Decir que es todo un acontecimiento que un pensador del nivel del antropólogo cultural Néstor García Canclini se haya «animado» a publicar una novela sería quedarse cortos. Además, lo ha hecho poniendo en evidencia que no quiere huir, antes al contrario, de sus campos de conocimiento. Para penúltiMa es un goce inmenso poder compartir el inicio de esta novela que publica Sexto Piso.

 

Al llegar a Buenos Aires a principios de 2030 fue recibiendo evidencias alejadas de lo que había imaginado a partir de libros y películas. No era la primera vez que se fabricaba la imagen de una ciudad con lo que había visto en pantallas, y al visitarla se deshacían esos paisajes que habían sido su memoria de Nueva York o Singapur antes de conocerlas. Ahora era distinto: aunque encontrara en la estación de trenes de Retiro la arquitectura de hierro y en las calles cercanas al Luna Park imágenes reconocibles de lo que vio en películas históricas, los movimientos de los caminantes y los autos se hacían sentir, todavía confusamente, como una trampa. No la diferencia entre una ciudad local y un visitante extrañado, sino que algo se había descolocado para siempre.

Ahora que iba a la zona del Jardín Botánico, las casas de arquitectura francesa y los altos edificios de departamentos evocaban elegancia pese a sus paredes descascaradas, los puestos de masajes en la calle y también altares con vírgenes regionales, refugios de homeless rodeados de gatos, ardillas y zorros amaestrados.

Lo había citado el Dr. Pepe Barenboim, historiador de la cultura, hijo del músico, Daniel, que había creado con Edward Said la orquesta West Eastern Divan para reunir a músicos palestinos, árabes e israelíes. La instalaron primero en Sevilla, el gobierno alemán les consiguió la sede para una academia en Berlín, dieron conciertos en Marruecos, Rabat, Ramala, un centenar de ciudades multiculturales y en 2024, poco antes de morir, Daniel Barenboim inauguró un Centro de Estudios Musicales Este-Oeste en Argentina, su país de origen.

Tres días antes, Pepe le había dado la dirección del edificio con todas las indicaciones: suba hasta el piso diecisiete, al salir del ascensor tome el pasillo de la derecha y vaya hasta el fondo, va a ver una puerta azul con el nombre del Centro. En la entrada tuvo que identificarse registrando sus pulgares y el iris de los ojos. Al decir que iba al piso diecisiete, le explicaron que el Centro y otras oficinas culturales se habían cambiado al piso veintidós.

–Tiene que subir al dieciocho, anunciarse y luego seguir por las escaleras mecánicas, si están funcionando. Si no, suba por las otras.

Miró las paredes de mármol negro y verde, le extrañó no ver ningún cartel o tablero que identificara lo que había en cada piso. Si le dijeron que las o cinas culturales estaban en el veintidós, el resto no era del Ministerio de Cultura.

Cuando llegó al Centro, vio que la oficina era pequeña y precaria, con cajas apiladas como después de cualquier mudanza, pero no veía espacio para ubicar casi nada. Al fondo vio a Barenboim, que llegó en seguida a recibirlo.

–Qué bueno verlo. ¿Cómo le va en Buenos Aires? Disculpe el desorden, pero nos acaban de arrinconar en estos dos saloncitos. Reubicaron en este piso el área de turismo de una empresa minera y los de música estamos aquí. Sabe que así como los políticos dejaron de habitar edificios públicos y gobiernan desde sedes corporativas, los funcionarios culturales despachamos en los departamentos de turismo de empresas transnacionales.

»Luego de la venta de parques y monumentos históricos para pagar la deuda, varios países latinoamericanos subastaron los edificios de los ministerios y parlamentos. Los ministerios de agricultura comenzaron a operar desde los sótanos de Monsanto, los de energía desde Shell y los de Economía en las oficinas de J.P Morgan.

–Llegué hace tres días y estoy seducido y desconcertado con la ciudad –dijo el arqueólogo mientras su mirada iba, sin intención de señalar, hacia los animales, no todos domésticos, que saltaban por las vigas internas del techo.

–Sí –contestó Pepe–. Ésta es justamente una de las zonas más cambiadas. Antes existía el zoológico aquí, a dos cuadras.

El Jardín Botánico siempre fue el principal hogar de gatos de Buenos Aires, pero al cerrar el zoológico (con la excusa de liberar a los animales) hicieron un ecoparque y ya no se supo de ellos. La televisión y las redes ecologistas comprobaron que los tigres, los zorros y otras fieras no se adaptaban a las jaulas dispersas en varias ciudades, quisieron regresarlos para desentristecerlos y los soltaron con la ilusión de ahuyentar a los homeless, dueños de las calles que iban acabando con los gatos al cocinarlos. Ésa era la intención de una asociación de vecinos llamada Sensibles de Palermo. Pero los sin techo entrenaron a varios animales para armar una expo circense, que creció cuando la crisis agrícola llevó a cerrar la Rural. Los vecinos que siguen viviendo acá se fueron acostumbrando o resignando, pero no es fácil para nuestras orquestas ensayar entre los gritos de fieras.

–Vi serpientes emplumadas trepando los árboles.
–Son de los inmigrantes mexicanos.
–Y mucha gente poniendo flores y depositando frascos con medicinas, yesos de piernas y muletas en los altares de vírgenes y santos. Algunos llegaban en sillas de ruedas y motoambulancias. ¿Hoy es una fiesta especial?

–No, es así todos los días. A la devoción por los santos populares se agregan las deidades que traen los migrantes de provincias, de Bolivia, Corea y China. En otros barrios de Buenos Aires se ven aún más altares y les han cambiado nombres a calles: borraron a algunos próceres y ahora se llaman Difunta Correa, Gauchito Gil, Orixá o Dangun.

–También me impresionó que la mitad de los homeless son jóvenes, menores de treinta y cinco años, vestidos con ropas de buen diseño harapientas, como si hubieran estado varias noches en fiestas violentas.

–Son universitarios que viven en las calles cercanas a Tecnópolis, esperanzados con entrar alguna vez a probar sus destrezas digitales en los sorteos de contratos para empleos que duran cinco semanas al año.

–Mi interés es preguntarle sobre sus experiencias con las orquestas interculturales. ¿Puedo grabar lo que hablamos?

–Claro, adelante.

Le contó de los conciertos en fronteras de todos los continentes, de los talleres y becas para que trabajen juntos jóvenes de países enfrentados.

–Hasta en China lo hemos logrado. En Andalucía y Berlín es donde mejor nos reciben, pero en otros lugares ni siquiera aceptan que árabes e israelíes compartamos las partituras. En Israel nos han perseguido, más aún desde que se consiguió establecer el Estado Palestino. Peor que la resistencia de muchos gobiernos es la agresión de enormes comunidades xenófobas.

–Cuénteme. ¿Cómo lo explican?

–Hitler está en la sociedad. No mire sólo los gobiernos; el gran viraje está en los pueblos que los votan desde hace décadas –le dijo el historiador.

Como eso no explicaba la frase del historiador sobre Hitler, el arqueólogo le pidió que la aclarara.

–Sí, la figura del líder no alude ya a un caudillo durable, ni es simplemente reemplazada por marcas de corporaciones. Los jefes todavía importan en los discursos y las reverencias, pero la política se organiza desde las empresas y la vida social desde la paralegalidad: necesitas sobornar para que te autoricen a construir una casa, abrir una tienda o vender alimentos en una esquina, para que te consigan órganos para un trasplante o repuestos para los instrumentos musicales. ¿Conoces alguna actividad que no se haga en los bordes de las leyes, con complicidad de políticos, policías e inversores que lavan dinero? Hasta en tu país lo he visto.

–Pero no es lo mismo paralegalidad que terror. ¿No es excesivo decir que Hitler es la sociedad?

–No digo que sea la sociedad; se transmutó en la vida común. Y no estoy hablando de los millones de ejemplares vendidos de Mi lucha o las películas y series que disculpan el Holocausto. Pienso en otras confusiones. Los descuartizamientos y las desapariciones suelen comenzar con arreglos informales, coimas para aligerar un trámite o evitar una multa por pasar en rojo un semáforo. En México las llaman mordidas. Cuando alguien quiere ponerse elegante dice: «Puedo darle una gratificación». Cambian los nombres y la dosis de simulación, pero desde que se volvió impune se extiende en todos los países. En grandes territorios, controlados por mafias, hay hornos para sintetizar drogas que también se usan para desaparecer cadáveres, sierras para talar bosques que además amputan los cuerpos. Los que manejan las máquinas de la crueldad financian campañas electorales de casi todos los partidos. Ya sé que no todos somos así. Algunos evitan la corrupción, unos pocos trabajan por los derechos de la vida, familiares de los desaparecidos y antropólogos forenses destapan fosas, pero la mayoría de la gente vota a políticos criminales.

–De cualquier manera, el terror no está generalizado como lo que llevó a Hannah Arendt a describirlo como la banalidad del mal.

–Sí y no. Arendt se centró en el Holocausto, en el totalitarismo atroz, que hoy se extiende no tanto desde el poder estatal como en las relaciones sociales ordinarias, en la indiferencia a la ley como expresión de lo que podemos tener en común. Es equivalente a lo que ella denominaba banal: convertir a los humanos en seres superfluos. ¿No es esa incapacidad de colocarse en el lugar del otro, reconocerlo como semejante, lo que nutre las guerras en Siria e Irak, entre mafias brasileñas, mexicanas y peruanas, entre Israel y Palestina, entre barras de futbol, o en la frontera reforzada entre Estados Unidos y América Latina?

–Estoy de acuerdo en que no reconocer la dignidad de los otros es una cuestión clave. Leí hace unos días, en uno de los últimos escritos de Paul Ricœur, que existen muchas teorías del conocimiento pero ninguna del reconocimiento, ningún libro sobre el tema con buena reputación filosófica. Sin embargo, millones de personas que usan vías ilegales para arreglar enredos cotidianos no masacran.

El arqueólogo se sintió incómodo al tener que decirle al historiador, justo cuando tocaban la indiferencia hacia el otro, que se le hacía tarde para una cita. Quedaron en volver a verse.

Salió a la calle y miró de otro modo a los que hacían cola para los sorteos, los que seguían recostados en las paredes o comenzaban a refugiarse de la noche, con sus frazadas, en los cajeros de los bancos. Los pocos datos que le dio Barenboim le permitían pasar de la sorpresa folclórica a preguntas sobre la mezcla de imágenes religiosas y astucias para sobrevivir que cada grupo tramaba en esos espacios precarios. Entre los que se habían quedado allí desde hace mucho y ya tenían amistad con esa calle, se apuraban los que a esa hora del día regresaban a alguna parte. Se acordó de aquel personaje de Arnaldo Calveyra al que la muerte se va cansando de darlo de alta.

 

Néstor García Canclini (La Plata, 1939) vive en México desde 1976. Su primer libro, Cortázar una antropología poética ensayó combinar disciplinas. Sus obras posteriores han redefinido campos y conceptos académicos como la hibridación cultural y es, sin duda, uno de los faros del pensamiento en Latinoamérica. Pistas falsas. Una visión antropológica es su primera incursión en la ficción, a través de una narración anticipatoria donde revela una mirada irónica pero no descarnada del futuro que se nos avecina.

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.