¿Qué es el punk? ¿Una música, una tendencia, un modo de entender la vida, una actitud? Cuando el capitalismo parece haber desactivado al punk y convertirlo en una moda pasajera acaso sea el momento de repensar si el punk es una esencia o una contingencia. Alfredo Padilla tiene algo que decir al respecto.

A dení Delamarí

Lo mejor es olerse los dedos después de dedear a una morra en regla, decía el Hojaldre afinando la guitarra eléctrica que días antes habíamos comprado en las afueras del Mercado de San Juan de Dios. Sí, el Clamato volteado es el jarabe más rudo y suculento, le seguía el Bagre, quien carente de iniciativa propia, se dedicaba a asentir las locuciones de los demás. Al Bagre le daban severos ataques de xenofobia, continuamente hablaba de los españoles como si éstos fueran la cultura original, la alta criba de la genética humana. Mentira, era mentira que el Bagre tuviera una sola célula de sangre española en su mórbido organismo, era un mitómano, un fanfarrón y un racista, los rasgos más horrendos en las personas más execrables.

Nos hablaba de gastronomía celtíbera a nosotros, que prácticamente podíamos alimentarnos de los desechos orgánicos en los contenedores de basura. La tortilla de patatas es de origen navarro y el primer documento que refiere con exactitud a este platillo data de 1817, rumiaba con aires de gallego ilustrado. Parloteaba acerca del gazpacho, el chicharro al chacoli, los calamares en su tinta y unas vergas de migas de Teruel que a nosotros nos parecían —en nuestra famélica imaginación—, como un platillo para vagabundos, un guiso de trigos y chorizo, nada que a nosotros nos pudiera parecer apetitoso; todo lo que salía de la boca del Bagre era vomitivo. Cierto era que el Fisóstomo Segregacionista nunca había probado uno solo de los platillos que nos describía, todo lo aprendía de revistas encontradas en la bazofia; datos inútiles que nos transmitía en esas noches de ensayos y tripas ociosas en la abandonada ‘Asociación de Periodistas y Reporteros’, un lugar que utilizábamos como casa okupa en el Parque de la Revolución.

Me decían “El Alarma” y era el único de la banda que tenía un trabajo estable. El mote se debía a que ambicionaba enfermamente colaborar para esa revista sensacionalista que yo leía con fervor religioso. Nunca logré entrar en sus páginas. Enviaba notas sobre hombres muertos por hambre o cirrosis, cadáveres derrumbados en las obscenas banquetas de Guadalajara. Historias de bebés abrasados por las llamas, incendios ocasionados por veladoras milagrosas que nunca encontraban la redención pero sí el fuego, el fuego en las vecindades, calor que trepa por cortinas parcas y acaricia los muslos regordetes de los niños. A veces el Hojaldre tomaba fotos con una Kodak desechable, fotografías de bebés calcinados, carrillos revocados en hollín, facciones inocentes, terroríficas al descubierto del click de la cámara, huesos y mechones en adhesión. Redactaba notas sobre ahorcados, picados en pulquerías y tabernas, abortos con ganchos de ropa y suicidas vírgenes; no me aceptarían ninguna en aquella revista de crímenes y muerte del licenciado Samoaya, pero al menos me quedaría el mote y la experiencia de escribir desde las tripas y la miseria.

No existe callejón oscuro que no te conduzca directamente a tu obsesión, y así logré entrar al Teleguía de Carlos Amador, una publicación que alguna vez reflejó el lado cabezudo de la televisión mexicana. Desafortunadamente, yo ingresaría durante la frivolidad inmediata promovida por Televisa. Ya habían dejado de escribir en él Fernando Marcos, Carlos León, Tomás Perrín y la mamacita de Gilda Baum-Lappe. Idearía los horóscopos y trazaría reseñas de algunos episodios de ‘Cuna de Lobos’, telenovela que nosotros veíamos a través de los escaparates de un Sanborns. Me dedicaba a escribir acerca de los conjuntos que utilizaba María Rubio y de cómo estos combinaban armónicamente con su parche ocular y el tono de las secuencias dramáticas.

Fui yo quien titulé a la banda con el mote de “Las manos quietas”. Un punk mongólico, de lo más elemental. Queríamos sonar lo peor que pudiéramos, no nos importaba la ejecución sino la causa, aunque a decir verdad, tampoco había tanto fundamento en esas canciones de menos de un minuto. Tonadas a las que adaptábamos expresiones fachosas de algún horóscopo del día: “si los planetas te brindan elocuencia, no lo arruines, franca reconciliación. Todo tiempo futuro será peor.” Los únicos que sabían tocar sus instrumentos eran el Hojaldre y el Bagre, este último se había instruido en la revista ‘Batería Y percusión’, o escuchando discos viejos del ‘Los Churumbeles de España’. El Hojaldre había fundado años atrás a bandas legendarias como ‘Las Cornetas’ o ‘Los Penes Erectos’, eslabones perdidos en el punk tapatío, agrupaciones que se habían convertido en leyenda no por talentosas, sino porque nadie nunca las vio tocar; no queríamos que ocurriera lo mismo con ‘Las manos quietas’.

Me habían buscado para que les escribiera canciones, me leyeron en Teleguía y querían que pergeñara letras para sus melodías vertiginosas, acepté y terminé como vocalista. En sí, la banda era una ofrenda para Cornelio, quien en ese momento se encontraba al borde de la muerte por una severa gastroparesis: náusea, vómito crónico, sensación de plenitud, dolor abdominal, palpitaciones, hinchazón, acidez, pérdida de apetito y parálisis parcial del estómago. Había cogido un pastel que se encontraba a los pies de un poste eléctrico, lo comió de manera furtiva el día de su cumpleaños, un pútrido pastel de tres leches. Fue a Cornelio a quien se le ocurrió la banda de punk, quien compró los instrumentos para que ésta se materializara; pasaba días y noches pensando en la agrupación, en la fama, las prostitutas, el dinero y la comida, sería la colación quien lo llevaría a la fosa.

El concepto de Cornelio no era tan malo; más que ofrecer un soso tributo en vivo a las bandas más malas de protopunk, la idea era montar una cutre instalación incoherente en los lugares más sórdidos de la ciudad; reproducir fielmente el sonido mongoloide del punk más podrido; la reencarnación de Sid Vicious en unos sin techo, la apropiación o palimpsesto del pogo pero de la manera menos estricta, como unos copistas de Dafen sin talento; retrasados mentales que reproducirían sin aptitud suficiente una música aguda; manos que no sabían tocar artefactos musicales pero que sí sabían distanciar una porquería de otra, separar la basura, y ahí mismo fue donde se dilapidó el prestigio. Cerveza, ulceras pépticas, vómitos proyectiles, nauseas, diarrea, pérdida de peso, aburrimiento, calor, ansiedad y falta de la mujer, los causantes del desvanecimiento de Las manos quietas.

Los contenedores de basura en la Perla Tapatía son los peores de México para enfrentarse al hambre y la depresión: carne podrida, restos de verdes tacos grasos con olores inconcebibles, dogos radioactivos, orillas de pizza fermentada, col recalentada, esquites con hongos, papa cocida agria, vómito del Diablo, vasca infernal. Los ensayos solían ser interrumpidos por largas caminatas por la ciudad para encontrar una botica o droguería que no estuviera repleta de vagabundos dolosos.

Usted padece la enfermedad de Menetrier, fue el veredicto que un boticario le conferiría al Bagre una tarde de agosto; se lo diría con una indiferencia letal a nuestro hediondo pez, aquél que soñaba con los paparajotes murcianos. Se había enfermado por comer fruta y cortes cárnicos en las afueras de un restaurante de comida china; nuestro gallego falso, nunca juntamos el dinero necesario para llevarlo a un mesón ibérico. Con esa sentencia del droguero sin título médico, y con ese achaque en los intestinos del Bagre, Las manos quietas regresaban a su lugar de ensayos; ahí los chicos ingerirían Pepto Bismol con alcohol isopropílico y cerveza caliente con Tums que se pasaban de boca en boca; para ellos sólo significaba otro día perdido, pero para mí representaba un nuevo espectro caído en los influjos de las miasmas estomacales.

Ese día comencé un nuevo artículo sobre ‘Cuna de Lobos’, quería darle una sorpresa a nuestro baterista, llevarlo quizás a ‘La Ventresca’, un mercado de comida española en Providencia; así que escribí sobre ese capítulo en que el padre de Alejandro Larios muere y en su testamento demanda a un hijo legitimo, pero al ser Vilma estéril, Larios decide que debe montar un embarazo falso; el doctor Frank Syndel —todo un médico criminal— le ofrece sus servicios mediante una generosa cantidad de dinero, la madre de Alejandro, Doña Catalina Creel, descubre el engaño y piensa que fue Vilma quien que ideó el plan. Escribo también acerca de la reacción de Creel en esa hermosa secuencia melodramática mexicana de tres minutos, con ese bastón de la villana partiendo violentamente el vientre de Rebecca Jones.

Me pagarían quinientos mil pesos en el Teleguía, con eso planee la última cena del xenófobo, pero éste no sobreviviría a la secreción excesiva. Al no erradicar la infección en las primeras horas, la enfermedad se convirtió en un cáncer gástrico que lo fulminó durante la noche. Lo arrojaríamos a una fosa común en el Panteón de Belén, mientras cantábamos deplorablemente “Azul”, esa canción de ‘Polanski y el Ardor’:

Afectado por mil voces paralelas/ sumergido en un escalofrío azul/ sácame de aquí, sácame./ O atraviésame/ atraviésame, por fin.

Siempre creímos que Las manos quietas podrían ser la reivindicación del punk en México, con canciones escritas por mentes más amarillistas que las de Juan José Origel y Pedro Sola juntos, empobrecidas todas. Una banda que representaría la eyaculación y la eufonía de John Lydon, la reaparición de la sensualidad de Siouxsie Sioux en el cuerpo fofo y asexuado del Bagre. Llegaría para reavivar el underground jalisquillo, reabrir lugares como ‘Las Vías’ o el ‘Santa Sangre’, volver a llenarlos de basura, vómito e ignorancia. Fueron precisamente estos pensamientos los que nos llevaron de nueva cuenta al cuarto de ensayos en ese buque encallado en el Parque Rojo. Hojaldre se pasaría a la batería y yo intentaría algo con la guitarra. Entonces el mismo calor, la misma prédica de siempre y el hambre. Volveríamos a estar agitados y creativos, compondríamos bajo los resabios de la muerte ajena, una nueva canción:

Quiero ser una verga voladora/ llegar entre tus tetas y tu cola/ yo te quiero fornicar.

Sentíamos una emoción pretérita, la emoción que una canción guarra nos había suministrado; no obstante, el apetito laminaba la médula, aunque ninguno de los dos comería, al menos no esa jornada. Tras la expiración de nuestros inseparables hicimos huelga de hambre, no tragaríamos por respeto a los interfectos integrantes. No engulliríamos por miedo, el pánico de morir por gastroenteritis o estómago pegado; a final de cuentas, la inanición era un animal que ya teníamos bien amaestrado.

Conseguiríamos nuestra primer fecha. Para festejar pasamos de largo de los contenedores de basura y nos fuimos de putas. El lugar se llamaba ‘La Franja única’, una casona vieja ubicada en el centro histórico de la ciudad, terreno repleto de obreros incontinentes que ansiaban momentos de arrumacos y ligereza. Se congregaba ahí toda la fealdad de Guadalajara, fisonomías intensas ajadas por el sufrimiento, barrigas esféricas colmadas de estrías y blancos canales de grasa, un desfile de cabezas con formas hidrocéfalas, el circo, la guarida de los adefesios y las rameras en medio de la jodidéz asalariada. hasta ese lugar llegarían nuestros famélicos pasos, marcados a tres ritmos cual canción de los Ramones. Como cargábamos dinero, escogeríamos a la puta más guapa para que se tumbara en nuestra mesa, una mujerzuela que fuera de ese lugar —y la visibilidad etílica— sería la buscona más horrenda del universo. Medía más de dos metros y se asemejaba a Divine, aquél drag queen de ‘Pink Flamingos’. Dejé que apapachara al Hojaldre y se acurrucó en su regazo como un gato Maine Coon de ciento ochenta kilos, pensé que se quebrarían las piernas del baterista, pero no, estaba tan excitado como un reo en domingo que era incapaz de sentir dolor. Bebí cerveza con limón que a mi estómago vacío le caería como una bomba atómica en un Hiroshima desértico. La cachondería de la pareja sobrepasaba las miradas de los más beodos. En un sitio sin pudor el sexo es como un partido de fútbol sin gol; el asco en los borrachos se encontraba en otras partes, en casa por ejemplo, recostado en la poltrona junto a la familia, pero nunca en un bar de ficheras.

Sus lenguas se entrelazaban como una cadena de hierro en la defensa de un carruaje destartalado, fuerte y al fondo para que arrastre, dos lenguas oxidadas carentes de saliva y sentimientos, manos revoloteando sobre sebo y hueso, epidermis dilatada y cuero fofo. Se masticaba al fondo, en la sinfonola, una canción de moda:

Vaya plan, pudiendo el tiempo aprovechar,/ con jugar a lo que juegan los demás./ Ya verás, cómo no te han de pesar;/ la verdad, es que ya no aguanto más.

Las manos quietas estaban de vuelta, oteando la entrepierna de la vida, barruntando la sangre en la vagina de las consecuencias y de frente a la fama, avergonzando al malestar. Hojaldre terminaría por cogerse a Glenn Milstead Divine en los baños sucios y dolientes de La Franja Única. Sexo, tristeza, regurgitación, hambre canina, ausencia de serotonina, SIDA. El sida personificaba el pánico, la discriminación y la lucha, creíamos que era una enfermedad ligada solamente a los homosexuales o las drogas, nos equivocamos.

Perdida de peso, fiebre, sudoración, diarrea, fatiga, tos seca, urticarias, úlceras bucales, hongos en la boca, en el pito, herpes e inflamación de los ganglios. En homenaje al Hojaldre, pretendía que su cuerpo descansara en la ‘Asociación de Periodistas y Reporteros’, nuestra casa y templo de ensayos aquejados; muros dedicados a la prensa, la voracidad, la epidemia y el punk. Subí su cuerpo amoratado a la azotea, en donde Las manos quietas contemplarían infinidad de noches el cielo purpúreo de Guadalajara siendo rasgado por las agujas del Templo Expiatorio. Pensé en dejar su cuerpo recostado en la terraza, al acecho de los cuervos y el sol irascible de una ciudad en eterno Armagedón, pero sería demasiado simple, Las manos quietas no podían terminar de esa manera. Deposité su cuerpo en el tinaco del edificio. Bajé por las escaleras rumbo a la ausencia. Metí mis manos a los bolsillos, se encontraban inertes, muertas, completamente quietas.

Regresé a la asociación días después, había ayunado, me alimentaba sólo de fluidos, no quería estropearlo. Logré escribir, débil y ojeroso, un artículo sobre ‘La banda de punk que nunca pisó los escenarios’, un voto para “Las Manos”; Con el pago que recibí, pensaba darme la ultima cena, ‘La gran comilona’ como en aquella película de Mastroianni; un sacrificio colmado de avidez y gula, me comería a la muerte misma. Las puertas del inmueble se encontraban tapizadas pero logré colarme por un boquete en la avenida Américas. Abrí el grifo del agua, las tuberías emitieron una serie de ruidos fantasmales, baaaaarhhg, bruhoarhmmg, broackkk. Aposté la boca en la llave de paso, una agua verde, oscura y pantanosa corrió por mi lengua; brebaje áspero y ácido, con ese sabor agrio del alivio y de la muerte. La verdadera amistad es como el agua, sabe mejor cuando todo se ha amargado, decía Pepillo Origel, y yo me estaba bebiendo al último amigo que me quedaba en el mundo.

Caminé a los ‘Dogo Chondos’ en la avenida Juárez, el puesto callejero donde se cocinan los hot dogs más tóxicos de la localidad, justo frente al Madoka, el café donde reporteros del Alarma comentan la sangre reporteada en la madrugada. Comí, tragué zozobras e indigencias en la forma hosca y desagradable de la longaniza; sacié el hambre de días, el hambre que hace suicida a cualquier hombre, como escribiría alguna vez Pedrito Sola. Cuando ya iba por la quinta salchicha y mi cuerpo se balanceaba, vi a Jesús Sánchez Hermosillo sacar su cámara y dirigirse hacía mí, la vista se me perdía, ruidos espectrales prorrumpían de mi estómago, baaaaarhhg, bruhoarhmmg, broackkk; las piernas me temblaban, las manos también, sabía que en cualquier momento mi esófago estallaría. No podía mantenerme más en pie, pero me conservé endeble, estoico como un mártir. ¡El punk es la lucha constante contra la vida!, con esa certeza me dirigí al dependiente, y aullé:

—¡Otro dogo de pito de perro, por favor!

 

Alfredo Padilla

Alfredo Padilla (San Luis Potosí, 1983). Estudió Comunicación en la Universidad Mesoamericana. Narrador. Autor de los libros Una pastilla más para que pase el dolor (Ponciano Arriaga, 2015) relatos incendiarios y rabiosos, acercamientos a la música, aseveraciones psiquiátricas e historias de alcantarilla, Monólogos de un niño inconforme (Abismos, 2017) la anarquía explicada a los adultos y Guadalajara Caníbal (Paraíso Perdido, 2017) crónicas, periodismo de inmersión y contraturismo en la perla tapatía. Es colaborador de las revistas Letras Explícitas, Yaconic, Rolling Stone, Nexos, Noisey, Vice, Sabotage Magazine, Clarimonda, México Kafkiano, SOMA, Erizo, Revés y Diario Norte de Ciudad Juárez, así como de los fanzines Punkroutine y El vacío. En el 2014 obtuvo el Premio Manuel José Othón de Narrativa. Ha sido incluído en las Antologías Cuentos Fugitivos (Centro de las Artes San Luis Potosí / Coordinación de Literatura, 2009), Taller de Creación Literaria Vol. III (CONACULTA / Centro de las Artes San Luis Potosí, 2010), Cuentos Potosinos (Ponciano Arriaga, 2010), Lados B. Narrativa de alto riesgo (Nitro/Press / Ponciano Arriaga, 2015) y 17 Voces que dicen presente, antología del 4to. Encuentro de Narrativa Centro Occidente (Instituto Zacatecano de Cultura, 2015). Escribe una columna quincenal para la revista Suburbano de Miami, FL, titulada “El collar del Caníbal”.

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