Retorna un nuevo texto de la sección Postulados, donde compartimos los textos que nos son remitidos espontáneamente por los lectores. Hoy un tico que reside en Ecuador, y que se esconde bajo el nombre de Fernando Sequeira.

 

2:22 a.m. Una polilla blanca parece espiar desde el techo. El calor no me deja dormir, es el sofoco costeño al que nunca me habitué. Así es todas las noches, entonces aprovecho el insomnio y la poca luz que invade tras la cortina para mirar a la mujer en mi cama, una mujer blanca de piel fría, una mujer dormida al borde del silencio, que noche tras noche desgasta sueños ya repetidos.

La mujer en mi cama es como una iguana escondida bajo una bolsa de piel, una bolsa de piel con vello púbico. A veces creo que podría abrir su boca y de ahí escaparía la iguana, y explicaría por qué sisea al dormir, por qué su piel disgusta a mi piel caliente, por qué su mera presencia me amenaza, y por qué toma el sol durante horas y sin hablar, mirando quieta en dirección hacia el todo. Pero no, las iguanas no tienen vello entre sus piernas. No sé qué sea, qué somos ni qué seremos. Quizás sí sea solo una mujer, una que se cree iguana, pero mujer al fin. Y quizás yo no deba estar aquí ni acostarme con una iguana en traje de mujer, pero aquí estoy.

Su sangre es fría y se calienta cada luna al contacto con el aire. Su sangre es fría como fría es su piel, como fría es su boca. Es por esto que cada amanecer escapa sola a la playa para camuflarse, calentarse con un sol apenas tibio en una arena que conserva los recuerdos nocturnos, hasta que su cuerpo absorbe el calor suficiente para vivir.

2:24 a.m. La mirada de la polilla pesa sobre mi entrepierna. La polilla sabe que esos cuatro vellos abrazados a mi pene no son míos. Sabe que mi vello es corto, pero el de la mujer-iguana no. Luego del sexo quedan adheridos. A veces son pocos, otras varios. Incluso en ocasiones me pregunto cómo sería sentirlos en mi boca, pero la mujer siempre me restringe: “Solo pene”, como si el sexo se limitara a ello.

Quizás no quiere que sienta su sabor a iguana. Quizás haya dejado crecer su vello para esconderse en él. Quizás siente vergüenza de ser vista. Quizás tenga escamas en sus labios.

La miro. Su rostro, su boca herbívora, sus pezones, sus manos, su vientre, y me detengo en la zona oscura entre sus piernas. Lo confieso, no sé bien si me estoy enamorando de ella, de su misticismo al asimilarse a una iguana, o a la abundancia de vello grueso que le mantiene siempre caliente la única zona que le prohíbe a mi boca. Quizás sí me esté enamorando de ella, de la mujer, no de la iguana; de su boca entreabierta cada vez que empujo, de su risa, de sus muecas, de sus pies grandes, de ese pezón ligeramente más grande que el otro, y del tacto de sus senos cuando se endurecen.

La beso. Abre sus ojos de iris marrón, y tras reconocer el espacio repta y se acurruca sobre mí para seguir durmiendo. Escapa un resoplido de su boca apenas audible. Siento sus garras sobre mi piel, se me endurece el miembro, y a pesar de querer esconderlo ella se percata, clava sus pupilas agrandadas en las mías y mueve su cabeza de abajo hacia arriba.

Tenemos nuestra última ronda de sexo por esa noche, o quizás por esta vida, esta vez a vista y paciencia de la polilla. Con cada movimiento nuestro la polilla retrocede, adolorida, chillando a voces insonoras, hasta que en plena eyaculación su cuerpo se contrae y cae muerta sobre la maraña de vello púbico.

2:28 a.m. Miro al techo, acostado junto al cadáver de la polilla. Afuera los búhos vuelan en silencio, la temperatura baja y una estrella fugaz que nadie ve muere efímera y con vergüenza por la innecesaria vehemencia. La mujer blanca se levanta con brusquedad, toma la sábana y camina. Hay algo que calla, las iguanas siempre guardan algo que nunca cuentan. Escucho la puerta abrirse y cerrarse a su salida. No sé si se vistió, no sé qué pensaba, tan solo salió de noche.

Una iguana escondida bajo una bolsa de piel huye de la insatisfacción cubierta con una sábana de libertad. Y así la quiero yo.

 

Fernando Sequeira (San José, Costa Rica, 1993), seudónimo de Fernando Montero, estudiante de posgrado en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Costa Rica. Actualmente habita en Ecuador y labora de manera independiente realizando revisiones filológicas. Ha cursado talleres de dramaturgia en el Taller Nacional de Teatro, Teor/ética y el Teatro Giratablas, pero su producción gira alrededor de la narrativa breve. Asimismo, ha publicado cuentos en revistas digitales de Costa Rica y Nicaragua.

La imagen que ilustra el texto es obra de Fabian Oefner.