Con este cuento inauguramos una de las secciones más interesantes de penúltiMa: Preliminares, donde se publicarán adelantos de libros de inminente aparición. En este caso se trata de La moradas (Editorial Periférica), un libro de cuentos inusual, tanto por la calidad de los relatos que lo componen como por el nivel de riesgo formal y estético que plantean. Un libro excelente y desafiante que no debe pasar desapercibido.

 

…¿qué es esta cosa innombrable, que yo nombro, nombro, sin usarla, y llamo a esto palabras?

Es que no he dado con las buenas, las que matan, […] todavía no me han subido a la garganta, de este

torrente de palabras, con qué palabras nombrarlas, mis palabras innombrables.

SAMUEL BECKETT

 

Me llamaron de nuevo, de madrugada, como la última vez. Tengo recuerdos, siempre los he tenido, de aquella última vez, cuando presencié… Eran las cuatro de la mañana y acababa de pegar los ojos porque, como en otras ocasiones, no había logrado acostarme temprano. Regularmente me asaltan ciertas ideas, que ahora sería incapaz de explicar, pero que seguramente algún día expondré, tal vez en un libro. Sonó el teléfono, sus vibraciones taladrándome, el jefe dijo: Algo raro, un hombre se disparó, está vivo, debes venir. Memoricé la dirección, llegué veinte minutos más tarde. Las patrullas estaban estacionadas frente a la casa. Entré, observé los decorados, volteé hacia el plafón, hacia el piso, hacia los muros, comencé a detectar elementos, a realizar análisis, a juzgar, todo en unos segundos, pero siempre me interrumpen mientras espero una revelación en el fondo de mi cabeza. Un olor insoportable viciaba el ambiente de la casa. Me dijeron que subiera. Entonces percibí ese sonido verdaderamente espantoso, que provenía de una de las habitaciones. Me acerqué para ver qué pasaba, y ahora que lo pienso debí ignorar el teléfono, la llamada del jefe, debí alegar enfermedad para evitarme ese espectáculo. Un individuo, o más bien un ex individuo, pues ya no podía considerársele individuo, porque para serlo debería haber contado con algunas características con las que no contaba ni podía contar, pues se hallaba en un estado insólito, y ahora era más bien un volumen extraño, se encontraba tendido sobre la alfombra de la recámara. Decir hombre sin rostro puede sonar a metáfora barata, a frase de aprendiz de poeta, pero lo uso literalmente, pues era un hombre sin rostro, o sea un ser humano con todas sus partes salvo el rostro, porque la cabeza estaba ahí, lo que no estaba era el rostro, la cara, quiero decir. El jefe me resumió los hechos. El tipo llegó tarde a casa, era un conocido seductor de mujeres casadas. Lo esperaba su esposa algo ebria, harta de sus aventuras nocturnas, y le gritó de tal manera, hizo un escándalo de tal magnitud, que el marido, abrumado, sacó una escopeta del armario y amenazó con aniquilarla si no abolía la escena en ese mismo instante. La mujer no se detuvo, el hombre cargó la escopeta. El resto de la historia es bastante simple: el sujeto (aún lo era) tomó el arma, cortó cartucho, apuntó y caminó en dirección a su mujer. Un inesperado pliegue en la alfombra le hizo tropezar, la escopeta se disparó accidentalmente a la altura de la barbilla, al chocar contra el piso. La mandíbula, la nariz, los ojos quedaron esparcidos por la habitación. Pero seguía vivo. Sentí pena por ese modesto seductor. Sus gemidos eran, en un sentido estricto, inhumanos, pues ningún hombre puede producir semejantes sonidos, hirientes, monstruosos, no modulados, cómo iba a modularlos sin mandíbula. El tipo, supuse, estaba perdido en una oscuridad atroz, aterrado, sin comprender lo que ocurría, pero intuyéndolo. Por fortuna, unos minutos después, devino cadáver. No he olvidado esas gárgaras color carmín.

Me llamaron de nuevo, decía, como la última vez, de madrugada, sin respetar mi sueño. Los crímenes no respetan horarios, o tal vez sí, pero ¿quién podría dar respuesta a ese interrogante? Yo no. Nadie, nunca. El jefe, una vez más: Un hombre muerto sobre una mesa, no hay rastros de nada, debes venir. Y ahí me tienen, otra vez presenciando fiambres. La parte superior del cuerpo reposaba pesadamente sobre un escritorio. Le ha dado un infarto, eso es todo, dije al jefe. Pero el jefe siempre encuentra posibles móviles, razones ocultas e inquietantes. Siempre se equivoca, es un insomne, supone estupideces toda la noche, goza despertándome cuando estoy dormido como un bebé, a mí, que lo que más me gusta es dormir, y hacer algunas lecturas, pero nunca hay tiempo, uno tiene que vivir de algo, y un día se me ocurrió hacerme policía, no sé cómo fue, me dio por ese lado, luego me especialicé, me volví criminalista, se me instaló el asunto en la cabeza, me inscribí en la Academia, me gustaba indagar, nunca he sabido bien qué, simplemente indagar, y aquí me tienen, como un idiota. Le digo que se le ha parado el corazón, el tipo tenía sus años, insistí al jefe. Pero el jefe es incorregible. Había unos papeles sobre el escritorio en el que reposaba el tronco del profesor. Profesor B., así dijeron que se llamaba. Poseía una considerable colección de libros. Era un estudioso, aparentemente. Tomé algunos volúmenes de un estante y me los guardé. De alguna forma tenía que ampliar mi biblioteca personal y, así, realizar las lecturas necesarias para culminar mi libro. El jefe salió para servirse un café en la patrulla y aproveché para merodear alrededor del escritorio y del cuerpo. El profesor B. parecía haber muerto mientras realizaba algunas anotaciones en un cuaderno. Conozco al imbécil del jefe: tomaría todo lo que encontrara en la habitación y, en su fulgurante mediocridad, intentaría identificar el móvil de un posible asesinato del que por supuesto nunca sabría un carajo, porque el jefe es un subnormal que jamás resolverá nada. Me guardé la libreta que estaba a un lado del cadáver y me largué no sin antes darle algunas hipócritas palabras de aliento al jefe y prometerle que trabajaría duro en la investigación. Tal vez las notas del profesor B. servirían para mi libro, una novela, un ensayo, un poema dramático, porque lo que tengo que decir ha de encontrar su forma justa, y posiblemente yo sea el futuro autor del libro que diga la última palabra sobre la humanidad. Tal vez mi libro sea la palabra FIN cuando termine de exhibirse la película de la Historia. O tal vez no, pero a quién le importa.

El cuaderno tenía una serie de anotaciones sobre los más diversos temas, interesantes algunos de ellos, puesto que se referían a cuestiones que posiblemente servirían para mi libro, aunque otros hablaban de cosas que no entendía ni me interesaba entender. Un pensamiento llamó mi atención: «Ahora lo sé, gracias a un súbito reflejo. Veo todo demasiado claro, con demasiada luz: el genio no me ha sido dado». Pensé unos minutos en el asunto, después alguna estupidez me distrajo, como ocurre siempre. Seguí hojeando la libreta del profesor B. Según parecía, trabajaba en la búsqueda de un vocablo extraño. En sus apuntes citaba a un religioso del siglo XIV, presumiblemente español, que decía: «y en el fin de los tiempos será conocida una nueva palabra, una palabra elegida por Él para dar muerte a quien la profiera. Llegará el día en que todos la hayan pronunciado y, así, el último de los hombres dirá la última Palabra». El tono profético me inspiró alguna incomodidad, y pensé que el profesor B., como otros que he conocido pero de los que no he vuelto a saber, a menos que los busque para recordar los viejos tiempos, pensé, decía, que el profesor B. era un simple chiflado, un académico desequilibrado con ciertas actitudes místicas, por lo cual era un excelente personaje para mi libro, y qué mayor verosimilitud que un sujeto real, que nunca se molestaría al verse despiadadamente retratado en mi novela. Sí, tenía que ser una novela.

Me las ingenié para que el jefe me permitiera entrar al estudio del profesor B. Fui convincente, tanto como pude serlo, y le hice ver que con unas horas de análisis en el lugar encontraría datos invaluables para la investigación, que de terminar con éxito le llevaría a una indudable consagración, pues cualquier otro, incluido yo, habría supuesto que se trataba de un simple infarto, pero usted, jefe, es de una perspicacia sublime, y esto le va a atraer reconocimiento nacional en materia de investigación policial, porque usted, jefe, se lo merece. Al entrar por segunda vez al estudio me pareció completamente diferente del que había conocido la noche anterior. Sin la luz encendida era bastante oscuro, por lo que debía usarse la lámpara todo el día. Revisé los títulos de la biblioteca. Abundaban diccionarios de muy diversa índole, algunas novelas, libros de historia medieval incomprensiblemente maltratados, tratados de filología y demás erudiciones que terminaron por aburrirme. Había varios volúmenes en lenguas que me están vedadas. En uno de los entrepaños reposaba una edición de la Biblia. La abrí y noté que la mayor parte del Nuevo Testamento había sido retirada, acaso por el profesor B. La parte restante, el Viejo Testamento, contenía una profusión de subrayados de distintas palabras y frases, y supuse que el viejo estaba completamente desubicado, buscando a Dios entre los vocablos de un grupo de escritores extraños, y el profesor B. aparentaba ser un místico de extraña índole, un místico indagando revelaciones entre las palabras de ese libro, tan interesante como brutal. Cerré la Biblia y me encaminé hacia otra región del estudio, lo que suena bastante ridículo dado que el estudio era de una dimensión moderada y con un par de pasos me encontraba en cualquier otra parte de él. Saqué del bolsillo la libreta. El tipo estaba obsesionado con una búsqueda lexicológica enloquecida. En otra de las páginas podía leerse: «porque la palabra no responderá, si hacemos caso a los datos que mencioné anteriormente, a una escritura convencional. El vocablo, puesto que no pertenece a ninguna lengua conocida, tendrá que estructurarse a partir de sonidos que resultarán de la pronunciación simultánea de las otras palabras que han sido detectadas en diversos libros usados en la investigación. Una vez articulado el sonido definitivo, éste podrá trasladarse a cualquier lengua, dependiendo de las reglas fonéticas particulares». Entendí muy poco, me dediqué toda la tarde a leer los subrayados de los libros que el profesor B. había dejado sobre su escritorio. Entonces sucedió. Caí en la cuenta del desmesurado y, para algunos, abominable propósito del profesor, puesto que se trataba del FIN, sí, y tal vez ahora no puedo explicarlo bien, y acaso nunca pueda, pero el asunto aquí tratado sobrepasa los límites de la comprensión. Apuré la lectura de sus notas, cada vez más precisas, donde la lucidez se apoderaba de su redactor vertiginosamente, y de repente me sentí un completo imbécil, un tarado que no supo ver las cosas claras desde el principio, pues me encontraba ante la obra de un genio, de un sujeto que se había encaminado al descubrimiento de un vocablo del que ya no puedo hablar, del que nunca podré hablar, a menos que…

El jefe llegó a interrumpir, como siempre. El viejo estaba ligado a grupos desestabilizadores, era un agitador, me dijo recién cruzó la puerta. Le dije que sí a todo, y siguió hablando aunque yo no lo escuchaba, pues me encontraba sumido en un trance increíble y quería que el jefe saliera del estudio, y me supe capaz de matarlo si no se iba, pero entonces comprendí que eso arruinaría las cosas, y le sonreí, y le di una palmada en el hombro, y qué mente tan brillante es usted, estimado jefe, jamás habría dado con semejantes datos en tan poco tiempo, si sigue así le van a encomendar asuntos de interés nacional, si no es que ya te tienen en la mira por su capacidad e inteligencia. Mientras se encendía un cigarrillo, devolví la libreta al saco y me despedí.

El profesor B. había sido una inteligencia clara y perturbadora. Los datos del jefe eran una completa estupidez, digna de un descerebrado incapaz de generar otra cosa que una completa estupidez. Lo que descubrí aquella tarde me cambió para siempre. Sólo quedaban por leer algunas páginas de la libreta del profesor, páginas que me atemorizaban ante la posibilidad de terminar como su autor, porque el profesor B. era un genio que se sabía poseedor de un conocimiento superior, pero no había sabido detenerse en sus indagaciones, porque había que detenerse en cierto momento, pues de otra manera lo que sobrevenía era el FIN. Llegué a la página final, aquella que el profesor había redactado minutos antes de quedar camino de convertirse en una carne fría y amoratada. Ahí estaba, dibujada de la manera más normal que pueda imaginarse. Era esa palabra, la palabra por la que el viejo profesor B. había dejado de existir. Y estuve a punto… La tentación de gritarla era inmensa, pero me detuve, porque sabía lo que vendría, y no era el momento adecuado, no todavía, había dado con algo hermoso y monstruoso a la vez. Y era mío. Me sería imposible ya redactar mi poema dramático (¿o era una novela?), ahora tenía una misión. Entre mis manos sostenía la libreta que guardaba la palabra inconcebible, innombrable, que estaba ahí sin más, como un vórtice que me arrastraba a pronunciarla, y tenía que cerrar el cuadernillo con violencia para escapar a ese frenesí. No temí por mi cordura, pues sabía que este conocimiento no era producto de alucinación alguna, no, y sin embargo provenía de las investigaciones llevadas a cabo durante años por esa mente proverbial llamada profesor B. El pobre viejo había cedido a la tentación. Supe entonces lo que debía hacer. Subí a mi patrulla y me desplacé lo más rápido que pude hacia el estudio del profesor. Era un sábado, caía la lluvia, fenómeno abominable que sólo gusta a mujeres y campesinos. Me sorprendí de encontrarme concentrado en algo a tal grado que había olvidado mis habituales visitas a las prostitutas de la Avenida Principal. Observé a una de ellas en un callejón. Una delicia. Tuve ganas de subirla al auto y meterle mano antes de hacer cualquier otra cosa, pero me contuve. Seguí manejando como un loco. Llegué al edificio. Recordé que no tenía llave, por lo que hice gala de mi formación policial azotando la puerta hasta abrirla. Ahí estaban todos esos libros. No lo pensé. Encendí un cerillo y prendí fuego a la biblioteca, organicé hogueras en cada rincón. Era un espectáculo sublime. Un calor acogedor se desprendía de los volúmenes antiguos, de los cuadernos. Por un momento me creí un demonio, tuve ganas de quemar la ciudad entera, pero no lo hice, por la cobardía de siempre, porque estaba demasiado lejos de todo para emprender semejante tarea. Salí del edificio, encendí la patrulla. Partí.

Abandoné el automóvil en un camino cercano a la estación. Tomé un autobús a las siete de la noche, un viaje de horas interminables. Me fui, con mi libreta y con Ella. Se hacía de noche, desconocía mi misión. Quedaba en mí guardarla, agonizar con ella, reservarla para el último instante. Quedaba en mí, también, el derecho a esparcirla por el mundo, acelerando el advenimiento de lo inevitable. El profesor B. era cosa del pasado. El jefe, según mis cálculos, ya había desaparecido en el triturador del basurero municipal, un recurso que él mismo me había proporcionado. Se encendió el motor, se apagaron las luces, avanzamos, el sol terminó por ocultarse. La ciudad quedó atrás. Yo en movimiento, mirando por la ventana, la lluvia, otra vez, el chipi chipi intolerable. Recordé al hombre sin rostro, sin mandíbula. Aquel sonido, aquellas gárgaras. La Palabra. En el vidrio, sólo mi reflejo. Afuera, nada. Ya era de noche.

 

Nicolás Cabral

Nicolás Cabral nació en Córdoba, Argentina, en 1975. Hijo de exiliados, llegó un año después a la Ciudad de México, donde vive actualmente. Formado como arquitecto, es editor de la revista de artes La Tempestad. Sus ensayos y relatos han aparecido en diversas antologías, entre ellas México20. New Voices, Old Tradition (Pushkin Press, 2015). Su primer libro, la novela Catálogo de formas, fue publicado por Periférica en 2014, con una excelente recepción crítica. Las moradas es su primera colección de relatos.

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La imagen que ilustra el cuento de Cabral es Ventana (2007) de Ramiro Chaves, y es la misma imagen que sirve como viñeta a la cubierta del libro que la editorial Periférica pondrá a la venta esta misma semana.