¿Qué pasaría si pudiéramos escuchar el pensamiento de un escritor mientras escribe, de un editor mientras edita? ¿Si pudiéramos leer no un texto, sino a nosotros mismos leyéndolo? Ilegible , libro de Pablo Duarte publicado por Gris Tormenta, que amablemente no permite compartirlo con nuestros lectores, representa los complejos mecanismos y decisiones detrás de ese proceso —la idea germinal, el deslumbramiento de la hoja en blanco, el viaje que se prolonga tras las páginas— contados desde la voz consciente de un autor ficcionado. A través de un poético ensayo que se analiza a sí mismo todo el tiempo, asistimos al proceso de creación de un texto que se escribe en un taller imaginario. La incertidumbre intermitente permite entrever la imposibilidad de los escritores de asir ciertas ideas como fueron concebidas. Pero es en esta búsqueda, en el desencanto y la fascinación de una escritura que pareciera nunca terminar de escribirse, que este libro, luminoso y tentativo, muestra el proceso mismo de la invención literaria.
Aunque, también, palabras más, palabras menos, así:
Hubo un taller. O habría. Habría habido un taller. De haber tenido un espacio. De haber estado acondicionado un sitio. De haber tenido tiempo. Porque, de inmediato, viene a la mente la pregunta por las condiciones necesarias para un taller. Las necesarias y las suficientes. La pregunta que viene a la mente, en este caso, es: ¿qué condiciones necesarias y suficientes deben cumplirse para que haya un taller?
Y uno podría arriesgar, a manera de respuesta: un espacio donde el taller suceda. Pero, examinada la proposición, el espacio no es imprescindible. Necesario no es, suficiente menos. Podría ser que el taller no tenga lugar. Entonces, si eso no es necesario y suficiente, arriesgaríamos a manera de respuesta tentativa: un texto. Un texto que resista los pinchazos, los pellizcos, las miradas casi bizcas que intentan enfocar algún detalle. Un texto sacrificial. Inmovilizado sobre una plancha, sobre una piedra. Un texto al quirófano. Un texto para aplacar dioses. Un texto dispuesto para la ortopedia. Un texto en la antesala de un confesionario, de un consultorio, de un anfiteatro. Un texto por analizar. Un texto por sojuzgar. Un texto por reanimar. Un texto que espera su diagnóstico. Un texto que viene por una receta. Un texto por revivir.
Pero, ya pensándolo, ni siquiera hace tanta falta un texto. Es mucho. Aunque pareciera necesario en un principio, el texto es mucho. No hace falta tanto. Es posible que haya un taller, que haya habido un taller, sin un texto. Una idea, quizá, esquemática, o menos: embrionaria. Una intención. De hecho, el grado cero de la intención, una inquietud. O mejor, eso de lo que están hechas las inquietudes. ¿Una curiosidad? ¿Un pálpito? ¿Cuál es el ingrediente activo de las intenciones? Una insinuación. Un guiño que de alguna manera se hace perceptible y, aunque no haya lugar, está. Tal vez, de manera preliminar y tentativa, llegamos a una condición necesaria y suficiente. O por lo menos en un sentido necesaria y casi suficiente. Llegamos, al parecer, a una respuesta.
Habría habido un taller. O hay un taller. Porque detrás, enfrente, en otro sitio que no es el sitio donde ocurre este palabrerío —este mismo—, hay un guiño, ese ingrediente activo de la intención. Una ondulación, un cambio de presión, una distorsión de la normalidad, una chispa, un temblor, una duda. O hubo, en algún momento, una duda y un taller, que sirvió para hacer de la duda algo concreto, algo extenso para que el chispazo prenda. Porque ese temblor en el continuo de las cosas, esa duda que interrumpe la marcha adocenada de las certezas, a su manera, instala el taller. Lo abre. Lo inaugura. O simplemente lo hace posible, ha lugar.
Entonces, hay, o hubo, un taller, convocado por una intención, instalado no a su pesar, sino a propósito, por intercesión suya, en reacción positiva y concordancia con sus prescripciones. El taller, en una marcha secreta, dispone de un margen para indagar en esa duda, para hacer de esa insinuación, de ese pálpito, un objeto amplio para estudiar. De estudio —la amplitud no es condición ni necesaria ni suficiente— y de obsesión. Las acepciones enlistadas en el párrafo tercero de esta sección, que evaluaban el tipo de texto necesario y suficiente para hacer lugar a un taller, bien podrían aplicarse aquí a la intención: una intención que resista los pinchazos, los pellizcos, las miradas casi bizcas que intentan enfocar algún detalle. Sacrificial, inmovilizada sobre una plancha, sobre una piedra, quirófano, y así sucesivamente. Sin embargo, hay que decir que este taller, el que se decide que hubo por el cumplimiento de los criterios necesarios y suficientes —o que habría de hallarse al aparecer una duda que interrumpa el continuo zafio de certezas—, o el que hay, más allá del palabrerío, no es un concepto general. Perdón por la interrupción, pero sería omiso no señalar que la palabra aparecer, el acto que refiere y la imagen que convoca, es problemática, porque necesitaríamos otro rato de palabrerío para definir los términos de esa aparición. Por eso, reconozco que pido aquí, como sucederá en tantos otros momentos a partir de aquí, una indulgencia. Es un taller particular que, a su manera, tuvo lugar, si es que lo tuvo, merced al pliegue que supuso alguna duda concreta, y se desarrolló, sucedió y fue dejando, a su manera, un trazo, un rastro, o muchos, de las variaciones de la inquietud que lo animó. Minúscula, intrascendente, personal o decisiva, la inquietud es recuperable. Se puede, en otras palabras, gracias a esas huellas, gracias a la evidencia de que el taller tuvo lugar, si es que lo tuvo, reconocer la inquietud, hacerla propia o rechazarla. Es decir, se puede ser parte del taller o no. Esa, en todo caso, es la segunda pregunta que se viene a la mente de inmediato. O por lo menos en la inmediatez que sucede después de la imperativa interrogante que, antes de comenzar, pregunta por la posibilidad misma del taller. Una vez que nos acercamos de algún modo a una respuesta preliminar y tentativa, pero en algún sentido necesaria y casi suficiente para esa primera cuestión, inmediatamente aparece esta segunda, una segunda pregunta inmediata que interroga, ya establecido que el taller es posible, qué es lo que, para decirlo con un verbo orondo de solemnidad, se tallerea.
La respuesta a esta pregunta, que ya se demora bastante, de algún modo suena. Suena a voz de épocas pasadas. Suena a solemnidad, a cavernosa solemnidad, a eco, a cosa grave. Resuena. Suena, la palabra escrita en general. De algún modo, escrita y sonora, la respuesta a la pregunta por el tallereo es, qué remedio y qué enredo, otra pregunta. No una pregunta que comienza con un signo de apertura y cierra, como se debe, con el signo complementario. Más bien se trata del relato de una interrogación. Eso suena mejor. El relato incierto de una interrogación. El relato dudoso de una incertidumbre. El relato de una inquietud que no está convencida de su planteamiento. Es en ese sentido, más precisamente, que la respuesta a la pregunta segunda, a la que inquiere acerca de lo que se tallerea, es una pregunta. Y aunque no se plantea así, podría hacerlo. Es decir, que todo este palabrerío también podría haberse hecho económico, más cortito, concreto. Para eso, reconozcámoslo, se requiere certeza, una asertividad que aquí no hay, o, en todo caso, algo más que solo el eco de una voz oronda de engolada vanagloria. De tenerlos, la certeza y los arrestos, después de unas idas y unas vueltas, se detendría todo con una frase que pretende algo de escarnio. Suena a lo mismo, a voz de seriedad, exasperada. Y todo esto para responder una pregunta: ¿cómo escribir? Incluso más concreto: ¿escribir?
Pablo Duarte (Ciudad de México, 1980) es editor y escritor. Ha colaborado con diversos proyectos editoriales impresos y digitales, programas radiofónicos, así como con artículos para medios culturales y literarios. También participó como editor en Tumbona Ediciones, en donde fue uno de los coordinadores de la emblemática colección Versus. Entre tal variedad de ocupaciones —ensayista, locutor, corrector, guionista, traductor, ilustrador—, Duarte deambula casi siempre tras bambalinas del mundo editorial. Su obra literaria es breve y dispersa; ILEGIBLE es su primer libro, un largo ensayo que reflexiona sobre los procesos alrededor de la creación de un texto, la búsqueda de la frase ideal y la coherencia semántica. Todo esto, pareciera, con una admirable necesidad, casi dependencia, de la palabra escrita.
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