La ciencia ficción suele ser el entorno idóneo de un tiempo a esta parte para reflexionar sobre el presente, quizás porque el barniz científico y futurista permite aportar al debate en torno a la actualidad ciertos matices de autoridad y prospección que otros géneros descuidan. Pedro Pujante se acerca al género en general y más en concreto a la influencia presente de Ted Chiang en él por su capacidad de fungir como contexto idóneo para la exploración de las angustias existenciales del hombre contemporáneo.
Todas las historias gozan de varias versiones, en la mayoría de los casos, diferentes entre sí. La realidad es siempre ambigua, poliédrica y subjetiva. Jamás habrá una sola verdad que encierre todas las realidades. Cada individuo vive y experimenta su propia realidad. O al menos, así ha sido hasta hace poco, porque, ¿no está la tecnología cambiando y configurando lo que entendemos por “realidad”?
Los recuerdos, ya lo sabemos, no son fiables. Se puede consultar este curioso fenómeno en el efecto que un mismo acontecimiento produce en las memorias de distintas personas que lo compartieron. Cada cual retiene un hecho que difiere del otro, a pesar de referirse al mismo hecho. De cada protagonista derivan versiones distintas. A veces, similares en matices; en ocasiones, divergentes en algún detalle; o incluso totalmente contradictorias entre sí. La misma persona, según cuándo y a quién le cuente lo sucedido, varía su versión, la modifica y la transforma en un fragmento narrativo diferente. La memoria no es fiable ni perfecta, por eso los recuerdos se corresponden más a episodios falseados, engrandecidos, emborronados o mutilados por la emoción que a meras reproducciones fidedignas de lo que un día ocurrió. Más ficción que historia. No grabamos el pasado, lo reinventamos. La memoria es una máquina imperfecta de ficcionar.
En las sociedades prehistóricas, de tradición oral, el registro de su historia debía de mantenerse a través de relatos que se oían y se volvían a contar una y otra vez. Relatos que pasaban de padres a hijos. Las variaciones de dichos relatos debieron de ser constantes, y no sería hasta la llegada de la escritura cuando se pudieron fijar los eventos pasados con cierta objetividad.
Pero ahora, con la incorporación de las cámaras de video y la fotografía en nuestras vidas; con la proliferación de sistemas de grabación en móviles y circuitos de vigilancia en hogares, calles y establecimientos la biografía de nuestro mundo ha pasado a ser registrada en su totalidad. O al menos en su casi totalidad. El Gran Hermano no es una ficción, todos somos un poco Truman interpretando su (reality) show. La privacidad, un invento moderno según argumenta Jeff Jarvis en su ensayo Partes públicas (2012), acabará sucumbiendo. Todos estaremos finalmente conectados por la madeja de las redes sociales, compartiremos vídeos en YouTube e intercambiaremos experiencias a través de plataformas y juegos en línea que nos hacen más colmena que individuo. En este sentido, ¿está el viejo yo, construido con su vaga memoria, a punto de disolverse? Los youtubers ya hace tiempo iniciaron esta exposición constante de sus vidas y la tendencia, por medio de redes sociales, parece extenderse al resto de los mortales. Los recuerdos individuales, pronto, dejarán de existir.
Recordemos experimentos como Boyhood (2914), de Richard Linklater, quien realizó grabaciones a lo largo de doce años para reflejar el verdadero cambio de su protagonista. En el cine esta idea (la de grabar nuestras propias vidas de principio a fin) la desarrolló Omar Naïm en su película La memoria de los muertos (2004). Al fallecer los difuntos disponen de un registro de imágenes completo con el que editar un video conmemorativo. Lo interesante de esta cinta de ciencia ficción es que el montaje final, las imágenes que se seleccionan para el último vídeo, cobra vital importancia. Ya no importa lo que el difunto vivió (y grabó), sino el montaje último al que alude el título original: The Final Cut. Como si paradójicamente la importancia de la subjetividad de la memoria al final fuese, de forma artificial, restituida, aunque en este caso por un tercero.
Hay también un capítulo en la primera temporada de la serie Black Mirror (2011) titulado “The Entire History of You”, en el que la gente se implanta un dispositivo en la oreja que graba todo lo que ve, escucha y dice. Así queda un registro videográfico fidedigno e irrefutable de toda nuestra biografía. Con lo que esto conlleva. A veces revisar nuestro pasado no parece una buena idea. Necesitamos olvidar, pasar página, perdonar y perdonarnos. El carácter subjetivo de la memoria, la magia de los recuerdos nebulosos quedaría, debido a la grabación total de cada acontecimiento, anulada. Nuestros recuerdos nos parecen poseídos por cierto encanto precisamente porque están construidos por nosotros mismos, adornados. Reinventamos nuestra biografía constantemente mientras recordamos. Construimos nuestras identidades a base de moldear nuestros recuerdos. Además, un vídeo no es capaz de registrar las emociones, por lo que su revisionado seguiría siendo un documento incompleto, que tampoco lograría rescatar todos los matices del pasado.
Si pudiésemos elegir entre vivir entre nuestros efímeros recuerdos, por muy frágil que nuestra memoria sea, o la posibilidad de grabar nuestra vida al completo, ¿qué decisión tomaríamos? ¿Afectaría la grabación constante de nuestra vida a nuestra memoria? ¿A nuestra forma de relacionarnos con los demás? ¿Dejaría nuestro cerebro de recordar porque el dispositivo ya lo hace por nosotros? ¿Se alteraría nuestra identidad?
Estas mismas cuestiones se las plantea Ted Chiang en su relato “La verdad del hecho, la verdad del sentimiento”, incluido en Exhalación (2020). Chiang trata el mismo tema que el citado capítulo de Black Mirror pero con una profundidad mayor. Chiang explora cómo los sentimientos son capaces de configurar nuestros recuerdos y moldearlos. Nos invita a reflexionar sobre lo que supondría disponer de un recuento completo de cada episodio de nuestras vidas y cómo se alterarían nuestras relaciones sociales.
No pasa desapercibida la relación que existe entre una memoria artificial y la gran memoria colectiva que ha tejido Internet. Con la diferencia de que Internet es público, compartido y creado desde millones de subjetividades. En la serie televisiva The Feed (2019), basada en la novela de Nick Clark Windo, se plantea un futuro en el que implantes cerebrales sirven para conectar a todo el mundo. Las personas pueden compartir recuerdos, emociones e información al instante. Instagram o Facebook desde tu propio cerebro. Incluso, el feed llega a convertirse en una parte orgánica, a formar parte del ADN de los usuarios y a heredarse de padres a hijos.
Son numerosas las cuestiones que surgen desde estas premisas de ciencia ficción tan próxima. Por ejemplo, cabe preguntarse sobre qué tipo de sociedad seríamos si dispusiésemos de una grabación individual de nuestro pasado o incluso compartida. Al repasar momentos antiguos y comprobar cómo sucedieron realmente quizá nuestras personalidades serían totalmente distintas. ¿Recordamos lo que queremos recordar y nos convertimos en la clase de personas que queremos ser? Es evidente que sí. Nuestra memoria no es infinita así que está obligada a seleccionar. Y según nuestras emociones y nuestras experiencias subjetivas decidimos qué recordar y cómo recordarlo. Y sobre todo nos permite olvidar. Ya conocemos el trágico final de Funes, esa funesta criatura borgeana que nada podía olvidar.
Pedro Pujante es doctor en Literatura, profesor de escritura creativa y crítico literario. Ha colaborado con diversas revistas, como Quimera o Revista de Letras. Ha publicado varios libros de relatos, novela y ensayo. Sus últimos libros son la novela Las suplantaciones (Mar Editor, 2019) y el ensayo Mircea Cãrtãrescu. La rescritura de lo fantástico (Editorial Académica Española, 2019).
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