Si hay algún síntoma de que penúltiMa está realizando un periplo acertado como punto de encuentro de la literatura y los interesados en ella, creo que ser la plataforma elegida por Sergio Bizzio para ir poniendo en circulación textos inéditos sería un indicativo más que suficiente. Por eso no es sólo un gozo, sino un verdadero orgullo estrenar este cuento de Bizzio.
Sánchez había comprado una casita solitaria, de cincuenta metros cuadrados; lo único que tenía era un baño y una hornalla. Estaba en una elevación del terreno, muy cerca del encuentro (la “confluencia”) de los ríos Paraná y Paraguay. El paisaje era precioso.
A un lado de la casa había unos cimientos enmohecidos; el dueño anterior planeaba construir un ambiente más, sin duda, pero la ampliación, por algún motivo, seguramente económico, se fue postergando, y nunca se realizó. Frente a la puerta había quedado un cargamento de ladrillos que afeaba la vista. Con desgano, Sánchez (su nombre completo: Esteban Sabido Sánchez) empezó a trasladarlos hasta los cimientos, donde pensaba abandonarlos otra vez. No había carretilla, así que los cargaba en brazos, de a seis u ocho ladrillos por viaje. Tenía cincuenta años, lo que no es mucho decir. Pero nunca hasta entonces había hecho ningún esfuerzo.
Una tarde llegaron dos muchachos andrajosos y le pidieron algo de comer. Lo digo en tercera persona porque todavía hoy me cuesta creer que ahí haya empezado todo; uno de esos dos muchachos era yo. Sánchez nos miró un segundo a cada uno y se dio cuenta de que no éramos mala gente y que andábamos escapando, y no se equivocaba. Pero eso no importa ahora. Nos invitó a pasar la noche en la casa a cambio del traslado de los ladrillos.
En una tarde y mitad de la mañana siguiente ya los habíamos retirado y apilado en el sector de los cimientos. Para demorar la partida, le ofrecimos levantar las paredes si nos alojaba mientras durara la obra. Sánchez estuvo de acuerdo. En esa época éramos todavía jóvenes y fuertes y, aunque no sabíamos nada de albañilería, unas semanas después, sin que hubiéramos cruzado palabra, ni durante el mate de la mañana ni a la hora del almuerzo y mucho menos todavía a la hora de dormir, cuando nos acomodábamos uno al lado del otro en el suelo, a los pies de la cama donde Sánchez parecía siempre despierto, la ampliación estaba lista. Ganamos dos noches adicionales por hacer una abertura en la pared, uniendo el viejo ambiente al nuevo, y tres noches más por colocar un techo con tirantes de madera a los que clavamos unas chapas que Sánchez trajo de un pueblo vecino. Finalmente nos fuimos. En total vivimos ahí treinta y cinco días.
Años después volví a la zona. Me acordé de Sánchez y fui a visitarlo. Lo que vi me dejó de una pieza. Ahora la casa era enorme, un rectángulo de sesenta metros de largo por treinta de ancho, de dos plantas, y en ese momento un grupo de personas de lo más extrañas, algunos de ellos vestidos con ropas apropiadísimas, como de manual, señal de que no habían trabajado nunca, levantaba una planta más. Sánchez me estrechó la mano y me llevó a conocerla.
Durante el recorrido me puso al tanto de los datos principales del suceso; ¿qué otra cosa era, si no? La fachada, con grandes ventanas y una escalera de piedra, había sido levantada por un equipo de filmación. El productor o el director, un hombre de mediana edad con una barbita puntiaguda blanca, le había dicho que deberían hacer una serie de modificaciones que luego, terminado el rodaje, desmontarían para dejar la casa tal cual la habían encontrado. Sánchez replicó que si el resultado le gustaba no haría ninguna falta que le pagaran un centavo por el alquiler, ni que perdieran un minuto en dejar las cosas como las habían encontrado. Así que la fachada era falsa. Pero la sala al otro lado no, y tampoco las dos cocinas, ni los diez o doce dormitorios desparramados, más que distribuídos, allá y acá, sin un plan, como islas. Desde luego, a la parte verdadera no la habían construido ellos, sino los huéspedes.
Imposible consignar a los que habían metido mano en la casa durante los años que pasaron entre mi primera estadía allí y mi regreso. Del relato de Sánchez recuerdo esto: días después de la finalización del rodaje, unos turistas se acercaron a preguntar si la casa era un hotel. Sánchez les dijo que no. A continuación aceptó a un matrimonio cuando supo que él era ingeniero y le ofreció alojamiento gratis si revisaba las instalaciones de agua, electricidad y gas, que eran catastróficas. El ingeniero hizo un estudio del sistema eléctrico, de las cañerías de agua y de gas y un plano de cómo deberían tenderse para que funcionaran correctamente. Vencido el “contrato” con Sánchez, el ingeniero, a su vez, ofreció encargarse de la reparación del sistema completo a cambio de que sus dos hijos y sus respectivas novias pudieran quedarse allí y ayudarlo en la tarea. Era verano. Los cuatro jóvenes llegaron a mediados de enero. En febrero, cuando se fueron, Sánchez abría la canilla y salía agua, las cocinas funcionaban y había luz en todas partes.
Íbamos por un pasillo que de pronto dobló a la izquierda y enseguida a la derecha, y una vez más a la izquierda, y otra a la derecha, como un pasillo dentado. Sánchez se paró al lado de un hombre que extendía una cinta métrica en la base de una puerta y le preguntó quién era. El hombre lo miró desde abajo y, sin soltar la cinta, dijo: “¡Pero Sánchez!”, ofendido. Sánchez siguió adelante. Quizá porque iba conmigo, disimuló su contrariedad en dos ocasiones más; una, al apartarnos para darle paso a unos muchachos que cargaban una viga sobre los hombros; otra, cuando abrió la puerta que debía llevarnos al parque trasero y descubrió que ahora ahí había un baño, donde en ese momento, sentada en el inodoro, hablaba sola una mujer a la que Sánchez nunca antes había visto. Finalmente encontró la puerta correcta y salimos al parque.
Unas mochileras extranjeras, noruegas, si no recuerdo mal, habían labrado un amplio sector de tierra y plantado legumbres que ahora un mecánico local recogía en un canasto; las mismas mochileras, dijo Sánchez, habían pintado en las paredes los grandes círculos psicodélicos de vivos colores que habíamos visto un momento antes. Sánchez tenía las manos en los bolsillos; sacó una y, levantando apenas el brazo, señaló con el meñique una suerte de glorieta todavía inconclusa, obra de una pareja de la ciudad vecina. A la izquierda había una pileta de natación; la habían hecho en un abrir y cerrar de ojos unos operarios híperactivos mientras sus familias disfrutaban del río, de asados y de juegos nocturnos a la luz de las estrellas, incluso con invitados ajenos a la casa.
Al principio llegaba mucha gente de los pueblos y ciudades de los alrededores, la mayoría desempleados desde que las principales industrias de la zona habían cerrado o reducido su producción. Con el paso del tiempo, a medida que la fama de la casa fue aumentando, venían de todas partes del mapa. Hay que decir que la casa no producía utilidades, en el sentido económico del término, utilidades que pudieran retener o conservar para si mismos, excepto las habitaciones y los alimentos, y sólo temporariamente. El único que podía quedarse de manera indefinida y con alguna utilidad económica era el dueño, Sánchez, aunque también es cierto que nada de lo construído aumentaba el valor de la propiedad; podría decirse incluso que lo rebajaba, teniendo en cuenta que todo estaba más o menos mal hecho, y quien quisiera comprarla sabía que debería tirarla abajo y empezar de nuevo.
Sánchez giró hacia mí, pero habló sin mirarme. Mis fechorías en el pueblo se recordaban todavía y muchos me trataban con indiferencia o con desprecio, así que acepté en el acto la propuesta que me hizo: administrar la casa. Él solo no daba abasto. Tuve la impresión de que en realidad lo que quería, más que ayuda, era librarse completamente de la tarea, lo que en principio no me pareció mal. ¿Quién no quiere librarse de lo que no tiene más remedio que hacer? Me dio la mano y antes de despedirse nos quedamos un momento congelados, mirando a dos tipos que aparecieron caminando de rodillas marcha atrás por una esquina de la casa mientras clavaban al suelo unas tablas que prometían ser un deck.
Me instalé en una habitación con vista al río. Desde ahí, con estirar apenas el cuello, tenía una panorámica bastante amplia del camino de acceso y sus alrededores.
En las semanas siguientes, ya en mi rol de Administrador, recorrí la casa una y otra vez para hacerme aunque más no fuera un mapa mental de la misma, pero era todo tan poco convencional que me resultó imposible asimilar nada, y mucho menos todavía memorizarlo. Hice un plano. Enseguida me di cuenta de que, aunque puse el mejor de mis empeños en el dibujo, el plano se volvía inmediatamente inservible: la casa era distinta de día en día. Se propagaba, brotaba, le crecían ambientes por encima y a los costados, como hongos, y cada vez más rápido.
Dicen los que saben que el más grande de los errores de una construcción es no prever su crecimiento. Pero también es cierto que, si previo al inicio de la construcción, de cualquier clase que sea, ha de tenerse en claro cómo quedará una vez terminada, la mayoría de las personas, entre las que me cuento, no tiene la menor idea de cuál será el resultado final. Acá las proporciones de esa ignorancia eran insólitas.
Estaba claro: los huéspedes debían cumplir con lo acordado. Pero lo hacían a su manera, en soledad. El resultado no podía ser más caprichoso. En la planta baja, por ejemplo, había dos cocinas y un solo baño, el baño de la casita original, que seguía ocupando Sánchez. Una de las dos cocinas, a su vez, había quedado en el centro de la planta, sin ventilación al exterior. Es lo peor que puede pasarle a una cocina. ¿Quién había colocado una ventana comunicando la segunda de estas cocinas a uno de los baños? A lo mejor un chistoso, a lo mejor un drogado que al darse cuenta del error había preferido guardar silencio. Pero no es todo. Algunos pasillos eran demasiado largos, y otros demasiado cortos. Los pasillos largos morían contra una pared; los que eran demasiado cortos, obligaban a pasar por una habitación vecina a la habitación que se deseaba ocupar, generando toda clase de inconvenientes a unos y a otros. Durante mis primeros meses en el rol de Administrador,, era muy común que alguien llamara a la puerta de una habitación vecina para encender la luz en la suya, o para apagarla, porque el interruptor había quedado del otro lado. Reformulé las cosas que no funcionaban, o que no funcionaban bien, con huéspedes cuidadosamente elegidos, que sin embargo a veces acertaban y a veces cometían un nuevo error, por lo que a continuación alojaba a alguien encargado de rehacerlo todo. Pero eran tantos los que venían que se me empezó a hacer difícil supervisarlos, y enseguida quedaban otra vez librados a su propio arbitrio.
La casa era un caos de pequeños ambientes encapsulados, unos con más puertas de las necesarias (un ambiente de tres por tres con cuatro puertas, por ejemplo), o con ventanas que no daban a ninguna parte; unos chiquitísimos y otros muy espaciosos, por no hablar de la maraña de cables y tuberías expuestas que recorría la línea de los techos y los pisos en todas direcciones. La heterogeneidad de los materiales utilizados era tremenda. Nadie hubiera dicho que podía combinarse el espectro casi completo de los materiales existentes en un mismo objeto: madera, hierro, cemento, plástico, aluminio, distintas clases de madera, distintas clases de hierro, de aluminio, de cemento, de plástico, trenzados, mezclados, empotrados en un mismo cielorraso o en una misma pared. ¿Quién va a negar que un piso es ni más ni menos que la superficie de una casa, o que un buen piso debe ser apropiado para caminar descalzo, o para que los niños gateen o jueguen sin riesgo alguno, o aunque más no sea para mantener los muebles a nivel? Muy bien, aquí los pisos ondulaban; en parte eran de baldosas, en parte de concreto, en parte de piedra o de granito. Y no había dos pisos iguales; ni siquiera en el piso de un mismo ambiente se habían colocado en toda su extensión los mismos materiales con que se lo había comenzado. ¡Las escaleras! Las escaleras que llevaban a la planta alta eran a veces de dos y hasta de tres materiales distintos. Nunca había visto escaleras así, mitad de hierro, mitad de hormigón, con una alternancia irregular de escalones de madera. La combinación de comodidad con soluciones prácticas, y en muchos casos bella, que podría desarrollar un maestro mayor de obra a partir de los materiales que le ofrece el entorno -su flexibilidad, su resistencia a la temperatura y a la humedad, la altura de los techos, etcétera-, acá se daba sólo muy ocasionalmente, y siempre por azar.
Coloqué una mesa en la entrada principal y me instalé con un Libro de Registros, dispuesto a poner un poco de orden.
Durante los meses de invierno (empecé en invierno) y buena parte del otoño, las solicitudes de alojamiento menguaron, por lo que pude dedicarme a encargos de reformas puntuales en las áreas de servicios, provisiones y seguridad, que eran prioritarias; todo fallaba, todo sacaba chispas. En otras palabras: me serví del clima para volverme selectivo; necesitaba huéspedes específicos, con oficios determinados, no a cualquiera, así que rechacé a un grupo de empresarios textiles y alojé a tres matrimonios de la zona para cultivar el campo alrededor (la tierra era extraordinariamente fértil, cualquier semilla que se enterrara apenas un centímetro con un dedo crecía sin ningún inconveniente); rechacé a un basquetbolista, a una cantante y a su equipo de músicos, a un modisto; acepté un camión que centrifugaba cemento y lo escupía a la velocidad del rayo y levantamos una serie de columnas y soportes, asegurando las bases de la casa. Más: a cambio de una semana de alojamiento, el dueño de un corralón trajo los postes y el alambre con los que unos hippies del norte o del sur hicieron el corral; alguien pagó la estadía con gallinas y patos; alguien con una vaca. (El pago con animales se volvió de lo más frecuente). Un electricista se presentó con su amante, también electricista; les ofrecí diez días de alojamiento a cambio de algo que no recuerdo ahora, y de lo que se ocuparon a conciencia; lo sé porque no tuve nada de qué quejarme. Sí recuerdo que, mientras ella trabajaba, él incrustaba en las paredes de la galería decenas de piedras decorativas que elegía cuidadosamente a orillas del río. Primavera.
En primavera las solicitudes se multiplicaron. A comienzos del verano llegaron oleadas de toda clase de gente, de todos los circos sociales. ¿Qué los atraía así? Tenían que trabajar, es verdad, y no era un trabajo remunerado, con excepción de una temporada en la casa, desde luego, lo que consideraban suficiente y casi un premio. Querían ser parte de la experiencia de la obra. Unos por excéntricos, otros por necesidad, o por curiosidad, o porque habiendo conseguido un turno era ridículo rechazarlo, con la larga lista de espera que había.
Yo regulaba las estadías de acuerdo al trabajo, tanto como al aporte de materias primas o de maquinarias. Si alguien pedía una habitación para pasar una quincena en la casa con su familia y ofrecía materiales a modo de pago, le adjudicaba la primera habitación libre que encontraba. Pero incluso en estos casos, el solicitante, que tenía derecho a no producir nada, ya que su aporte estaba hecho, no dejaba pasar más de un día o dos antes de ponerse él también manos a la obra. Los más impetuosos abrían sus valijas e inmediatamente después de acomodar sus pertenencias en la habitación asignada se arremangaban y trabajaban con el mismo entusiasmo con el que se va a un exclusivísimo restaurante en el que se ha solicitado mesa un año atrás. Los que no habían hecho en sus vidas más que trabajar, en cierto sentido se tomaban vacaciones: trabajaban sin horario, contentos, y a cambio de algo que podían disfrutar, no de los miserables patacones que ganaban en sus empleos habituales. Si allá el sueldo apenas les alcanzaba para comer, y mal, acá hacían lo que querían y comían más o menos bien mientras sus hijos se tiraban al agua y se reían más que nunca. Hacían todos lo mismo, ricos y pobres, locales y extranjeros, necesitados y snobs, turistas… El mate recién cebado volaba de una clase social a otra con fluidez, se hacían chistes fáciles, todo el mundo asentía, todos cubiertos por el mismo polvo, todos escupiendo algo a cada rato con la punta de lengua, además de tener las mismas herramientas en las manos. ¿En qué otra parte se había visto algo así? Pasaban las horas libres, que ellos mismos se adjudicaban, descansando, no quejándose, tanto en la pileta como en el sector de las parrillas, o jugando por monedas al truco y al póker, o galopando por los alrededores, o intercambiando opiniones sobre lo que habían hecho y sobre lo que iban a hacer, o disfrutando del río, donde tomaban sol, nadaban, remaban, pescaban, leían, sesteaban, o simplemente tirados en el pasto, fumando.
No todo era color de rosa, sin embargo. Nada se interponía entre el huésped y su trabajo, como sucede afuera (es decir en el resto del mundo) con el salario y la moneda. Pero no fue eso sino mi impericia como Administrador -tengo que reconocerlo- la causa por la que enseguida me vi superado. Una mañana descubrí que un grupo de personas levantaba una pared por encima del segundo piso. Una tercera planta podía hacer que la casa entera se derrumbara.
Corrí en busca de Sánchez. Qué ridículo me resulta ahora decir que “corrí”. Estuve días buscándolo. Una tarde lo vi de lejos. Jugaba a las damas con un viejo, los dos a la sombra de un árbol, en la barranca. Eso era algo que yo siempre había querido hacer, y mientras me acercaba me pregunté por qué no lo había hecho nunca, si parecía tan fácil… Pero en ese punto ya estaba a su lado y me olvidé del tema. Sánchez tardó en reconocerme. Yo, que lo había divisado a la distancia, lo miré de arriba abajo y por un momento me costó creer que fuera él. De lejos se parecía al Sánchez que me había contratado. De cerca era más blanco, más nervioso, de ojos apenas visibles, como ranuras, que yo recordaba redondos. Una larga camisola blanca le cubría los pies, y la pateaba constantemente.
Agitado, señalé hacia lo alto de la casa, donde en ese momento los seis o siete tipos que había visto días atrás y a los que, mientras buscaba a Sánchez, encaré sin éxito (¿quiénes eran? No recordaba haber aceptado a ninguno de ellos. ¿Cuánto tiempo hacía que estaban ahí? Superado por el tráfico constante de llegadas y partidas, hacía rato ya que había abandonado el libro de registros), ahora colocaban un techo sobre paredes endebles y todavía sin fraguar.
Sánchez miró al techo, me miró a mí, unió la yema de tres dedos y me preguntó qué pasaba. Que los cimientos no podrían soportar el peso de una planta más. Sánchez, en este orden, lo pensó, se levantó, se arrimó a la casa y les ordenó parar ya mismo con lo que hacían. Al escuchar la orden, los seis, los siete, uno más pesado que el otro, miraron para abajo sorprendidos, aunque no todos, y uno de ellos, apretando un clavo entre los labios, preguntó: “¿Y usted quién es?”. El tono era insolente. Sánchez entró a la casa, volvió con una pistola, apuntó hacia arriba y vació el cargador, supongo que sin intención de matar a nadie aunque las balas hicieron saltar pedazos de revoque muy cerca de ellos, principalmente entre las piernas. Después volvió a sentarse frente al tablero y retomó el juego, empujando inmediatamente una ficha hacia adelante, como si hubiera resuelto qué mover mientras tiraba.
No volví a verlo hasta el año siguiente. Pero no nos adelantemos.
La construcción de la tercera planta quedó en stand by. Digo stand by porque eran tantos los que pujaban por alojarse, muchos de ellos después de haber hecho un largo viaje, que se metían hasta por los huecos, se instalaban en las cocinas, o en los baños, o en los pasillos. Era razonable pensar que la tercera planta sería continuada y terminada sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Nada no; distribuí una circular advirtiendo que la casa entera se derrumbaría si insistían (si insistíamos, puse) en construir en altura. La advertencia dio resultado. A partir de entonces, los que llegaban para ocupar el lugar de los que se iban ponían todo su empeño en refacciones menores. No pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que empezaron de nuevo a voltear paredes y a levantar otras, ampliando o reduciendo los ambientes, subdividiéndolos. La demanda de alojamiento, en paralelo con las modificaciones de la casa, era tan grande que me sorprendí a mi mismo otorgando habitaciones que ya habían dejado de existir, o negando las que acababan de construirse. La cocina era el rubro más enloquecido. Los que conseguían ingresar como cocineros eran, o querían ser, artistas, y preparaban platos demasiado elaborados para el resto de los huéspedes, lo que hizo que todas las cocinas de la casa fueran ocupadas y se diría que asaltadas noche tras noche por hordas hambrientas que saturaban las hornallas y preparaban en simultáneo un amplísimo abanico de platos. El humo tardaba horas en disiparse. De los distintos aromas combinados, a locro, a mandioca, a ají criollo, a carne, entre muchísimos otros (una noche vi a una mujer pelando maíz con ceniza), resultaba un olor particular que se impregnaba a la mente tanto como a la ropa y que hacía pensar en huesos, en fibras, en nervios quemados. Diseñé un menú. Durante un mes entero me dediqué exclusivamente a la dirección de la cocina, distrayéndome de todo lo demás. Fracasé. La gente comía lo que quería. Cuando colgué los guantes, la casa ya tenía un tercer piso.
Lo más sorprendente de la casa con la que me había encontrado al llegar era que la fachada y las paredes laterales y traseras eran de líneas rectas y que, por detrás, la construcción de ladrillos era circular, ovoidal, para ser preciso. En el centro de este óvalo estaba la casita original. Dicho de otro modo: la casa era un cuadrado en el interior de un óvalo en el interior de un rectángulo. Este rectángulo, es decir todo el exterior, era de madera pintada, maderas de muy mala calidad, para colmo, sujetadas a las paredes ovoidales con tirantes y cables de acero que dificultaban la circulación. No era algo imposible de corregir. Pasé el resto del año aceptando nada más que huéspedes dispuestos a desmontar la fachada.
La casa quedó desnuda. Era, más que ovalada, helicoidal: ascendía de planta en planta sin solución de continuidad; parecía hecha con una manga de repostería. Constaba ahora con tres plantas escalonadas. La planta baja tenía unos setescientos metros cuadrados, el primer piso seiscientos, el segundo quinientos y el tercero, por ahora, cincuenta. Este último piso tenía las mismas dimensiones que la casita original y estaba ubicado exactamente en la misma vertical.
Cada mañana al salir de mi pieza me resultaba más difícil saber por dónde andaba. No había día en el que no me encontrara con algún cambio en el entorno; una pared de menos o de más, ayer pintada de blanco, hoy de verde, o con una puerta nueva, uniéndola al ambiente de al lado. Por las noches, cuando no podía dormir, recorría la casa, y en todas partes me cruzaba con algún desconocido: un hombre parado en un banco, cambiando una bombita de luz; unos adolescentes jugando a las cartas; una pareja que se besaba en un pasillo… Una mañana, dos años después de haberme hecho cargo de la Administración, abrí la ventana –era un día de sol horizontal- y descubrí que en los alrededores se habían montado media docena de carpas. Eran los que esperaban turno.
Hacía mucho que no lo veía a Sánchez. Sánchez vivía desde siempre en la casita original, sin luz natural, sin ventilación; pensé en eso mientras llamaba a su puerta. Al rato se asomó un hombre con cara de recién despierto, una cara con forma de ocho, por lo demás, como si no hubiera terminado de expandirse todavía, y después de masticar mi pregunta por Sánchez, procesarla y deglutirla, dijo no saber quién era. (Aproveché la ocasión para averiguar quién lo había alojado, ante lo que se encogió de hombros). Sánchez, supuse, debía haberse mudado a un lugar un poco más amable, quizá a uno de los pisos superiores, y pasé la tarde yendo de un lado a otro y preguntando por él. En determinado momento agarré del brazo a un chico de unos cinco o seis años que pasaba corriendo. Yo había prohibido la presencia de niños en la casa, por el estado de construcción permanente, que la volvía peligrosa (nunca nadie resultó lastimado de seriedad, por lo menos mientras estuve a cargo de la Administración; es un dato que vale la pena consignar: las heridas eran rasguños, torceduras, dedos aplastados, no mucho más que eso). Aunque este no era el primer chico que veía, sí era el primero que agarraba. ¿Cómo iba a hacer para encontrar a los padres? Lo saqué al parque y grité con todas mis fuerzas en dirección a la casa preguntando por ellos. Los golpes de maza, las mezcladoras, las sierras, los arañazos de las cucharas en los baldes me obligaron a gritar dos, tres, muchas veces, sin que nadie respondiera. De pronto un hombre me agarró del cuello y me separó del suelo. Creo que incluso insultándome. Me ahogaba. Cuando conseguí, con gestos desesperados, que me dejara respirar, le expliqué lo que ocurría. ¿Y quién era yo para decir qué se podía hacer y qué no? Volvió a levantarme en el aire.
La situación dejó en claro dos cosas; una, sospechada desde mucho tiempo atrás: buena parte de los huéspedes no tenía la menor idea de quién era yo; otra, según confirmó al decirme que él y su hijo habían sido aceptados sin ningún problema: en la casa había otro Administrador. Alguien se hacía pasar por mí. Cuando me apoyó de nuevo en el suelo, ya morado, le pregunté cómo era la persona que lo había aceptado y describió a alguien que podría haber sido dos y hasta diez personas distintas, tan impreciso fue.
Tenía que descubrirlo. Obviamente, no podía andar por ahí preguntando quién era el que ocupaba mi lugar; se me ocurrió presentarme en la recepción como un aspirante más, a ver quién saltaba. Salí de la casa y caminé hasta perderla de vista, calculando que si por casualidad el falso Administrador me veía llegar, fuera desde lejos.
Pero hacía años que no salía, y me entretuve mirando los verdes circulares del campo y disfrutando del silencio y la limpieza del aire. Me senté en el suelo, abrazado a mis rodillas. Conté decenas de bosquecitos sobre la línea del horizonte; algunos tenían un centímetro de altura, algunos dos, algunos cinco. Anochecía. Apoyé la espalda en el suelo (¿dónde más?; en el pasto) y me quedé dormido.
Debí estar muy cansado, porque al despertar hacía rato ya que era de día. Parada a mi lado había una mujer. Noté, ni bien abrí los ojos, que hasta ese momento la mujer había estado como petrificada; dejó caer los hombros y dijo apantallándose la cara:
-¡Qué susto! Pensé que estaba muerto.
Me levanté. Ella se sentó. Volví a sentarme. Nos quedamos un rato callados, como viejos amigos. Cuando a una pregunta suya dije que era el Administrador de la casa, y a otra pregunta expliqué cuál, se levantó de un salto y dijo que justo iba para allá “a probar suerte”. Al encontrarme ya la había tenido, dije yo, y ella se rió y me dio la mano, presentándose: Carmen. Era una mujer robusta, de hombros y caderas anchas que hacían juego con la frente y la mandíbula. Parecía una amazona. Me levanté y advertí que me llevaba una cabeza.
La invité a venir conmigo, algo que ella pensaba hacer de todos modos. Caminamos a paso lento, hablando de esto y de aquello. Me gustó. Sí, me gustó. Me gustó mucho. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba a solas con una mujer? En determinado momento se dobló un tobillo y, al sujetarla de un brazo, caímos al suelo los dos, yo encima de ella. Por un instante nos miramos a los ojos. Me aparté enseguida, apoyándome de espaldas a su lado. Carmen se incorporó, alargó un brazo y me ayudó a levantarme, disculpándose por su torpeza.
Llegamos a la casa al mediodía. Yo tenía ahora dos propósitos: alojar a Carmen en una habitación donde pudiera visitarla, por lo que le ofrecí mi propia habitación, y descubrir al falso Administrador, para lo cual necesitaba presentarme solo, como un aspirante cualquiera. Le indiqué a Carmen cómo encontrar mi habitación (era la habitación más cercana a la entrada principal, no podía perderse) y la despaché diciéndole que debía ocuparme de unos asuntos, pero que esa misma noche, si no tenía nada mejor que hacer, podíamos cenar juntos. Parecía contenta. Me quedé mirándola hasta que cerró la puerta. Nunca más la vi.
Me acerqué a un hombre que cortaba una tabla y le pregunté con quién había que hablar para pedir alojamiento. El hombre señaló con el serrucho las carpas instaladas en el parque y dijo que primero iba a tener que hacer la cola. Otras respuestas, de gente que pasaba, fueron encogimientos de hombros, negaciones de cabeza y estiramientos del labio inferior. Me dirigí a la entrada principal. No había nadie sentado a mi escritorio; el polvo que lo cubría indicaba que al menos en las últimas veinticuatro horas nadie se había sentado allí. Abrí una de las tres puertas que comunicaban el hall de recepción con los pasillos de distribución, no sin advertir que ahora había una puerta menos (una de las tres puertas había sido arrancada y el hueco tapiado con cemento), y avancé tímidamente golpeando las manos y preguntando de tanto en tanto por el Administrador. Un hombre que cargaba una bolsa de arena me dijo que el Administrador solía estar en la Administración, precisamente; otro, de malla y ojotas y con una caña de pescar en las manos, dijo no saberlo y aprovechó la ocasión para preguntarme por la salida; otro se detuvo, me miró contrariado y exclamó: “¡Pensé que era usted!”, y se alejó mirándome por encima de un hombro, como si yo acabara de volverme loco. (Por lo visto algunos me reconocían todavía). Pasé toda la tarde tratando de ubicar al farsante. Agotado, finalmente, me dejé caer en un sillón que encontré al pie de una escalera, por la que un momento después bajaron dos hombres prendiendo cigarrillos, me lo quitaron sin discutir y se lo llevaron por donde habían venido, echando humo.
Creo haber dicho ya, no estoy seguro, que la casa tenía varios ingresos. Sin duda, los huéspedes ilegales entraban por cualquiera de ellos, aprovechando mi imposibilidad de cubrirlos a todos. Pero el descaro no es una característica del huésped primerizo; lo más probable era que se tratara de gente que ya había pasado una temporada en la casa y que, ante la dificultad de conseguir un nuevo lugar, y valiéndose del conocimiento que tenían de ella, se colaban por las ventanas. Claro que para eso debían conocer no sólo la casa sino también mi cara, a fin de eludirme, aunque era probable que me hubieran olvidado; después de todo me habían visto una sola vez, quién sabe cuánto tiempo atrás, y apenas por un minuto. ¿Cómo sabían entonces a quién evitar para un ingreso exitoso a la propiedad? El término propiedad me hizo pensar que no había uno sino varios Administradores falsos, que se repartían el control de la casa, quizá incluso lucrando, y que la única solución a mi alcance era formar un equipo de guardias a mis órdenes para descubrirlos, expulsarlos, y, finalmente, controlar hasta el menor de los resquicios por donde alguien pudiera entrar. Me propuse hacerlo al día siguiente. Ya atardecía, era hora de prepararme para el encuentro con Carmen.
Mi habitación tenía en la puerta un cartel que decía ADMINISTRADOR, razón por la que se mantenía intocada; sólo Carmen podría haber entrado, ya que tenía mi aval, pero no lo había hecho. ¿Adónde había ido? ¿Me la habían birlado? Decenas de jóvenes varones musculosos se paseaban a toda hora allá y aquí con el torso desnudo, ávidos de sexo rápido. Como en cualquier comunidad, pero más en ésta, por su carácter provisorio, los engaños y traiciones eran moneda corriente. ¿Qué razón tenía yo para creer que Carmen me deseaba, como yo a ella, y no que me había usado para entrar a la casa, sin ninguna intención ulterior, cuando la casa era infinitamente más deseable y prometedora que yo? También cabía la posibilidad de que se hubiera perdido. En ese caso no era mucho lo que podía hacer, más que dar con ella de casualidad, o ella conmigo. No obstante, seguí buscándola. Aproveché la recorrida y recluté a un grupo de personas para que de ahora en más vigilaran los accesos. Finalmente volví a mi habitación, me di una ducha de agua negra y me metí en la cama.
Al día siguiente ninguno de los guardias seleccionados estaba donde tenía que estar. Lo peor de todo era que no conocía sus nombres y no recordaba sus caras. Y aún más: allá, aquí, en el primer piso, en el tercero, abriendo una puerta, cerrándola y abriendo otra, descubrí a una decena de huéspedes nuevos: los delataban sus ropas, todavía limpias, y la ansiedad con la que iban de un lado a otro en busca de un hueco donde instalarse. Desolado, salí a un balcón del segundo piso a tomar un poco de aire.
Los materiales de construcción rápida estaban a la orden del día; eran los más baratos y por lo tanto los que más se usaban. Pero lo que vi me dejó perplejo. Hacer una casa no es sólo una necesidad, es también un arte, y por lo tanto un proceso más que un objeto, pero esto ya era demasiado. Desde el ala norte de la casa se extendía en diagonal una suerte de manga que iba angostándose paso a paso, como la punta de una estrella, y cuya parte más aguda, de un metro de ancho, llegaba hasta el borde mismo de la pileta de natación. Desde allí, unos muchachos se tiraban de cabeza al agua. Ese día renuncié. Fue una renuncia íntima, por supuesto: no tenía a quién comunicársela.
Qué raro que un alérgico a la gente como Sánchez, me dije, no haya detenido la construcción cuando todavía estaba a tiempo. Su propósito no era el anonimato sino la soledad. ¿Por qué razón, si no, se había instalado en aquella casita, ahora perdida en las entrañas de esta enorme construcción informe que sigue reproduciéndose día y noche y donde nadie sabe quién es?
¿Se había ido? ¿Me había dejado solo? No. Lo vi una vez desde lejos, lo llamé y apuró el paso. Semanas después volví a encontrarlo; deambulaba sin ton ni son por los pasillos, pálido y tan apagado que no me animé a dirigirle la palabra. Tampoco le hablé la tercera vez que lo vi, parado en el centro de lo que hasta no mucho tiempo atrás había sido una confortable sala de estar, ahora llena de escombros; acababa de derrumbarse el cielorraso. ¿Era él? Un gorro de lana le cubría las orejas, estaba descalzo, serio, como a punto de estallar.
Quizá a lo largo de estos años me lo haya cruzado cien veces más sin reconocerlo y sin que él me reconozca, o procurando evitarme. Desde luego, yo seguí viviendo ahí. ¿Adónde iba a ir? Me encerré en mi habitación, mi única pertenencia, y durante semanas no salí más que ocasionalmente y sólo por las noches, cuando el movimiento se aplacaba, en busca de un poco de comida. Una tarde sentí que arrancaban de mi puerta el cartel de ADMINISTRADOR. Otra, que los invasores cavaban por debajo del piso. Otra, más adelante, cuando perdí mi habitación, vagaba por la casa y encontré de casualidad una tapa en el suelo; la levanté, escuché voces, bajé. Desde entonces vivo en el subsuelo. Acá abajo redacto este informe, sin ver nada de lo que escribo. Debo decir que el subsuelo es, si no una obra maestra de ingeniería, al menos un trabajo de hormigas, perfecto y, por lo insostenible, milagroso, con amplias galerías en las que suelen reunirse decenas de personas en grupitos de tres o cuatro alrededor de un fuego en el que hierve una olla o se cocina un pedazo de carne. Son los que esperan para acceder a los pisos superiores. Yo mismo aspiro ahora a la condición de huésped. Robé un martillo, una cuchara de albañilería, un cortafierros, y aguardo una oportunidad.

Sergio Bizzio (Villa Ramallo, 1956) es uno de los autores más importantes de la literatura argentina actual. Ha tocado casi todos los géneros, poesía, relato, novela, teatro o guión, tanto en solitario como en coautoría, y no se ha ceñido a la escritura sino que ha incursionado en el cine o la música. Esa vocación inquieta, con una actitud perennemente punk, lo ha convertido en un referente para los creadores más iconoclastas. Entre su producción, extensísima, pueden destacarse novelas como Rabia, Era el cielo, Realidad o la más reciente Mi vida en Huel.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La fotografía que ilustra el ciento es del fotógrafo italiano Gabriele Basilico, acaso uno de los grandes retratistas de los espacios urbanos de la historia.
exactamente un individuo,
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nueva columna de Martín Cerda
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Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero