Compartimos con nuestros lectores más curiosos un relato que está incluido dentro del nuevo libro de Rubén J. Triguero, titulado Parte del espectáculo (Libera Editorial). La gran ciudad es el escenario donde se sitúan los relatos que componen esta colección. Es un arquetipo de una gran urbe, que parte de que si eliminamos las barreras idiomáticas, la moneda y las estructuras históricas, todas las grandes urbes del mundo se parecen. Los relatos son de temática social, y abordan aspectos como el éxito y el fracaso, el consumismo, los problemas cotidianos de un hogar, el individualismo, la enfermedad, la ética o la desesperación.
—Esos de ahí arriba siempre igual, son insoportables, de verdad, de verdad que no puedo con ellos, me desesperan —se dirigió hasta la pequeña cocina de su pequeño piso, y del pequeño armario que hacía las veces de trastero, sacó una escoba. Fue de nuevo al salón y con el palo de la escoba comenzó a dar golpes contra el techo.
—¡Callaos!, ¡callaos!, ¡callaos de una puta vez!
El marido la observaba dar vueltas por el salón dando golpes con el palo en el techo. Dio un gran trago a la lata de cerveza que sostenía en la mano.
—Cariño, deja de hacer el ridículo —la tele encendida, emitía alguno de los cientos de anuncios publicitarios que mostraba al cabo del día.
Ella bajó la escoba y lo miró con seriedad.
—Serás gilipollas. No hago el ridículo, estoy harta de esos maleducados de ahí arriba, siempre están igual, gritando, insultándose, es horrible.
—Lo sé, yo también los oigo a diario —ya iba por la cuarta cerveza, se gustaba a sí mismo, su ingenio, después de varias cervezas.
—Muy gracioso —lo reprendió con una voz chillona y volvió a golpear el techo con la escoba.
—Cariño, hay un falso techo de escayola bajo el techo de hormigón, y sobre el hormigón hay una capa de tierra, otra de cemento y encima están las losas del suelo de arriba. ¿De veras crees que haciendo eso, vas a lograr algo? Créeme, el único que escucha esos golpes que das con la escoba, soy yo.
—Algo tendré que hacer —dijo secándose con el brazo el sudor de la frente—, porque lo que no voy a hacer es quedarme ahí sentada, escuchando como esos gilipollas pelean todo el día, o follan, porque esa es otra, cuando follan hacen incluso más ruido.
El hombre vació la cerveza de un trago, cogió varias patatas fritas de un plato de la pequeña mesita que se encontraba entre la tele y él, y las comió masticando con la boca abierta. Ella lo observaba en silencio, le repugnaba que comiera de ese modo. En otro tiempo lo había reprendido, le decía que debía comer con la boca cerrada, que esa manera de comer era una guarrada, pero después de una década juntos, se había dado por vencida. Durante un par de minutos, se quedaron en silencio, él miraba un anuncio de compresas que emitían en la tele, ella lo observaba en silencio.
—Y digo yo, que también podrías hacer algo tú —dijo al fin.
—¿Eh? —apartó la mirada de la tele, tan sólo unos segundos, para volverla de nuevo: estaban anunciando el coche que tanto le gustaba, un anuncio que además poseía una música pegadiza y unas imágenes impactantes de parajes perdidos y carreteras estrechas, curvilíneas, rodeadas de acantilados, de mar y de vegetación. «Descubre la verdadera libertad» decía una voz en off, justo antes de que las imágenes se cortaran y apareciese el logo de la marca del vehículo.
—¿Por qué no me haces caso cuando te hablo?
—Claro que te hago caso, cariño.
—No, claro que no me haces caso. Estabas, estabas mirando embobado ese estúpido anuncio de coche que siempre miras embobado. Desde luego, los hombres sois todos unos…
—¿Unos qué?
—Unos tontos, unos tontos de primera.
—Ya, y vosotras qué, ¿eh?, ¿qué…?
—Yo al menos hago algo contra los indeseables —comenzó de nuevo a dar golpes con la escoba en el techo, caminando de un lado a otro.
—¿Que haces algo?, si sigues golpeando el techo, lo único que vas a conseguir es romper la escayola, y por si no lo sabes, te recuerdo que no tenemos dinero para repararla.
—Ya, al menos hago algo, porque tú, tú no haces otra cosa que estar ahí sentado, beber cerveza, comer patatas y mirar embobado la televisión.
—Trabajo diez horas al día de lunes a viernes, y a veces también me toca ir los sábados; me trago el frío en invierno y el calor en verano, tengo que atiborrarme de pastillas para calmar ese maldito dolor cervical, y para un jodido rato que estoy en casa, ¿qué quieres de mí? —se puso en pie y levantó la voz—. A mí también me joden esos indeseables, todas las noches me despiertan al menos una vez con sus putos ruidos, pero qué quieres que haga, con ese tipo de gente no se puede hacer nada, sólo subir el volumen. Así que siéntate de una vez por todas y deja ya de incordiar —se marchó irritado a la cocina, abrió la nevera y desenganchó una de las latas de uno de los muchos packs de cerveza que tenía enfriándose.
—A mí no me hables en ese tono —dijo ella desde el salón—, pero mírate, conmigo te pones gallito, conmigo, pero si fueras un hombre de verdad…
Él volvió hasta la sala de estar y se sentó, en la tele anunciaban un nuevo robot de cocina.
—Si fueras un hombre de verdad —repitió, con menos ímpetu.
—Ya te he oído.
—Y no te importa que te lo diga.
Negó con la cabeza, deseaba que empezara de una maldita vez la película para acabar con esa estúpida discusión. Realmente, el tiempo durante el cual veían la tele era el mejor de todo el que pasaban juntos.
—Pues sí, si fueras un hombre de verdad, irías a la planta de arriba, llamarías al piso de los indeseables y le dirías cuatro cosas en la cara a esos idiotas. Pero claro, eso lo harías si fueras un hombre de verdad y no…
—¿Ir a hablar con esa gente? ¿Pero tú has visto el aspecto de ese tío? Si es un gorila, estoy seguro de que en cuanto le intentase decir algo, saltaría encima de mí y me atizaría con todas sus fuerzas. Bueno y con ella es aún peor, ella incluso me da más miedo.
—¡Ves!, no eres un hombre, sólo eres… bah, no hay palabras para describir lo poco que eres. No sé en qué estaría yo pensando cuando te conocí, mira que enamorarme de ti, y casarme. ¡Ay, Dios mío!, casarme contigo, qué locura. Mis padres debieron encerrarme en un manicomio porque definitivamente, en aquella época, yo había perdido el juicio.
Volvió a dar golpecitos en el techo.
—¡Ves!, mira, mira —dijo mientras golpeaba el techo—, hasta yo tengo más coraje que tú.
—Sí, claro que sí, ¿por qué no vienes y te sientas de una vez? Mira, va a empezar la película —señaló hacia la televisión, emitían un anuncio donde se aseguraba que en treinta segundos daría comienzo la película.
Ella, algo irritada, dio unos golpes con más fuerza de lo debido, se oyó un crujido y un trozo de escayola se desprendió, ambos desviaron la mirada a la vez, había un pequeño agujero en el falso techo.
—¡Oh!, ¡oh!, ¡oh vaya!, lo siento, lo siento, no sabía que se podía romper… no, no, lo siento, oh…
Él no pudo evitar sonreír, negó con la cabeza y abrió las manos invitándola a que le abrazara. Ella empezó a llorar.
—No te preocupes, no pasa nada —dijo, al verla afectada.
—Pero, pero, pero no tenemos, no tenemos dinero para arreglarlo, ¡joder!, ¡joder!, ¡joder!
—Déjalo ya, no le des más vueltas, nos acostumbraremos al agujero, total, otro desperfecto más en la casa, es lo de menos.
—Pero…
—Pero nada, vamos, siéntate que nos perdemos la peli.
Ella se sentó junto a él, apoyando su cabeza sobre el cuerpo de su marido, él subió el volumen de la televisión, dio un gran trago a la cerveza y cogió un puñado de patatas del plato, las introdujo en su boca y masticó con la boca abierta.
Rubén J. Triguero (Sevilla, 1985) reside en Madrid desde 2012 y trabaja como programador informático. Ha publicado la colección de relatos Si sale cara (Boria ediciones, 2018) y ha participado en los proyectos: Versos al paso y Llévate un poema a casa.
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