Una novela o un viaje herbo-lisérgico, es complicado decir en qué consiste exactamente La coronación de las plantas del argentino Diego S. Lombardi e ilustrada por Claudio Romo, que edita Jekyll & Jill, editorial que, generosamente, ha decidido regalar un lote de libro, póster, postal y marcapáginas mediante un concurso, puedes averiguar más sobre el concurso siguiendo este enlace.
Ahora que por fin el espejo se ha roto,
¿podrás decirme qué reflejan los fragmentos?
Vargtimmen, Ingmar Bergman
sé de un jardín
a cientos de años del bien
a miles de metros
sobre el nivel del mal
August von Franken
Debíamos seguir el camino de tierra, vadear el río y continuar hasta donde la huella se pierde, donde antes había un cartel que señalizaba el sendero y donde ahora no quedaba más que el poste. Teníamos las vagas referencias de pasar una lomada, una higuera, datos proporcionados por un anciano con quien nos topamos a escasos pasos de la iglesia; había indicado la dirección a seguir frunciendo los labios, acompañando el gesto con un seco movimiento de la cabeza. El sol de la tarde hacía sentir su calor con una intensidad inusitada para la primavera. Nos detuvimos en una explanada a estudiar las posibilidades, pues ninguno de aquellos senderos ocultos por la maleza se ofrecía más importante que otro; a primera vista parecían no tener el mismo destino. Saqué de la mochila una botella, di unos sorbos y se la pasé a Paula. Antes de guardarla eché un poco de agua sobre mi coronilla. Y entonces lo vi, casi junto a nosotros. El Guriburi. Así lo bautizamos luego. No sé a quién de los dos se le ocurrió semejante apodo, pero la ambigüedad de aquella absurda palabra encajaba de maravilla con su persona. Había aparecido de la nada misma. Nunca supimos su nombre y continuamos refiriéndonos a él con aquel mote que parecía cargar cierta intención peyorativa. Avanzaba con la vista hacia el suelo, levantando de tanto en tanto la mirada para que descubriéramos unos ojos chiquitos e inquietos.
Se ofreció para guiarnos hasta las cuevas como si hubiera estado ensayando con antelación. Hubo un silencio filoso y observé sus labios temblar al límite de la aceptación social. Le agradecí la gentileza y respondí que no se preocupara, que sabíamos cómo llegar. Volví a perfilarme hacia el cerro, me estiré arqueando la espalda y encaré decidido por uno de los senderos.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Es por aquí, señor! —dijo El Guriburi.
Paula me miró, levantó las cejas y esbozó una fingida sonrisa mientras dejaba caer hacia un lado la cabeza.
—Vengan —insistió.
Lo seguimos hasta dar con una nueva senda, varios metros más adelante de donde antes nos habíamos detenido.
—Puedo mostrarles las cuevas. No podrán encontrarlas si no conocen el lugar.
—No llevo dinero encima —dije pensando en alguna retribución o pago por sus servicios.
Preferí evitar ilusionarlo. No parecía peligroso y estaba seguro de que podría vencerlo en un combate cuerpo a cuerpo en caso de que tuviera otras intenciones. El Guriburi comenzó a caminar y lo seguimos.
Cruzamos la lomada. Al toparnos con la higuera observé el nudoso tronco y sus hojas de cinco puntas. No había fruto alguno, era muy pronto incluso para las brevas. A medida que nos acercábamos al cerro, a diferencia del bajo, la vegetación cambiaba de forma abrupta, predominando arbustos ralos y leñosos, pastos cortos y duros. Poco a poco El Guriburi fue ganando confianza y asumiendo su papel estelar. Señalaba las distintas formaciones rocosas, el rastro en la tierra de algún animal salvaje. Se mostraba atento hasta el hartazgo y en algún punto esto nos divertía. Señor, mire allá. Señorita, cuidado con la rama.
Decidí adelantarme y, subido a una roca, me dispuse a observar el territorio, el valle y las serranías. Fue allí cuando lo descubrí señalando una planta, haciendo un gesto que la invitaba a acercarse. Cortó con sus dedos una hoja y, al arrimar su mano para que Paula pudiera apreciar el aroma, la acarició con el índice desde el pómulo hasta la barbilla en un movimiento que tuvo menos contacto que intención. A lo lejos, una guirnalda de pájaros surcaba el cielo.
—¿Qué es? —preguntó con cara de sorpresa.
—Peperina, señorita —respondió El Guriburi—. Menta silvestre.
Luego de pasar los faldeos el sendero se fue haciendo cada vez más pedregoso e impreciso hasta que ya no pude reconocer por dónde debíamos seguir. Habíamos caminado alrededor de una hora y, entre subidas escarpadas y el pecho agitado, El Guriburi daba por sentado que al día siguiente nos pasaría a buscar para una nueva excursión.
—Puedo llevarlos hasta el cementerio indio, al otro lado del morro.
Hubo un silencio incómodo y me pareció que había cierta solemnidad en lo que dijo después:
—No llevo ahí a cualquiera.
El Guriburi nos enseñó dos cuevas de escasa profundidad, aunque una de ellas parecía continuar más allá de una grieta que resultaba lo suficientemente ancha como para que una persona, avanzando de perfil, pudiera pasar. No creí conveniente deslizarme por aquel recoveco, además de estar seguro, teniendo en cuenta las características de la roca y el hecho de que no llegaba la luz del sol, de que allí no se encontraba la curiosa figura fotografiada por Von Franken.
Sí se apreciaban unas pocas pinturas que habían logrado resistir al tiempo y a la humedad; en la cueva convergían diminutas filtraciones de alguna vertiente de agua, factor que posibilitaba el libre crecimiento de musgo y líquenes. Logré distinguir la representación de un grupo de animales, tal vez llamas, realizada en blanco; también la de un guerrero, aunque muy desgastada, con lanza y tocado de plumas. Dos amplias figuras geométricas, en blanco y rojo, me resultaron por demás interesantes y me hicieron lamentar que estuvieran casi indistinguibles, pues cobraban un insólito atractivo al examinarlas bajo la idea de la simbolización de procesos trascendentales.
Parada a sus espaldas, Paula frunció la cara en un gesto de asco mientras El Guriburi bebía agua de nuestra botella. El sol estaba frente a nosotros como un gran reflector que nos obligaba a entrecerrar los ojos, ahora mucho más cerca del horizonte. Desde aquella altura podíamos contemplar todo el valle y nos sentamos sobre una enorme roca que contenía tres cavidades, lisas y pulidas, que habían sido utilizadas como morteros por los antiguos habitantes.
Desde hacía rato, lo encantador del lugar había comenzado a contrastar con la actitud de El Guriburi, quien solicitaba nuestra atención de forma constante para señalar cualquier nimiedad; una oruga, una planta, caca de un animal salvaje.
—Miren, vengan, vengan.
Y entonces, en cuclillas, junto al hilo de agua que llegaba desde la grieta de la cueva y utilizando un palito, comenzó a dibujar en el suelo un atolondrado círculo al que rellenó con garabatos. Parecía tener una obsesión con señalar cosas viscosas. Prosiguió con una risilla estúpida y unas gotas de saliva que lanzó con destreza por entre sus dientes delanteros. Luego giró hacia nosotros:
—¿Les gusta? —preguntó mientras hundía la punta del palito en el barro.
A medida que bajábamos, desde la distancia, el pueblo tomaba la forma de una gruesa mujer echada boca arriba y con su rosario de faroles sobre el pecho. Llegamos con las últimas luces del atardecer. Contrarrestando su interés por saber dónde y a qué hora habría de encontrarse con nosotros al día siguiente, le dije que dejaríamos el paseo para otra ocasión.
—Pero señor, si usted me da dinero puedo conseguir algo bueno para comer, también vino, baratito y rico, o lo que quiera tomar la señorita.
Señaló a Paula, que ya ni nos miraba; desde hacía rato había dejado de emitir palabras.
—¿No entendés lo que te estoy diciendo? —dije ante su insistencia, alzando la voz y mirándolo desafiante.
En su cara se evidenciaba la frustración. No pude evitar sentir pena por él y creo que aquella fue la última vez que experimenté algo parecido.
—Quizás en otra ocasión —dije de nuevo, pero ahora de un modo más calmo, casi misericordioso.

Diego S. Lombardi obtuvo el premio ALBa de narrativa latinoamericana con su primera novela, Reflexiones de un cazador de hormigas. La coronación de las plantas es su segunda novela.
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