Este año el sello Caballo de Troya cuenta con la presencia de Jonás Trueba como editor invitado. De los seis títulos que ha seleccionado presentamos hoy el debut en la ficción narrativa de la poeta Julieta Valero, donde arma el puzzle emocional que une a dos mujeres con una prosa mágica y sensual. Con una prosa enérgica y sensual, Julieta Valero entrega una novela que se despliega en diferentes relatos y un libro de relatos que se lee como una novela. La forma y el tono varían, pero un tema se impone: adultos que crían al margen de la crianza, y los márgenes de la niñez como espacio que nos sigue hablando cuando ya somos adultos. Niños aparte dibuja un país en cambio constante, con sensibilidades enfrentadas y sin embargo familiares. Aquí compartimos con nuestros lectores el inicio del libro para invitarles a que se hagan con el resto y terminen de disfrutarlo. 

 

Tu hermano (Elena)

«Podrías llamar a tu hermano? Está mal y no nos lo coge, tampoco abre la puerta.»

Elena lee el mensaje de su padre y siente un profundo fastidio retroactivo. Ha recibido frases parecidas decenas de veces y siempre han significado que su vida se altera o se detiene.

Son las 8.07 de la mañana. Viernes. Elena está en su coche, a punto de salir camino al Hospital de Móstoles, donde se desempeña como internista. Acababa de dejar a sus dos hijos en el colegio, en el turno de horario previo que la obliga a levantarlos a las 6.45, pobres. Acababa de cruzarse con César, el bombero que tiene una niña en el curso de su hija menor, y se habían sonreído con la dulzura improcedente de otras veces. La miraba siempre como si fueran a verse más tarde o como si reconociera algo en su cara, en su boca quizá. Esa complicidad sin base real le ponía de buen humor. Y hoy el bombero había estado particularmente amable. Le sostuvo la puerta de clase con cierta galantería deportiva, su nariz casi clásica, sus manazas y su tensión fibrosa. Los tendones de ese cuello hecho para el riesgo y el mordisco, y que estiró hacia ella, le pareció, para probar su olor…

En todo eso pensaba Elena cuando entró el mensaje de su padre. Diluyó la ira con un suspiro. Escribió a su jefa y amiga: «Otra vez Arturo mal, me voy a retrasar. Lo siento, guapa». Qué paciencia la de Tere. Ya ni siquiera cumplía con el ritual de pedirle permiso. Se quieren. Hicieron la carrera y el MIR juntas. Tere no tiene pareja, no tiene hijos y no parece desear nada más que su vida profesional y estar tranquila fuera, la meditación, los viajes raros, todo eso que Elena siempre piensa que un día hará también. Tere ve más y con más detalle. Ordena con autoridad natural. Es muy respetada en el curro. Y ellas aceptaron ese marco desde los primeros años en el hospital, como su intimidad sencilla y descarnada. «Ok. Me vas contando.» Tere sabe.

Pone la calefacción del coche pero baja la ventanilla y sopla para ver su aliento. Se quita el pañuelo del cuello. Escribe a su padre: «Desde cuándo no os lo coge?». Busca, como tantas otras veces, las coordenadas básicas. Y utiliza el plural a conciencia. Ya estoy en modo protocolo Arturo, piensa, y siente la misma pereza y la misma voluntad funcionarial que cuando rellena informes o extiende volantes a sus pacientes. Cualquier actividad donde no pueda mirar de frente a alguien, hablarle, observarlo, le parece poco real. A Elena le gusta que esos hombres y mujeres cansados o con miedo le cuenten sus vidas; que sus parcelas de insignificancia resuenen en la consulta como un monográfico especial de la radio; que sus cuerpos reciban una mirada. Al contrario de lo que le sucede a muchos de sus colegas, la corporeidad de los pacientes le parece noble y la variedad de sudores, de medallitas de oro sobre escotes arruinados, de ropa interior torpemente adecentada le produce ternura… Da un respingo con la notificación del móvil. «Tu hermano no lo coge ni abre la puerta desde el martes.» Una oleada muy reconocible de indignación la recorre físicamente. Será posible… Hoy es viernes.

Tu hermano. Cómo le revienta que sus padres antepongan siempre el pronombre en las situaciones de emergencia, le hace sentirse como si abriera la puerta de su casa en bragas, de madrugada, y le entregaran un paquete. Un bebé desconocido. De hecho, interpretar «el sueño del paquete», que se viene repitiendo tres o cuatro veces al año, le llevó parte sustancial de una terapia carísima pero eficaz que inició tras su separación, y que aún mantiene mensualmente. No siempre el paquete es un niño; otras lo abre y hay un pastel o una caja pequeña en la que ella sabe que algo orgánico se está pudriendo. Muchas veces no sucede en su casa sino en calles abarrotadas o en un motel de aspecto americano. Elena relee «desde el martes». Joder, tres días ya… No quiere hacer cálculos pragmáticos porque seguramente, y como tantas otras veces, Arturo esté desmayado en un sillón roñoso a la luz del día de algún after para cuarentones o en la cama de alguien que ni conoce, desnudo de cintura para abajo y con el culo frío. Y Elena se acuerda entonces de lo del castigo en la playa. El cabrón de su padre. Debían de tener trece ella y once Arturo. Los veraneos familiares en Castellón consistían en levantarse temprano para coger buen sitio en la playa y pasar prácticamente el día entero entre el alivio del agua caldosa, el tenderete familiar —que incluía varias sombrillas, una especie de tienda de campaña donde se ponían las neveras, se cambiaban de ropa y se echaba sus siestas de reptil el padre—, y los campamentos de otras familias.

Ya desde niño, Arturo hijo detestaba la playa, el parloteo social y sobre todo nadar. Se quedaba sentado en la orilla, rebozándose de cuando en cuando entre el agua y la arena, bajo un sol de justicia; incomprensiblemente quieto y ajeno a los placeres de los demás niños. Tan moreno y delgado parecía un mono nostálgico esperando la llegada de un barco, y al bajar el sol, con la luz oblicua sobre la piel bruñida, recordaba a un bombón que se le hubiera caído a alguien, arruinándose con la arena. «¡Arturo! ¡Nada!», le decía intermitentemente el padre, la voz cada vez más seca y contenida. Y la madre comentaba con otras señoras lo particular que era su hijo, «pero muy inteligente, tiene un temperamento artístico», y pronunciaba esto último más despacio, como si repitiera el dictamen incuestionable de alguna eminencia. Otras veces el niño se quedaba en casa, con la muchacha y el chico de las clases particulares, y luego rellenaba cuadernos que el padre revisaba al anochecer. Don Arturo. Arturo padre. Con su voz de portón mal engrasado y su pecho de palomo peludo que mantenía abombado con el ritual de las ciento cincuenta flexiones diarias. Don Arturo mandaba un regimiento pero gritaba poco o nada. Era un hombre tan de costumbres que a Elena le parecía a veces un soldado de plomo recorriendo un circuito de juguete: por la mañana no se le oía marcharse a la Brigada; al mediodía, de vuelta, la madre le quitaba las botas, guiso de cuchara, hilo dental, media hora de siesta y, por la tarde, de nuevo al trabajo hasta que se oía la pedorreta de su diésel en la puerta del chalet y las botas, la cena siempre de rigurosa proteína, una copa de chinchón. Hablaba lo indispensable, los besaba en los cumpleaños, hacía siempre los mismos recorridos por la casa, y mejor así porque cuando se alteraba una rutina solía sobrevenir una tragedia doméstica relacionada con Arturo.

Así que cuando ese mediodía de verano el padre, que llevaba leyendo el periódico más de dos horas, apenas asomando la cabeza para comprobar impávido que el niño seguía ahí, en la orilla, se levantó bruscamente, caminó hasta él y gritó: «¡Que nades, hostias!, con un bramido que no ahogó ni el estruendo de las olas ni el emplasto auditivo de las tribus de playa, todos miraron hacia la orilla, donde el niño yacía paralizado como una de esas figuras de Pompeya sorprendidas por el gas o la lava en la verdad de su gesto. Hoy vas a nadar, por mis cojones; no lo dijo, pero venía en el tono y en la gigantomaquia fría de su complexión y el niño flaco debajo. Lo agarró por el brazo, lo metió en la piragua que usaban para dar paseos y «trabajar el abdomen» y lo llevó mar adentro, a unos trescientos metros, donde la arena formaba siempre una especie de islote que volvía a desaparecer con la subida de la marea. El niño bajó. El agua le llegaba por la cintura, y Arturo padre regresó remando furiosamente, una hincada tras otra de la pala, como si quisiera vaciar el océano. Al salir de la barca tiró el bañador del hijo en la arena, se aproximó al grupo y dijo: «Amparo, vamos a comer». Y Elena comprendió. O su hermano se decidía a nadar y regresaba a la orilla, donde podría vestirse —seguro que el padre no impediría que su mujer se acercara ahuecando la toalla— o con la bajada de la marea podría regresar andando, pero desnudo, y el mundo entero descubriría el secreto de Arturín: un pene importante y una ausencia total de testículos a la vista. Porque no le habían bajado, y no se podía hacer nada. «Al menos de momento», había oído Elena decir a su padre una noche tras regresar de la enésima consulta al endocrino, a las que no permitía que fuera la madre. «Cliptorquidia», oyó después, entre las preguntas susurradas de la madre y el indisimulable ronquido de las respuestas. Al día siguiente, en el colegio, buscó en la Larousse de la biblioteca de las monjas esa palabra, que le resonó toda la noche como una flor tropical rara creciendo en la cabeza. «Cliptorquidia: Trastorno del desarrollo en los mamíferos que consiste en el descenso incompleto de uno o ambos testículos a través del canal inguinal hacia el escroto.» Buscó también «escroto», pero ya había comprendido. Y ahora su hermano era un trazo luminoso en medio del azul insoportable del mar, toda esa refulgencia a punto de engullirlo. Elena sintió el terror de Arturo en el estómago, le flojearon las piernas y cuando pudo recuperar el oído lo centró en los ruegos de tono neutro de su madre: «Arturo, por Dios, se nos va a ahogar», un coro de chicharra discreta. Pero el padre había reanudado la lectura del diario y en las dos horas siguientes solo miró hacia el hijo dos veces. Elena lo recuerda porque ella misma rebotó con la vista todo ese tiempo del padre al puntito brillante —cada vez más lejano, más integrado en la nada voraz del mar—, del puntito al padre, esperando que se arrepintiera y cogiera la piragua y fuera a buscarlo y lo trajera a casa. Y la madre, que también miraba de hito en hito, a ratos llorando, retorciéndose las manos, pero no hizo nada más. Como siempre. Cuando el sol estaba ya bajo, Arturo padre fue a buscar al hijo y al regresar, cincuenta metros antes de la orilla, clavó la pala como quien coloniza su propio gesto y camino de su silla le dijo a Elena con desprecio: «Anda, corre a tapar a tu hermano. Pero lo esperas en la orilla». Fue la primera de las muchas veces que le recuerda poniendo con intención el acento en el posesivo hasta convertirlo en un «tú» tan personal que fundía a los hermanos en un siamés tembloroso y húmedo como el niño al que Elena esperó con la toalla abierta y alzada todo lo alto que le daban sus estilizados trece para protegerlo del semicírculo de curiosos y conocidos que miraban con impudicia, algunos sonriendo. Arturín arrastró la barca hasta la orilla mostrando al mundo su badajo solitario, que penduleaba rítmicamente con sus esfuerzos, hasta que por fin, entre hipos y mocos, llegó hasta Elena, que se envolvió junto a él en la toalla, y lo guio hacia el campamento familiar, proa que iba disolviendo en silencio la multitud.

Un tipo en un todoterreno toca el claxon y le pregunta con el gesto si va a desaparcar. Sin mirarlo le dice que no con el índice, mientras coge su móvil y marca el número de su hermano. Espera. El vacío antes de la señal le hace dudar de que sea correcto. Hoy por hoy apenas hablan tres o cuatro veces al año. Aparte de los brotes, que se dan cuando Arturo cree que está bien y deja la medicación y bebe, como siempre. Nadie lo coge. Escribe a su padre: «Voy a su casa».

 

Foto de Pilar Villain

Julieta Valero (Madrid, 1971), poeta, escritora y gestora cultural, es autora de cinco libros de poesía, entre ellos Los Heridos Graves (IV Premio De Poesía Radio Joven de RNE-R3DVD, Barcelona, 2015); los dos más recientes son Que concierne (Vaso Roto, 2015) y Los tres primeros años (Vaso Roto, 2019) fueron destaca- dos entre los mejores de su año por diferentes medios de comunicación. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, ha desarrollado su actividad profesional en el mundo de la edición y la gestión cultural. Desde 2008 trabaja en la Fundación Centro de Poesía José Hierro (Comunidad de Madrid-Ayuntamiento de Getafe), que dirige desde 2018.