí mismo, el lugar de la reparación permanece inalterable; incapaz de renovarse de nuevo.
Cuanto más perdurable, menos vivo.
Cuando más sólido, menos real (Cook, 116).
Más adelante, Keats reflexiona sobre el cabello y las uñas que continúan creciendo pese a la muerte, pese al cuerpo que no está más vivo, y piensa en la mano viviente versus la mano muerta, en las manos pasadas y las manos presentes, en las manos que se aferran, y encuentra una conexión, dice Cook:
La continuidad más íntima entre célula y célula. La parte que nace toca la parte que muere y el cuerpo que muere es padre del que vive.
Como un relevo. El testigo que pasa de mano en mano.
O como una cadena de fuego. Los fanales que proclaman la caída de Troya, la noticia que va de cima en cima, casi tan rápido como el pensamiento, hasta que llega al corazón de la tierra aquea y a las islas más remotas; hasta que Clitemnestra lo sabe, y Penélope, y Peleo.
Si hay continuidad entre célula y célula, entre mi mano de ahora y mi mano de entonces, también la hay entre hombre y hombre. Esta mano que aferró tu mano que aferró su mano y así sucesivamente. Como si hubiera devuelto la calidez de mis venas a fin de que
corra en las de él, que vivió hace tanto (Cook, 118).
A un paso del final del Aquiles de Cook, Keats lee, en el Homero de Chapman, el funeral de Patroclo, primo y amante del semidiós, su contraparte, o bien, su contracuerpo.
Antes de que se encienda el fuego, Aquiles se separa de la pira. Se corta la cabellera, «la rubia melena/ que se había dejado crecer exuberante para el río Esperqueo […]» (Homero en Cook 120). Sabe que no regresará a su patria, así que le ofrece su cabellera a Patroclo, la deposita en sus manos, las manos de su compañero de armas y amante, para que sea él, ya muerto, el que se la lleve consigo.
Cook relata, entonces la revelación de Keats:
recuerda el mechón que aterrizó en su mano aquel día en el Heath y tira de nuevo de su pelo. Quisiera cortarse unos cabellos en honor de Aquiles y depositarlos en sus manos. Para preparar el camino a la orilla estigia. Y, aunque no puede depositarlos en las manos de Aquiles, se corta el pelo igualmente, disfrutando del chasquido de las tijeras, consciente de que Aquiles hubiera empleado un cuchillo o la punta de su espada. Sostiene en su delicada mano una madeja de cabello castaño rojizo, que la enfermedad no ha apagado ni debilitado aún. Es del mismo color que el cabello de Aquiles y, aunque la mano que la sostiene pueda ser más pequeña que la del gran Aquiles, está hecha de la misma forma, compuesta por el mismo número de pequeños huesos. Apresa y libera sus contenidos de una forma semejante, usando músculos similares («Así fue que puso…»). Es movida por nervios similares. Alimentada por un corazón semejante.
Le complace enormemente saberlo (Cook, 121).
Y a mí me complace enormemente saber que, así, la mano del proto Warhol de Chauvet pudo aferrar la mano de Aquiles, Keats pudo aferrar la mano del semidiós, Cook pudo aferrar la mano del poeta y yo puedo, podría aferrar la mano de la escritora que nos enseña, a través del puente literario, que la historia humana es toda una y compartida y, a la vez, propia.
David Miklos (San Antonio, Texas, 1970) es escritor y editor. Creó y dirigió la revista literaria Cuaderno Salmón y actualmente dirige la revista de historia internacional Istor de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como profesor asociado y coordinador del Seminario de Historia y Ficción. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2008. Es autor de una decena de novelas y piezas híbridas, publicadas entre 2005 y 2020: La piel muerta, La gente extraña, La hermana falsa, La vida en Trieste, Brama, El abrazo de Cthulhu, No tendrás rostro, Dorada, Miramar, La pampa imposible y Residuos.
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