¿Qué pasaría si una noche comenzaras a soñar con gusanos? ¿Y si ese sueño recurrente te obsesionase hasta el punto de impedirte trabajar? ¿Y si descubrieses que todo aquello en lo que creías era mentira? Las vidas exitosas de los protagonistas de «Días de euforia», que pone a la venta la semana que viene Alianza editorial, son una analista de Big Data, un bróker, una experta en reproducción asistida y un gestor de grandes cuentas, se tambalean cuando los acontecimientos empiezan a salirse del guión que habían imaginado para su futuro. Se lanzarán entonces a una búsqueda frenética de soluciones. Esta segunda novela de Pilar Fraile supone su retorno a las librerías después de la publicación de su libro de relatos «Los nuevos pobladores», elegido en 2014 por «El Cultural» como uno de los diez mejores libros del año, y Las ventajas de la vida en el campo, que se publicó en 2018 en Caballo de Troya. En «Días de euforia» indaga en nuestro futuro más próximo con una escritura incisiva, y una voz totalmente propia. Mediante una narración marcada por un ritmo tan desquiciado como hilarante, explora la moral del capitalismo que viene y sus paradojas.

 

La culpa de todo la tienen los malditos gusanos. Si no hubieran aparecido, yo seguiría en WhiteAngel, Roger aún sería mi match y la sociedad en su conjunto sería más feliz.

No era más que un sueño. Pero por algún motivo no me lo podía quitar de la cabeza. Lo que me molestaba era ser incapaz de comprender la cadena de eventos. Le daba vueltas a las imágenes una y otra vez, pero no había manera de distinguir si éramos nosotros, Roger y yo, los que nos metíamos los gusanos en la boca y sentíamos su movimiento frenético en el paladar, antes de darles la primera dentellada, o eran ellos los que nos iban devorando.

Traté de olvidarme del tema. Roger decía que no tenía importancia, que era «basura cerebral». «Es como la información que se acumula en los equipos después de muchas horas de rodaje», dijo, «solo tienes que formatearte».

Se lo conté un jueves, lo recuerdo perfectamente porque los jueves teníamos nuestra sesión de sexo semanal, pero ese día, por culpa de los gusanos, cambiamos la actividad sexual por un paseo urbano.

La luz del fin del otoño era agradable y el aspecto de las calles impoluto. Todo parecía cuadrar con nuestros datos. Según el indicador de «grado de satisfacción del entorno», octubre es la época más placentera en la ciudad, a diferencia del verano, donde el noventa por ciento de los encuestados responden que les gustaría estar fuera, aunque solo el diez por ciento lo consiga. Nuestro objetivo era mejorar esas cifras.

Para eso trabajábamos, Roger y yo.

Big Data para la felicidad. Llevábamos casi un año manejando miles de bases de datos y, hasta ese momento, habíamos desarrollado siete nuevos algoritmos que los gestionaban. Éramos WhiteAngel y, como equipo, éramos invencibles.

Eso nos dijo Manuela en cuanto volcamos nuestros primeros resultados en el servidor. Nos llegó un mensaje en segundos. A veces me pregunto cómo lo hace, es la eficiencia personificada. Claro que no podría ser de otra forma, ella dirige a los siete equipos, nuestro WhiteAngel y los otros seis.

Mi mensaje decía: «Mary –Manuela sabe que María me suena anticuado. Nuestro antiguo jefe, Alois, era muy atento también, pero siempre se le olvidaban esos detalles que marcan la diferencia entre un buen jefe y uno magnífico–, estamos orgullosos de ti, este es un enorme paso para la humanidad, ¿te das cuenta? Ahora todo el mundo va a ser más feliz. WhiteAngel es invencible. Si yo fuera tú no sé si podría dormir esta noche. Abrazos y carantoñas».

Roger no me dejó leer el suyo. Claro que nuestro acuerdo no incluía que nos lo contáramos todo, solo especificaba una sesión de sexo semanal que equivale a la toma diaria de antidepresivos y no tiene efectos secundarios.

Nuestros perfiles lo dejaban claro: no queríamos pareja, nuestro trabajo era demasiado importante para andar distrayéndonos.

Fue una suerte que nuestros datos encajasen tan bien. Si no lo hubieran hecho, tendríamos que haber buscado otros match para la actividad sexual. Y eso nos habría obligado a concertar citas, cuadrar horarios laborales y dar explicaciones acerca del día a día –un encuentro sexual satisfactorio estable requiere de un mínimo conocimiento mutuo e intercambio de información personal–. Extenuante. Aunque también, claro, habríamos podido optar por los encuentros ocasionales, para estos no hace falta mucho tráfico de información entre los participantes. Pero requieren de, al menos, una búsqueda semanal, que es una absoluta pérdida de tiempo.

Una semana después de nuestro paseo otoñal nos dimos cuenta de que algunas de las bases de datos eran incompatibles con los algoritmos iniciales. Al final pudimos salvar solo cuatro de los once originales. No era como si hubiera que volver a empezar, pero casi.

Nuestra moral de equipo no estaba en su mejor momento. De hecho, creo que estaba en cotas tan bajas como los primeros meses, cuando no conseguíamos dar con el primer algoritmo y teníamos miedo de no pasar el periodo de prueba y que WhiteAngel fuera el primer grupo en disolverse.

Nada nos hubiera venido mejor aquel jueves que nuestra sesión de sexo semanal. El paseo de la semana anterior nos había servido para comprobar que nuestros resultados funcionaban y que la ciudad estaba, de hecho, muy bonita en otoño –el amarillo de las hojas de los plátanos en los bulevares, las luces de los escaparates al atardecer en contraste con el cielo violáceo y los colores vivos de la ropa de la gente, porque ya nadie lleva colores oscuros en otoño, arrojaban un escenario armónico–, pero no nos había servido para aumentar nuestros niveles de dopamina y serotonina, que era de lo que se trataba.

Traté de convencerme de lo mucho que necesitábamos aquella sesión. Pero cada vez que pensaba en el sexo con Roger me venía a la mente la imagen de los gusanos. Eran muchos, millones quizá, moviéndose como un solo organismo, blancos o blanquecinos. Todo muy desagradable.

Durante aquellos ocho días lo había intentado todo para librarme de ellos: bloquearlos con otra imagen cada vez que aparecían –en mi caso, suelen funcionar las grandes extensiones de campo abierto–, respirar hondo llevando el aire al abdomen e intentar dejar la mente en blanco, contar hasta cien, doscientos, trescientos, mil. Nada. No se me iban de la cabeza.

Le dije a Roger que no iba a poder, que tenía una reunión familiar. No sé por qué le mentí. Nunca lo había hecho antes. Iba resuelta a contarle que no quería practicar sexo esa tarde, pero cuando me miró con esos ojos superazules fui incapaz de confesar que el sueño persistía.

No sé qué era peor: la imagen de los gusanos, que no era realmente una imagen, era más bien una sensación, como de estar siendo devorada por sus pequeñas bocas –¿tienen boca los gusanos?–, que ellos fueran devorados por mí –su baba bajándome por la garganta, ahogándome– o haberle mentido a Roger.

Las tres cosas resultaban muy desagradables.

Ya en casa, en mi falsa reunión familiar, pensé que quizá no sería mala idea llamar a mi padre. Cuando estaba a punto de marcar su número, mi cabeza, como de costumbre, empezó a funcionar sola y se imaginó la conversación:

–Hola pequeña.
–Cómo estás, papá.
–Bien, muy liado con los últimos pedidos.
Mi padre tiene un almacén de regalos. Es un negocio obsoleto que le da pérdidas, pero no hay manera de que lo cierre. Le he dicho mil veces que le sale más rentable prejubilarse y vender el local que obstinarse en tenerlo abierto y correr con todos los gastos. Él me mira y esboza esa sonrisa que solo me dedica cuando le hablo del negocio. Es una sonrisa que tiene desde que murió mamá. O a lo mejor la tenía antes, pero yo no me daba cuenta. Mamá era tan omnipresente que es difícil de decir cómo era papá antes de que ella muriese.

–Ah, vale, pues entonces no te molesto. Era solo para saber qué tal estabas.

–Vale vale, pequeña. ¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal va esa vida de éxito?

Cuando papá habla de mi vida de éxito me da la impresión de que no lo dice en serio. Tiene, no sé cómo explicarlo, un tonillo. O quizá es el timbre de voz que se le ha quedado después de que falleciera mamá. El caso es que en cuanto lo escucho se me quitan las ganas de contarle nada.

Así que descarté la idea de llamar a papá.

A partir de nuestro segundo jueves sin sexo las cosas empezaron a ir de mal en peor. Resultó que nuestros algoritmos originales funcionaban. Nuestro error, al parecer, había sido una incorrecta exploración de los datos previos. Esto hubiera sido relativamente fácil de solucionar de no ser porque, para entonces, ya había más datos disponibles que no podíamos soslayar, porque eso hubiera ido en contra de nuestros principios. Así que tuvimos que empezar otra vez.

Supongo que no nos deberíamos de haber desanimado, porque la ciencia es así y, en realidad, nuestro fracaso nos acercaba mucho más a la verdad que un acierto falso, pero Roger estaba hundido. Traté de convencerle de que estábamos ante un nuevo reto y deberíamos estar contentos y él me dio la razón, porque mi lógica era impecable, pero no noté ningún entusiasmo en su comportamiento. De hecho, había dejado de hacer bromas y eso no había ocurrido ni en los primeros meses en los que no teníamos ni idea de qué iba a suceder.

Aunque éramos un equipo, cuando las cosas se ponían feas, Manuela escribía a Roger. No es que me molestara, pero creo que los fracasos, como los éxitos, eran de los dos. Estoy segura, y esto me lo repito para no cabrearme, porque sería muy irracional, de que Manuela tenía una razón poderosa para escribirle a él.

Roger no me reveló el contenido del mensaje y por un segundo me dieron ganas de jaquear su cuenta. Sabía lo suficiente de él como para hacerlo, sabía que cuando era pequeño tenía un perro al que adoraba y que lo sacrificaron el día que se graduó del instituto. Se llamaba Buf, que es como Roger solía llamarlo antes de que aprendiese a hablar. Sabía que le gustaba mucho la física y que soñaba con viajar a Andrómeda y establecer allí una colonia, como Tales de Mileto, uno de sus ídolos, pero cuando se hizo mayor dejó de soñar con hacerse astrofísico e ir a Andrómeda, porque había muy pocos puestos de trabajo y, además, no era un sueño muy realista, así que se dedicó a la matemática pura. Hubiera apostado la mano derecha a que su contraseña era TalesAndromeda_17. Pero jaquearle la cuenta habría sido caer muy bajo, y, lo que es peor, podía hacer que me despidieran.

Manuela estaba contenta con nosotros; al parecer, no había nada de qué preocuparse. Sugirió que añadiéramos los nuevos datos y procediéramos con calma. La ciencia no tenía prisa.

Entonces, solucionado. Todo estaba bien. Íbamos a seguir buscando la verdad para hacer que la gente fuera más feliz.

Pero Roger seguía apagado. Era nuestra cuarta semana sin sexo. La semana anterior yo había puesto la excusa del dentista y estaba claro que Roger necesitaba sus endorfinas y su dopamina y su oxitocina, así que me acerqué a él. Normalmente trabajábamos en mesas contiguas, para poder ir chequeando nuestros progresos sin necesidad de movernos, pero desde hacía unos días él se había trasladado a la mesa que tenemos frente al ventanal, por si llegaba un tercer miembro.

Cuando se formó el WhiteAngel, Manuela nos dijo que nos faltaba un tercer miembro, que estaban en el proceso de selección, pero luego, cuando empezamos a arrojar resultados, consideró que funcionábamos muy bien solos y que no era necesario nadie más.

Fui hacia el ventanal y le dije:
–Roger.
No reaccionó, parecía absorto en la vista de la ciudad. Se había sentado, de hecho, de cara a la cristalera, y no mirando hacia nuestras mesas, como originalmente estaba diseñado ese puesto. Esto me había disgustado, pero qué podía hacer.

Como no decía nada, le toqué ligeramente el hombro. Su cuerpo estaba caliente. Era el mismo cuerpo que había estado acariciando y besando esos últimos meses. El mismo cuerpo atlético que me había proporcionado tanto placer. No podía entender por qué ya no me apetecía. La mente humana es un misterio. Menos mal que estamos en el camino de desentrañarla y hacer que cese toda esta incertidumbre.

Se sobresaltó un poco. Estaba como hipnotizado con el tráfico de la avenida que se veía desde la cristalera. Esas filas de luces blancas y rojas, como una bandera en perpetuo movimiento, resultaban bonitas en ese momento del atardecer.

–Dime.
–Mira, he estado pensando.
–Mmm.
–No sé por qué no me siento con ganas de tener encuentros sexuales contigo. No es por ti, de verdad, tú eres un amante óptimo.

Roger se ruborizó un poco cuando dije esto y no entendí muy bien por qué. Es verdad que nunca habíamos verbalizado lo que nos parecía el otro como pareja sexual, pero se daba por hecho que encajábamos. Cuando se le pasó el rubor me miró interrogante, o quizá no era interrogación lo que había en sus ojos. Era difícil de descifrar. En ese tipo de situaciones es cuando envidio a esa gente a la que se le da tan bien desentrañar las expresiones faciales de los otros. Afortunadamente pronto vamos a tener softwares precisos de reconocimiento facial para ayudarnos en los encuentros sociales. Cuántos malentendidos vamos a evitar.

Pero mientras tanto tenía que arreglármelas, así que decidí que sí, que la mirada de Roger era de interrogación.

–He pensado que deberías buscar otro match.

La expresión de Roger cambió ligeramente. ¿Era sorpresa? ¿Era enfado? ¿Qué debía hacer?, ¿preguntarle? ¿No es inapropiado preguntar a alguien si está enfadado? ¿No haría eso que se enfadara más? Dios mío, qué difícil me resultaba todo. Me decidí por la sorpresa porque, por más que hacía balance, no encontraba ninguna razón lógica para que estuviera enfadado. Así que sí, tenía que ser sorpresa. Tampoco encontraba motivo para que se sorprendiera tanto, pero me parecía una reacción mucho más leve y acorde a las circunstancias. Al fin y al cabo, yo solo estaba pensado en el bien del equipo.

Roger, superando la emoción que lo tenía paralizado, contestó:

–¿Otro match?
–Sí, por lo menos hasta que yo me recupere.
No quería mencionar el asunto de los gusanos, porque eso me obligaba a dar unas explicaciones que no es que no quisiera dar, es que no podía, porque ¿qué asunto era ese exactamente?

Empecé a sudar por las axilas y agradecí haberme puesto el doble de desodorante. Desde que había empezado a soñar con los gusanos mi olor corporal era más intenso. Me duchaba dos veces al día y me ponía extra de espray todas las mañanas y, aun así, ese olor acababa venciendo al final de la jornada. Era realmente molesto.

Me alejé un poco de él, para que no notara que ya estaba traspirando. Justo en ese instante se levantó y se dirigió a mí. Al ver que me movía se detuvo y dijo:

–Pero ¿qué?

¿Qué tenía yo que decir ante esto? ¿Cuál era su duda? Me puse a sudar de verdad. ¿Es que no me había entendido, es que no le parecía adecuado? ¡Por dios, lo bien que me hubiera venido algo de asistencia técnica!

–Sí, mira, tú te buscas otro match. Ya sé que es un engorro cuadrar horarios y todo eso, pero seguro que encuentras una rápido, al fin y al cabo eres un hombre joven y atractivo. –Roger me miró fijamente y yo seguía sin saber qué quería decir esa mirada, si era interrogante o desafiante. No había manera de saberlo, así que opté por interrogante. Era lo más lógico–. Un hombre de tu condición es el que lo tiene más fácil para encontrar un match, según los datos.

Roger me miró con sorpresa. Me vi en la obligación de decir algo para que esa situación –que tenía que haber sido una simple conversación entre colegas– se aclarara.

–Nuestro trabajo se está resintiendo y yo creo que es porque no tenemos buenos niveles de neurotransmisores. Lo mío no sé cómo lo vamos a solucionar, ya lo pensaré, pero lo tuyo tiene fácil arreglo. O sea: otro match, para subir los niveles.

Roger volvió sus ojos hacia mí y me dio la impresión de que algo dentro de su azul infinito se había apagado. Pero luego, de repente, una luz los iluminó y dijo:

–De acuerdo.

Yo me alegré mucho de que sus ojos claros volvieran a brillar y me volví a mi mesa.

Que Roger hubiera encontrado una sustituta debería haberme animado, pero, en lugar de eso, las escenas de él con su nuevo match se mezclaban en mi mente con las de los gusanos –su baba acariciando mi piel, mis fosas nasales–. Claro que la culpa la tenía yo por pedirle que me enseñara su perfil: era una rubia que habían contratado en la Datayou. Tenía los ojos muy claros, como los de Roger. Las escenas de los dos besándose no cesaban de dar vueltas en mi cabeza. Veía a Roger acariciándole los muslos a ella –eso era lo que más me gustaba a mí–; a ella acariciándole el pelo a él –esa era una de las cosas que más le gustaba a él–, luego todo se enturbiaba con la baba de los gusanos ascendiendo desde mis pies hasta mis rodillas, cubriéndome con su baba pegajosa y repugnante que, contra todo pronóstico, me hacía sentir bien.

Mis problemas, en vez de desaparecer, se habían multiplicado: por un lado estaba esa sensación de hundimiento, como si los gusanos me estuvieran arrastrando a su mundo baboso, subterráneo, por otro, las imágenes de la rubia y Roger y, para rematar, la falta de resultados.

El descenso en la productividad –nuestra gráfica estaba en el momento más bajo desde que empezamos–, la baba y las imágenes de la rubia empezaron a afectarme.

Uno de los problemas, sin embargo, se solucionó enseguida. Manuela colocó a la rubia en la antigua mesa de Roger. Nos mandó un mensaje a los tres: «Ya era hora de ocupar ese sitio vacío, tres mentes siempre piensan mejor que dos, espero que os divirtáis».

Así que ya no tenía que imaginármela, la tenía delante.

En persona era aún más guapa que en su perfil. Su piel relucía, no solo porque no llegaba a los treinta, sino porque la actividad sexual con Roger estaba resultándole de lo más provechosa. Cada vez que levantaba la cabeza y la veía recordaba que llevaba seis semanas sin sexo y que, probablemente, todo lo que me sucedía era porque mi cerebro estaba muerto de hambre, chillando por sus endorfinas y su dopamina.

Roger, sin embargo, estaba mucho más animado. Había vuelto a hacer bromas acerca de la droga como factor que mueve el mundo, sugería que la metiéramos en las estadísticas. La rubia se reía con una risa pura, cristalina como sus ojos, como los ojos de Roger, pero yo no lo lograba, mi cerebro estaba haciendo aguas.

Las escenas de los dos juntos me asaltaban en cuanto cerraba los ojos por la noche. Me los imaginaba en la cama de ella –a Roger no le gustaba el sexo en su casa, decía que no estaba organizada–. Era una blanca, la cama Gaspard con cajones en la base que le dan aspecto de aparador antiguo, porque la rubia era muy chic, y además era junior, así que con su sueldo lo mejor que podía permitirse era mobiliario de Ikea, de buena gama, pero de Ikea. Pensaba en esa decoración y casi sentía añoranza de mis años como junior en mi primera empresa, apenas llegaba para pagar el alquiler, pero había esa alegría del comienzo. Veía a la rubia sentada sobre él –era la postura favorita de Roger– y él con los ojos en blanco –se le ponían así de manera involuntaria cuando algo le gustaba mucho–, sujetándose con una mano al cabecero de madera de listones de Ikea –ella había comprado ese porque era funcional y le daba a la habitación un aspecto ordenado y tranquilo– y con otra agarrándole el culo, porque el culo era lo que más le excitaba. Y entonces ella soltaría un gemido, y él se encendería más y los dos se fundirían en un derroche de dopamina, endorfinas y oxitocina que los mantendrá a tope toda la semana.

Roger y la rubia empezaron a arrojar resultados, yo seguía en dique seco. Habían dado con un algoritmo que tenía la capacidad de organizar los datos nuevos. Nuestra productividad subió, no recuperamos nuestros niveles óptimos, pero salimos del bache, habíamos llegado a estar a la cola de los siete equipos.

Manuela nos mandó un mensaje a los tres: «Bien hecho, chicos, no sé cómo lo habéis logrado pero vais por el buen camino. ¿Os imagináis la cantidad de problemas que vamos a resolver con esto? Rumbo a la felicidad».

Los resultados del nuevo algoritmo de Roger y la rubia eran sorprendentes: lo que proporcionaba más satisfacción no era poseer mucho dinero, ni muchos bienes, ni siquiera comprar sin reparar en gastos, sino la adquisición de experiencias. La posibilidad de revivirlas y contarlas era lo que hacía realmente feliz al sujeto.

No obstante, de acuerdo con los datos, las experiencias eran más difíciles de adquirir que los objetos. Hacer un viaje, por ejemplo –una de las que proporciona niveles más altos de alegría–, es complejo. Para que sea satisfactoria, el sujeto tiene que contar con otros factores: tiempo, capacidad de organización, un acompañante –parece que los viajes individuales, aunque beneficiosos, no lo son tanto como los compartidos–. Estas otras variables podrían hacer que la experiencia no resultara tan satisfactoria a largo plazo, ya que habría que incluir en el algoritmo, al menos: la posibilidad de que no se tenga la compañía adecuada, la posibilidad de que la compañía parezca adecuada y luego no lo sea, la posibilidad de que algo salga mal en el viaje –aquí, las variables, desde una enfermedad fortuita hasta la insatisfacción con el alojamiento o el transporte, eran tan altas que no llegaba ni a imaginarlas–, aparte de la posibilidad de que el destino en sí resultara insatisfactorio por algún motivo; de nuevo, el abanico de opciones que se abría parecía casi infinito.

Si queríamos ser serios y científicos había que incluir todo en el análisis, ¿no? Yo siempre había querido ser seria, pero sobre todo científica, así que redacté un documento con todas las posibles variables que tendríamos que tener en cuenta a la hora de evaluar la relación entre la felicidad y la adquisición de experiencias, y se lo envié a Manuela en nombre del WhiteAngel.

En cuanto lo abrieron, Roger y la rubia se acercaron a mi mesa. Me había trasladado junto a la cristalera. La ciudad vista desde arriba era como un gran organismo, la avenida que conducía hasta nuestro edificio era su columna vertebral, el arbolado de los parques a lo lejos hacía las veces de pelaje, que se movía como si se estuviera desperezando. Las avenidas paralelas, con el traqueteo de coches y su incesante trasiego de personas atendiendo los pequeños asuntos de sus vidas, eran sus brazos y sus piernas. Desde nuestra ventana no se llegaba a apreciar bien la indumentaria, sólo se podía distinguir la mancha multicolor de los abrigos para combatir el frío del invierno, pero seguro que iban perfumados, con el pelo reluciente, con la esperanza de que aquel iba a ser su día de suerte, en el quedarían al fin con la clave para solucionar todos sus problemas. Era bonito pensar que desde allí arriba estábamos trabajando para ellos, intentando que sus sueños se hicieran realidad.

–Te has pasado, tía –dijo Roger.

Al principio pensé que no iba en serio, que era otra de sus bromas. Incluso el día anterior había estado vacilando con incluir el porno en las estadísticas. La rubia había soltado una carcajada que me había hecho dudar. ¿Y si no era tan pura? ¿Y si le gustaba el sexo duro, y si bajo ese maquillaje transparente y esos ojos claros se ocultaba una ninfómana?

Podía suceder, cosas más raras se habían visto; de hecho, las estadísticas acerca del tema –esas que no debíamos incluir en los algoritmos porque no estaban acorde con el código ético de la empresa– decían que a un quince por ciento de la población lo que le hacía feliz de verdad eran ciertas aberraciones sexuales.

Pero claro, no era razonable tenerlas en cuenta, porque ¿qué ocurría si lo que hacía feliz a la gente era, por ejemplo, la zoofilia?, ¿significaba eso que nosotros teníamos que promover esa conducta? No, había líneas rojas. «La población tiene que ser complacida, pero también educada, es parte de nuestra responsabilidad». Ese fue el discurso inicial tal y como lo recuerdo. Lo teníamos colgado en el escritorio, aunque no hubiera sido necesario porque, en realidad, esos datos nunca llegaban a nuestras manos. De todos modos, Roger se las apañaba para conseguirlos. A veces, cuando bebía, le gustaba alardear de que conocía al dedillo la Deep Web y que sabía no sé cuántos oscuros secretos que no me había contado.

Así que bien hubiera podido ser que la rubia angelical fuera adicta al sexo duro, o necrófila, o cualquier otra cosa. E incluso hubiera sido posible que eso le gustase a Roger. ¿Por qué no? Yo nunca le pregunté. Di por hecho que el encuentro sexual habitual sería satisfactorio para él.

–Tía, que te has pasado –repitió Roger.

En ese momento vi claro que estaba enfadado, no hubiera repetido la frase de no estarlo.

–¿Por qué?
–¿Que por qué? ¿Es que te lo tengo que explicar?
La rubia también parecía algo cabreada, aunque con esos rasgos tan suaves –cejas delgadas, quizá depiladas, nariz diminuta, labios finos, barbilla redonda y pequeña–, era difícil de decir.

Barajé mi posible respuesta y al final me decidí por una frase lo más neutral posible, con el tono más sereno del que era capaz:

–Me gustaría que me lo explicaras, si eres tan amable.

Roger me miró con una expresión, creo, de furia, aunque también hubiera podido ser que de repente le doliese algo. Pero nunca le había oído quejarse de ninguna enfermedad, así que debía de ser furia.

–¿Que te lo explique? Pero qué hay que explicar. ¿Qué pretendías mandando ese informe a Manuela, que nos echen a los tres?

No sabía muy bien qué responder, Roger siempre había sido mejor que yo en leer las intenciones de la gente, por eso me parecía absurdo tener que explicárselo, pero como veía que seguía esperando que dijera algo, repuse:

–No, claro que no, ¿por qué iba a querer que nos echaran? Este es el trabajo de mi vida. Ya lo sabes.

–¿Y entonces qué pretendías? La verdad es que no me había hecho esa pregunta, ¿pretendía algo? No acababa de entender qué era lo que Roger quería que le dijese. Recorrí la secuencia de eventos: repasé el algoritmo, su funcionamiento, pensé acerca de los posibles fallos y acerca de mis indicaciones.

–Pretendía mejorar nuestro trabajo –dije–. Ver los fallos e intentar propuestas de mejora. Como siempre.

–¿Como siempre?

Roger movió la cabeza como negando. No sé si quería decir que no era como siempre o que mis propuestas de mejora no le gustaban.

Nuestros buzones sonaron. Era Manuela, que nos escribía a los tres:

«Querido equipo WhiteAngel: vuestros resultados están siendo reanalizados y tendremos en cuenta vuestras sugerencias, pero recordad que la ciencia avanza lentamente. No podemos resolverlo todo de golpe, ¿verdad? Paso a paso chicos, paso a paso».

A mí me pareció un mensaje de ánimo, amable, como solían ser los mensajes de Manuela. Pero Roger no era de la misma opinión:

–¿Ves lo que has conseguido? –bramó dirigiéndome su mirada asesina, esa que reservaba para los camareros poco amables y los repartidores de pizza–. A ver cómo solucionamos ahora este desastre.

 

Pilar Fraile (Salamanca, 1975) es narradora, poeta y doctora en Teoría de la Literatura por la Universidad Complutense de Madrid. Su obra poética ha sido traducida a varios idiomas y su libro de relatos «Los nuevos pobladores» fue elegido en 2014 por «El Cultural» como uno de los diez mejores libros del año. En «Días de euforia», su segunda novela, indaga en nuestro futuro más próximo con una escritura incisiva, y una voz totalmente propia. Mediante una narración marcada por un ritmo tan desquiciado como hilarante, explora la moral del capitalismo que viene y sus paradojas.