Estas «polaroids» forman parte de un proyecto más extenso y ambicioso, la novela Vecinal, que Ricardo Martínez terminó hace ya cuatro años y sigue inédito por esos vericuetos del destino. No es mala excusa para ponerlas en circulación con la esperanza de que algún editor atento solvente el desaguisado.

 

Vecinal, el origen
Siempre me llamó la atención que la calle donde crecí se llamara Vecinal. Las arterias de alrededor tenían nombres más encumbrados, como Napoleón, Augusto Leguía o El Bosque, mientras que la nuestra ostentaba solo un título genérico. Cada vez que llegaba, a principios de año, la guía de teléfonos, sus páginas amarillas eran devoradas por mi herma y por mí. En ellas estaba el plano de Santiago, de decenas de páginas, con todos los nombres de calles y avenidas. Año tras año íbamos al índice y buscábamos las otras “Vecinal” de Santiago. Había unas dos o tres más, y todas quedaban extramuros. Nuestra “Vecinal” nos sonaba a nombre de algún callejón perdido en los arrabales que, por alguna razón misteriosa, había venido a caer donde vivíamos. Solo hace un par de semanas supe la razón de esa curiosa denominación de origen de la calle donde nací. Revisando antiguos planos de la capital que circulan por Internet, hallé que hasta 1929 los límites del trazado urbano llegaban justo por Providencia hasta el Canal San Carlos, dos cuadras antes de una Vecinal inexistente. De allí hacia la cordillera era campo puro. El recordado Plano DAK, una reliquia de los años cuarenta, ya mostraba en su edición de 1941 nuestra querida calle. O sea, empezó a existir por ahí por los treinta. Y claro, en esa época la mancha metropolitana no la había cubierto todavía. En ese tiempo sí era extramuros, sí eran los arrabales. Solo quedó ese nombre, memoria de un tiempo en que el barrio era todavía un suburbio rural, entre medio de tanto Callao, tanto San Crescente, tanto Enrique Foster. Convertida en solo una más de las calles de esa comuna jardín que era Las Condes hace siete décadas, mantuvo incólume un nombre que era parte de un secreto, del Santiago profundo.

Peluquería Parada
A solo dos cuadras de la calle Vecinal, donde vivía cuando chico, estaba la peluquería donde me corté el pelo por más de tres décadas. Era raro, vi envejecer a los cuatro peluqueros de sesión a lo largo de los setenta, ochenta, noventa y cerontas. Realmente creo que nunca en mi vida vi a otras personas envejecer aparte de ellos y de los mozos del Tip y Tap. Durante mucho tiempo, la peluquería resultó lo único que fue sobreviviendo del barrio en el que crecí. El Diloc, un almacén de barrio en la esquina de El Bosque con Apoquindo en que vendían aceite de tambor y arroz y tallarines a granel, desapareció pronto, luego de que tras el Golpe -el 12 de septiembre de 1973- su dueño hiciera que reaparecieran como de la nada todos los productos por arte de magia. Don Gino, que tenía la frutería al lado, mutó en dulcería y luego fue cooptado por una cadena más masiva y seguro que ya ha muerto. Ya era viejo en esa época. La panadería que estaba entre los peluqueros y el Banco de Chile se esfumó no sé que año. Una vez bajamos con mi mamá y mi herma al subterráneo donde se hacía el pan y nos contaron –los señores de blanco– que llegaban a trabajar a las cinco de la mañana, todos los días del año. La botillería de la esquina contrapuesta al Diloc cambió muchas veces de nombre y la Librería El Quijote –el único lugar de Las Condes donde en 1981 se podían comprar al mismo tiempo todos los útiles de las listas escolares– fue derrumbado. Lo que más me da pena hoy es que realmente ya no existe el barrio donde nací. Nada. No queda nada. Los Parada, que eran especialistas en el corte colegial o regular-corto, se trasladaron no sé donde. Las casas de Apoquindo se convirtieron en edificios. Los edificios, esos edificios de torre y placa de los sesentas o esos de ladrillo de cuatro pisos con celosías de los cincuenta, se convirtieron en otros edificios, con más vidrios, más altos, sin comercio en su planta baja. La Peluquería Parada fue lo último en bajar el telón de esas dos cuadras de comercio menor de hace tres décadas. Sé que los caballeros se han ido a otra parte. Quizá donde.

 

El Canal San Carlos
A dos cuadras de la casa en que vivía de chico en Vecinal pasaba el Canal San Carlos. Cuando iba al kiosko en el que leía las revistas Disney, tomaba un puente peatonal de madera que lo atravesaba desde un edificio de esos típicos de cuatro pisos con ladrillos rojos y celosías venecianas. Ese puente años después lo botaron y del edificio tapiaron la entrada. Era raro, no había muchos más puentes peatonales en esa época. El canal era raro, tenía un color café negruzco y una corriente que daba miedo. Cada vez que pasábamos por el puente pensábamos que si nos llegábamos a caer simplemente no podríamos salir jamás a la superficie, y que la corriente nos arrastraría dando tumbos contra el cauce. Una tarde de sábado el papá del Talo, nuestro vecino del frente, nos contó que el Canal lo habían cerrado, que ya no estaba pasando agua. Y fuimos hacia el lugar en nuestras bicicross. Era cierto, se veía por fin y pilucho el fondo. Era piedroso y húmedo. Quizá cuantas cuadras más arriba habían cerrado algún dique misterioso. Subimos por Tobalaba bordeando el San Carlos y en el puente de Lota encontramos porqué habían cortado el flujo. En medio de la calle, cerrada por los carabineros, estaba el cuerpo de un hombre. Estaba tapado con unos plásticos, pero se le alcanzaba a ver una pierna y un zapato. Esa fue la primera vez que vi un muerto. Nos devolvimos a nuestras casas sin decir nada. Cada uno vio algo, pero nadie lo quiso comentar nunca más. El canal mataba gente.

La puerta de mi casa
Era rara mi casa en Vecinal 160. La pared que daba a la calle, escondiendo un antejardín de tierra mojada, simulaba adobe, y sobre la parte alta había un sendero de tejas de arcilla. Justo en la sección donde estaba la puerta –una puerta de madera con un pestillo de herrumbre– hacía un arco. Perdí hace muchos años la cuenta de cuantas tardes pasé esperando en el umbral y bajo el arco que mi mamá llegara cuando salía a hacer diligencias. Quizá no fueron muchas, pero no se me pueden olvidar. El asunto iba así: empezaba a caer la tarde por los plátanos orientales y ella no llegaba. Le preguntaba a la Nancy cuándo había quedado de llegar y se me encogía de hombros. Entonces me sentaba en el peldaño que formaba la entrada justo al llegar a la calle, un peldaño rojo que siempre estaba reluciente y con un olor penetrante a cera y sabía que se me iban a manchar los pantalones. Tamborileaba con el pie en el suelo, siempre con el mismo pie, el derecho. Miraba hacia un lado por harto rato, luego hacia el otro, luego hacia una esquina, luego hacia la esquina contrapuesta. Y repetía rutinariamente el ejercicio por minutos y minutos, cada vez con una sensación más extraña en el estómago. Solo de grande supe que esa sensación de calor y dolor en el estómago se llamaba angustia. A veces llegaban a prender la luz de la entrada porque había oscurecido. Entonces pasaba un viento helado por la calle. Los que no pasaban eran autos. Esa no era una calle de mucho tránsito. Por eso podíamos jugar días enteros chuteando la pelota sin que ninguno de los vecinos tuviera que gritar «¡auto!». Mientras seguía anocheciendo me iba poniendo cada vez más triste. No sé, era una sensación de miedo… desamparo… tan grande. Cuando por fin mi mamá aparecía a la vuelta de la esquina, la sangre me volvía a la cabeza y corría a abrazarla. Había llegado a salvo. Muchos años más tarde me di cuenta de que esa sensación de que la mamá nunca más iba a llegar a casa, esa angustia, era en los setenta algo que le pasó a mucha gente.

Herma
Mi herma es la persona que más ha influenciado mi vida. Mi mejor amigo fue Pablo (Condell, 2013), pero la persona que siempre estuvo allí fue mi herma, al que le decía herma, por “herma-no”. Teníamos la etimología popular con mi herma de que los verdaderos hermanos eran hermas, que los herma-no-s eran “no-hermas”. Broder –o herma– es la persona que hasta hoy sabe todo de mí. Con el herma se comparte el 100% del ADN. Con los padres solo compartimos el 50%. Un 50% es de la madre. Un 50%, del padre. Con los hijos igual. Tienen un 50% de genes tuyos y 50% de tu pareja. En todo el mundo, para cualquier persona, el hermano es la persona más cercana ADN-hablando. Si a eso sumamos los días, semanas, meses, años, décadas de vida en común, el hermano es quien estará más cerca de nosotros. Nuestra verdadera alma gemela. Quien nos conoce más de lo que nos conocemos a nosotros mismos. Si a eso sumamos que con mi herma solo teníamos un año de diferencia, estamos dados. Y es verdad. Nada de lo que soy lo sería si mi herma no hubiera existido y estado al lado en tantos momentos de alegría y dolor, de temor y esperanza. Él es, en gran parte, el personaje principal de este libro.

Don Pedro
En la esquina de Tobalaba con Apoquindo, esquina sur oriente, a dos cuadras de mi casa de Vecinal, había un kiosco. Ese kiosko fue mi segunda casa por dos o tres años. Entre 1981 y 1982 fui religiosamente todas las tardes luego de salir del colegio a pedirle a la niña que atendía el kiosco que me dejara leer las revista de Disney. Disneylandia, Tío Rico, Mickey: Pinsel (“Publicaciones Infantiles Sociedad Editora Ltda.”). La niña era extraordinariamente hermosa. Era una veinteañera de ese color castaño que se da en algunas mujeres y que es el color de pelo y de piel y de ojos más hermoso que puede haber en Chile. Pero yo no lo sabía: era un niño. Un niño obsesionado con las revistas Pinsel. Que solo quería leer todo lo que saliera de esa editorial en el kiosko. Me pasaba horas sentado en un taburete de treinta centímetros leyendo las aventuras del Pato Donald y de Tribilín. Una tarde de 1981, invierno, me preguntó: “¿tomaste once?”. Sí, le dije, tomé una leche en mi casa. “Ah, entonces puedes comerte un Candy”. Y me ofreció un Candy de damasco. No sé por qué, pero ese es el mejor regalo que me han hecho en la vida. Mi madre siempre me preguntaba por el dueño del kiosko, el padre de la niña hermosa. Yo le decía que se llamaba Don Pedro. Pero en realidad se llamaba Don Osvaldo. Y también me dejaba leer las revistas de Disney cuando su hija no estaba.

Pizzelli a gambelli
Quienes fueron a carretear a Bellavista antes del patio de comidas o de los restoranes pirulo/hipsters, deben recordar uno de los carritos más emblemáticos de Santiago. Fines de los ochentas. Antonia Lope de Bello con Pío Nono, esquina norponiente. Era un carrito minúsculo, si es que se le puede llamar carrito, en que daban la famosísima «Pizzelli a Gambelli» que consistía en una pizza del diámetro de una hallulla y con una lonja de queso, una lonja de jamón y una rebanada de tomate. La entregaban al viandante a cambio de gamba encima de una hoja blanca de formulario continuo, toda una innovación techie en una era en que las impresoras seguían siendo un lujo. Era habitual que el local callejero se llenara de hambrientos en pleno bajón a eso de la una, una y media de la mañana, y en realidad, la relación precio calidad resultaba la mejor en toda la capital: puta la gamba bien gastada. Algunas veces, antes de regresar a mi casa en Vecinal, me comía dos de estas, y me volvía el alma al cuerpo.

Esquéibor
Los skates llegaron a las dos cuadras de Vecinal para la Navidad de 1977. Lo que más nos sorprendía era el material de que estaban hechos: fibra de vidrio y ruedas de poliuretano; para nosotros en aquel tiempo, materiales casi espaciales, casi como de la NASA, y sus colores eran modernos: amarillo fosforescente el mío, azul cobalto el de mi herma. Hasta aquellos días los patines habían sido de fierro y las ruedas también, y sacaban chispas sobre el cemento de la calle, chispas parecidas a las de los sopletes. Lo mismo los carritos que armábamos artesanalmente con restos de cajas de plátanos para competir con los niños de Versalles. Los skates eran otra cosa. Se deslizaban por el asfalto de manera suave, cool. De hecho empezamos a sentir que veíamos la calle de otra manera, ya no como una vía suburbana, sino que como un espacio por el que desbordarse. La calle se había convertido en un ecosistema de movimientos, giros y 360º. Creo que esos aparatos fueron el verdadero inicio de la colonización estadounidense de mi entorno infantil. El Talo llegó un día con una revista que quizá dónde había conseguido, hecha con fotocopias, que contaba la historia de las patinetas, entre medio de un texto escrito con máquina de escribir y fotos como de impresión offset. Descubrimos tres nombres: Tony Alva, Stacy Peralta y Jay Adams, los muchachos que en California les habían puesto las ruedas de poliuretano a sus tablas de surf y habían inventado todo. La revista esa nos abrió el mundo: había gente en los Estados Unidos que estaba haciendo lo mismo que nosotros. Ya no nos sentíamos el último barrio del planeta. Con atención reparamos en que esos cabros, los Z-Boys, invadían casas con piscinas o peladeros abandonados de concreto para saltar. ¡Saltar! El Talo tuvo una maravillosa idea entonces. En la esquina de Vecinal con Apoquindo había habido hasta hace algunos años una automotora. Ahora estaba vacía, la reja que la separaba de la calle era fácil de abrir y la mayor parte de su superficie correspondía a dos pastelones grandes de cemento, uno de ellos, unos cuarenta centímetros por sobre el otro. Pasamos meses tratando de dar el salto entre ambos. Sin éxito. Nuestros skates eran demasiado estrechos, solo de diez centímetros de ancho, y no podíamos mantenernos en pie luego de saltar el desnivel. Nuestras madres se asustaron. Nos compraron rodilleras, coderas y cascos, de materiales tan churumbélicos como los mismos skates, pero nosotros abandonamos el esfuerzo. No sería la última vez que un transporte juvenil nos diera la espalda: luego lo hicieron los patines y posteriormente las bicicross.

Clásicos AM
Había algo vespetino y mortecino en esas cuatro notas que se repetían -interpretadas por un instrumento desconocido- una y otra vez en el inicio de «Gavilán o Paloma» de Pablo Abraira. Había algo matinal y melancólico y bucólico en esas cuatro notas como de tiple que se repetían en el inicio de «La quiero a morir» de Francis Cabrel. Había algo parecido al verano perdido en el «uuu-uuu-uuu» de «Piel» de Sergio y Estíbaliz. Había algo similar al dolor y el silencio en la voz de Yuri y la orquesta que la acogía y proyectaba, cuando cantaba «Maldita Primavera». Año tras año, en cada otoño escolar, en cada invierno colegial, estas canciones iban trazando nuestra educación sentimental en los postreros setentas y tempranos ochentas. Como dijo una vez Daniel Villalobos, nuestros padres no coleccionaban estos discos, raramente atesorábamos estas melodías en un cassette, pero allí estaban, como la plaza de la esquina, como el quiosco de las revistas, como el mismo clima del año en una calle cualquiera de Santiago como era Vecinal. Con ellas aprendimos del sufrimiento que nunca pudimos experimentar verdaderamente. En medio de las noticias, al ritmo de las tareas, junto con el pan y con la leche con nata, eran la banda sonora de la vida. Como si estas canciones hubieran estado siendo tocadas por el guionista de la vida, como una música de fondo de la que no nos dábamos cuenta de su existencia, como cuando el personaje de la película se aleja y suena el tema. Como Bill Bixbi retirándose del pueblo por la carretera para encontrar cómo sanarse de ser «El hombre increíble».

Castañas de cajú
En uno de los muebles de la cocina de nuestra casa en Vecinal siempre había un tarro de castañas de cajú. La mamá nos dejaba comernos una castaña a la semana si nos portábamos bien y mi memoria recuerda que en lustros solo existió uno de esos tarros que por esa economía radical nunca se acababa. Nuestros padres traían ese tarro de Brasil y era una de las novedades de la infancia: nada en Chile tenía el sabor peculiar de esas castañas. Nada. Nuestros papás viajaban de vez en cuando fuera del país, a Brasil o a Argentina y el día que volvían para nosotros era como la Navidad. No puedo olvidar el olor de las maletas al regreso, ese olor que olía a extranjero. Entusiasmados,  casi ni nos preocupábamos de que el papá nos contara como lo habían pasado. Solo esperábamos que abrieran esas maletas que eran un poco como el saco del Viejo Pasucero. Muchas veces nos decepcionábamos porque en vez de dulces y juguetes salían de ellas poleras con estampados multicolores que rezaban «Rio de Janeiro» o «Mendoza» y hasta bluyines Levi’s (que nosotros conocíamos como Robert Levi’s) con etiquetas amarillas, verdes y naranjas. Mi herma entonces expelía su frase más famosa: «la ropa no es regalo». Qué pena por los viejos.

El robo
A veces recuerdo la casa en que crecimos en Vecinal 160. Aunque ya no exista. El recuerdo es recurrente y siempre igual. Transcurre en un día gris, pero no frío, como si fuera una película en blanco y negro, una película en escala de grises. La casa se observa en contrapicado desde la calle, la calle misma está vacía, deshabitada. Nosotros, nuestra familia, llega desde afuera a la casa y esta tiene todas las señales de haber sido abierta a la fuerza. Todas las puertas hasta la de entrada están abiertas de par en par. La han desvalijado. Sentimos impotencia, pero más que ello, sentimos un vacío existencial, como si hubieran despojado el alma de la familia. Luego estoy solo y contemplo lo estropeado del interior: no han dejado nada. Siempre en que tengo ese recuerdo me sobresalto angustiado y transpirando frío y me calmo diciéndome que esa casa ya no existe, que esa calle ya no existe, que eso es el pasado, que nadie puede robar lo que ya ha desaparecido. Y me quedo así, esperando al próximo mes o al próximo semestre, en que volveré a recordar lo mismo.

Monarch y Valdivieso
Casi todos los domingos de fines de los setentas salíamos con nuestros papás fuera de Santiago, más allá de Vecinal. Íbamos al Cajón del Maipo, íbamos a Los Buenos Áires de Paine, íbamos a veces hasta a Rancagua. Cuando atardecía emprendíamos el regreso y medios dormidos contemplábamos una ciudad que apenas conocíamos, desde sus extremos que en esa época eran Salesianos desde el Sur o Larraín con Avenida Ossa por el Sur-Oriente. La mancha metropolitana todavía estaba semicontrolada y muchas edificaciones actuales ni pensaban en aparecer. Bueno, la cosa es que en semisueño veíamos pasar la ciudad en dirección hacia nuestra casa cerca del Canal San Carlos y lo que más nos llamaba la atención con mi herma eran esos dos letreros luminosos del Parque Bustamante: Calcetines Monarch primero y luego Champagne Valdivieso. Por mucho tiempo esos dos carteles fueron lo más novedoso de nuestra ciudad, el espacio que se abría a la noche y a la modernidad, una invitación extraña a pensar en el lugar en el que vivíamos de otro modo. Que su ubicación en nuestro imaginario infantil estuviera junto al anochecer, al regreso a casa del fin de semana, a la vida y al auto familares hacía que esos carteles no solo fueran parte integral del paisaje: eran parte del guion confuso y conmovedor de nuestras vidas y de nuestra calle. Finalmente sabíamos que muchas cuadras más allá de Vecinal se erigían los calcetines y el champagne móviles de neón como hitos de algo más grande que nuestro pequeño barrio suburbano: Santiago de Chile.

Un gato en la oscuridad
No. No era solo la manera como se perseguían las gotas de lluvia por la ventana de la cocina en la infancia en la casa de Vecinal mientras sonaba la radio am. No era solamente el olor a parafina de la Sunny Met o del pan tostado a mediados de año tras llegar del colegio en pleno invierno con la música romántica de fondo. Las baladas que nos formaron a todos en esos años eran mucho más que solamente la banda sonora secreta de aquellos niños, eran mucho más que el sabor del Cerelac a cucharadas o el Milo. Con Gianni Bella, con Ricos y Pobres, con José Luis Perales y todos los otros aprendíamos de a poco a vivir. En esas canciones con las que suspiraban las adultas y que no entendíamos del todo a veces -algunas veces- nos hablaban de nuestra propia experiencia. No era solo la sensación acogedora, uterina, doméstica, del calorcito del hogar materno, era otra cosa. En las historias que estas canciones narraban de modo lírico se escondía parte de nuestra propia vida. «Cuando era un chiquillo que alegría /Jugando a la guerra noche y día / Saltando una verja verte a ti / y así en tus ojos algo nuevo descubrir», rezaba Roberto Carlos, y eso era algo que si no nos había sucedido a nosotros mismos era muy posible que nos sucediera, era como si realmente hubiéramos sido nosotros esos chiquillos. No eran muchas las canciones que hacían estos, y por eso cuando las descubríamos las atesorábamos. «El gato que esta en nuestro cielo / No va a volver a casa si no estas». ¿Qué quería decir esto? No los sabíamos, pero teníamos un gato, cada uno de nosotros, y esta canción era un presagio, como esas otras que nunca logramos olvidar del todo. No, Roberto Carlos y los otros no solo les hablaban a los adultos, nos hablaban a nosotros, que sin dejar de mirar las gotas correteándose del lado de allá de la ventana, sin saberlo dejábamos de ser niños, quedándonos para siempre en esas imágenes sin destino.

 

Ricardo Martínez por Carla McKay

Ricardo Martínez (Santiago, Chile, 1969). Doctor en Lingüística, Magister en Estudios Cognitivos. Ha publicado la novela «Condell» (Editorial Cumshot, 2013), el ensayo sobre la educación en Chile «Maleducados» (Ariel, 2015) y el texto de divulgación científica y de la Tercera Cultura «Tercera Cultura, The Libro», además de textos de estudio y diversos artículos en literatura académica. Es profesor de la Universidad Diego Portales en Chile y habitual panelista de medios de prensa como Las Últimas Noticias o Radio ADN. Escucha indiepop, le gustan las cervezas stout, los tacos al pastor y es hincha de los Steelers.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La fotografía que ilustra el texto es de Luis Corrales, su trabajo puede contemplarse en su página web: http://www.luis-corrales.com/