Intenso, y extenso, primer capítulo del libro Hotel Insomnia (Innisfree) de Hilario J. Rodríguez donde repasa toda una serie de referentes y producciones audiovisuales para enfatizar la condición intelectual del cine y, hecho curioso, la filiación literaria de su crítica.
Al escribir sabes qué y por qué, aun no sabes cómo…[1]
Abajo la puesta en escena de la vida cotidiana: filmadnos de improvisto tal y como somos.
MANIFIESTO DE LOS KINOSK, CINE-OJO, Dziga Vertov, 1923
No queremos más filmes rosas, sino del color de la sangre.
MANIFIESTO DEL NEW AMERICAN GROUP, 1961
No es un film sino un conjunto de filmes en evolución, que dará por fin al público la conciencia de su propia existencia.
MANIFIESTO DEL CINEMA NOVO: LA ESTÉTICA DEL HAMBRE, Glauber Rocha, 1964
El gran crítico de un film revolucionario es el pueblo al que va dirigido, que no necesita mediadores que lo defiendan y lo interpreten.
MANIFIESTO DE LOS CINEASTAS DE LA UNIDAD POPULAR, Chile, 1970
Que haya sangre, vergüenza, dolor y éxtasis, de una clase que nadie ha imaginado todavía. Nadie saldrá ileso.
MANIFIESTO DEL CINE DE LA TRANSGRESIÓN, Nick Zedd, 1985
Cuanto más accesibles se hacen los medios, más importante es la vanguardia.
MANIFIESTO DOGMA 95, Lars Von Trier & Thomas Vinterberg, 1995
Al morir, los pintores dejan sus cuadros, los escritores dejan sus libros y los músicos dejan sus composiciones. Pero ¿y los magos? ¿Qué queda de su genialidad?[2]
El arte hoy en día requiere una inquietante docilidad por parte del espectador y no digamos por parte del crítico. Ya no es necesario que apele a cánones ligados a la belleza ni a argumentos más o menos inteligentes, porque la autoridad de sus contextos no sólo justifica su valía (y su profundidad) sino que además fija su posible valor. Al final, va ser cierto lo que decía Marshall McLuhan al afirmar que «el medio es el mensaje». Por eso si CaixaForum programa una exposición sobre Georges Méliès[3], demostrando una vez más su amplitud de miras al incluir el cine entre cualquier otra disciplina sensible de ser considerada artística, y si lo hace con su habitual habilidad para convertir dicha exposición en una experiencia CD−ROM para quienes la visiten, ¿cabe argüir algo en contra?; y si la Fundació Joan Miró se propone demostrar cómo el vídeo ha convertido a la imagen en movimiento, tras la oportuna muerte del cine, en un nuevo arte, ¿quién se atrevería a contradecir dicha aserción? Al menos los críticos tenemos que apechugar con lo que nos echen aunque al final le concedamos dos de las cinco estrellitas que nos sirven para tasar nuestro grado de admiración hacia cuanto nos interesa o hacia cuanto nos empujan a interesarnos.
El arte siempre actúa como si ya fuera mañana[4].
De Georges Méliès en CaixaForum se nos recordaban sus posibles influencias (provenientes de los precines, de la fotografía, de la ópera, de la pintura, del teatro, de la magia, etcétera, etcétera) pero no se meditaba lo suficientemente sobre cuál pudo ser su grado de exposición y conocimiento sobre todas ellas, teniendo en cuenta que nació en 1861; hasta 1888 se dedicó al negocio del calzado; entre 1888 y 1896 se dedicó a la dirección teatral, al periodismo y al dibujo, y de 1896 a 1913 realizó más de quinientas películas. Casi nada. No cabe duda de que con su ingenio y con la ayuda del cinematógrafo, pudo solucionar aprisa problemas que en otras disciplinas ni siquiera se han solucionado hoy en día (porque obligan a pensar más y actuar menos) y que los efectos especiales del cine de unas décadas a esta parte le deben muchísimo (para bien y para mal, porque la tecnología facilita tanto como estandariza)[5].
Cierra los ojos: lo que has visto ya no está y lo que verás no existe todavía[6].
La exposición no pretendía provocar fisuras. Su objetivo no consistía en hacernos reparar cómo en sus orígenes, y por culpa de los contextos y del público al que iban destinadas sus obras, Méliès mantuvo su importancia mientras generó ganancias y luego desapareció dramáticamente; tampoco pretendía enjuiciar de qué manera en la actualidad ya no cabe aproximarse a su obra desde un punto de vista cinematográfico, entre otros motivos porque sus obras han dejado de exhibirse en salas comerciales y a lo máximo a lo que pueden aspirar es a convertirse en animales melancólicos en un buena edición en dvd. A lo que aspiraba es a fijar cómo las artes dialogan y cómo el presente, el pasado y el futuro son interlocutores en ese diálogo (eso que suele llamarse intertextualidad, vaya). Fijar en sus presupuestos una reivindicación como la que expresó Joris Ivens en Une histoire de vent (1988) al afirmar que a punto de iniciarse el siglo XXI ya no creía en la tecnología y que su único credo era la magia (refiriéndose a ella a través de Méliès) porque es la única ciencia capaz de operar milagros, habría sido mucho pedir a Laurent Mannoni, el comisario de la exposición, y a quienes elaboraron los textos del catálogo, que sólo se preocupado de convertir a Méliès en un producto más de entre los que ofrece nuestro mundo capitalista, donde el arte también ha acabado convirtiéndose en un valor más[7].
Es preciso el silencio para preservar el carácter mágico de algunas imágenes[8].
En la Fundació Miró, sin embargo, las cosas se pusieron algo más arduas. Los nombrecitos que se barajaban en la exposición Insomnia[9] no eran los que suelen correr de boca en boca entre los cinéfilos, forman parte de una estirpe diferente. Hollis Frampton, Lis Rhodes, Peter Kubelka, Stan VanDerBeek, Dan Graham, Ben Rivers y Stan Douglas, algunos de ellos muertos o veteranos con más de medio siglo de carrera a las espaldas, rara vez se plantearon hacer películas, más bien se plantearon qué hacer con el cine para aprovechar su potencial en el ámbito del arte. Algo así, desgraciadamente, los ha mantenido en la mayoría de los casos en una asumida marginalidad, a medio camino entre el cine y el arte. Gracias a Dios, en una época en la que se venden mejor los discursos que las formas parece más sencillo colocar donde se merecen a estos extraordinarios cineastas. Sus propuestas, bien conocidas entre quienes tengan el mínimo interés por el experimentalismo, jugaban a convertir cada sala de la Fundació Miró en una experiencia sensorial distinta o simplemente en una atracción de barraca de feria diferente, según se mire.
El arte ante todo es un diálogo[10].
Lo que Insomnia no llegó a racionalizar en ningún momento, más allá del juego de artificio propuesto para cada obra, es su importancia o su densidad conceptual. Da la sensación de que Neus Miró, la comisaria de la muestra, hubiera descubierto el cine y sus potencialidades con los trabajos que presentaba en la exposición. Como suele ser habitual, todo se vendía con el eslogan de lo nuevo, de lo innovador, de lo nunca antes visto, dando por supuesto que quienes vamos al cine somos unos chiquillos sin instrucción ni rigor, algo que puede ser cierto para una inmensa mayoría en busca de consuelo ante el demoledor panorama de la realidad, pero no para los que ya antes de la hecatombe buscábamos formas alternativas por si las institucionales se venían abajo en algún momento.
El cine transforma el espacio museístico y el museo amplía los horizontes del cine.
Desde hace unas cuantas décadas, la metodología de muchos artistas (de quienes nos ahorraremos sus nombres) ha consistido en reclamar atención desde la marginalidad, cuestionando con sus obras que casi nadie ve, con sus libros que casi nadie lee y con sus ideas que casi nadie escucha, una autoridad que difícilmente se les otorgará a ellos aunque acaben siendo santificados por las jóvenes generaciones. Dennis Hopper, en ese sentido, operó de manera inversa: marginándose después de haber conocido la gloria con apenas diecisiete años. Acababa de interpretar pequeños papeles en Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955, Nicholas Ray) y Gigante (Giant, 1955, George Stevens), tenía a James Dean como uno de sus mentores, y las expectativas en torno a su futura carrera eran enormes. Pero la ebriedad del éxito prematuro, la muerte o el ostracismo de sus maestros, su actitud rebelde y contestataria, los coqueteos con el alcohol y las drogas, sumados a otros factores, le condujeron al desastre. Fue apartado de Hollywood por una oligarquía en decadencia que una década más tarde reclamaría de nuevo sus servicios, sin darse cuenta de que el carácter tempestuoso de Hopper, lejos de amainarse con la edad, se había recrudecido.
El estilo es invisible y ante todo indemostrable[11].
James Dean, que solía llevar a los rodajes una cámara de 16 mm para captar con ella lo que sucede entre la filmación de los diferentes planos de una película, fue quien le recomendó a Hopper que llevase siempre encima una cámara fotográfica por si el azar le deparaba alguna felicidad repentina. Durante unos años la recomendación quedó en suspenso, mientras se apagaban las últimas muestras de resistencia de Nicholas Ray y Samuel Fuller, dos cineastas de estilos antitéticos, el primero un poeta y el segundo un reportero de guerra, cuya marcha de Estados Unidos marcó el final de una ilusión y el comienzo de otra. Fue más o menos por esa época cuando comenzó la carrera de Hopper como fotógrafo, observando paisajes urbanos, siendo testigo de importantes cambios sociales, viajando incansablemente por las carreteras secundarias de Estados Unidos y codeándose con los artistas que surgieron tras el expresionismo abstracto, desde los cultivadores del pop art hasta los practicantes del grafismo musical, en un intenso recorrido con cinco matrimonios, cambios continuos de ideología y también lleno de tiempos muertos, un recorrido que se acabó en 2010, con su muerte[12].
No hace mucho, en un paseo que dieron Jordi Carrión y Germán Sierra por las calles de Santiago de Compostela, al entusiasmo del primero hacia Incógnito, un brillante ensayo de David Eagleman sobre el comportamiento del cerebro, el segundo le oponía la frivolidad de los libros divulgativos cuando intentan explicar sistemas complejos que en realidad no se pueden entender. Si ahora yo fuese Jordi Carrión, expresaría mi entusiasmo hacia la exposición sobre la obra de Dennis Hopper que se inauguró en el Museo Picasso de Málaga el 29 de abril de 2013, como si nunca antes se hubiese visto su obra artística en España (cosa que sí sucedió durante PhotoEspaña 98) o como si su polimórfico espíritu creativo al fin pudiese enseñarnos todas sus caras (aunque pudiesen echarse en falta pinturas, esculturas, grafitis, ensamblajes o más fotografías de las 10.000 de su archivo personal, reducidas aquí a 150 mayormente tomadas entre 1961 y 1967). Y si fuera Germán Sierra, posiblemente expresaría consternación ante una visión digerible de alguien a quien la idea del arte le despertaba los mayores recelos y que, como Antonin Artaud, no quería responsabilizarse ni de la condición de artista ni del orden social implícito en ella, aunque fuese por la vía del inconformismo.
Situándonos en un territorio intermedio entre ambos escritores, la exposición nos permitía comprobar en sus primeras fotografías signos de la decadencia urbana (a través de calles desoladas o posters rotos) y de los importantes cambios sociales que estaban teniendo lugar en Estados Unidos a principios de la década de los setenta (cuando Martin Luther King abanderaba las manifestaciones a favor de los derechos civiles, sin ir más lejos). De esos sentimientos contrapuestos, de ilusión y desilusión al mismo tiempo, surgió luego Buscando mi destino (Easy Rider, 1969), una película que él dirigió al margen del sistema para incorporar en ella elementos impropios del cine comercial de la época (como su peculiar banda sonora o el montaje de ciertas secuencias cuya potencia alucinatoria se debe en parte a Bruce Conner).
Yo no soy yo, evidentemente[13].
De su época más productiva como fotógrafo, durante los años sesenta, Hopper emergió más como un retratista de celebridades (Andy Warhol, Jane Fonda, Ike y Tina Turner) que como lo que realmente era: un explorador intentando dar forma a su propia psique. Algo así sólo podía desembocar en una obra incompleta y quizás también insatisfactoria, pero no por ello menos heroica. Su foto de Paul Newman en un descanso de rodaje de La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967, Stuart Rosenbaum), bajo la sombra de una verja que sugiere la idea de alguien atrapado, bastaría para explicar cuanto vino a continuación: el abandono de la fotografía, el éxito cinematográfico y en última instancia el derrumbe personal, justo después de rodar La última película (The Last Movie, 1971), un proyecto al que cabría calificar de acid western, cuyos continuos problemas durante el rodaje y cuyos desastrosos resultados en taquilla condenaron a Hopper a una nueva década en dique seco si exceptuamos su intervención en Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola), donde interpretó a un fotógrafo hippy y visionario que ya no hace fotos.
Las imágenes a veces se encargan de lo colocar lo imaginario en la realidad[14].
Cuando Francis Scott Fitzgerald sentenció que «en la historia norteamericana no hay segundos actos», se refería a artistas como él pero no como Dennis Hopper, que si por algo se caracterizó constantemente fue por evitar la genialidad para buscar a cambio la singularidad. Su singularidad, de hecho, es lo que le proporciona una hiriente valentía a Caído del cielo (Out of the Blue, 1980), una reevaluación del personaje que años atrás había interpretado en Buscando mi destino y seguramente una reevaluación de sí mismo a través de la figura de un padre cuya capacidad destructiva es casi tan grande como su capacidad autodestructiva. Apoyarse en esta película para proponer una visión global de su obra, nos llevaría a considerarla una especie de fenomenología del sufrimiento, de la rabia y de la destrucción, aunque un afán hermenéutico de esa envergadura habría necesitado no una exposición sino de todo un museo dedicado a él, en una sucesión de obras cuyos últimos ejemplos, a partir de un viaje a Japón en 1989, ya sólo describen al monstruo en la pantalla de los cines, como el Frank Booth de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1987, David Lynch), mientras el fotógrafo, el escultor, el pintor o el poeta preparaban una muerte digna con trabajos pulcros y en algún caso experimentales que intentaban reconstruir la imagen de un artista serio, y no la del hombre roto que siempre fue Dennis Hopper, a quien un museo solo puede glorificar por haber dejado tras de sí algunos pedacitos de su frustrante incapacidad para ser «algo» mientras seguramente lo único que intentaba era ser «alguien».
No voy a gustaros nada[15].
Cada época produce sus héroes y sus monstruos, y los artistas suelen situarse en la intersección entre ambos. Ahora vivimos un momento de domesticación cultural, en el que los cantantes y los escritores aceptan el incierto papel de intelectuales o de showman que les adjudican el mercado y las sociedades interesadas en canalizar su discurso. Los herederos del romanticismo han ido desapareciendo poco a poco y con ellos han comenzado a disiparse las ambiciones que animaron la filosofía de Friedrich Nietzsche, la obra literaria de James Joyce o el cine de Dziga Vertov. Ya no quedan quienes de verdad quieran poner en entredicho las reglas y los valores establecidos. Todo lo más aparece de cuando en cuando algún gamberro que nos hace soñar, como Michel Houellebecq o Quentin Tarantino; incluso los raros y los extravagantes, como Tim Burton, han acabado convirtiéndose en gente normal. Por eso prestamos tanta atención a los enfermos y a los locos si nos proponen algo, aunque en principio pueda parecer el trabajo de un niño. Su visión, que suele ser anárquica e irreverente, nos descoloca durante unos instantes, cuestionando nuestra comodidad liberal y burguesa.
No deliran los sueños,
delira la realidad
cuando nada la contradice[16].
Si enjuiciar la vida y obra de Dennis Hopper dista de ser una empresa fácil, también la obra de Pier Paolo Pasolini nos lo pone muy difícil. Conciliar su militancia cristiana, marxista y homosexual, todavía hoy nos parece una tarea casi imposible, quizás porque todavía hoy seguimos notando en esa triple adhesión tantos motivos de asombro como de desconcierto. Pero ese desconcierto que fuera de Italia nunca nos ha impedido admirar su obra, allí sin embargo desembocó en más de treinta pleitos, uno de ellos por blasfemo. Sea como fuere, lo importante es que aún en la actualidad se puede comprobar cómo incluso detrás de los trabajos que ambientó en épocas pretéritas se ofrece una visión dramática del mundo contemporáneo, inspirada por lo que él mismo llamaba «una desesperada vitalidad» y por su irrefrenable amor a la vida a pesar de todo.
El conjunto de su obra podría resumirse en doce largometrajes, seis cortos, varias obras de teatro, numerosas traducciones y escenificaciones, poemarios, novelas, libros de viaje, dos gruesos volúmenes de ensayos críticos, cuarenta óleos, e incontables columnas y artículos periodísticos. A menudo, lo que se puede hallar en todo lo anterior es una voz disidente con respecto al curso de la vida intelectual e ideológica italiana. También se puede encontrar una profunda curiosidad por los estratos más marginales (prostitutas, chulos y en general los trabajadores) y una incondicional admiración hacia la idea del sexo en el norte de África, según él mucho más natural y espontánea. Por encima de eso, no obstante, sus trabajos intentan encontrar la armonía entre la lírica y la política, entre la poesía y la ideología, entre la pasión y el análisis, entre lo sagrado y lo profano…
La llegada de Pasolini a Roma, junto a su madre, se produjo en 1950, después de varios años dando clase y dedicándose al activismo político en Casarsa, de donde se vio obligado a irse porque fue apartado de la docencia y expulsado del Partido Comunista por una acusación de pederastia. En la exposición que le dedicó el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona[17], ese momento crucial se escenificaba con un pasillo oscuro desde el que se accedía a las diferentes salas, como si se tratase de un viaje en tren atravesando un túnel, para a continuación arrojar luz sobre las siempre tensas relaciones entre Pasolini y la capital italiana. Esas relaciones se desplegaban a través de cartas, fotografías personales, dibujos, storyboards, grabaciones, fragmentos de películas y bastantes objetos (entre otros, su máquina de escribir), que podrían verse como las piezas de un puzle. Y la figura resultante era al mismo tiempo la de un intelectual valiente, comprometido y contradictorio, capaz de moverse con idéntica soltura en las borgatas (o suburbios romanos) y las fiestas de sociedad, codeándose con la clase trabajadora y con la clase intelectual quizás en un intento tan admirable como desesperado por armonizarlas.
No hay peor laberinto que aquel que carece de centro[18].
Accattone (1960), Mamma Roma (1961) y La ricotta (1963) conforman una suerte de trilogía romana en términos cinematográficos. Son asimismo las primeras pruebas de un estilo en las antípodas de los cineastas de la Nouvelle Vague, sin referencias cinéfilas y de un primitivismo tosco pero de una gran expresividad. El propio Pasolini las consideraba ejemplos de cine poético antes que de cine prosístico. De alguna manera, en ellas quiso mezclar el mundo profano del lumpen y elementos del arte sagrado, como ciertas composiciones de Bach y Vivaldi, y referencias pictóricas tomadas de los cuadros y frescos de Masaccio, Giotto, Mategna, Piero della Francesca y Pontormo. Según el crítico P. Adams Sitney, en esas películas se escenifica la ascensión social como una suerte de descenso a los infiernos. Las tres exhiben, en mayor o menor medida, las maneras del provocador que luego haría Teorema (1968), Pocilga (Porcile, 1969) y Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975), alguien a quien es complicado aceptar sin ciertas reservas y a quien no se puede rechazar por completo.
La poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que presienten ciertos animales[19].
Pasolini jamás aspiró a plasmar la vida tal y como la veía, sino más bien a traducirla por medio de imágenes graves y poéticas que rechazan la existencia de un arte religioso sin dejar por ello de proyectar una forma trascendental de entender el cine[20]. Su decepción con respecto al consumismo, sin ir más lejos, se debía al cambio que había sufrido el hombre al sustituir las antiguas imágenes de santos y personajes bíblicos por estúpidos fetiches. Los barrios humildes de la Roma que conoció en los cincuenta, impregnados por el olor del «jazmín y la sopa humilde», sufrieron bajo su mirada crítica un progresivo y traumático cambio a medida que Italia levantaba torres de hormigón, en un intento de homogenizar (y con ello despersonalizar) a la clase obrera y de enderezar al lumpen, proporcionándole algunos de los rasgos de la pequeña burguesía. Algo así fue aumentando su decepción y el carácter apocalíptico de algunas de sus obras cinematográficas.
La exposición en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona no solo nos mostraba al artista y al intelectual, sino también al amigo (de Laura Betti, Alberto Moravia o Elsa Morante), al hermano emocionado (por la muerte de su Guido en 1945, mientras luchaba al lado de la Resistencia), al viajero incansable (en cualquier medio de transporte pero sobre todo en coche), al amante (cuyo amor por Ninetto Davoli produjo una hecatombe en su vida cuando este último lo abandonó para casarse con una mujer) o al jugador de fútbol (que organiza un partido con los equipos de rodaje de Novecento, la película de Bernardo Bertolucci, y Salò o los 120 días de Sodoma). Y gracias al emocionante final de la primera parte de Querido diario (Caro diario, 1993, Nanni Moreti), nos llevaba al lugar de la playa de Ostia donde Pasolini fue asesinado brutalmente en 1975, para enseñarnos allí una de las heridas mortales del arte contemporáneo.
[1] La imagen es anónima y fue tomada en las inmediaciones de la ciudad de Herisau, en la parte este de Suiza, el 25 de diciembre de 1956. Muestra el cadáver de Robert Walser.
En 1973, Elias Canetti en uno de sus aforismos se preguntaba si los académicos cuya vida acomodada y tranquila, basada en el estudio de algún escritor muerto en trágicas circunstancias después de una vida sumido en la miseria y la desesperación, habían sentido alguna vez vergüenza de su profesión y de la comodidad con la que vivían a costa de la desgracia ajena.
[2] Fue Harry Houdini quien se hizo esa pregunta poco antes de abandonar su carrera como escapista y convertirse en actor de cine, una profesión en la que duró muy poco tiempo. Curiosamente, aunque hoy en día ya casi nadie se acuerda de sus papeles en cuatro películas y en un par de seriales, sus trucos todavía corren de boca en boca, como si nunca hubiesen sido superados.
Hay una relación tan estrecha entre el cine y la magia como entre los cineastas y los magos. Y del mismo modo que cada cual entiende una película a su manera, cada cual ve en un truco una cosa diferente. Mientras unos conciben la magia como una serie de engaños bien urdidos, otros la conciben como un puente que conecta la realidad con la fantasía. Para Georges Méliès, un buen truco consistía en mostrar a un hombre cuyo cuerpo se fragmenta y en presentar cada una de sus partes danzando al son de la misma melodía. Para los hermanos Lumière, un buen truco tenía que ver con el derribo de un muro, con la nube de polvo que levantaba y con la proyección invertida de todo eso, demostrando así que el séptimo arte podía aplazar o revertir los acontecimientos. Si Georges Méliès creía que con el cine podían capturarse y mejorarse ciertos números de magia ejecutados sobre un escenario, los hermanos Lumière se conformaron con atisbar el lado mágico de toda imagen, que consistía en las alteraciones que se podían proponer, relacionadas con la velocidad, la repetición o la marcha atrás.
En general, los magos han sido muy celosos con respecto al secreto de los trucos que presentan ante el público, por eso se quejaron cuando el cine comenzó a mostrar la tramoya que había detrás de ellos. Su actitud, desgraciadamente, facilitó que bastantes muriesen sin haber dejado discípulos, porque lo que consiguieron hacer ya nadie fue capaz de repetirlo. Los expertos en efectos especiales les arrebataron a los magos sus secretos más insondables, hasta conseguir que ahora, gracias a los ordenadores, cualquier truco visual sea posible.
En la imagen se ve a Georges Méliès en la estación de Montparnasse hacia 1927, mientras sobrevivía en la tienda de juguetes y golosinas compartida con su mujer Jeanne d’Alcy, que intervino como actriz en sus películas.
[3] Que se exhibió en Zaragoza entre el 4 de febrero y el 8 de mayo de 2016, y que antes había recorrido otras ciudades españolas.
[4] Las imágenes, de izquierda a derecha, pertenecen a La conquista del Polo (La conquète du pole, 1912) y Cenicienta (Cendrillon, 1899).
[5] El ilusionista (The Illusionist, 2006, Neil Burger) y El truco final, el prestigio (The Prestige, 2006, Christopher Nolan) nos permite ver cuáles son las relaciones actuales del cine comercial con el mundo de la magia. La primera nos muestra la magia como parte del profundo misterio que rodea el mundo de las pasiones y el amor; y la segunda nos la muestra como el arma que usan dos rivales que quieren derrotarse mutuamente. Si en El ilusionista se usan los trucos para desviar la atención del público de lo que realmente está sucediendo, en El truco final, el prestigio no existe más realidad que la que proporcionan los trucos. Hay entre ambas películas la misma tensión que se establece entre la magia y la tecnología, entre la imaginación y los ordenadores. A una le sobra la inocencia que a la otra le falta
[6] La imagen pertenece a Recuerdos (Stardust Memories, 1980, Woody Allen) y la cita es de Leonardo Da Vinci.
Según dice Woody Allen en VV. AA., El universo de Woody Allen, Notorius Ediciones, Madrid, 2008), «Siempre he tenido la sensación de que la magia es lo único que puede salvar a los seres humanos. Es un pensamiento triste, pero me parece que las soluciones que se han planteado a lo largo de los años o los análisis de los filósofos, líderes religiosos, políticos, sociólogos, científicos… sólo llegan hasta determinado punto. Al final, lo único que va más allá y que puede salvar a la raza humana es la magia. Sin una solución mágica para nuestros problemas, estamos perdidos. A no ser que haya un maravilloso truco que vaya a salvarnos, somos una especie condenada. La propia idea de un universo, de un cosmos, de la existencia, es en sí misma mágica. Resulta asombroso pensar que al principio todo estaba condensado en menos de un átomo: las estrellas, el espacio… Eso es algo alucinante. Todo el universo surgió muy rápido, como si alguien le diera a un interruptor y, ¡zas!, se hubiese hecho la luz. En el cine, los espectadores se sientan y tú les provocas la sensación de que están viendo un acontecimiento real, una historia real, las vidas de gente de verdad, pero en realidad todo son decorados, actores, maquillaje, cámaras… Cuando un mago me enseña un truco que ya sé, lo disfruto y reconozco si la ejecución es bella o no; cuando me enseña uno que no conozco y no sé cómo lo ha hecho, entonces siento mucho placer y me dejo hipnotizar. En cuanto aprendes cómo se hace el truco, desaparece el placer y se convierte en una cuestión técnica. Eso mismo pasa con el cine. Yo en el cine nunca me fijo en las cuestiones técnicas de una película, me dejo envolver por la historia y así consigo que sea un placer para mí.»
[7] Si el capitalismo fuese una historia con planteamiento, nudo y desenlace, seguramente querría hacernos creer que al final nos esperaría un happy ending como el que propone The Artist (2011), la película de Michel Hazanavicius. Reproduciría nuestro glorioso pasado, nos alertaría sobre las miserias que conlleva todo momento de transición (como el paso del mudo al sonoro o como el presente que nos ha tocado vivir) y remataría el cuento con un canto esperanzado por el prometedor futuro que nos aguarda si somos capaces de reciclarnos. Algunos críticos, sin embargo, no han querido aceptar la sibilina propuesta, recordando la facilidad con que los grandes estudios mutilaron muchas de las obras maestras del cine mudo sólo para hacerlas más accesibles al público y luego, varias décadas más tarde, las intentaron vender de nuevo con las secuencias descartadas en el primer montaje (una operación inútil porque para entonces lo perdido ya era irrecuperable).
Pensar que The Artist nos sitúa en una experiencia similar al visionado de los trabajos de los hermanos Lumière o Georges Méliès es tan descabellado como evocar los frescos de Giotto después de ver las instalaciones de Damien Hirst. Da igual si, en ese sentido, el cine se parece mucho a la política y pretende ser el arte de lo posible. The Artist no es (ni pretende ser) un reflejo de las películas de David Wark Griffith, Erich von Stroheim, Fritz Lang, Charles Chaplin, Ernst Lubitsch, Sergei M. Eisenstein, Carl Theodor Dreyer o Friedrich W. Murnau, algunos de los maestros del cine mudo; en todo caso, podría considerarse un remake sui géneris de Ha nacido una estrella en cualquiera de sus versiones, con referencias a Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1951, Stanley Donen y Gene Kelly), Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952, Vincente Minnelli) e incluso Vértigo. De entre los muertos (Vertigo, 1958, Alfred Hitchcock). Es una túrmix cinematográfica: referencial y reverente pero también segura de sí misma, de sus llamativas estrategias, de su capacidad evocadora, de su limpieza visual, de su prodigioso ritmo, de su gracia y, en general, de cada una de sus virtudes. Su inexacto sentido de la Historia con mayúscula la convierte, eso sí, en un juego inocente o perverso dependiendo de donde queramos colocarla en nuestro canon particular. Podemos considerarla un aceptable espectáculo, construido con los mejores recursos técnicos y dramáticos, o una torpe pieza del museo del Séptimo Arte, donde hoy en día se mezclan originales y falsificaciones.
Del mismo modo que no recomendaría a nadie que leyese a Eduardo Punset para afrontar la crisis con mejores garantías, no recomendaría a nadie que fuese a ver The Artist para mejorar su sensibilidad hacia el cine mudo. Para lo primero optaría por Posguerra de Tony Judt y para lo segundo optaría por la secuencia de la última cena en De dioses y hombres (Des hommes et des dieux, 2010, Xavier Beauvois). Punset y The Artist representan –en mi opinión− la retórica grandilocuente que primero aplaudimos y luego denigramos porque nos da la razón sin hacernos más sabios, algo de lo que nos libran Judt y De dioses y hombres con su economía formal y su contención dialéctica, que nos obligan a replantearnos muchísimas cosas que damos por sabidas y lo hacen sotto voce, con el rigor que hemos perdido por culpa de tantas tertulias donde todo el mundo opina sin pensárselo dos veces.
Desde un punto de vista histórico, el cine en la actualidad corre un riesgo similar al de la política: que acabemos recordando los discursos pero no los hechos, que recordemos a Tony Blair y no a Clement Attlee (el primer ministro laborista entre 1945 y 1951, cuyas reformas sí mejoraron la vida de los británicos) o que recordemos The Artist y no los fabulosos seriales de Louis Feuillade o los dramas de Yevgeni Bauer, dos de los mayores genios que dio el cine mudo, todavía hoy unos completos desconocidos entre bastantes cinéfilos. Quizás debamos replantearnos si la retórica y la abundancia de recursos no encubren una ausencia total de contenido, además de una ausencia de eso que en tiempos pretéritos llamábamos ética. Y –para que nos entendamos− llamo ética a todo aquello que en el plano de la política nos enseña a vivir (y, por tanto, nos ayuda a tener una vida mejor) y en el plano del cine nos enseña a ver (y, por tanto, nos ayuda a entender mejor).
Nos sentimos tan burlados cuando nos venden una novela reciente porque la comparan con El extranjero y la publicidad asegura que se trata de una versión actual de Albert Camus, como cuando nos quieren vender Drive (2011, Nicolas Winding Refn) diciéndonos que es la reescritura fílmica de Taxi Driver (1976, Martin Scorsese) en el siglo XXI. Algo así cabría reprocharle a cualquier campaña que nos haga soñar con la recuperación del cine mudo gracias a un estreno como The Artist. Eso volvería a dejar la responsabilidad en las productoras, las distribuidoras o los exhibidores, y no en nuestras manos. Con la película de Michel Hazanavicius –que yo sepa− no se ha producido ningún reestreno relacionado con los clásicos del período mudo y tampoco ha estimulado la recuperación de algún título desconocido de esa época. Seguimos repitiendo el viejo mantra, que en el mejor de los casos se ciñe a El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915, Griffith), El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1919, Robert Weine), Metrópolis (Metropolis, 1925, Fritz Lang) o alguno de esos títulos archisabidos y muy poco (o nada) vistos. Mientras tanto, Hotel eléctrico (1908, Segundo de Chomón), L’enfant de Paris (1914, Léonce Perret), The Oyster Princess (1919, Ernst Lubitsch), La fiebre del ajedrez (Shakhmatnaya goryachka, 1925, Vsevolod Pudovkin & Nikolai Shpikovsky), Kurutta ippêji (1926, Teinosuke Kinugasa), Dura lex (Po zakonu, Lev Kuleshov, 1926), Ménilmontant (1926, Dimitri Kirsanoff), Combat de boxe (1927, Charles Dekeukeleire), Soledad (Lonesome, 1928, Pál Fejös) o las obras silentes de Jean Epstein, Marcel L’Herbier, Alberto Cavalcanti, Aleksandr Dovzhenko, Joris Ivens, Abel Gance, Hans Richter, Jean Renoir o René Clair continúan esperando que algún valiente se aventure a rescatarlas, bien del archivo akásico de www.youtube.com o de alguna de las maravillosas ediciones en dvd que han ido apareciendo en los últimos años.
El descubrimiento de América tuvo un impacto enorme en la imaginación europea. Muchas crónicas de Indias son poco fiables porque quienes las escribieron ni siquiera sabían dónde estaban. En lugar de encontrar los antiguos centros neurálgicos del comercio de las especias, encontraron un mundo para el que carecían de palabras. Como recuerda Fernando Aínsa en La invención del pasado, en el continente americano «los ojos se convirtieron en descubridores» para aquellos que ponían allí sus pies por primera vez. Si no queremos cometer el mismo error con el cine mudo, yo aconsejo que regresemos a sus verdaderas fuentes y que dejemos The Artist donde le corresponde, que es el presente más inmediato (y ya veremos quién se acuerda de ella dentro de unos años).
[8] Orson Welles exploró a lo largo de toda su obra «la verdad del cine», su cartografía, la verdad que dibujan los ilusionistas para desvelar las imposturas de lo real y para reutilizarlas dando así forma a las verdades de la ficción. Aunque parece un juego de palabras, no lo es porque hay una diferencia importante entre la verdad y la verdad de la ficción, y es que la primera requiere un juicio taxativo mientras que la segunda puede prescindir de él. Welles, de algún modo, trasladó la dicotomía verdad−ficción de un terreno metafísico a un terreno humano, fue de lo absoluto a lo relativo, abandonó el mapa y se lanzó a trazar su propia cartografía, en la que se mezclaban el pasado y el presente (como sucedía a menudo en sus escenificaciones teatrales), y se mezclaban las nacionalidades y las lenguas (como sucedía en sus películas).
[9] Entre el 22 de marzo y el 16 de junio de 2013.
[10] Las imágenes, de arriba abajo y de izquierda a derecha, corresponden a (nostalgia) (1971, Hollis Frampton), Unsere Afrikareise (1965, Peter Kubelka), Achooo, Mr Kerrooschev (1960, Stan VanDerNeek), Rock My Religion (1972, Dan Graham) y Slow Action (2011, Ben Rivers).
Saber qué es el cine hoy en día, cuando se han cruzado tantas fronteras artísticas y cuando parece más obvio que nunca que se hacen películas en otros sitios además de Hollywood y de maneras muy diferentes, no es sencillo. Chantal Akerman, por su parte, lo tenía muy claro al llamar cine a los trabajos que ella misma realizaba aunque hayan sido incorporados a instalaciones o utilizados durante performances o happenings en muchos museos y galerías. El debate se extiende a terrenos mucho más pantanosos al tratar de establecer si las películas pueden considerarse obras de arte o no, porque bastantes críticos rechazan esa categoría para el cine mainstream, sobre todo el realizado en Estados Unidos, otorgándoselo a veces a películas europeas, africanas o asiáticas sólo por venir firmadas por directores con muchas ínfulas y pedigrí de artistas. Quien no se anda con tantos miramientos ni entra en tantas precisiones es la industria. A sus responsables les interesa poco si el cine es un arte o un mero espectáculo mientras puedan venderlo; y mucho menos les interesa saber si los cineastas son verdaderos artistas o no, porque para ellos son como simples operarios de una fábrica donde la producción en cadena despersonaliza la autoría de los productos. Cualquier cuestión no relacionada con el dinero, a la industria le parece estéril, una absoluta pérdida de tiempo. Y la industria siempre tiene la razón, al menos siempre tiene la razón de más peso. Por eso se ha olvidado de si el cine es arte o no, para concentrarse en la cuestión del cine en sí mismo. Le da igual lo que el cine sea, sólo quiere estar segura de que cuanto pasa por sus manos es cine, con eso tienen bastante; con eso y con que reporte buenas ganancias, claro.
Sin embargo, incluso una cuestión tan sencilla en apariencia como qué es el cine tiene numerosas vueltas de tuerca. De modo que, para evitar posibles contradicciones, la industria ha patentado una idea única del cine, dejando claro que éste es aquel que se exhibe en las salas comerciales. Al cabo del tiempo, una buena parte de los espectadores ha comenzado a asumir lo anterior sin rechistar ni sentirse incómodos. Si una película no pasa por las carteleras es como si no existiese y por lo tanto no cuenta para mucha gente. Ni siquiera cuentan las películas que acaban en las salas de arte y ensayo, porque se las relaciona con los subtítulos, con la lentitud, con el aburrimiento, con el pesimismo a ultranza y con la extrañeza, todos ellos elementos diferentes de los de las películas comerciales. Algo así ha acabado perfilando una idea del cine muy sui géneris, además de un cierto grado de hostilidad hacia aquellos títulos que no se ajusten a ella por completo.
Mucha gente rechaza cualquier película que no se ajuste a sus parámetros analíticos, reacia a proponer un modelo crítico donde lo intuitivo también tenga cabida porque pone patas arriba las cuatro permutaciones de la misma idea que suele utilizar para juzgarlo todo. Un problema similar tuvo lugar en el terreno de la pintura durante las primeras décadas del siglo XX, cuando las vanguardias obligaron a replantear los discursos teóricos. Lo cierto es que no resulta fácil hablar en los mismos términos de una obra de Ingres y de una obra de Mondrian, como tampoco resulta fácil hablar en los mismos términos de una película de Joseph Cornell o Kenneth Anger y de una de Oliver Stone o Steven Spielberg.
La historia del siglo XX está íntimamente ligada a la historia del cine. Casi todos los sucesos de cierta importancia han quedado registrados en imágenes, convirtiendo cualquier recuerdo del siglo pasado en un álbum fotográfico semejante a las Histoire(s) du cinéma (1988-1998) de Jean-Luc Godard. Bastaría sólo con imágenes para entender cien años de historia. Pero si con el nacimiento del cine la fotografía dejó de ser la forma más fiable para registrar la memoria, el cine ahora mismo está viendo cómo surgen otros soportes que cobran mayor importancia. Después de un siglo de cine, ha dado comienzo la era digital. No obstante, esto no significa que el cine haya desaparecido por completo o que vaya a hacerlo. En la actualidad, el cine y los nuevos soportes visuales se confunden. De ahí que se rueden películas incorporando en sus imágenes diferentes formatos. Son muchos los cineastas que lo hacen. Con sus obras establecen una especie de meditación sobre las diferentes formas que tiene la imagen para preservar la identidad de las personas. Cualquier historia, según estos cineastas, debe asumir sus limitaciones si no acude a varios soportes y a partir de ellos traza el mosaico que en realidad constituye una narración o simplemente los métodos que se utilizan para trazar una imagen. Al fin y al cabo, tanto las narraciones como las imágenes se construyen a partir de piezas dispersas, unas en forma de fotografías, otras en forma de films en Súper 8 o en forma de reproducciones pictóricas recogidas por una cámara. Las narraciones y las imágenes están siempre compuestas por miles de partes provenientes de muchas otras narraciones e imágenes, también por disciplinas muy diversas. Incluso el presente es una insinuación de muchos pasados. Así pues, el cine no deja de ser únicamente la suma de las formas artísticas anteriores y posteriores para preservar la memoria.
Una de las ventajas del cine experimental y de vanguardia es que destruye la comodidad que suele proporcionarnos el cine narrativo, en especial si mantenemos con este último una relación demasiado estrecha. Películas como Motion Painting Number One (1947, Oskar Fischinger), Unsere Afrikareise (1966, Peter Kubelka), T-O-U-C-H-I-N-G (1968, Paul Sharits), Dance of Exercise on the Perimeter of a Square (1971, Bruce Nauman), o LMNO (1978, Robert Breer), sin ir más lejos, obligan a replantearnos no sólo nuestra metodología hermenéutica sino también las inquietudes que nos mueven a colocarnos ante imágenes en movimiento. Por desgracia, muchos factores nos impiden disfrutar de obras como las mencionadas. Para empezar, no suelen programarse en los circuitos convencionales, algo que ha acabado convirtiéndolas, literalmente, en piezas de museo; y, por si fuera poco, uno necesita un cierto grado de instrucción si quiere sacar provecho de ellas. Esto último ha fomentado animadversión y desinterés hacia el cine que utiliza técnicas mixtas, partiendo –por ejemplo- de la pintura y proporcionándole movimiento. Lo peor de todo es que, si desconocemos las imprescindibles lecciones ofrecidas por muchos directores experimentales y de vanguardia, nos resultará bastante difícil hacer comentarios sobre el lenguaje fílmico más allá de cuestiones de puesta en escena que parecen sacadas de un manual de ortografía. Y lagunas así pueden impedirnos apreciar incluso una parte significativa del cine comercial, que a veces nos remite a los cambios físicos, históricos y narrativos que sufren las películas cuando cambian de soporte; o a la trascendental importancia que tiene la velocidad de las imágenes que consumimos, porque quizás la velocidad del cine y la realidad no sean la misma cosa.
Puede decirse que una de las diferencias básicas entre el arte abstracto y el arte figurativo reside en nuestra manera de recordar sus obras. En ese sentido, cabe considerar el cine experimental y vanguardista más como arte abstracto que como arte figurativo, porque de él se recuerdan menos los apuntes narrativos y concretos que ciertos apuntes sensoriales relacionados con la luz, el color, la textura o el sonido.
[11] La fotografía es anónima y muestra a Guillaume Apollinaire, circa 1910.
Se sabe que el 7 de septiembre de 1911, Apollinaire fue arrestado por su supuesta complicidad en el robo de La Gioconda (o La Mona Lisa) de Leonardo Da Vinci en el Museo del Louvre, que había tenido lugar el 21 de agosto de ese mismo año. Al parecer, lo implicaron por su amistad con Gery Piéret, que ya antes había sido acusado y condenado por el robo de dos estatuillas en el mismo museo. Lo que ya no está tan claro, aunque casi todos los biógrafos lo aseguran, es que Apollinaire hubiese implicado a Pablo Picasso en el asunto.
Del mismo modo que no es fácil evaluar cuál es el grado de libertad que tiene un músico sobre un escenario, tampoco es fácil evaluar cuál es el efecto que esa libertad tiene en cada músico; sin embargo, buena parte de nuestra fascinación durante un concierto en directo depende de la libertad que percibimos en el ambiente, porque tiene algo de catártica. Muy a menudo, de hecho, nos conformamos con esa libertad en bruto, sin hacernos demasiadas preguntas sobre ella, no tanto por las limitaciones que podamos tener para juzgar una expresión artística determinada como por simple higiene mental. Racionalizar toda la energía que recibimos sensorialmente a veces es una actividad que no nos conduce a ninguna parte. Además, en muchos casos ni siquiera los artistas son capaces de explicar sus obras de forma cabal.
Hace unos años Fran Gayo, refiriéndose a El fulgor (2002, Ramón Lluís Bande), un film sobre el proceso creativo de una canción de Nacho Vegas, decía que las dos entrevistas con el cantante resultaban poco esclarecedoras porque «en ellas divaga unas veces y otras acierta de lleno; cita, se equivoca, titubea, rozando en varias ocasiones terreno pantanoso al probar a capturar, a poner nombre a la chispa que pone en marcha todo proceso creativo, esa iluminación inaprensible que se zafa sin mayores problemas entre las palabras dispersas de Vegas, convirtiendo la película también en la crónica de un hermoso fracaso».
[12] Si en In the Realms of the Unreal (2004, Jessica Yu) la asombrosa producción pictórica y novelística que dejó Henry Darger a su muerte sirve como soporte visual de buena parte del discurso, un método argumentativo que también puede apreciarse, salvando las distancias, en Van Gogh (1948, Alan Resnais) o en Une visite au Louvre (2004, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet); en El Diablo y Daniel Johnston (The Devil and Daniel Johnston, 2005, Jeff Feuerzeig) las películas familiares rodadas por Daniel Johnston en súper 8 durante sus años de lucidez imponen un registro visual concreto en el resto del film y fijan de algún modo una parte muy significativa del retrato del personaje principal, siguiendo una metodología bastante parecida a la de Tarnation (2004, Jonathan Caouette) o The Family Album (1988, Alan Berliner).
Durante sus primeros veinte años de vida, Daniel Johnston se filmó y fue filmado, mientras iba desarrollando su talento para el dibujo, la música e incluso la poesía (si entendemos las letras de sus canciones como poemas). Gracias a eso podemos verle en pleno proceso creativo, componiendo o pintando; y podemos seguir algunas de las exposiciones que hizo en locales alternativos y sus conciertos, cada vez más multitudinarios a medida que su fama iba creciendo y que gente como Kurt Cobain, Beck, Pearl Jam, Sonic Youth o Wilco reivindicaban su nombre o utilizaban versos de Daniel Johnston en sus propias canciones. En ese sentido, uno puede entender las películas en súper 8 que aparecen en el film de Jeff Feuerzeig como ejemplos de exhibicionismo o megalomanía, pero eso nos obligaría a cuestionar entonces cuál es el valor de los álbumes familiares donde aparecemos retratados con nuestros padres y hermanos, por qué en las fotografías de viajes queremos aparecer delante de la Torre Eifel o del Taj Mahal, por qué conservamos cosas que hemos encontrado y que con el tiempo carecen de utilidad, por qué no nos desprendemos de los poemas de juventud a pesar de lo malos que eran… Para no caer en ese tipo de preguntas al pensar en El Diablo y Daniel Johnston, yo prefiero entender las películas de súper 8 como documentos sobre los periodos de lucidez del cantante y el resto del metraje como un documento sobre su estado actual, después de haber pasado la década de los noventa ingresado en hospitales psiquiátricos y de sufrir un agudo proceso de introversión a causa de los fármacos que todavía hoy debe tomar.
Aunque la historia de Daniel Johnston es la de un maníaco depresivo capaz de agredir a su mejor amigo con una barra de hierro o de provocar un accidente aéreo que pudo costarles la vida a él y a su padre, también es la historia de alguien que pudo vivir momentos de una extraordinaria lucidez gracias a su energía creativa. Eso nos obliga a pensar una y otra vez que, por mucho que podamos verle en sus viejas películas caseras y en la actualidad, nunca podemos estar completamente seguros de estar viéndole con nitidez. ¿Hasta qué punto podemos entender los procesos alucinatorios en los que, según él, veía al diablo acechándole? ¿Cómo saber de dónde procede la inspiración para sus canciones? Él mismo reconoce en la actualidad que ya ni siquiera es Daniel Johnston sino un simple fantasma con ese nombre. Quizás por eso el film de Jeff Feuerzeig establece tantos contrastes entre espacios interiores y espacios al aire libre; entre las multitudes que convocan un concierto o una exposición y el aislamiento al que puede condenarnos la enfermedad; entre lo que entendemos como lucidez y lo que entendemos como locura; entre la libertad sin barreras y el miedo a cualquier contacto; entre la imagen y el sonido, entre lo que vemos y lo que oímos, entre lo que percibimos y lo que entendemos… Todos esos contrastes se establecen a partir de Daniel Johnston, para así permitirnos valorar hasta qué punto el dibujo, la música y el cine pueden mantenernos a salvo de la locura o hacer que caigamos directamente en ella. También se marcan esas divisiones para poner de manifiesto nuestro papel de espectadores cuando estamos ante una persona mentalmente inestable, a la que no debemos juzgar como juzgaríamos a cualquier otra persona, algo que incluso la Ley obliga a tener en cuenta.
El Diablo y Daniel Johnston no aspira a contestar ninguno de los interrogantes que plantea; se conforma con dejar claro que muchos términos antitéticos a veces están separados por una línea muy difusa. Esto último acerca el film de Jeff Feuerzeig a trabajos como Inside/Out (1997, Rob Tregenza) o La Osa Mayor menos dos (2005, David Reznak), en los que, más que explorar las razones o el tratamiento de las enfermedades mentales, se observan los comportamientos de los enfermos mentales, el tipo de actividades que pueden llevar a cabo, su relación con el pasado o sus posibles expectativas de cara al futuro. En esos films se evitan siempre los juicios demasiado drásticos con respecto a la locura, porque podrían homologar el mundo de una manera irreal. Tampoco podemos pensar, al ver El Diablo y Daniel Johnston , que su personaje principal deja claro que en Estados Unidos el cultivo de las artes siempre aboca a los artistas a la reclusión o a la insania, como podrían poner de manifiesto J. D. Salinger o Thomas Pynchon pero no Philip Roth o John Updike.
[13] Crumb (1994, Terry Zwigoff), American Splendor (2003, Shari Springer Berman y Robert Pulcini) y El Diablo y Daniel Johnston tratan sobre los problemas que entraña la identidad personal, especialmente cuando en ella se mezclan el talento y la locura, las actitudes obsesivas y la desnudez emocional, la degradación y el aplauso mayoritario, el fundamentalismo cristiano y el capitalismo, la enfermedad y la fama, el poder y el miedo… Sus imágenes, más que indagar en la personalidad de Roger Crumb, Harvey Pekar y Daniel Johnston, fijan su atención en el espejo deformante que a veces pueden ser los medios de comunicación (más que nada las televisiones y las emisoras de radio), donde nadie es lo que parece. Ni siquiera el cine es un medio lo suficientemente amplio como para ofrecer un retrato fiable de un ser humano. Resulta necesario explorar desde todos los ángulos posibles, hacer ejercicios de sampling. En El Diablo y Daniel Johnston, por ejemplo, se utilizan cintas de casete, diapositivas, dibujos, recursos propios de los videoclips, escenificaciones teatrales, técnicas de animación… Además, el montaje mezcla antiguas películas en súper 8, rodadas en los años ochenta, y tomas realizadas recientemente. De ese modo, el antiguo diario fílmico de Daniel Johnston, mientras vivió los mejores momentos de su breve esplendor artístico, se imposta al trabajo del director Jeff Feuerzeig en la actualidad, después de que el compositor y dibujante haya atravesado más de diez años en diferentes sanatorios psiquiátricos. Algo así permite que lo objetivo y lo subjetivo coexistan a lo largo de la película, ofreciendo un retrato tan real como ficticio del personaje principal, a quien nunca llegamos a conocer ni comprender por completo. Sin embargo, no es preciso apreciar la música o los dibujos de Daniel Johnston para sentir interés hacia él, gracias al enorme cúmulo de procedimientos utilizados, que ponen de relieve lo difícil que es describir a un ser humano y lo fácil que es caricaturizarlo si nos conformamos con una sola perspectiva.
Hace años Privilege (1967, Peter Watkins) y One Plus One/Sympathy for the Devil (1968, Jean-Luc Godard) relacionaban el mundo de la música con la revolución. Sus protagonistas, más que cantantes, parecían seres mefistofélicos capaces de pactar con el mismísimo Satanás y arrastrar a las masas en cualquier dirección. Las canciones para ellos eran casi conjuros, consignas políticas que convertían al público en un ejército potencial. La película de Jeff Feuerzeig, en ese sentido, muestra un paisaje bien diferente, en el que el personaje principal ha perdido el favor del Diablo y se ha convertido en su víctima. Daniel Johnston, que en principio se benefició de las cualidades terapéuticas de la música, finalmente aparece como un ser desvalido que, con más de cuarenta años, depende todavía de los cuidados de sus padres y de los medicamentos antidepresivos. No es fácil saber cuándo se torcieron las cosas en su vida de forma irreversible, y El Diablo y Daniel Johnston tampoco intenta imponer una sola hipótesis. Cabe en lo posible que su timidez y su aislamiento tuvieran algo de culpa, junto a sus difíciles relaciones con su madre, su continua ansiedad por conquistar el éxito, una frustrada relación amorosa con una compañera de universidad, las drogas, el alcohol… Pero también es preciso tener en cuenta que comenzó a ganar notoriedad al mismo tiempo que la música grunge estaba en su apogeo y que su caída en desgracia casi coincidió con el suicidio de Kurt Cobain.
Daniel Johnston responde, en cierto modo, a las credenciales de muchos artistas estadounidenses: narcisista, asocial y ambiguo. En él no sólo se confunden nociones como realidad y ficción, sino también tranquilidad y violencia. Todo en él es ambivalente. Incluso su música y sus dibujos pueden ser apreciados o denostados con igual facilidad. Aunque la suya es una historia menos melodramática que la que Jonathan Caouette cuenta sobre sí mismo en Tarnation, al final acaba siendo más desgarradora, porque el arte no sirve para redimirle de su triste condición.
[14] El dibujo es de Steve Ditko, un ilustrador norteamericano conocido sobre todo por ser el cocreador de Spiderman junto a Stan Lee.
[15] La imagen es del fotógrafo estadounidense Francis Bruiguière y pertenece a la película The Way (1925), que planeaba filmar con el actor Sebastian Droste, con la intención de describir en ella las diferentes etapas en la vida de un hombre. Para conseguir que alguien se la produjese, hizo varias sesiones fotográficas con los actores principales, pero al final no pudo realizarla debido a la prematura muerte de Droste.
La frase es de John Wilmot (Johnny Depp), el segundo conde de Rochester, justo al comienzo de El libertino (The Libertine, 2005, Lawrence Dunmore). El personaje es real y vivió durante el período de Restauración en Gran Bretaña (entre los años 1647 y 1680). Samuel Johnson en Vida de los poetas lo describió así: «el segundo conde Rochester tuvo siempre una conducta disoluta, de alegre ebriedad y continua fornicación, con intervalos dedicados al estudio en los que se comportó de forma todavía más criminal; por eso puede decirse que vivió de manera estúpida e inútil, declarando un odio abierto hacia cualquier muestra de decencia y un absoluto rechazo de toda forma de obligación religiosa, consumiendo así su juventud y su salud voluptuosamente, hasta que, a la edad de uno más treinta, hubo agotado las reservas de su vida, viéndose entonces reducido su cuerpo a la debilidad y a la decadencia». Murió a la edad de treinta y tres años, tras haber perdido la nariz a causa de la sífilis, algo que le obligó durante el final de su vida a acudir a las sesiones del Parlamento con una prótesis de plata para disimular. De algún modo, John Wilmot fue mucho más nihilista que Giacomo Casanova, un ser más desesperado que insaciable.
En la cultura anglosajona, los espíritus trasgresores son bastante comunes. Desde Christopher Marlowe hasta Oscar Wilde, pasando por Lord Byron o D. H. Lawrence, muchos literatos han puesto en duda con su conducta o con sus obras las reglas morales de la época que les tocó vivir. Casi todos ellos murieron jóvenes o caídos en desgracia. A John Wilmot en el film de Lawrence Dunmore lo vemos desgastarse progresivamente, mientras el monarca Carlos II (John Malkowitz) le concede su protección y le destierra al campo, dependiendo de su estado de ánimo para aguantar los desplantes y provocaciones del escritor.
Graham Greene escribió una biografía del segundo conde de Rochester en 1934 que fue inmediatamente rechazada por las editoriales donde quiso publicarla. Se temía que incluso en pleno siglo XX la vida del escritor pudiese seguir resultando escandalosa, con lo cual el libro tuvo que esperar hasta 1974 para ver la luz.
[16] Los versos son de la poeta polaca Wislawa Szymborska. Y la imagen pertenece a Don Quijote (Don Quixote, 1955-1985, Orson Welles).
Friedrich Nietzsche alertaba en el siglo XIX sobre el ideal de verdad como la máxima de las ficciones a buscar en la realidad; Welles, quizás compartiendo ese pensamiento del filósofo alemán, lo que pretendió fue buscar la realidad del cine pero para lograrlo necesitaba desvelar antes la retórica y la tramoya que lo ayudan a cobrar forma. A eso, al menos, le dio sentido en una secuencia de Don Quixote no incluida en el montaje de Jesús Franco (1992) y que Giorgio Agamben considera en su libro Profanaciones los seis minutos más hermosos de la historia del cine. En ella se ve a Don Quijote (Francisco Reiguera) entrar en un cine, sentarse entre los demás espectadores, seguir una lucha desigual en la pantalla, dirigirse escandalizado hacia el escenario, lanzar mandobles con su espada mientras la mayoría del público le aplaude y Dulcinea le observa aterrorizada, y desgarrar finalmente la tela hasta que ya sólo se ve el bastidor que la sujeta. Tras las imágenes, la nada. Tras la imaginación cinematográfica, la nada de la realidad. Se han acabado los aplausos, Dulcinea se ha ido y con ella el amor, pero queda Don Quijote. Quizás la cruzada de Welles es equiparable a la del personaje de la novela de Cervantes, que ve el mundo como no lo podemos ver los demás y que, por lo tanto, lo entiende de manera diferente.
[17] Entre el 22 de mayo y el 15 de septiembre de 2013.
[18] Las imágenes son de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940, Orson Welles). Y la frase es de Gilbert Keith Chesterton y la utilizó Jorge Luis Borges en una crítica laudatoria y demoledora al mismo tiempo que escribió sobre Ciudadano Kane, sin darse cuenta de que con el tiempo se convertiría en un arma de doble filo que el mismísimo Orson Welles utilizaría contra él en una entrevista, cuando le preguntaron qué opinaba sobre los reparos de Borges a su obra maestra:
−No es mi película la que está viendo y atacando, se ataca a sí mismo y a su propia obra.
Borges confesó tiempo después, acaso rindiéndose ante la observación de Welles o meditando sobre sus propias palabras, que «nunca vemos las cosas como son sino como somos».
[19] La imagen es anónima y muestra a Pier Paolo Pasolini en 1961, poco después del estreno de Accattone. Y la cita es de Roberto Bolaño.
Roland Barthes atacó Saló o los 120 días de Sodoma porque -según él- hacía que el fascismo pareciese metafórico, irreal.
[20] Antes de que el séptimo arte hubiese ilustrado la vida de Cristo en los trece cuadros que rodaron los hermanos Lumière en 1897 para Vida y pasión de Jesucristo (La vie et la passion de Jesús-Christ), la pintura, el grabado o la escultura ya habían edificado una iconografía precisa sobre el tema. Durante siglos, las imágenes apenas habían variado, de modo que al cine solo le quedaba mostrar respeto hacia la tradición que las demás artes fueron fijando a través de frescos, iconos o bajorrelieves, al principio de forma involuntaria y luego de manera más consciente. Por eso muchas películas que han abordado algún aspecto de la religión católica suelen tener rasgos pictóricos o reproducen escenas tomadas de esculturas clásicas. Incluso Pier Paolo Pasolini quiso dejar clara su deuda con el pintor Piero della Francesca en El evangelio según San Mateo (Il vangelo secondo Mateo, 1964), una versión marxista de la figura de Jesucristo (interpretado por el actor español Enrique Irazoqui).
El Papa Pío X prohibió en 1913 el uso del cine en la enseñanza religiosa. Las películas le parecían demasiado frívolas como para permitir que alguien pudiese algún día llegar a tomárselas en serio. Además, por aquel entonces no estaba claro si un actor podía fingir ser Cristo; no era como en los cuadros, donde el modelo no existía para el espectador.
Hilario J. Rodríguez actualmente vive y da clases en Virginia Occidental (USA). Colabora con medios de prensa escrita (Leer, Imágenes de actualidad, El Estado Mental, Abc, La Vanguardia o Revista de Occidente). Ha escrito diversos estudios sobre géneros cinematográficos, películas y directores; y las novelas Construyendo Babel, Mapa mudo y El otro mundo. Además ha sido comisario de ciclos de cine, exposiciones y seminarios. Recientemente publicó Perder ciudades (Newcastle), Nostalgia del futuro (Micromegas) y Hotel Insomnia. Gracias por no ir al cine (Innisfree), y tiene en prensa Un astronauta perfecto (Micromegas, 2017). Ahora mismo trabaja en sus dos próximas novelas y en un libro sobre Estados Unidos.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero