Para alegría de penúltiMa, Carlos Ardohain se ha convertido ya en un colaborador habitual de la revista. Por eso resulta doblemente placentero compartir con los lectores un relato inédito suyo. Disfruten.
Decidí, por fin, salir de mi vida por la ventana. Me ubiqué del otro lado del balcón y quedé aferrado a la baranda mirando por última vez el living de mi casa. Entonces di un salto (que pretendí elegante) hacia atrás y en el último gesto solté la mano que todavía tenía tomada a la baranda.
Por un lapso ínfimo de tiempo que a mí se me antojó larguísimo permanecí suspendido en el aire, en la extraña posición que había elegido para descolgarme. Desnudo como estaba debía ser una imagen inverosímil (no me había parecido necesario vestirme para estrellarme contra el planeta). En ese microsegundo congelado tuve la certeza de que había tomado la decisión equivocada, pero ya era irreversible, y entonces me vi con toda claridad a mí mismo dentro del departamento, es decir a alguien igual a mí entrando en el living desde el cuarto. Fue una visión alucinada, era yo y a la vez no, ya que yo estaba en el aire protagonizando el último acto de una larga cadena de errores, listo para destrozar mi cuerpo allá abajo. Era un impostor, un doble. Tuve miedo, terror por las personas que quedaban, mis afectos y amores, a merced de ese otro yo que empezaba a ocupar mi lugar.
Enseguida, lo inevitable: la caída vertiginosa. El impacto tremendo y dolorosísimo aunque fugaz; y de pronto un tirón, un desgarro visceral, el desprendimiento del yo, la rotura de la unión con el cuerpo. Ahí, recién entonces, flotando alrededor de mi último y tristísimo acto de vida, tomé otra decisión equivocada. Una fuerza poderosa y atractiva me jalaba hacia otro mundo u otra dimensión, mejor, dulce y luminosa. Pero resistí la atracción, hice fuerza para quedarme hasta que dejé de sentir la succión. El momento pasó, me quedé de este lado, sin cuerpo y sin voz, quizá también sin manera de intervenir ni hacer nada de lo que pretendía (entre otras cosas, cuidar a mi hija, proteger a mi exmujer de ese otro yo que ni siquiera parecía darse por enterado de que una parte de él había partido).
Nadie supo de mi caída, nadie registró ese cuerpo abandonado en el baldío, entre la maleza crecida. El cuerpo, mi cuerpo que yo había amado tanto hasta que empecé a odiarlo, se fue descomponiendo y secando, se diluyó en líquidos y humores infectos y nauseabundos y quedó convertido en un amasijo de materia putrefacta que fue siendo comido por hormigas y bichos varios que ni siquiera quiero nombrar. Al fin quedó solo una mancha oscura e informe sobre la que reposaba un esqueleto solísimo.
Mi doble siguió con su vida, con mi vida, como si nada. Repitió gestos y conductas, se relacionó con mi gente, hizo mi trabajo de la misma forma irregular e infructuosa que yo. Y yo me aboqué a vigilarlo, a custodiar su comportamiento, me impuse la tarea de policía de mí, es decir de él. Como si eso me fuera a reinvindicar de todos mis errores y fracasos, como queriendo evitar un fin parecido al que ya había ocurrido, para mí o para los que me amaban todavía, o me habían amado alguna vez. Sentía dolor y tristeza. Era extraño porque se suponía que estaba en un estado que había superado el imperio de las emociones. Tal vez fueran sentimientos fantasmas. También me parecía tener algo parecido a pensamientos o reflexiones, pero seguramente todo esto era solo una manera de tratar de expresar un estado difuso e incómodo. Yo ya no estaba ahí pero tampoco allá. No tenía incidencia en las acciones de los vivos aunque podía ser testigo de ellas. Y lo que veía me afectaba de algún modo inefable. ¿Podría yo también afectar a su vez a alguien desde mi incorpórea presencia? Probé hacerlo sin resultado, intenté ocupar el mismo espacio que el cuerpo de mi hija, por ejemplo, a ver si ella percibía mi presencia, pero no. Atravesé varias veces el cuerpo de mi exmujer en varias direcciones; pero ella ni se percató, no sintió ni una pequeña brisa. Traté de alterar la temperatura alrededor de ellas, enfriar el aire para que sintieran algo, pero no lo conseguí. Como fantasma era un fracaso. Si hubiera podido me hubiera matado de nuevo. Para qué me había quedado cerca, de este lado, si no podría intervenir ni participar de ninguna forma. Si iba a ser apenas un testigo inerme, me vería sometido a otra forma de sufrimiento, más sofisticada y perversa, porque no podía ponerle fin ni trascenderlo hacia otro estado.
Entonces se me ocurrió una idea tan elemental que me avergonzó no haberla pensado antes. Lo que debía hacer era actuar con mi propio cuerpo, tomar posesión de él, meterme adentro de nuevo. Si era necesario luchar con el que estuviera adentro y vencerlo lo haría, tenía que volver a dominar mi vida. Esperé a que llegara la noche y yo, es decir el que parecía ser yo, se fuera a dormir. Cuando llegó el momento me introduje por uno de los orificios que estaban disponibles, en este caso la nariz, y accedí al interior del organismo que tan bien conocía. Lo hice alerta y preparado para una competencia de voluntades, pero no recibí ninguna resistencia. Parecía no haber nadie, o por lo menos no presentarse a defender el territorio. Cuando estuve por fin adentro de nuevo me sentí bien y me dispuse a descansar esa noche para acompañar el viaje interno de mi cuerpo y ahondar la consustanciación con él.
Al otro día me levanté, nos levantamos de buen humor, un baño caliente y reparador, el desayuno, el viaje al trabajo fueron una dicha cotidiana que había olvidado. Pude volver a abrazar a mi hija, discutir con mi exmujer como lo hacíamos en confianza, retomar mis hábitos y rutinas. ¿Era eso la felicidad?
No. A los pocos días volvió la angustia, el inconformismo con mi vida, la desazón. Uno de esas tardes, gris y lluviosa, me descubrí melancólico mirando desde el balcón hacia abajo, evaluando la distancia que habría, calculando cuánto tardaría un cuerpo en caer, qué velocidad alcanzaría al momento del impacto.
Carlos Ardohain (Mar del Plata, 1953) es pintor y escritor. Ha publicado poesía en el libro Poesía en Tierra editado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica. Publicó cuento breve en el libro Voces con Vida, México, 2009; y en el libro Más allá de la medida, España, 2010. Su primera novela, Los incógnitos, fue publicada en España en 2011 por el sello Caballo de Troya. Su segunda novela, Bonarda López, resultó finalista en el Premio Herralde de Novela 2014 y fue publicada a comienzos de 2018 por la editorial cordobesa Alción. Algo de su trabajo poético puede verse en su blog http://tancarloscomoyo.blogia.com/
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La imagen que acompaña al relato es de Chris Moxey, su trabajo puede disfrutarse en su página web: http://www.chrismoxey.net/
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