Hay autores que se quejan de que los editores no les dan bola. Y, en realidad, no se quieren dar cuenta de que la industria editorial no les hace un hueco. Pero eso, que era algo problemático hace veinticinco años, hoy está resuelto con espacios como penúltiMa, donde, como dice su nombre, se cede el penúltimo espacio a la creación literaria libre. Posiblemente minoritaria, posiblemente amateur, pero creación literaria. Hoy hay más literatura en internet que en las librerías, y no solo por la piratería. Tomen nota.

 

Me acerco al hombre y le disparo en la cabeza; el hombre no cae al suelo, me mira, atónito, y se eleva mientras riega con el surtidor de su sangre el asfalto, un coche y a su novia.

Bonita película, sí señor, me monto con aquel hombre muerto a mis pies.

La chica se desmaya y viene un montón de gente a recriminarme con palabras, con algún que otro empujón, así que saco de nuevo la pistola y le apunto a uno en la cabeza; ¿quieres que te la vuele a ti también?

He terminado un curso para desempleados, les digo, estamos haciendo las prácticas; él también estaba en el paro y su novia. A la que se le ven las bragas. Un viejo mete su bastón entre los muslos apretados de la chica. Al abuelo su pensión no le da para buscar mujeres por la calle, así que aprovecha la oportunidad. Nadie le recrimina nada, todo el mundo es consciente de las dificultades de la tercera edad.

El barrio está bonito hoy; las palomas se cagan en el sombrero de una estatua sedente, y en el resto de la estatua, que está también llena de mierda de paloma y no diría yo que no de otras mierdas. Luce un sol primaveral de foto, pero hasta aquí los turistas no se aventuran; hay otros desempleados haciendo otras prácticas, uno riega con una manguera como si tuviera una chorra muy larga y nos quisiera mear a todos. Un negro ha venido con su cámara (robada a un turista en el centro) y me ha dicho que pose para él.

El hombre volátil de mi fantasía ya no sangra, se ha quedado enganchado en la cornisa de un edificio y se está arrugando como los globos de helio que empiezan a perder gas, el mismo hombre que fue una res muerta a mis pies.

El médico de la ambulancia reanima a la chica, somos testigos todos, le soba los pechos, los muslos, el culo. Vaya cabrón. Pido un cigarrillo, estoy nervioso, tengo que fumar.

Un jorobado me tironea de la camisa, pero intento no hacerle caso; yo creía que ya no había chirobas, que esa dolencia era una cosa de posguerra. Me imaginaba que con la transición democrática habían desaparecido.

Tengo un cigarrillo en la boca y fumo sin quitármelo, doy caladas y las suelto como un verdadero animal salvaje, como un sindicalista de telefilm. He salido a hacer las prácticas de mi curso de desempleado de larga duración, no quiero problemas, supongo que quien más quien menos está de prácticas y no va a querer complicarse la vida.

Del hombre que ha volado por los aires con mi disparo al cabo de un rato solo queda el pellejo correoso y vacío, el resto de su cuerpo se ha desintegrado; cuelga de un saliente del edificio y como un toldo deshilachado nos da un poco de benéfica sombra. Se va a pudrir a la intemperie.

Voy de un lado a otro y la gente piensa que busco la manera de escapar. La policía no vendrá, si lo sabré yo. Nos las vamos a tener que arreglar entre nosotros sin ningún tipo de autoridad. La chica, que ya ha vuelto en sí, pide un refresco y se sienta entre un grupo de mujeres que le dicen cómo unos y otros han aprovechado para sobarla.

Decido llevar la iniciativa y me vuelvo hacia el jorobado, suéltame. Todo este tiempo prendido de la falda de mi camisa. Obedece y se pone a mi servicio. Trae mesas y sillas del bar, que esos te echen una mano. Vamos a empezar de nuevo. Para tomar asiento hay que darle al jorobado tres euros, el que permanezca de pie solo tendrá que pagar uno, los que usen los bancos públicos dos.

Creo que para darle al espectáculo una categoría artística me tendría que pintar la cara, pero no hay espejos y no quiero parecer un mamarracho, centrémonos en la versión política del relato. Me conformo con cambiar mi ropa con un voluntario: solicito un desempleado de larga duración; se me queda la pistola en el bolsillo del pantalón, que le entrego a un tipo algo más bajo que yo, por lo que sus pantalones me confieren un aspecto ridículo. Se hace con el arma y se niega a entregármela. La gente renueva su interés. Ahora ya no tiene la pistola, dice alguien.

Al jorobado le ha dado tiempo de avisar a mi mujer, que llega algo despeinada, sin arreglar, porque estaba en mitad del trajín de las tareas domésticas. ¿Qué quieres, Paco? No me llamo Paco, pero ella me llama así cuando se pone nerviosa, desde que se folló a Paco, el que trabaja en el Dia, que nos abastece de lo esencial. Hombre, me hubiera gustado que me hubiese llamado por mi nombre, pero Paco es un buen tío que nos está ayudando, y ella está bloqueada por la situación. La gente murmura, pero ya murmuraba antes.

Me voy al centro de la plaza. No sé nada de oratoria romana, pero cualquiera, por la actitud senatorial y clásica que adopto, podría decir lo contrario. Levanto una mano, la gente no se calla, pasan unos minutos. Tengo paciencia, pero me la agotan. El hombre que se quedó con mi pistola pega un tiro al aire, silencio, cae como una hoja de un árbol el pellejo de aquel que colgaba del edificio. Un perro lo olisquea.  Miro a mi mujer, se le nota impaciente por volver a sus tareas; algo tendrá en el fuego, la verdad es que con cualquier cosa hace un buen guiso; somos los dos de cuchara. El jorobado le trae una silla. Gratuita. He de hablar, sé que no debo permanecer callado. Tengo que referirme al barrio, a la vida de todos, a la incertidumbre de cada día, las calles están sucias y a nadie le importa, cada vez hay más inseguridad. No esto mío, esto quizás ha sido un error, una desafortunada desgracia. He de denunciar la violencia doméstica, las agresiones sexuales, la falta de expectativas juveniles, el fracaso escolar. Todo eso.

Me habéis visto matar a un hombre de un tiro en la cabeza, digo, ha sido una tarea del cursillo para desempleados, pero está muerto, lo que quiere decir que las cosas no hay que tomárselas a broma. Nada es una broma, ni siquiera que el hombre al que le he pegado un tiro se haya podido ir volando por los aires como un globo. Esto mismo agrava la situación; nada sale como uno espera que salga, digo, tomo aire, la gente me mira con interés, mi mujer con un interés renovado; supongo que el polvo que echó con Paco el del Dia, por mucho que lo hiciera por unas pechugas de pollo, por unas docenas de huevos y unas bolsas de magdalenas para el desayuno, le rompió algo por dentro que yo ahora no sé cómo voy a reparar. Tenemos que darnos la mano en el infortunio, dije. La mano, grité, como si advirtiese. Porque lo que no hagamos nosotros no lo va a hacer nadie por nosotros. Nos dimos la mano y las levantamos en círculo. ¿Y ahora qué?, me dije. Piensa rápido, a ver qué dices ahora. La unión hace la fuerza de los proletarios. Todos los proletarios de este barrio unidos…No somos proletarios, dijo uno. Somos clase media, dijo otro. Venida a menos por culpa de la crisis, añadió aquel. Bien, recogí el testigo, toda la clase media empobrecida debe unirse y luchar para hacerse oír, para reivindicar soluciones, lo que no puede ser es que este barrio esté cada día más deteriorado, que por aquí solo pasen los servicios municipales de limpieza cuando les da la gana, que los niveles de paro nos estén llevando a buscar soluciones perversas, que nuestras hijas se estén prostituyendo con el turismo extranjero, que nuestros hijos se conviertan en sicarios; yo mismo acabo de liquidar a otro desgraciado en una prácticas aberrantes de esbirro y asesino. Seguíamos con las manos unidas, pero ya muchos empezaban a soltarse porque les sudaban las palmas; el rosco se fue deshaciendo. Mi idea era desviar la atención del crimen que acababa de cometer, por lo menos transmutarlo en una reivindicación social.

El colectivo gay se mantenía a distancia, no se fiaba de mi arenga. Los negros tampoco se querían acercar. Mirad, dije, hermanos, la clase media no es nada sin las minorías y los marginados.

Por su naturaleza conservadora la clase media solo se fiaba de lo que podía comprar con un sueldecito a finales de cada mes. A la clase media le sentaba muy bien en verano el rosco de playa, ese flotador que llevaba a un apartamentito de la costa. Pero ahora ni eso. La clase media no se lo quería creer mucho pero llevaba ya tiempo delinquiendo, como los negros, los maricones, los sin techo, las putas.

Grité. ¿Quién no tiene aquí un hijo en el trullo? ¿Quién no se está alimentando gracias a que su mujer o su hija se está beneficiando a un encargado del Dia o Mercadona? La situación es tan grave que hay políticos, alcaldes, senadores, diputados, ministros, que han tenido que robar para mantener su tren de vida. La misma señora Cifuentes tuvo que mangar un par de botes de crema rejuvenecedora para atacar el implacable paso del tiempo por su piel. Imaginaos qué tiempos tan difíciles para todos. Lo que yo propongo es…

Ni puta idea, no sabía qué proponer. Hice todo tipo de muecas para ganar tiempo, como si una herida se me estuviese abriendo por dentro. Lo que propongo es una reforma total del barrio, de sus infraestructuras, de su población, de los transportes que lo comunican. En primer lugar, y en ese mismo instante el hombre que durante todo ese tiempo había tenido en su mano mi pistola, la acercó a su vecino y le descerrajó un tiro en la sien. No, no, no, grité, no podemos actuar a la desesperada. La clase media me culpó de esta nueva muerte. Eres como ellos, un charlatán, un sinvergüenza, un manipulador. Me acorralaron. Daos cuenta, dijo uno, que hasta nos ha hecho pagar por su mitin. El jorobado, con la bolsa recaudada, se colocó detrás de mí. Busqué a mi mujer entre la muchedumbre, pero ya había desaparecido, supongo que no le había gustado mi desafortunada referencia a las mujeres que se acostaban con los empleados del Dia.

Te nombraremos comendador, dijo un representante de la cofradía de los panaderos de aquel pan tan malo con el que nos alimentábamos. Serás nuestro representante ante la asamblea. Tú, por lo menos, sabes moverte en esas aguas cenagosas. Os lo agradezco, dije, podéis confiar en que haré todo lo posible para que la clase media vuelva al lugar del que nunca debió moverse. Empecé a estrechar manos y me dieron numerosos abrazos. Cuando llegué al hombre de la pistola se la quité, se la puse entre los ojos y ¡¡¡PUM!!!, como al principio, el tipejo cayó como un fardo al suelo y luego se elevó por los aires regando con su surtidor el asfalto, los techos de los vehículos y los cuerpos de las mujeres, que mojados se ceñían a sus curvas provocando una excitación general, que hizo que todos con todos, excepto mi mujer y el encargado del Dia, que iban el uno para el otro.

Estaba satisfecho, iba a luchar por la gente de mi barrio, iba a hacer todo lo posible para que sus hijos tuvieran un porvenir, entendía que mi misión en la vida iba a ser el servicio público.

 

Antonio Báez visto por Curro Romero

Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonicGriego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.

La imagen que ilustra el relato es una fotografía de Alan Schaller, cuyo excelente trabajo puede ser apreciado en su páginas web: http://alanschaller.com/