Que la narrativa está preñada de literatura, y es siempre metaliteraria, es algo que sabe cualquier lector asiduo. Que la literatura de Diego Trelles Paz es un ejemplo perfecto de esos mecanismos de la narrativa es algo también sabido. Pero poder verlo de un modo tan evidente como en este fragmento de la recientísima novela del peruano, editada por Anagrama, es un verdadero placer.
20/10/2005
Querido diario:
Ayer, a las cuatro de la madrugada, bajo la tenue luz de la lámpara (para que la señora no se dé cuenta), terminé de escribir mi primer cuento. Lo malo es que hoy trabajé todo el día y estoy muerta. Tocaba cocinar para toda la semana, ponerlo en tápers, ordenarlo por días y fechas en el congelador. Tocaba limpiar, barrer, trapear, lustrar con cera, regar las plantas, pasar plumero por arriba y por abajo hasta que no quedase ni una partícula de polvo. Tocaba acompañar a la señora Hilaria a hacer las compras al Mercado Central (taxi de ida y vuelta con el señor Gilberto, que siempre pone Chacalón en la radio para complacer a la señora). No tuve tiempo de nada. Gracias a Dios que la señorita Cayetana se fue todo el fin de semana a no-sé-dónde y ahora puedo leer y corregir de nuevo lo que escribí.
Con toda esta prisa e impaciencia que siento, me he olvidado de contarte lo más importante. No es mi cuento (que está muy bueno, ya lo releí por tercera vez y me gusta mucho, ¿para qué negarlo?), es la señora Espergesia, mi maestra literaria (antes, en el colegio, era mi profesora de lengua: ella fue la primera que me animó a escribir, dijo: «Alumna Carhuayo, usted tiene talento, sólo le falta orden y disciplina, si quiere la ayudo», y yo le dije ya). Cuando la señora Espergesia se jubiló (de eso hace cuatro meses) me dio permiso para ir a su casa en la avenida Brasil, y yo le di permiso para llamarme Chequita. Fue gracias a mi maestra que supe la historia del señor escritor gringo que trabajaba y escribía al mismo tiempo. Se llama William Faulkner (antes se llamaba William Falkner así sin «u» pero luego, dijo la maestra, él mismo le agregó una «u» para «hacerlo más inglés»). El señor escritor Faulkner, antes de ser un autor famoso y alcohólico, era cartero. No iba de casa en casa con su mochila y su gorrita, no: se quedaba en la oficina de correos porque él era el jefe del servicio postal en la Universidad de Mississippi (¡una palabra con cuatro «eses» y dos «pes»!, qué extraño y lindo es el inglés). Cuando alguien iba a comprar una estampita o deseaba enviar una carta, no podía porque no había nadie para atenderlo: el señor Faulkner estaba escribiendo poesía lírica en la parte de atrás del local y no le gustaban las interrupciones. Y así se mantuvo por dos largos años, pero luego se aburrió o se cansó y, a través de una carta, presentó su renuncia.
Aquí te copio la carta, es cortita. La maestra me la tradujo y la escribió en un papelito porque, dijo, en el futuro me va a servir:
Mientras viva bajo el sistema capitalista, espero que mi vida esté sometida a las exigencias de la gente adinerada. Pero ni loco me pondré a disposición de cada canalla itinerante que tenga dos centavos para comprar un sello postal.
Ésta, señor, es mi dimisión.
Qué interesante (me gusta cómo suena la palabra «canalla»). Cuando sea una gran escritora y me vaya de la casa de la señora Hilaria (uy no, ¡qué triste!), voy a dejar una carta igual. Lo curioso es que el señor Faulkner se fue y ya era todo un escritor (¡con cuatro novelas publicadas!) cuando tuvo que entrar a trabajar en una central eléctrica. Por necesidad (dijo la maestra): era el año 1929, y Estados Unidos estaba en quiebra y la gente se suicidaba porque lo perdía todo. Esta novela que me regaló la maestra (Mientras agonizo, se llama) habla de esa época de pobreza y desesperación, y el señor escritor Faulkner la terminó en seis semanas mientras trabajaba el turno de noche en la central eléctrica: escribía sin parar, desde las once hasta las cuatro de la madrugada, bajo la luz de una lámpara (como yo) y sobre una carretilla de construcción volteada que se volvía una mesa chiquita.
Y ése es el final de la historia, Chequita (dijo la maestra). William Faulkner fue la inspiración de muchos autores latinoamericanos que, como él, se convirtieron en grandes escritores: Borges, García Márquez, Onetti, Rulfo y Vargas Llosa (ya los leí a todos, a Rulfo doble). Todos ellos, en algún momento de sus vidas, tuvieron que trabajar para vivir, pero la literatura era una fuerza tan poderosa y tan bella y tan mágica que no les permitía dejar de escribir. Y así, pues, querido diario, creo que entendí lo que la maestra Espergesia me estaba diciendo. No importa qué hagas o quién seas. No importa si tienes dinero o eres pobrísima. No importa si has estudiado o nunca pusiste un pie en la escuela. La literatura es como una fiebre inesperada que llega y se queda, una enfermedad muy bonita y muy dolorosa que toma tu cuerpo y tu mente y te esclaviza y a ti no te importa porque disfrutas de ese sometimiento. Antes me daba mucha vergüenza dedicarles tanto tiempo a los libros (hasta la señorita Cayetana me decía: «Chequita, la literatura sólo te va a traer desgracia»), pero ahora, gracias a la maestra Espergesia, negarlo sería negar aquello que me conmueve y me da vida y me pone feliz, ¿me entiendes?
Es bajo ese espíritu creativo que escribí mi cuento. Y si tengo que amanecerme para hacerlo de nuevo, como cuando tengo esa urgencia medio rara de soltar las ideas y las emociones acumuladas, con un cafecito bien cargado después del trabajo ¡sí que se puede! Porque así me salió este relato literario donde aparecen Paul Vicente (que se llama Ramiro) y la señorita Cayetana (que se llama señorita Manuela) y también la Chequita (que me llamo Lupe o la Lupita). Es la historia de un triángulo amoroso. Es la historia de una infidencia que genera una traición entre gente que en la vida real no se mezcla ni se toca. Claro, en mi cuento sí que se tocan (y bien tocaditos), pero la gracia es que no se sabe si es realidad o sueño. No voy a decirle a mi maestra (por roche) que algunas de las cosas que siente la Lupita se parecen a las que sentía la Chequita cuando la señorita Cayetana se quedaba a dormir aquí (ya no lo hace), y era bien parecido: tocaba y sobaba y se pegaba calientito por detrás pero podía ser sueño (aunque se sentía como que no). Y la Lupita se hace la dormida y quiere preguntarle a la señorita Manuela qué le pasa, si tiene frío o miedo o malos sueños, pero no quiere que se detenga y entonces no le dice nada: que toque y que sobe y que se pegue calientito nomás.
Tampoco voy a contarte todo el cuento. Los escritores no están para eso (dijo la maestra). Sí quiero que sepas que escribir fue una forma silenciosa de recordar. No sé nada de Paul Vicente (ha pasado un año desde que me enteré lo de la mensa-cochina, y aunque antes llamaba a diario, igual ya no lo quiero de vuelta), y de la señorita Cayetana no sé qué pensar: un día es la de siempre y al otro se parece tanto a la señora Hilaria cuando se vuelve mala gente. A veces me acuerdo del señor Richard y también del señorito Ken y pienso que su vida sería muy distinta (mejor) si ambos siguieran en ella. Pero quién sabe, las cosas cambiaron mucho por aquí, aunque la gente no tanto. A veces parece que siguiera el gobierno de Fujimori (que estaba en Japón y acaba de llegar a Chile, aunque hay gente, como mi mamá allá en Tumbes, que dice alegre que el Chino vuelve). La dictadura se acabó y los peruanos estaban contentos, pero luego parece que se olvidaron muy rápido y ahora mismo hasta el señor Alan García (que no se fugó a Japón sino a Francia) puede ser presidente otra vez. La dictadura se terminó pero no se fue (dijo la maestra, afligida, respirando con ruido). Justo terminé de leer una preciosa novelita del señor escritor mexicano José Emilio Pacheco que ella me prestó (Las batallas en el desierto, se llama) y que trata de un joven enamorado de la mamá de su amigo Jim. Es una historia del descubrimiento doloroso del amor. Es una historia que habla del amor en un país descompuesto donde todo es odio (¡qué bonita me salió esta frase!). La novela es sobre México a finales de los años cuarenta, pero creo que tranquilamente podría hablar del Perú de ahora. Seguro que por eso la maestra quería que la leyera. Para recordar. Para no olvidarme de lo que pasó hace poco por aquí. «Me acuerdo, no me acuerdo», dice el joven al inicio de la novela, pero es mentira porque él se acuerda de todo. Y sobre el final (te lo cito): «Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia.» Él no tiene nostalgia pero quiere saber. Demolieron todo (su escuela, su casa, su barrio) y él necesita saber qué pasó con Mariana, su amor arrebatado y platónico, la mamá de Jim. Quiere saber pero no puede. Ésa es su tragedia, querido diario.
Se acuerda y no se acuerda.

Diego Trelles Paz (Lima, 1977). Publicó las novelas El círculo de los escritores asesinos (2005) y Bioy (Barcelona, 2012) que ganó el Premio Francisco Casavella de la editorial Destino y fue finalista del Premio Rómulo Gallegos 2013. Su más reciente libro es de cuentos Adormecer a los felices (Madrid, 2015). Su antología de nueva narrativa latinoamericana, El futuro no es nuestro (2009), ha sido publicada en 8 países (Argentina, Bolivia, Chile, México, Panamá, Hungría, Estados Unidos y Perú) y en 2012 formó parte del proyecto ‘El libro que no puede esperar’ una campaña publicitaria a favor de la lectura que se llevó dos León de Oro en el Festival Internacional de Cannes en Francia. Su última novela se titula La procesión infinita y aparecerá en España. Actualmente reside en París.
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