Por gentileza de la editorial Ya lo dijo Casimiro Parker, que se ha lanzado a la edición de narrativa tras su prolongada trayectoria como editorial de poesía, ofrecemos a nuestros siempre inquietos lectores el primer capítulo la nueva novela de María Cabrera, colaboradora de la revista, Los erasmus, cuya contra dice: «Una estudiante española se va de Erasmus a Leipzig, ciudad del este alemán. Mientras explora el lugar, entre españoles compañeros de beca, la vi- sita esporádica de su exnovio, contados extranjeros y estudiantes autóctonos conoce a Thomas, un alemán mayor que ella con el que comienza un tándem para practicar el idioma. Entre el desapego por la vida académica y la atracción de la tregua que dan los viajes largos, el pasado de Thomas va imponiéndose sobre el presente de la narradora. Dos momentos históricos se solapan en las calles de una ciudad que parece no haber cambiado mucho: 1989 — cuando Thomas era un adolescente que vivió la caída del Muro de Berlín y el régimen de la RDA— y el 2008 de la crisis económica y la incertidumbre llamando a las puertas de los Erasmus». Piquen en el cebo y corran a por el resto. En las librerías más exquisitas y en otras si lo piden, que tampoco es tan complicado comprar un libro si realmente se quiere hacerlo. 

 

Quedé con Isidro y Héctor para tomar algo por el centro. Eran los primeros españoles a los que conocía, los tres veníamos de la misma facultad en Madrid. Ellos estudiaban periodismo, yo comunicación audiovisual. El plan era ir andando desde la residencia donde vivíamos Héctor y yo. Isidro ya nos esperaba abajo en la entrada. Durante el paseo contemplábamos las distintas residencias de estudiantes ubicadas en la avenida; edificios de estilo soviético, una arquitectura habitacional por bloques de gran tamaño construidos a principios de los ochenta para albergar a las nuevas familias del baby boom. Emplazados en el sureste de Leipzig, llevábamos días recorriendo la calle 18. Oktober hasta el centro, donde había algo más que hacer hasta que empezaran las clases. 

Llegué a la ciudad el sábado 22 de septiembre. Isidro, el domingo anterior; Héctor, dos días después. Habíamos cruzado un par de mensajes en Madrid antes del viaje. El primer viernes nos encontramos para ir juntos al Ikea de las afueras a por sábanas, toallas, ollas y utensilios de cocina que no había en los apartamentos, escasamente equipados, de la residencia. Esperamos hasta el viernes porque nos habían dicho que el transporte público era gratis para los estudiantes a partir de las siete de la tarde y los fines de semana, pero al subir al bus el conductor nos informó de que el interurbano no lo era. Por ignorancia, habíamos dormido sin sábanas y comido frío algunos días. Además, empezaba a acusar el cansancio de ir andando a todos lados: teníamos que conseguir unas bicicletas (dos noches atrás me habían llevado de paquete para ir de una fiesta a otra, en aquel país hasta los botellones se hacían sobre ruedas). Por el momento, caminábamos. El centro estaba a media hora andando de donde vivíamos. El tranvía era caro en el horario en que teníamos que resolver el papeleo de la universidad, realizar gestiones… Nos habíamos colado algunas veces, pero si salíamos con tiempo evitábamos el riesgo. Cuando empezaran las clases, a principios de octubre, quería tener bici propia. Las asignaturas, aunque fuesen de la misma carrera, se impartían en edificios distintos, la mayoría alejados entre sí, con poco margen de tiempo para desplazarse de uno a otro.

Nos sentamos en una de las terrazas del bulevar e Isidro sacó el móvil para averiguar la manera de conseguir unas de segunda mano. La plaza del antiguo ayuntamiento se mostraba animada desde primera hora. Todo el centro tenía algo de decorado, o era yo que me sentía dentro de una película. Recuerdo que los primeros días paseaba entre los edificios, por las callecitas bien iluminadas en contraste con la oscuridad que reinaba en el resto de barrios al caer la noche, como una mera espectadora. Cuando se acercó, Héctor le pidió al camarero tres cervezas de trigo. Tenía facilidad para hablar alemán, había quedado el primero en la prueba de idioma de nuestra facultad; yo segunda después de un año estudiando; Isidro tercero. Elegimos las tres plazas que se ofertaban en Leipzig antes que Núremberg y Bremen, que eran las otras opciones. Ellos habían coincidido en bastantes asignaturas durante la carrera, pero en Madrid tenían grupos de amigos distintos. Héctor, canario de Las Palmas, era ocurrente y sociable. Isidro, de Albacete, tenía un humor más apesadumbrado.

Observé a los alemanes que estaban junto a nosotros, en una de las mesas. Intentaba desentrañarlos más allá del idioma; no lo que decían, sino a ellos mismos. Me sentía vulnerable aun cuando ignoraban nuestra existencia, nuestra agitación de risas nerviosas, palabras torpes y silencios avergonzados. Estaba claro que seguíamos pareciendo turistas, aunque ya habíamos empezado a referirnos a la ciudad como Leipsch a la manera cariñosa de sus habitantes; así la sentíamos más nuestra. Desprendían al hablar una extraña frescura, si la comparaba con aquella lengua sin matices que había empezado a estudiar hacía años en el colegio y puesto en práctica en sucesivos viajes de intercambio y una relación amorosa con un alemán de Stuttgart que hablaba perfectamente español. En Sajonia, aquella región de Alemania, el acento me parecía más marcado que en Baden-Wurtemberg, de donde era mi exnovio. Seguramente se debía a una singularidad histórica: cuarenta años de pertenencia al bloque soviético de la URSS, de división entre el este y el oeste alemán, y geográfica: la región de Sachsen Sajonia en alemánhacía frontera con la República Checa y Polonia, además de con otros cuatro estados alemanes. Desde hacía días incorporaba palabras sueltas que había comenzado a escuchar (Stimmt, Crash) e iba recordando otras, como una reverberación. «Mañana llueve», les informé. Normalmente era Isidro el que contaba con más gracia las anécdotas penosas que empezaban a sucedernos. Esta vez fui yo la que dejé notar mi desánimo, no me apetecía nada pasar el día siguiente encerrada en la habitación de la residencia: «Había leído que Leipzig era una de las ciudades alemanas con más días de sol». También había leído que a la gente allí le encantaba hablar del tiempo. Empezaba a entender por qué: pronto experimentaríamos la lluvia, el viento y el frío extremos. Busqué tormenta en un diccionario de bolsillo, der Sturm (efectivamente sonaba a tormenta). Isidro encontró algo que podría servirnos. El viernes siguiente se iba a hacer una rifa de bicicletas en la Moritzbastei, un antiguo bastión que se utilizaba para diversos eventos: tenía cafetería, salas de conciertos y exposiciones, discoteca y un patio que se convertía en cine de verano y donde se organizó aquella rifa a la que fui con Isidro (Héctor prefirió seguir buscando una bicicleta acorde a su gran tamaño por otros medios).

La noche anterior habíamos estado en una fiesta temática al norte de la ciudad, de la que le había hablado a Héctor una de las alemanas de Wilna, la plataforma de estudiantes encargada de las actividades Erasmus. Cogimos el tranvía para ir hasta allí. Íbamos un poco por conocer alemanes, sin verdadero entusiasmo. Recuerdo pasar por delante del zoo y que eso me despertara; un montón de animales a tan solo unos minutos del centro, quizás porque reconocía más vida allí de la que tenía desde que había llegado. La fiesta era en una antigua fábrica en la que habían montado un par de barras. Las mesas, sillas y mobiliario destartalado dispuesto por todo el espacio proponían una experiencia interactiva: los sillones se elevaban y daban vueltas, de repente se agitaban medio volcándose, una cama móvil recorría un túnel que me dio escalofríos. No hablamos con ningún alemán. En cambio, conocimos a otros españoles de Tenerife, Lanzarote, Alicante y Barcelona. En un momento, comenzamos a meternos con la forma de vestir de los ostis, elevando las voces porque estaba claro que no nos entendían, igual que nosotros no los entendíamos a ellos. «Es como si llevasen puestas las ruinas del pasado», dijo Isidro. Lo cierto es que mostraban un total desinterés por su imagen con el que yo, era evidente, comulgaba: apenas había traído ropa de España, lo único que me preocupaba era abrigarme y no pasar frío y, envalentonada por la distancia que mediaba con todo lo que había sido mi vida hasta entonces, había decidido no perder el tiempo en maquillarme ni peinarme, que el extrañamiento fuera además salvaje, una catapulta real hacia dónde (sobre todo salir de aquel parque de atracciones cutre). Jerséis y pantalones de segunda mano, colores opacos, faldas largas de tela gruesa muy punk-grunge en lo que entreveía retazos de mi adolescencia; las primeras correrías por la ciudad, las manifestaciones del No a la guerra y Nunca mais… Esperaba a los amigos en la boca de metro de Tribunal, sin teléfono móvil, a veces hasta una hora, durante la que contemplaba el desfile de la calle, los grupos que cada viernes y sábado se reencontraban con los del fin de semana anterior, emplazados siempre en el mismo lugar dentro de la plaza increíblemente llena de jóvenes que era el Dos de Mayo. Escuchábamos Pearl Jam y Nirvana a comienzos de los dos mil y comprábamos ropa hortera en el Mercado de Fuencarral, un estilo que se asemejaba al que observaba allí: «Tampoco es que entonces hubiera mucho dandi suelto», le rebatí sin demasiada fuerza a Isidro, «y eso que no salíamos de Malasaña». Era más bien una uniformidad regada de calimocho. Conformábamos el triángulo Dos de Mayo–Plaza del Grial–el callejón del San Mateo, antes de que llegara la ley antibotellón y nos fuéramos de discotecas por Madrid. Mirando a nuestro alrededor, entendí que éramos nosotros los que desentonábamos en aquel ambiente. Éramos nosotros los animales exóticos de la fiesta.

Probamos a salir de nuevo la noche siguiente. Se unieron los españoles a los que habíamos conocido, Héctor les escribió para ir a una de las discotecas que destacaba la guía de Alemania que había traído de España: el Distillery, una de las más grandes de Leipzig, en la que se pinchaba tecno en directo. En el mapa, vi que quedaba dentro de la zona sureste en la que nos movíamos la mayor parte del tiempo. Cuando llegamos, media hora caminando del centro a la residencia, otra media al Distillery y media más de cola a pesar de que el sitio parecía estar en medio de ninguna parte, no nos dejaron entrar con nuestros DNI españoles. No nos dieron ninguna explicación; sonaron dos monosílabos y el portero de la discoteca elevó un brazo para terminar de echarnos. Medio abatidos, volvimos a las residencias. Alguien comentó que la semana anterior habían pegado a una estudiante negra en otro barrio. Creo que fue en aquel preciso instante la imagen de varios de nosotros caminando por una carretera oscura a los pocos días de estar allí—, que empecé a tomar conciencia de ciertas zonas de la ciudad que frecuentaría y otras que no, como el barrio en el que había pasado las dos primeras noches. El avión de Madrid había salido con retraso. Tuve que esperar unas horas en Berlín hasta coger el siguiente tren; cuando llegué a Leipzig, el penúltimo sábado de septiembre, pasaban diez minutos de las seis de la tarde. La oficina para asignarme residencia había cerrado hasta el lunes. Me encontré en la estación con una maleta enorme en medio del trasiego de gente, sin conocer a nadie. La única información que tenía eran los datos de la residencia y la carta de bienvenida de la universidad. Ni siquiera había visto fotos de la ciudad, mi exnovio nunca mencionó su existencia. Miré hacia la puerta de salida, había comenzado a anochecer. Busqué en el tablón de anuncios de la estación una habitación individual, pensando que llevaba conmigo una cámara de vídeo y un portátil nuevos. Localicé una pensión barata alejada del centro. Llamé desde una cabina (como una premonición, el móvil español había dejado de emitir llamadas al cambiar de país). Agoté las monedas tratando de entender la dirección, el tranvía que coger, la parada en la que bajarme. Había algo en aquel barrio situado en un punto impreciso hacia el norte que no me invitó a quedarme mucho. Al día siguiente solo salí de la habitación una vez para comer. A los dos días recogí mis cosas y me instalé en la residencia.

 Todavía embriagados de cierto entusiasmo inicial, hicimos una excursión a Halle. La ciudad quedaba cerca de Leipzig y aparecía en la guía; tenía ganas de conocerla. Sin embargo, una vez allí la visitamos rápido. No nos resultó acogedora, también la borramos. A la vuelta en el tren, Isidro y Héctor se pusieron a escuchar algo en el iPod. Yo miraba nuestro reflejo en la ventanilla, el paisaje de árboles y el movimiento en la oscuridad, pensando que eran días como ese los que vuelven por algún motivo a nuestra memoria. Después de aquello desistimos por un tiempo de conocer el entorno.

Isidro aún no había encontrado dónde instalarse; dormía en el sofá de unos conocidos sin deshacer la maleta. Pasó más de un mes hasta que le admitieron en una casa en un barrio bastante alejado al oeste de la ciudad. Muchos sábados o domingos venía a la residencia a comer con nosotros. Normalmente nos encontrábamos en la habitación de Héctor porque su compañero nunca estaba los fines de semana, en la quinta planta del edificio azul oscuro de la 18. Oktober (mi apartamento estaba en la tercera planta del mismo edificio). Preparábamos sendos platos de pasta con tomate y ensalada, poníamos música y buscábamos cosas en internet. A veces uno de los tres proponía ir a tomar una cerveza a algún sitio nuevo o ya conocido. De vuelta, parábamos en el supermercado. Normalmente gastaba menos que ellos. Mirando de reojo el carro de Héctor lleno de verdura y carne, reconocía que no sabía cocinar (a Isidro y a mí nos fascinaba la mera existencia de la tienda Maggi, dentro del centro comercial al final de la Peterstraβe, un establecimiento en el que solo se vendían sopas de sobre de un montón de variedades). Esperaba a que terminasen su compra al lado de los contenedores donde se introducían las botellas de plástico usadas. Había tardes grises y plomizas en las que no teníamos ganas de hacer nada y nos recogíamos pronto. Isidro cruzaba la calle, avanzaba otro trecho, se perdía en el atardecer temprano. Héctor y yo nos despedíamos en el ascensor. Después, a cada uno en nuestra habitación, se nos alargaba la noche.

Con nuestras recién estrenadas bicicletas, bajamos rodando en sentido contrario al centro por la avenida. A los diez minutos habíamos dejado atrás la 18. Oktober al atravesar la carretera de circunvalación. En una isleta rodeada por coches, a la que no le encontré el acceso, descubrimos una iglesia ortodoxa rusa y, más adelante, la Biblioteca Nacional oculta en un camino de árboles. Atravesamos la explanada del antiguo recinto ferial, hoy lugar incierto y abandonado, perfecto para una película de terror, con un autocine en desuso al fondo. Seguimos avanzando hacia el sur para llegar al monumento a la Batalla de las Naciones, que conmemora el mayor enfrentamiento armado de las guerras napoleónicas, batalla que perdió Napoleón en Leipzig en 1813 y uno de los monumentos de guerra más grandes de Europa. Subimos sus más de quinientos escalones, noventa y un metros de altura. Alcanzamos nuestra primera cima allí. Desde la atalaya se veían los dos lagos al sur de la ciudad; había otros al norte y al oeste de los que me habían hablado para ir en bici. Isidro y yo ya teníamos las nuestras: dos ejemplares fabricados en la RDA que conseguimos en la rifa de la Moritzbastei por sesenta y ochenta euros (las había de paseo y de montaña, con cesta delantera o trasera o doble sillín; la mía tenía el freno en los pedales), aunque seguíamos utilizando el tranvía con Héctor, que todavía tardó en hacerse con una, para atender cuestiones burocráticas muchas mañanas.

Teníamos que darnos de alta en un edificio por residir en Leipzig y en otro distinto por hacerlo en Alemania, tramitamos el seguro médico, la cuenta del banco, recabábamos información sobre tarjetas de teléfono, números de tranvía, inicio de las clases, sedes en las que se impartían, rellenamos el impreso de la matrícula, créditos e importe a pagar, los papeles de la universidad de origen y destino, conseguimos nuestro carné y claves de acceso a la plataforma de estudiantes. Durante las primeras semanas de octubre coincidíamos a diario en las dependencias y edificios de la universidad con muchos de los Erasmus italianos, franceses y portugueses, a los que también veíamos en la parada del tranvía, en el supermercado, en los bares y las calles del centro de Leipzig. Cada vez éramos más. Entre los españoles había estudiantes de biología, psicología e ingeniería que no hablaban alemán, la mayoría apenas conocía algunas palabras (yo no sé cuántas llevaba en aquella lengua que aprendía y olvidaba intermitentemente). Comentábamos cómo nos iba en la nueva ciudad. Decíamos que habíamos comenzado a desarrollar una enorme capacidad de abstracción; al final de una jornada de coordinadores, asignaturas y obstáculos, no podíamos parar de hablar. Después de un par de intentos de beber en la calle como hacíamos en España el frío se había vuelto intolerable, y empezamos a juntarnos en habitaciones y pisos compartidos.

 

Foto de Felipe Romero

María Cabrera (Madrid, 1985) trabaja en la televisión pública madrileña. En 2017 publicó Televisión (Caballo de Troya), novela preseleccionada en el Festival du Premier Roman de Chambéry, Francia. Cuenta con un poemario anterior, La habitación del agua (Baile del Sol, 2014), y dos obras de teatro por encargo del TNT de Sevilla, Despertamos y una versión de La dama de las camelias. Ha disfrutado de estancias de creación en la Fundación Valparaíso de Almería, Axóuxere y la Residencia 1863 en Galicia. Escribe en la revista de literatura Cuadernos Hispanoamericanos. Los Erasmus es su segunda novela.