La capacidad metamórfica de la escritura del guatemalteco Javier Payeras es una de las características que le ha permitido labrarse un hueco entre los autores fundamentales de la literatura en castellano de este siglo XXI. Este conjunto de iluminaciones, por así decirlo, donde aúna el poder lírico con la explosión de sus imágenes sirve como ejemplo idóneo de su carácter proteico.

Una puerta:

Pienso en irme lejos.

Decisiones frente a la puerta de mí mismo. Decisiones silenciosas: salir de la casa, salir de la vida de los demás, salir, salir, salir… nomás irme.

Esta  puerta hecha con mis palabras, este todos lados, este deseo constante.

 

 

No importa:

La verdad no importa.

Porque el error es mío, ruido habrá en todos lados, el problema es buscarlo siempre en el mismo sitio.

 

 

El mismo aliento de la escritura:

Las novelas se escriben y se leen  encendiendo la luz hasta la última frase.

La poesía, en cambio, se escribe con intermitencias: anotando día a día, contruyendo un inventario de pérdidas y ganancias.

Acumulación de tiempo, sólo eso.

 

 

La hoja es la diáspora:

La palabra y la soledad de esta habitación durante la madrugada. La hoja que destellaba ayer. La que hoy cae arrancada.

 

 

En lugar de pensar:

Salgo de las dificultades manchando la hoja en blanco.

Días en blanco. Días que se borran como dibujos y de los que sólo queda este registro. El sueño de alcanzar algo que ni siquiera yo tengo claro.

El transcurso del tiempo que puedo reconocer sólo por el cuaderno que se termina.

Los amigos, también solitarios y desesperados, que me llaman todos los días.

Esos casi inexistentes segundos de silencio buscando salvarme en ellos.

El ruido. El material con que escribo.

 

 

Los sonidos que marchan lento:

Nadie los quiere oír.

Sus tonadas están llenas de demagogia.

 

 

Mi noche deja solamente el  ruido del reloj:

Existen cosas escritas que hubiese sido mejor tan solo pensarlas.

 

 

La tarde se cae en la plaza:

Las palabras son como las perlas de un  collar roto que es necesario perseguir por el piso.

 

 

No tienes nada qué decir:

Presente. Claridad del papel. Nieve.

Los fragmentos que forman ese cuerpo escondido.

Sobra pasión, pero no hay orden.

 

 

No hay otro miedo que aquel que nos enciende la vida:

El miedo abre la puerta a la locura. Su conformación es un listado de temores de infancia, la pérdida, la enfermedad y el cansancio.

 

 

Son los trazos:

Hoy me siento angular y torpe. Pero torpemente vivo. Piezas torpes, se cancera el ego. Son casi las once, la noche marcha lenta. Escribo.

 

 

Solo en la sala:

Me estoy quedando solo. Guardo mis libros, meto las hojas que llevo sueltas, y nadie se acerca tan siquiera a saludarme. Me hace gracia, hoy salgo de este sitio, tan ileso y tan grave, que me veo transparente.

 

 

Levantando mis papeles de la mesa:

Cafeterías de la ciudad, ya parecen como enormes bibliotecas que se incendian.

Ese lector necesario que ante los fragmentos de este espejo sabrá congregarlos y no le pareceré un desconocido.

Los días cambiando.

 

 

Ya lo he dicho:

El miedo es un torbellino adentro. Se miran las luces y los ojos. Se desconoce tanto el día cuando se pone oscuro. Demasiada luz. La agonía es pensar y dejar de pensar.

 

 

Se hace atrás la noche:

Un observatorio. Una plataforma para despegue. Algunos lápices. El papel. La lámpara de siempre.

 

 

Es difícil ver dentro de las hojas secas:

A veces traen gusanos secos también. El lado común. El lado del corazón. Las horas que caen en desuso. Es difícil no destripar la botella precisa en el lugar preciso o negarle un abrazo al que nos escupe en la mano y nos revela lo que siempre negamos: que vemos el teléfono esperando una respuesta, que deseamos dormir para siempre y soñar el mar.

 

 

Mi tía Olga:

Ella se iba sin su familia. Iba, volvía. Mi madre y yo siempre yendo a recogerla al aeropuerto. Era libre. Omitió todos los juicios que hacían a su persona. Era ordenada, pulcra y ahorrativa. ¿Le gustaba viajar?, no, le gustaba irse, dejarlo todo.

 

 

Lo que hay es todo esto:

Del establo a la cantina, de regar el patio a oscurecer. Lo que hay es el parloteo —cuánto tienes, cuánto das—, ya se sabe el resto, no es necesario. Si vale algo morirse, tiene que ser cuando llueve y el pulmón artificial del cielo se abre como una mandarina.

 

 

Sólo un día se olvida la llave:

El mismo día se llega a la puerta. Justo cuando acabas por cansarte. Dos horas después de haberlo comprendido.

 

 

Una larga prisa triste:

Te demoras y sigues adelante. Vamos cayendo al vacío. En el fondo lo que buscamos es el silencio.

Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas. Su obra se extiende por diversos géneros: poesía, narrativa, dramaturgia e, incluso, libros objetos y performance poéticas.

Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.

La fotografía que ilustra el texto es de Michal Chelbin, su trabajo puede ser apreciado en su website: http://www.michalchelbin.com