Escritor y guionista, Diego Sasturain emprendió hace unos meses la aventura personal de cruzar el charco para buscarse la vida en tierras españolas. Fruto de esa estancia es la novela en proceso de construcción Los crueles, de la cual comparte un fragmento con los lectores de penúltiMa.
Ernesto se llevó una mano a la boca en gesto reflexivo. El olor a tabaco de su propio dedo, sumado al del bigote, le impuso un pensamiento: no tenía cigarrillos. Buscó en los bolsillos de la camisa y encontró unas briznas de tabaco entre los pliegues del fondo. Al sacar la mano, el viento se las llevó al instante. Eran tan chiquitas que ni siquiera pudo seguir sus trayectorias: desaparecieron, excepto dos o tres minucias que le quedaron adheridas a los dedos. Se las llevó a la boca y las desmenuzó con los dientes. El gusto concentrado en esa pequeñísima cantidad se difundió por la boca pero desapareció a los pocos segundos, dejando un vacío mayor al anterior, como si el sabor, las hebras y todo lo que contenían, en vez de disolverse en su organismo, se hubieran perdido en el espacio exterior. Decidió volver a mirar el horizonte y tuvo que entrecerrar los ojos, porque, la verdad, ya no veía bien. Cada vez veía menos. ¿Vendría un barco? ¿un velero? un… ¿helicóptero? Imposible saber de qué tipo, pero una máquina finalmente los rescataría. Volvió a mirar, pero no tenía dónde fijar la vista. ¿Vendría…? La distancia no entregaba nada; ni señal ni indicio. Lo próximo, en cambio, ofrecía más detalles. Los cuerpos quietos, recostados en el fondo del bote, contrastaban con los ojos infatigables, ocupados en la exploración del horizonte. No se les había ocurrido quejarse, por ahora. Todavía la moral era alta, pese al cansancio había energía y ánimos para bromas y comentarios amistosos.
Lo que mal empieza… oyó que se decía, medio en broma, medio en serio. La experiencia, con sus lagunas, avances y retrocesos, la discontinuidad y lo fragmentario, confirmaba el sentido que el dicho, fruto de una experiencia de orden superior y consolidada, así no sea más que en la mera reiteración, expresa de manera concisa. La frase hecha es lo dado y lo que finalmente queda de grandes párrafos, largas oraciones, sedimento de acumulaciones de hechos. De estas extensiones de experiencias decantan algunas palabras que por su sonoridad, eficacia o recurrencia, dan en formar el sentido duro de la frase inicial. Y se repite la frase con la idea de que es más verdadera –es decir, que hay que ponerla antes– que hacer cualquier cosa. Señala aquello que estaba al comienzo de todo pero que sólo puede hallarse empezando por el final, o llegando, de alguna manera, hasta él. Con menor entusiasmo, una frase así encierra una promesa de solidez y utilidad en oportunidades muy diversas, en los que ofrece como resultado una resta virtuosa, donde mucho se descarta y queda sólo un resto que conviene acometer, o utilizar, como una herramienta. El contexto no es más que secundario, porque el ocurrir puede darse en boca de todos y de cualquiera.
Pensó que todo podría, finalmente, no servir de nada, y miró a su equipo de rodaje, convertido transitoriamente en tripulación inútil, porque no tenían nada que hacer y, de haber tenido tarea, no hubieran sabido por dónde empezar, porque del agua no sabían nada de nada. En general, no sabían nada de nada. De cualquier modo, la invocación al refrán, al comienzo de aquello que estaba terminando mal, o, como se dice “no de la mejor manera”, encerraba algún tipo de reproche. ¿Había empezado mal? No recordaba episodios negativos al comienzo, más bien todo “fluía” —como dicen los jóvenes—, y si eso es bueno, habían comenzado bien. Como parecía, fuera de la frase, que no atinaba a interpretar de manera definitiva, que estaba yendo ahora. Camarógrafos, sonidista, productores, director de fotografía y maquilladora intentaban entretenerse. Acariciaban la superficie del agua y jugaban a meter y sacar la mano, tratando de captar el límite con el aire mediante la diferencia de temperatura entre la mano mojada y seca. Atravesaban inconscientemente ese límite sin entidad, al que los mosquitos, sin embargo, confían todo su peso. Quizá reparaban en que el agua es una pantalla, como buena gente de cine. De cuando en cuando, algunos cantaban despreocupados fragmentos de canciones, contaban un chiste o lanzaban una exclamación, pero, en general conversaban. Por momentos, el intercambio derivaba hacia un compuesto de pequeñas citas, provocaciones, anécdotas, sobreentendidos y burlas que se habían consolidado en los días de convivencia. El sonido de sus voces, se trasmitía por los brazos hasta llegar al agua y comunicaba el sonido al líquido. El tono general ponía en evidencia un optimismo de base. Como si se tratara de un alto más en un rodaje, o un descanso en un asado, estaban tranquilos y perezosos. Indolentes… no lograba percibir en ellos ninguna inquietud, aún. Contaban con el helicóptero, el barco, el velero, los daban por hechos y por ciertos, ya en camino, balanceándose en la inminencia. La producción se haría cargo, como siempre, y las horas transcurridas en el bote, al final, no serían otra cosa que parte de un rodaje accidentado y un episodio más en unas vidas cargadas de anécdotas, que florecían a partir de la irresponsabilidad y podrían contarse, más adelante: “no sabés lo que pasó…”. De no estar atrapados en un bote a la deriva, seguramente estarían planeando ir a comprar bebidas y sacando del bolsillo las flores envueltas en celofán, pensando en la comida, contando historias de viajes y de proyectos de vacaciones.
De repente, atardecía. El sol había bajado detrás de la costa, que ahora sólo podía ser intuida por una línea en el horizonte, apenas irregular y ligeramente más oscura que el agua. Detrás, la luz que se reflejaba en las nubes y en la atmósfera límpida componía un crepúsculo extraordinario, sublime. El agua, al final de la tarde, estaba casi tibia. Los que tenían las manos sumergidas, al ver el ocaso y pensar un instante en lo que estaba ocurriendo, involuntariamente accedían a un ejemplo de cómo lo grandioso puede coexistir con lo insignificante. En un instante, un rayo de luz oblicua y amarillenta puede teñir un temperamento y aparearlo con la nota de la certeza. Los sutiles obtienen de fenómenos así una especie aplicable en un orden diferente de aquel al que pertenecen los hechos que lo desencadenaron, son capaces de trasponer sin generalizar. Los menos sutiles intentan que la experiencia vivida sirva para reconocer otra ocasión parecida. El paisaje previo, la monotonía de la luz, los había llevado a la indolencia máxima, por lo que, ante el crepúsculo, no estaban inspirados sino más bien satisfechos.
Una bandada de aves que pasaba volando alto sobre la embarcación proyectó la sombra de la duda. No es que hasta ese momento estuvieran ciertos de algo, ya que más bien no pensaban, lo que se dice pensar propiamente, pero esas imágenes mentales e impulsos se desarrollaban libremente, movidos por el rayo de sol, recuerdos y proyectos, y no hallaban un límite que los contradijera. Esa ensoñación balbuceante se detuvo al encontrarse con las aves en el crepúsculo. Volvieron a la realidad. La bandada huía del sol, se dirigía hacia la noche, es de suponer, hacia el este. Nadie lo comentó, pero las aves volaban hacia atrás. Aleteaban normalmente, pero, al parecer, producían una fuerza en sentido contrario, de manera de alejarse del sol con los ojos filos en él. Sin decirlo, pensaron en qué clase aves podrían ser ésas. Parecían bastante grandes, pero la distancia es engañosa y podía ser que fueran pequeñas y volaran más bajo de lo que suponían. El camarógrafo intentó captarlas con la única cámara que había quedado, una chiquita. Apuntó, y la máquina hizo foco, pero antes de apretar el botón de grabación, se encendió la luz que indicaba que la batería ya no tenía carga y se apagó. Decepcionado, se largó a llorar. La maquilladora le pasó la mano por sobre el hombro y lo consoló. Sin posibilidad de registrar el evento, quedaba únicamente disponible para la memoria de los presentes. Hablaron de las aves, del tamaño, y compartieron los nombres que habían pesando: pato, gaviota, cisne, ganso y tero. Eran polletas pardas. Le molestaba la falta de atención en su equipo de trabajo. Todo el tiempo, mientras duró el rodaje, las polletas habían sido mencionadas una y otra vez. Las habían visto pasar, como las llevaban los aldeanos, colgadas de las patas, cuando alguno volvía de cazar. Incluso las habían comido –bastante ricas–, pero ninguno se había interesado, tanto era así que eran incapaces de reconocerlas. Pese a las tentativas alrededor del nombre, ninguno mencionó lo más evidente y, sin dudas, extraño: el vuelo hacia atrás, que no era tal, sino un efecto del aleteo peculiar de la polleta, un engaño óptico generado por la disposición de unas bandas de color contrastadas en las alas. Nadie quiso arriesgar una hipótesis, tal vez porque sobre lo desconocido, proyectar cualquier intención es muy arriesgado. De cualquier modo, podía tratarse de una ilusión, de un efecto de la atmósfera, una imperfección de la sensibilidad o un defecto de la luz, cualquiera de los cuales, dados el caso y la situación, podría resultar tranquilizador.
Las aves desaparecieron en la oscuridad volando contra natura y se llevaron con ellas el optimismo y la alegría. Lo extraño e inconcebible traía de vuelta la realidad del mundo y de la situación en que se hallaban: perdidos en la inmensidad del agua y la ignorancia, a la deriva. Hasta ese momento, se habían comportado como un grupo organizado, metódico, preciso a la vez que apasionado y creativo; un orden que la situación del bote había puesto en suspenso, pero nada más. Un instante después, los habían invadido la desazón más profunda y un temor insidioso. La noche avanzaba y del sol de a poco sólo iba quedando un reflejo metálico en la superficie del agua. Lo inusual del paisaje, aunado a que sólo los separaban de la naturaleza unas tablas de madera y el hecho de estar a merced de los elementos, hizo que algunos dejaran las conversaciones acerca de cómo sería el rescate y se dejaran llevar por el presente, que tan particular experiencia les ofrecía. Los temas de conversación quedaban cortos, eran débil estímulo para el razonamiento, abrumado por la inmensidad del espacio y las superficies vacías. El viento soplaba fresco y comenzaron a tener frío, lo que acentuó la sensación de que más que estar teniendo una experiencia poco común, se hallaban en peligro. A la oscuridad creciente, subiendo desde la superficie del agua, pronto se sumó una neblina que envolvió la embarcación y todo hasta el horizonte. La bruma se hizo tan espesa que pronto ocultó el origen de las voces. Un ruido que podía ser de un ave o un pez se oyó cerca y un escalofrío recorrió los cuerpos. Pasó el tiempo. Amparados en la creciente invisibilidad, superaron el punto más alto de la curva del temor, se acostumbraron y comenzaron a deslizar algunas opiniones: “El dinero confiere realidad a las cosas” se oyó decir a una voz, nítida. El diálogo había empezado en otros términos, menos generales, sobre la cantidad de dinero que se necesitaba para vivir seis meses sin trabajar, a partir de la pregunta formulada por alguien sobre si cobrarían algún tipo de indemnización por el trance que estaban atravesando. La charla, sin que nadie lo hubiera planteado, con la invisibilidad, había pasado de tratar sobre los efectos a ocuparse de las causas: “La miseria también, pero funciona al revés. En un caso, en la opulencia, el dinero revela nuestra existencia, la del que lo posee, en el otro, en la pobreza, la existencia pura de las cosas, que se vuelven más fuertes, soberanas e inalcanzables”, respondió otra. Se hizo un silencio reflexivo. Tal vez, eso era la miseria, no la ausencia de cosas o la imposibilidad de acceder a lo indispensable, sino la desorientación más completa. Sin embargo, pese a la niebla, nadie se atrevió a poner en duda la existencia de las cosas.
Sentado en lo que creía la popa de la embarcación, se reprochó una vez más su ingenuidad para desenvolverse en la realidad, y la apuntó como la causa por la que se encontraran en semejante situación. Pero la conversación lo interpelaba desde otro ángulo: ante la evidencia del su fracaso para rodearse de cosas, había intentado persuadirse de la posibilidad de ser feliz con poco. Llevaba años viviendo según el razonamiento que concluía en que, si se le habían negado los placeres ligados a la posesión de grandes sumas de dinero o a un ingreso regular generoso, en compensación por esta falta tenía el derecho a disfrutar muy intensamente de las pequeñas cosas. Menos dinero pero más tiempo, o un mejor aprovechamiento de la sensibilidad para fijarla en ciertos aspectos de la vida, para paladear los momentos y la atención. Tal vez no fuera la situación ideal para reflexionar sobre algo tan grave como la felicidad o la realización personal, en una coyuntura tan problemática y que tanto reclamaba de él para no caer en la desesperación en el momento siguiente en que se dejara arrastrar por el tema. Quedaba así para el futuro, cuando de alguna manera, finalmente, tocaran tierra.
Notó que el aire no estaba tan frío, algunas estrellas aparecían en el cielo, a través de la bruma se dejaban ver, fijas en su esfera, indiferentes a lo que ocurriera allí abajo. El agua producía un murmullo agradable, tranquilizador pese al balanceo del bote. Intentó reunir las estrellas en constelaciones, buscar alguna forma, pero la oscuridad se hizo más intensa y las borró del cielo. Por un momento sintió una especie de confort inusual en un orden hostil. En realidad, poco a poco, por más que cada tanto pareciera que la atmósfera se limpiaba, era innegable que la embarcación se iba hundiendo en las tinieblas y la bruma, a las que se sumaba la llegada inevitable de la noche.
De repente, un movimiento alteró el equilibrio del bote. Alguien se había puesto de pie y gritaba. En el esfuerzo por hacerse oír, otros también se levantaron para poder gritar más fuerte y a punto estuvieron de volcar. El sonidista hizo tanta fuerza para proyectar su voz que perdió el equilibrio y cayó al agua. En su intento de no caer se aferró a la maquilladora y estuvo a punto de arrastrarla con él. Vio que en la oscuridad más profunda, brillaba una lucecita. Le costó verla, pero finalmente lo logró, o le pareció verla. Era muy tenue, de color rojo: alguien que fumaba y los miraba pasar, de pie sobre las aguas. El humo explicaba la niebla. En realidad, la luz no era accesible, no parecía estar en ningún lugar; era porque era lo indispensable, lo único que había. Les dejó el esfuerzo de gritar a los jóvenes y permaneció sentado, deseando oír, en las pausas entre grito y grito, una voz de respuesta o el ruido de un motor. La lucecita, cosa pequeña entre las pequeñas, no podía irse así como así, porque era sólo un medio para comenzar de nuevo, de otra manera, la punta de un camino que los llevaría de vuelta a tierra. No podía fallar esta instancia, ese mero paso inicial necesario. Todos tenían la mirada fija en el punto en la oscuridad. No podían verse entre ellos, pero sí podían ver la luz. Parecía moverse, y cada desplazamiento provocaba una ola de agitación en el bote. Después de desplazarse aleatoriamente durante unos instantes, el punto luminoso se estabilizó y por un instante pareció tener una forma, un esbozo de figura. La manera de flotar parecía indicar que lo hacía en el agua y no en el aire o en tierra firme, como si no tuviera un punto de referencia fijo por debajo, un horizonte, pero eran sólo conjeturas porque no podían encontrar en la negrura otra marca respecto de la cual inferir nada. Después no hizo nada más y se quedó quieta. Gritaron fuerte –aunque se resistió, al final, él también gritó, con toda su fuerza– e imploraron por lo bajo que se acercara, hiciera un gesto o una señal, pero no pasó nada. Rogaron y tampoco, probaron las distintas vocales, tonos agudos y graves. Alguien lloró e imploró. Gritaron un poco más, pero no pasó nada. La luz, imperturbable en su quietud –o su leve oscilar– se fue perdiendo hasta que desapareció en una distancia incalculable. ¿Sería una boya? ¿Un barco? ¿Una casa a una distancia muy grande? A medida que se fueron alejando, todas las hipótesis se debilitaron y perdieron consistencia e ingresaron en la oscuridad sin señales.
La sensación del tiempo les sugería que estaban ingresando en las altas horas de la madrugada, pero no tenían donde ver la hora. “Eso de las dos, o tres de la mañana”, estimó una voz. Estaban en esa fase difusa en que se pierden referencias, se rompe la continuidad del día pasado, de lo que fuera que haya ocurrido, y el nuevo todavía no se anuncia. Habían llegado al momento entre dos aguas –entre dos mundos– en que puede no amanecer nunca, en que la irrupción de la luz se presenta inverosímil ante los infinitos matices que sugiere, sin presentarlos, la profundidad de la noche. De todos modos, la incomodidad del bote, el frío y la incertidumbre los mantenían a salvo de la angustia de la noche en sí, de la imposibilidad de pensar en el día más que en el deseo. El bote se desplazaba sin hacer casi ruido y sin esfuerzo, como si fuera una sola cosa con en agua, la navegación perfecta. Desvelados, cuando por unos momentos el cielo se despejó ligeramente, pudieron ver las nubes correr por delante de la luna, como siempre. Se transparentaban y cuando dejaban pasar la luz directamente, podían verse los rostros con una nitidez absoluta, se veían como lo que eran, transparentes, helados, llegados de la nada, se estaban descubriendo los unos a otros. Nadie se animaba a hablar, quizá para no repetir una tontería, como si cualquier intervención implicara faltarle el respeto a la situación. Pero luz y la reflexión duraban lo que un instante; metros más adelante –o más atrás–, el desplazamiento del bote los hacía entrar de nuevo en la tiniebla más profunda y volvían a hundirse en la ceguera y a perder todo punto de referencia. Se hacía la nada, y en la nada puede pasar todo y cualquier cosa: hasta el sonido más lejano se percibía junto al oído; el aliento del vecino parecía llegar desde el más allá. Así viajaban, o creían que viajaban. Sottovoce, en bajo profundo los murmullos del agua, dejaba oír un agudo acá y allá, un pequeño estallido, una salpicadura al azar, un tono grave.
Pasó el tiempo, horas en que, exceptuando los instantes de tinieblas y de luna, el horizonte, hasta el infinito, estuvo ocupado por débiles destellos sin brillo, mates. La superficie del agua devolvía al aire la tenue claridad tamizada de la luna y de las estrellas. El silencio en el bote era total, parecía moverse entre dos capas de lo mismo. La simpleza hacía creer que surgía un orden, binario, de arriba y abajo, negro contra negro. Nadie tomaba la palabra para repetir lo que todos sabían, ni para repasar lo que desconocían, y apenas respiraban.
En eso estaban, en medio de la oscuridad, cuando por el lado que se podría llamar izquierdo apareció una luz. Primero una claridad más general, que rodeaba el foco, después el sonido de un motor, de ciclo lento y pesado… de a poco se hicieron a la idea, bastante plausible, de que fuera un barco lo que se acercaba, comenzaron a distinguir la silueta, y a gritar. El barco avanzaba a buena velocidad y a medida que lo hacía comenzaron a notar que estaban en la línea de navegación del carguero. Ya podían ver las luces de las ventanas de la cabina y el gigantesco chapoteo que hacía al avanzar. La masa del barco atraía a la del bote inexorablemente. Después de tantas horas de monotonía, los detalles, las precisiones de la visión les parecían una riqueza inmensa que se había regado sobre ellos, un poco los aturdía, y no se daban cuanta cabal de lo que pasaba. Cuando estuvo más cerca, distinguieron ya algunas figuras en las ventanas. Tal vez ya fueran famosos y los estuvieran buscando. A su lado apareció otra persona y les pareció que se agarraba la cabeza. Por ese gesto, se les hizo evidente que las embarcaciones tendían fatalmente al encuentro. Se sumó una tercera persona, que asomó por la borda, inclinada sobre la baranda, y les gritó algo que no podía oír; la voz llegaba confusa, entrecortada por el aire revuelto y el ruido del motor. Comenzó a sonar la sirena, grave y muy fuerte, como si los estuviera advirtiendo de algo que ya sabían y que era evidente y a la vez inevitable. Sintieron como los motores de la nave reducían el ritmo de su trabajo, el barco se iba frenando, y parecía que se iba a detener delante de ellos, o que los iba a golpear, pero no, pasó rozando la proa del bote y siguió de largo unos metros más, arrastrándolos con su estela. Creyeron que habían evitado un desastre, pero el bote giró en redondo, se balanceó para todos lados, en diversos sentidos, describió una elipse, se inclinó fatalmente y todos sus pasajeros cayeron al agua, en la espuma de la estela.
Diego Sasturain nació en Buenos Aires en 1972. Pasó por la prestigiosa carrera de Filosofía de UBA, y trabaja como periodista y guionista. Ha publicado las novelas El Tridente -Mondadori, 2008- y Un episodio Confuso -Mardulce, 2012. Actualmente, reside en Barcelona y trabaja en la novela titulada provisoriamente Los Crueles.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La fotografía que ilustra el texto está realizada por el fotógrafo italiano Luigi Avantaggiato, cuya obra puede apreciarse en http://www.luigiavantaggiato.com/
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero
adelanto de Un lugar seguro
de Olivia Teroba