Carranque de Ríos es un autor raro. Sin embargo, publicó tres novelas en vida que vendieron miles de ejemplares. Su nombre se podía leer en periódicos, su rostro aparecía en revistas de cine, e incluso, durante la promoción de su primera novela, en un gran cartel en la Gran Vía, entre los de Azaña y Marañón. También fue enviado como reportero por el Heraldo de Madrid al Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Hasta se podría decir que fue un personaje desatacado. ¿Raro? Lo raro es que Carranque no fuera un niño bien: provenía de una familia de clase trabajadora con 14 hijos, ejerció múltiples oficios (obrero de la construcción, mánager de boxeo, modelo o estibador), fue militante anarquista y, posteriormente, decidido defensor de la revolución. Pero, ante todo, lo raro es que sus novelas —tres indudables hitos de la literatura obrera— se convirtieran en best-sellers. Raro desde el punto de vista del mercado actual. Si bien es cierto que son peculiares: nada hay en ellas de vida de santos ni pesados martirologios, no. Sus novelas están escritas en clave profundamente cómica, son bufas, ligeras, por momentos parecen charadas escritas por un frescales, pero, sin merma de lo anterior, son relatos que, además de describir material- mente la sociedad de su tiempo, narran el proceso de toma de conciencia política de sus personajes.
Libros Corrientes recupera, en tres volúmenes, las tres novelas publicadas por uno de los autores más singulares de la narrativa en español, Andrés Carranque de Ríos: Uno (1934), La vida difícil (1935) y Cinematógrafo (1936). Junto a ellas, en anexo documental, se incluye el conjunto de textos de y sobre Carranque publicados en prensa durante la vida del autor; una herramienta fundamental para hacerse una idea de su impacto en la vida cultural de la época. Prologada por Pío Baroja y publicada en 1934, Uno fue la primera novela de Carranque de Ríos. Narra los devaneos vitales de su protagonista, Antonio Luna (alter ego del autor), por el «Servicio militar», «La cárcel» y «La calle», tres de las pocas instituciones en las que los de abajo somos siempre bienvenidos.
Pedrote interrumpió sus comentarios al aparecer Martina. Después de escuchar un recado, Pedrote se despidió de Julio hasta la hora de cenar. Martina quedó en la habitación. La viuda pronunció algunas palabras en las que hizo mención al frío que se sentía en la casa. Puede que no tuviera más de treinta años; sin embargo, todos los rasgos de su rostro denotaban una gran decepción. Al mirar, dejaba fijos sus ojos; entonces se observaba que Martina guardaba en un sitio muy profundo el recuerdo de su compañero.
—¿Dónde se halla César? —preguntó Julio para salir de aquel silencio.
—Estará en la habitación de Dionisio. Es el que le enseña a leer y escribir. César tiene que aprenderse la lección; si no, Dionisio le regañará cuando regrese del taller.
Julio quiso sorprender a César, y marchó a la habitación. El pequeño discípulo de Dionisio estaba sentado sobre una banqueta. Al ver a Julio pasó por un breve azoramiento, se corrió la lengua por el labio superior y trató de salir.
—Amigo César —Julio hablaba sonriente—. Acércate y hablaremos de lo que tú quieras.
César se llegó hasta Julio y aguardó lleno de naturalidad.
—¿Sabes leer? —continuó Julio.
—Sí.
—¿Y escribir?
César hizo un movimiento afirmativo.
—¿Quién te enseña eso? —preguntó Julio, disimulando que sabía quién era el profesor.
—El camarada Dionisio.
Martina cruzó la puerta, observó complacida durante unos segundos, y luego se fue sonriendo.
—¿A quién quieres más de los que viven aquí?
—A mi madre —respondió rápido el pequeño César.
—Bien. Eso ya lo suponía yo. Me refiero a los compañeros. ¿A cuál de ellos quieres más?
César miró confiadamente y respondió:
—A Dionisio.
—¿Y por qué quieres más a Dionisio?
César quedó preocupado frente a la pregunta, pero al fin dio esta respuesta:
—Dionisio siempre me cuenta cosas. Me ha enseñado a coger grillos; también me enseña a leer y a escribir.
César se había colocado en el centro de la habitación. La luz que entraba por la ventana hacía muy visible el estado de sus botas. Julio vio esto y le acarició la alborotada cabeza.
—Está bien, César; eres un hombre aplicado. ¿Querrás acompañarme a dar un paseo?
A César le brillaron los ojos y salió a comunicar a su madre la proposición de Julio. Regresó peinado y con un pañuelo limpio en el bolsillo de su pelliza. Dio la mano a Julio y salieron con alguna precipitación por parte de César.
—¿Dónde vamos? —preguntó Julio.
—Vamos a ver los barcos.
—Lo mismo estaba pensando yo.
Julio fue mirando los escaparates de los comercios hasta encontrar una zapatería. Entró con César y encargó a un dependiente que le probara unos zapatos. César veía todo muy asombrado. Cuando el dependiente miraba en una estantería, César dijo a Julio:
—Tengo un agujero en este calcetín.
Julio tiró del calcetín y lo dobló bajo la planta del pie. Le probaron dos pares, y cuando César se vio en la calle con sus zapatos nuevos preguntó, feliz:
—¿Por qué me has comprado esto? ¡Ya no tendrás más dinero! Le diré a Dionisio que te dé de comer.
—Pues sí; tendrás que decirle eso a Dionisio —apoyó Julio, encantado del diálogo.
—¿Cómo te llamas tú?
—Julio.
—Dionisio —y César no dijo lo que le parecía el nombre de Julio— me enseña a hacer esculturas. Dice que la miga que hay dentro del pan no debe comerse. Dionisio dice que la miga la venden los panaderos para que los niños aprendan a hacer esculturas.
—¿Dice eso?
—Sí. Dice que el sol y la lluvia son cosas buenas, pero que los curas y los guardias civiles no hacen falta para vivir.
—Eso es verdad, César.
—¿Por qué eso es verdad?
—¿Tú puedes vivir sin beber agua? —inquirió Julio mirándole a los ojos.
—Sin beber agua no se puede vivir.
—Y sin que existan curas y guardias civiles, ¿puedes tú vivir?
César reflexionó rápidamente y formuló su opinión.
—Los curas y los guardias civiles no hacen falta para vivir. Dionisio me ha dicho que tampoco hacen falta los soldados y los cañones.
En cuanto César vio los barcos atracados al muelle olvidó los consejos de Dionisio. Lo único que persistía en él era una gran preocupación por sentar los pies donde no corrieran peligro sus zapatos. Julio lo dejó marchar delante, mientras él recordaba la casa de Martina. Ahora descubría que era la madre de César quien en aquella mañana había cantado La Internacional.
En la taberna encontró a Dionisio. Estaba con unos amigos, y Julio extrañó no ver entre ellos a Pedrote. Dionisio explicó que a las nueve se celebraba un mitin comunista y que Pedrote tenía que sentarse en la presidencia. Debido a esto, había cenado rápidamente para marchar al lugar de la reunión.
Dionisio presentó como anarquistas a los dos camaradas que estaban con él.
—César está muy alegre —empezó Dionisio, después de la presentación—. No hace más que mirarse sus zapatos.
Julio pidió su cena y se despidió de uno de los anarquistas. Este compañero trabajaba en el puerto, y al despedirse explicó que tenía que madrugar.
—¿Vienes de Francia? —preguntó a Julio el otro anarquista que quedaba junto a Dionisio.
Julio asintió, y el otro pareció meditar. Era un tipo muy delgado y mostraba un pelo que le caía hasta el cuello de la chaqueta en una melena blanca y desigual. Los ojos, de un color de acero, parecían desear descanso, pues los entornaba continuamente. El brazo derecho lo tenía apoyado en un montoncito de folletos, y Julio pensó que se ganaba la vida vendiendo aquella clase de publicaciones.
—¿Has estado con los grupos de París? —preguntó el de la melena blanca.
—Nuestro amigo —aclaró Dionisio— no milita ni en el anarquismo ni en el comunismo; es un simpatizante nada más.
—No sabía nada —alegó el de la melena.
Después de decir esto cerró los ojos, y sin doblegar la cabeza entró en un extraño sueño. Dionisio no dio la menor importancia al pequeño suceso.
El sueño duró unos quince segundos. El anarquista abrió los ojos con gran naturalidad y enlazó a lo anterior:
—Es una lástima que no hayas visto en París a nuestros camaradas. Allí hay gente de talento —y volvió a cerrar los ojos y a respirar, como si durmiera un sueño normal.
Dionisio sacó de un bolsillo unos higos y se los fue comiendo moviendo las mandíbulas muy despacio. El de la melena blanca volvió a la realidad; cogió sus folletos y se levantó.
—Me voy al mitin —declaró—. No espero vender mucho, porque esos comunistas dicen que estos escritores —y señaló a los autores de los folletos anarquistas— son todos unos pequeños burgueses.
En cuanto salió de la taberna, Julio indicó a Dionisio:
—¿Por qué no se va a dormir? Apenas puede tenerse en pie.
—No tiene ninguna clase de sueño —aseguró Dionisio—. Está enfermo, y esa enfermedad, que lo hace dormir, aunque sea en medio de la calle, le viene de la cárcel. Ha estado siete años encerrado en presidio. En esos siete años se le cambió el color del pelo y ha salido hecho una lástima.
Dionisio vio en la cara de Julio un gesto de malestar y agregó:
—A veces te habla entusiasmado, pero de pronto se duerme, y luego se despierta como si no hubiera pasado nada.
Dionisio cesó de hablar; reparó que había terminado con los higos, y ahora empezó con las nueces. Para partirlas se colocaba un par en la palma de la mano derecha y, cerrando el puño, se oía el chasquido de la dura corteza.
Julio terminó de cenar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
Dionisio no daba su opinión, y Julio propuso:
—¿Vamos al mitin comunista?
—¿Para qué? Todo lo que digan yo me lo sé de memoria. Si quieres ir, te acompañaré hasta la puerta. Pero no creo que tú aprendas mucho en ese mitin —y Dionisio continuó partiendo nueces.
Fuera de la taberna declaró Julio:
—Yo tampoco voy al mitin. Si te parece bien, vamos al teatro.
Dionisio acogió esto sin ningún entusiasmo.
—¿No te gusta el teatro?
—No. El teatro español está completamente envilecido.
—Me agrada tu opinión. Precisamente…
—Si triunfa el comunismo —continuó Dionisio, sin permitir que Julio acabara la frase— no habrá otra solución que inutilizar a estos autores de hoy. Esa gente no hace más que manosear los mismos asuntos con las mismas frases. Si acaso, varían los nombres de los personajes. Escucharás siempre en el primer acto lo que relatan unos criados acerca de sus señores. Te enterarán de que el señorito es un calavera que llega tarde al lecho conyugal. Otro detalle que agrava la cosa es que la mujer recibe un anónimo descubriéndole que su marido está en relaciones con una pantalonera castiza y madrileña. En el segundo acto, la esposa pide consejo a un sacerdote, después, a una amiga y ésta le aconseja que se entreviste con una adivinadora…
Dionisio estaba parado a dos pasos, metidas las manos en los bolsillos de su chaqueta.
—Puedes reírte lo que gustes —y Dionisio reanudó la marcha—. Pero lo que te he contado es la pura verdad. El teatro español tiene una psicología representativa de todo lo mediocre que anida en este país. En el teatro español contemporáneo se elogia el mantón verbenero, el julepe, los toros y la mujer española. Se estrenan obras en las que aparecen Manolillo y Rocío hablando a través de una reja. En la ventana hay unos tiestos con flores, lo que es utilizado por el autor para que Manolillo hable en verso acerca de las flores que semejan la bandera española.
—Entonces, ¿cómo harías tú una obra teatral?
—Sencillamente, copiando de la realidad. ¿Tú has estado en Andalucía?
—Sí.
—¿Y tú has visto que un hombre diga a su novia esas tonterías de que las flores amarillas y los claveles rojos parecen la bandera española? Yo pienso escribir una cosa en un acto —soltó Dionisio de repente—. Él es un vagabundo que se ha construido una choza en las afueras de la ciudad capitalista. Una noche llena de estrellas, en que cantan los grillos en la oscuridad, él regresa a su albergue llevando a la espalda un cesto con comida. Creo que este personaje se llamará Spartaco; ¿te parece bien el nombre?
—Sí, está bien ese nombre —y Julio temió que aquello ya hubiera terminado.
—En esa hermosa noche de verano Spartaco camina pensativo, cuando de pronto oye unos aullidos que más bien parecen gritos humanos. Spartaco busca a la luz de la luna y encuentra un perro. El animal continúa quejándose y, haciendo un esfuerzo, se levanta y lame una mano a Spartaco. El vagabundo carga con el animal y, una vez en la choza, lava la herida que tiene el perro y lo venda con un trozo de su única camisa. Después salen de la choza y se reparten la comida. Encima de ellos las estrellas siguen luciendo su luz de plata. Spartaco mira el fulgor que flota sobre la ciudad capitalista y queda pensativo. Se da cuenta de que el perro le está besando las manos. Spartaco acaricia al animal y explica a su nuevo compañero la causa de que ellos sean como dos despojos de aquella ciudad que brilla a unos kilómetros de la choza.
Como Julio quedara pensativo, Dionisio tuvo que aclarar:
—Antes de empezar la función se repartirán unos folletos donde, aparte de otras cosas, se explicará que el vagabundo es un propagandista del anarquismo y que el perro representa al pueblo, esclavizado y hambriento.
Hecha esta aclaración, Dionisio se quitó el sombrero para rascarse en su revuelta cabeza. Después volvió a cubrirse con el hongo. Al pasar bajo los faroles proyectábase su silueta como una masa enorme. Tenía la costumbre de dar unos pasos, pararse, y en seguida reanudar la marcha. Como es natural, Julio quedaba delante y podía observarlo a su gusto.
Acordaron entrar en un cinematógrafo de precios reducidos.
Dionisio justificó el meterse en un local barato afirmando que en estos sitios se encontraba uno con la clase más virgen de la humanidad.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero