Sentado ante la mesa de la cocina, con un sándwich y un vaso de leche sobre el blanco mantel, Marcus Conway lee el periódico y escucha la radio. No hay nadie más en casa. Louisburgh, Irlanda, 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, y a mediodía las campanas de la iglesia tocan el Ángelus. Esas campanadas desatan el vértigo de la memoria, y a la mente de Marcus acuden los conflictos no resueltos, las heridas, los amores irreconciliables: la esposa a la que ama y a quien sin embargo ha traicionado, el hijo lejano, la hija artista a la que quizá decepcionó. Durante una hora, y hasta el próximo boletín informativo, Marcus deshuesa el pasado, repasa mentalmente su vida como hijo, como esposo, como padre, como el ingeniero civil que es, asombrándose ante la milagrosa construcción del mundo y presintiendo a la vez su pronto desmoronamiento. Escrita a partir de una única frase que –como el hilo de la vida, como el fugaz discurrir de la conciencia– serpentea imparable por estas páginas, traducidas por Magdalena Palmer, cuyo inicio compartimos con los lectores de penúltiMa por cortesía de la editorial Sexto Piso. El libro llega la semana que viene a las librerías, pero no hemos podido dejar de caer subyugados ante los riesgos estéticos que se atreve a afrontar el autor en este libro. Por estos pagos somos especialmente devotos de la experimentación y de la tensión estilística y, ya solo por ese motivo, es evidente que esta novela nos iba a llamar la atención. Sabemos que a lectores atentos como usted, también.
las campanas
las campanas desde oigo las campanas desde
oigo las campanas desde aquí
desde aquí oigo las campanas
que resuenan en la luz gris de esta
mañana, tarde o noche
quién sabe
aquí, en este día gris
oigo las campanas al mediodía, las campanas del mediodía, las campanas del Ángelus al mediodía, que resuenan en la luz gris hasta
aquí
en la cocina
oigo estas campanas
que me desgarran el corazón
y traen el mundo entero
aquí
pálido y sin aliento, llegado desde muy lejos para estar en
esta cocina confundido
eso seguro
pero oigo las campanas de la iglesia del pueblo, a un kilómetro de distancia en línea recta, siguiendo toda la calle desde la comisaría que resguardan unos grandes sicomoros donde ha construido sus nidos una colonia de grajos, tantos y tan escandalosos que a veces, en primavera, cuando anidan, sus graznidos llenan la iglesia y
estoy agotado, tan rápida
esa carrera a la iglesia y las campanas
sí, son reales
campanas auténticas
no una retransmisión de la radio porque
son inconfundibles la profundidad y el eco del sonido que
me llega a lo largo y ancho de este día y que incluso a esta distancia reverbera en mi pecho
un latido sistólico desde el otro extremo de esta parroquia, cuyos límites en este mundo conocido son Sheeffry y Mweelrea al sur y la extensión abierta de la bahía de Clew al norte
las campanas del Ángelus
resuenan en sus pueblos y demarcaciones, en sus campos y colinas y pantanos, tres campanadas repetidas seis veces en un minuto y medio, una llamada al borde del vacío que mediante todas sus carreteras principales y secundarias une esta parroquia con
todas sus escuelas y campos de fútbol
todos sus puentes y cementerios
todas sus tiendas y pubs
el almacén de materiales de construcción y el ambulatorio el centro cívico
la depuradora de agua y
el campo de balonmano
el mundo creado con
todos los puntos de referencia que forman una parroquia
como esta, igual que
hizo el mismo mundo al inicio de los tiempos con sus montañas, ríos y lagos
cuando esta zona empezó a formarse alrededor del río
Bunowen que nace en las colinas de Lachta y fluye al norte hacia el mar, creando el valle fluvial cuyas carreteras, principales y secundarias, siguen el contorno del paisaje y en cuyo centro se encuentra
la aldea de Louisburgh
donde suenan las campanas del Ángelus, que de nuevo convocan al mundo
montañas, ríos y lagos
hectáreas, áreas y ochavas
animales, minerales y vegetales
alianza, cruz y corona
el mundo creado con
toda su historia para arroparme mientras
estoy aquí en la cocina
de esta casa
donde he vivido casi veinticinco años y donde he formado
una familia, esta casa en las afueras de la aldea de Louisburgh –en el condado de Mayo, en la costa occidental de Irlanda–, una aldea en la que tengo ancestros que se remontan hasta la época en la que no había más que un río precario que fluía entre unas pocas casas humeantes arracimadas alrededor de una forja y un puente de madera, una aldea de piedra y barro que no obedecía a ninguna planificación ni tenía licencia para organizar un mercado, mi linaje se remonta a la lúgubre prehistoria cuando un tenaz grupo de agricultores y pescadores se agarraron a un terrón de tierra
pese a las tormentas y las tempestades
contra viento y marea
hombres irascibles de barrigas prominentes que a menudo se fueron a la tumba con dolor de pecho antes de los sesenta, buenos cantantes en su mayoría, todos
empeñados en ampliar su terruño de generación en generación hasta alcanzar ocho hectáreas de pastos y cultivos, con acceso al ejido de la colina de Carramore que domina la bahía y
este dolor, este puto dolor me dice que por lo que sé
siendo el saber mi fuerte, que
que
hay algo extraño en todo esto, una inquietud en el aire que me ha afectado en cuanto han empezado a repicar esas campanas, algo que se agita en mi interior, un vértigo que me lleva
a recorrer la casa
puerta a puerta
de habitación en habitación
pasillo arriba y pasillo abajo
como un loco
dormitorios, cuarto de baño, sala y
de vuelta a la cocina donde
Dios
qué arrebato frenético
Dios
no tanto un arrebato como un pliegue en la luz que fluye
de una habitación a otra habitación solo para encontrar la casa vacía
ni un alma
porque es día laborable y mi familia se ha ido
todos se han ido
mis hijos se han independizado y Mairead está trabajando y
no volverá hasta pasadas las cuatro, por lo que hasta entonces la casa es toda mía, lo que debería alegrarme porque normalmente me encantaría estar aquí solo sin nada que hacer más que escuchar la radio o leer el periódico, pero ahora esa idea me inquieta, tener cuatro horas por delante antes de que Mairead vuelva
pasar cuatro horas aquí solo
cuatro horas antes de que ella vuelva
tiene que haber alguna forma de pasar el tiempo que me
queda por delante, algo que alivie la inquietud porque el periódico
sí
eso servirá
el periódico de hoy
coge las llaves del coche y conduce hasta el pueblo para
comprar el periódico, aparca en la plaza delante de la farmacia y luego quédate en la calle y
eso es lo que haré
me quedaré en la calle hasta que alguien se acerque a hablarme, hasta que alguien me diga
hola
hola
o hasta que alguien me salude de alguna manera, con un
gesto de la mano o pronunciando mi nombre, porque aunque esta es una calle como cualquier otra, difiere en un aspecto esencial: esta calle en concreto es mía, mía en el sentido de que la he recorrido miles de veces
de hombre y de niño
en invierno y en verano
truene, llueva o luzca el sol
de modo que sus puertas y escaparates me resultan familiares, reconozco cada farola y cada tramo de acera esta calle conocida
esta calle en la que puedo confiar
fuente y fundamento
uno de esos sitios por donde pasará alguien que diga
sí, conozco a este hombre
o con más concreción
sí, conozco a este hombre y conozco a su hermana Eithne
y antes conocí a su padre y a su madre y a toda su familia
o con más confianza
claro que lo conozco, Marcus Conway, vive al otro lado de
mis tierras, veo su casa desde mi puerta trasera
o con más rotundidad
por supuesto, Marcus Conway, el ingeniero, fuimos jun
tos a la escuela y también jugamos juntos al fútbol, vestíamos los colores de nuestro equipo, el negro y el dorado
o con más impaciencia
faltaría más, su hijo y su hija iban a la escuela con los míos y los dos estábamos en el consejo escolar
o con más irritación
cómo no iba a conocerlo, le presté una motosierra para que cortara el espino blanco del final de la calle y
así
infinitamente
amén
el credo básico con todos sus modos y declinaciones, los
artículos de fe que me sustentan y sobre los que he construido una vida en esta parroquia con todo su trabajo y todos sus rituales durante casi cinco décadas y
esta breve historia del mundo para arroparme
mientras estoy aquí en esta cocina, en esta luz gris, preguntándome
por qué precisamente hoy esta súbita e imperiosa necesidad de repetirme todas estas obviedades, a qué responde la sensación de que hay
umbrales que cruzar
asuntos que resolver
comprobaciones que realizar
como si hubiese entrado en una situación excepcional rodeada de olvido mientras busco mis llaves
rebusco en los bolsillos y miro a mi alrededor solo para descubrir que
Mairead se me ha adelantado, ha salido temprano y ha comprado no uno sino dos periódicos, prensa local y nacional, están los dos en el centro de la mesa bien doblados uno dentro del otro, la luz que ilumina su lisa superficie demuestra que no los ha leído y que disfrutaré del pequeño placer de abrir un periódico nuevecito, que lo oiré crujir y crepitar, una de esas experiencias para empezar bien el día o la tarde, como es ahora el caso, volviéndolo y hojeándolo
empezando por el final, las páginas deportivas, para leer el titular
Las duras lecciones de la última derrota
como si este fuera el lugar y el momento adecuado para un sermón
lo que me impulsa a cerrarlo rápidamente porque no quiero homilías a esta hora del día, que según la fecha del periódico es
dos de noviembre, día de los fieles difuntos, el año está a punto de acabar
qué ha sido de octubre
ha pasado en un abrir y cerrar de ojos, hace solo una semana del cambio al horario de invierno
y los artículos de primera plana cuentan que el mundo sigue sumido en su incesante dinámica de alzarse en esplendor y desplomarse en ruinas, con guerras que continúan en algunos países extranjeros –Afganistán e Irak, por ejemplo– mientras en otros se intentan alcanzar acuerdos de paz –Israel y Palestina– y, más cerca de aquí, se suceden dramas a menor escala pero igualmente reales –falta de camas hospitalarias, presión para alcanzar acuerdos salariales en el sector público–, todas excelentes historias humanas independientemente de su conclusión, historias que transmiten el palpitar de su carne y de su sangre, mientras al mismo tiempo
en el reino superior de las finanzas internacionales otros índices más abstractos suben y bajan a su antojo –precios de acciones, tasas de interés, márgenes de beneficio, coeficientes de solvencia–, el dinero mantiene los desequilibrios necesarios para que todo siga fluyendo y en unas de las páginas interiores hay
un año después
un largo artículo con un gráfico ilustrativo y citas que resaltan las causas y las consecuencias de nuestra reciente crisis económica, un breve resumen de los acontecimientos que culminaron en la noche del 29 de septiembre, fiesta del arcángel Miguel, la noche en que el sistema financiero casi se vino abajo y el país estuvo a punto de despertar a la mañana siguiente con todas las cuentas bancarias vacías y
en aras de la claridad
ilustra el artículo una barra lateral que muestra algunos datos sobre la inmensidad de la insensatez financiera nacional durante los años anteriores a la crisis, la deuda fue acumulándose hasta alcanzar decenas de miles de millones, cifras increíbles para la economía de una isla pequeña, magnitudes asombrosas que modificaron para siempre los horizontes de lo que nos creíamos capaces de asumir y que ahora, amontonadas unas sobre otras –todos esos ceros, duros y deslumbrantes, tan propensos al incremento viral-, parecen
los índices y magnitudes de una nueva cosmología, las fuerzas y velocidades de un mundo invertido y desolado, un reino negativo que, con el tiempo, nos absorberá la vida, ese desplome tan inesperado que ninguno de nuestros profetas supo ver, como si todos estuvieran
ciegos y mudos, despojados de sus poderes de adivinación cuando sin duda esta era la clase de catástrofe que los profetas tendrían que haber visto o presentido, pero no fue así, pues hoy es evidente, en retrospectiva, que los dones de nuestros visionarios eran de un orden inferior, sus advertencias reducidas a trémulos balidos, voces de hombres que minimizaron los riesgos sin usar un tono más enérgico y fatalista y que optaron por la crítica y el análisis, por ese tono precavido que al final se demostró totalmente inadecuado para el desastre que se avecinaba porque señalar defectos era insuficiente y las cifras y las proyecciones, por muy nefastas que fueran, jamás iban a cartografiar el verdadero mapa de la calamidad ni podían ser un conjuro adecuado para hacerle frente sin un claro tono de denuncia, el suyo nunca fue un canto que llamara nuestra atención y de nada sirvió enfrentarse a la catástrofe con razones cuando lo que necesitábamos era a
nuestros profetas enloquecidos
acudiendo a nosotros con ojos desorbitados, cubiertos de mierda, agitando una campana, visionarios y pecadores a un tiempo hablándonos en una lengua al filo de la enajenación cuyo mensaje, en lenguaje llano, se traduciría por
estamos jodidos
estamos bien jodidos porque
está acumulación de señales solo augura un desenlace y hay más
los ojos de esa mujer
Mike McCormack (Londres, 1965) creció en una granja irlandesa y se graduó en Inglés y Filosofía por la Universidad de Galway. En 1996 publicó su primer libro de relatos, Getting It in the Head, que le valió el Premio Rooney de Literatura Irlandesa. Su primera novela, Notes from a Coma, fue finalista del Irish Book of the Year Award en 2006. Huesos de sol, publicada originalmente en 2018, recibió el Goldsmiths Prize, el Irish Book of the Year Award y el International Dublin Literary Award, y fue candidata al Premio Booker.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero