Editada por Nazarí, esta primera novela de Àlex Marín Canals se inserta en los textos que repasan las entrañas de la familia, sus tensiones y sus silencios, como principal fuente de historias y de obsesiones narrativas.

 

Otro recuerdo significativo, este en el parque. Carlos y yo jugamos a construir bolas de barro. El proceso tiene su complicación: primero, nos sentamos cada uno en el suelo de arena, con las piernas abiertas, y separamos los granos y piedrecitas de la arena fina con las manos, peinando la arena; cuando parece que ya no quedan granos gruesos, recogemos la tierra fina, la amontonamos, la juntamos y hacemos montañitas. Una vez finalizado este trabajo, que es el más pesado y aburrido, viene la mejor parte: uno de los dos corre a la fuente, se llena la boca de agua y haciendo un agujero con el dedo, la escupimos dentro como si fuese lava de un volcán. Va primero uno y después el otro para vigilar que nadie nos robe nuestros volcanes —no sería la primera vez, hay niños jugando a la pelota que esperan la ocasión para pegarnos un pelotazo o, simplemente, venir a pisotear los volcanes. Tenemos que protegernos—, así que va uno y después otro, el proceso se repite varias veces. Después mezclamos la tierra con el agua, haciendo pasta de barro. Le damos vueltas al barro encima del suelo liso hasta que, poco a poco, alcanza una redondez perfecta. La clave está en la paciencia. No sé quién inventó el procedimiento entero, pero las esferas acaban, con el rato, pareciendo verdaderas bolas redondas de barro, sin apenas imperfecciones.

—Mi padre pegó un puñetazo a la puerta y la rompió.

—Mi padre le pegó una patada al macetero más grande de la casa y lo tumbó.

Carlos y yo competimos por ver cuál de nuestros padres es más fuerte, sin saberlo, y seguimos alardeando de ellos mientras seguimos escrupulosamente el último paso. Es la tarde. Estamos en el parque su madre, mi padre, que acaba de llegar, y nosotros dos. En el centro del parque hay dos niños que todavía siguen jugando a la pelota. En el fondo, junto a los bancos metálicos, amparados por la oscuridad de unas moreras medio destrozadas, se encuentran los temibles yonquis, con sus litronas, cigarrillos y jeringuillas. Me pregunto adónde se habrán metido los demás niños. Construir estas bolas nos lleva gran parte de la tarde y apenas reparamos en los demás. Cuando empezamos, estaba lleno, ahora solo estamos nosotros. Al mismo tiempo que levantamos la cabeza, y observamos a esos dos chicos mayores que nosotros jugar a fútbol, que estos reparan en nosotros a su vez y se animan a acercarse. Vienen, yo tengo miedo.

—¿Qué hacéis? —nos pregunta uno de ellos. Tengo un nudo en la garganta, no es la primera vez que niños como esos se aproximan para pegarnos un pelotazo o pisotearnos las bolas. Pero ahí está papá, me digo, él sabrá cómo detenerlos.

—¡Es mía! —se avanza Carlos, protegiendo con su cuerpo una de las bolas, la que él ha construido—. No quiero que la rompáis.

—No, tranquilo —se acuclilla el que preguntó junto a Carlos, con sonrisa magnánima. Sus pantalones llenos de costurones y parches me dan miedo. Pocas veces he llevado yo parches. Mi padre comenta siempre que eso es de pobres y que nosotros no tenemos por qué llevar pantalones con parches. Los mayores los llevan porque la ropa les tiene que durar más.

El otro se aproxima a mí. Instintivamente, imito a Carlos. También protejo la bola con mi cuerpo. Los otros dos se ríen.

—Tienen miedo —comenta uno de ellos, no sé cuál.

—No —dice Carlos—. Es que no quiero que la rompáis.

Me sorprende su audacia, lo admiro. No tiene miedo cuando es evidente que son mayores que nosotros, por tanto más fuertes. Yo soy valiente, pero no podría ganarlos. Ni tan siquiera pienso en pelearme. Si siguen molestando, gritaré tan fuerte que mi padre les dará una paliza.

—Claro que tienes miedo, zanahoria.

—Pelo de zanahoria, ¡ja, qué bueno! —le replica uno a su amigo, se chocan las manos, creo.

—Cabeza de pepino —suelta Carlos, yo me río.

—¡Cabeza de pepino! —le digo yo al que le ha llamado zanahoria a Carlos. Pensándolo bien, es verdad que tiene la cabeza de zanahoria. El pelo rojizo, la piel blanca, con pecas anaranjadas. Es delgado y la cabeza la tiene alargada. Me reiría también de él, pero me ofenden esos chicos que lo han insultado.

—Tú calla, feo —me agarra el cuello por la nuca, apretándola contra el suelo para que toque la bola y la rompa. Me ha llamado feo, pero no lo soy. Mi padre me ha dicho que soy guapo.

—No soy feo.

—Sí que eres feo —salta el otro.

—Cara de pepino y cara de morcilla —dice Carlos. Más fuerte—. ¡Cara de pepino y cara de morcilla!

El que me tiene en sus manos me suelta, los dos se encaran con Carlos.

—¿Por qué me llamas cara de morcilla?

—¿Por qué soy cara de pepino, a ver?

Lo rodean, Carlos se hace una bola como los escarabajos que solemos recoger, los bichos bola, y sé que nunca más en la vida va a hablar. Pero es tarde. Eso no lo sé todavía. Ahora sí. Carlos es el más valiente de los dos y los ha insultado para protegerme. Van a pegarle por mi culpa. ¿Debo decirles algo? Sí. ¿Debo intervenir? Sí. Pero, ¿cómo? Son mayores y, por extensión, más fuertes. Nos harán picadillo si quieren. Nos harán la vida imposible en el colegio si lo desean.

—¡Cara de pepino y cara de morcilla! —suelto yo, con un grito desesperado. Mi padre y la madre de Carlos dejan de conversar, por lo menos yo dejo de oírlos y me figuro que en ese instante nos están observando, a la espera de lo que va a ocurrir. Estoy tranquilo. Papá vendrá a salvarme.

Uno de ellos da una patada a Carlos y este se pone a llorar; el otro, cara de morcilla, chuta la pelota contra mí. Me da en la espalda, rebota y se pierde dando botes. Después, se pone al lado de cara de pepino y los dos mueven a Carlos, lo apartan y saltan encima de la bola repetidas veces, cantando canciones sin sentido. Carlos se toca el costado, tiene lágrimas en los ojos.

—¡Cara de pepino y cara de morcilla! —soy valiente como Carlos, está mi padre observando, no pasará nada —¡Cobardes, gallinas!

Los he provocado lo suficiente como para que dejen de abusar de mi amigo. Carlos corre a buscar a nuestros padres. Falta poco para que lleguen, me digo, puedo resistir lo que sea. Esta bola no la van a destrozar.

—¡Idiota!

—¡Tontos!

—¡Feo!

—No soy feo.

—¡Feo, feo! —cantan a coro.

Los dos me empujan a un lado, yo me aferro al suelo. Me empujan los dos. Yo pienso en proteger la bola. Empujan todavía más fuerte, voy a ceder. Cedo poco a poco. Ya estoy casi de lado, les veo los perfiles de reojo y suelto una patada al que tengo más cerca. Es algo parecido a un barrido. La corva le cede, se desequilibra y se pega un tortazo en el suelo. Seguro que le he hecho daño. ¡Me van a matar! Quiero gritarle a mi padre que se dé prisa, pero no me da tiempo. El otro me levanta.

—¡Te vamos a cortar las orejas! —me grita.

Su compañero se incorpora. El corazón me late. Son dos contra uno. Me tiene de pie, yo doy un paso y me pongo delante de la bola. Lo importante es que la bola no se destroce. Vengaré a Carlos regalándosela. Este chico que me agarra mide un palmo más que yo. Me agarra por los costados, me levanta y estoy a su misma altura.

—¡Eh! —oigo a mi padre. Tal vez no me maten, pienso, papá me salvará, pienso, papá puede con ellos, pienso. Y siento que puedo vencerles.

Los chicos dejan de prestarme atención un segundo porque miran a mi padre que está viniendo en nuestra dirección. Le siguen Carlos y su madre cogidos de la mano. Ese segundo en que dejan de mirarme lo aprovecho. Le agarro la cara con las manos como he visto en ciertas películas y le clavo las uñas con todas mis fuerzas. El chico grita, yo sigo apretando con todas mis fuerzas. Me suelta y me caigo de culo con las piernas separadas. Entre las dos está la bola, intacta todavía, y vuelvo a ponerme encima de ella. El otro me pega una patada que me hace tanto daño que me pongo a llorar. Los yonquis nos miran. Por fin, mi padre interviene con su voz terrible de enfado:

—¿Qué hacéis?

—¡Me ha clavado las uñas! —hace amago de pegarme.

—¡Ni se te ocurra! —le suelta mi padre, el otro me da una patada sin mucha convicción y Manuel le da un empujón que lo manda despedido dos o tres metros—. Dos contra uno, ¿no? Ahora somos dos contra dos. Levántate, hijo.

Me agarra del cuello de la camiseta con violencia, poniéndome en pie.

—Estoy protegiendo la bola —le digo, excusando mi presencia en esta hipotética pelea.

—Míralos. ¿Ves qué son ellos? —se da la vuelta, hace un ademán a Carlos—. Carlitos, ven. ¿Habéis visto lo que hacen? Os pegan dos contra uno, y mayores que vosotros. Ahora sois dos contra dos y estáis de pie. Veremos lo chulos que son.

—Ellos nos han insultado —intenta defenderse el muchacho al que le he puesto la cara marcada.

—Vosotros habéis empezado.

—Silencio —dice mi padre a Carlos y ese chico—. Lo hemos visto todo. Como estos estaban jugando a algo que no sabéis qué es, se lo queríais destrozar, ¿no? Ahora están de pie. Son más pequeños que vosotros. ¿Qué edad tenéis?

—Diez años —responden.

—Son mucho más pequeños que vosotros. ¿Os parece normal? —a nosotros—. Va, Carlos, va, Julito. Miradlos. ¿Os dan miedo?

—Sí —dice Carlos.

—Muy bien. Vosotros, ¿os doy miedo?

—Sí.

—La próxima vez que os acerquéis a estos niños recordad que estaré por aquí y que os pegaré una paliza.

—Se lo diré a mi padre —dice uno de ellos, no recuerdo quién.

—Díselo, que le pegaré una paliza a él también —mi padre da un pisotón en el suelo, se levanta una nube de polvo. El primero de los chicos se rasca la cara con una mano, con la otra, me acusa.

—Me ha hecho daño —replica.

—Largo de aquí. Como vuelva a veros, os tiro por el tobogán de cabeza.

La madre de Carlos les lanza la pelota, los conmina a que se vayan y ellos salen corriendo, dando alaridos. Aunque sea una victoria no me da tiempo a saborearla. Mientras los veo largarse me devuelven a la realidad. Mi padre me da un golpe en el pecho, fuerte, seco, que me duele y nos sorprende a todos por lo inesperado y duro. Recuerdo el murmullo de sorpresa de Luisa.

—Eso no se hace, Julio. No vale arañar la cara como una nena. La próxima vez les das una patada en los cojones.

—¡Cojones! —Carlos se ríe. Yo me echo a llorar.

—No seas un llorón ahora tú, no tienes que tenerle tanto miedo a esta gente, ¿de acuerdo? —me acaricia el cogote—. Si te habré hecho daño y todo. ¿Me perdonas?

—Sí —le digo porque se me ha pasado la llorera cuando él me ha pedido perdón. El pecho lo tengo aún caliente, pero no me duele mucho. No volveré a arañarle la cara a nadie, me digo y, contento, me doy la vuelta—. ¡La bola!

—Me han destrozado la mía —se queja mi amigo.

—Toma, te la regalo.

A Carlos se le ilumina el rostro. Con cuidado la levanto y se la entrego. Él se la da a su madre pateando el suelo de alegría. Me parece el chico más valiente de la tierra y es mi mejor amigo. Su madre dice que nos abracemos. A mi padre no le hace especial ilusión, pero no se opone. Nos abrazamos y Carlos me dice al oído:

—Cuando nuestros papás mueran y nosotros vayamos al cielo iremos a jugar los cuatro y nadie nos molestará.

—Somos amigos del alma —le digo.

Somos amigos del alma. En el colegio corre el rumor de que los dos hemos acabado con dos chicos de diez años. En clase, Carlos alardea de su padre, dice que es el más fuerte y añade a continuación que el mío es el más valiente. Y que nadie nos va a pegar porque siempre iremos los dos juntos y estaremos de pie.

 

 

Àlex Marín Canals (Barcelona, 1986) es teórico literario y máster en literatura comparada y estudios culturales. Investigador en literatura española actual, especializado en los «Nuevos Realismos», ha sido profesor de literatura catalana y de literatura española contemporánea en la Universidad de Borgoña (2014-2017). Ha trabajado como escritor, corrector y maquetador para distintas editoriales. Ha colaborado en La magia de las palabras en la escritura creativa (UAH, 2015). Sus cuentos se han incluido en las antologías internacionales ¿Te has venido a Francia, Pepe? (CICEES, 2019), 201, Lado A (Altazor, 2013) y las revistas «PenúltiMa», «Inventio Magazine», «Agón», «Chomsky no lo haría». Ha contribuido con sus artículos científicos sobre literatura española actual en libros como L’écrivain à l’oeuvre dans le récit de Fiction espagnol contemporain (Orbis Tertius, 2017) y Correspondances de l’intime au public (Orbis tertius, 2017). Lector empedernido, asiste religiosamente a la famosa tertulia literaria del Oxford, en El Yate (Barcelona).

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.

La fotografía que ilustra el texto es de Amy Toensing, cuyo trabajo puede apreciarse en su página web: http://www.amytoensing.com