Hay muchos modos de hacer crítica literaria. El más común, y algo gastado por las pocas capacidades de muchos de los que se dedican a ello, es el de la reseña literaria. En penúltiMa disfrutamos más de los que proponen nuevos caminos de dialogar con las producciones culturales ajenas, como hace, por ejemplo, Nere Basabe en este texto donde de manera indirecta reflexiona sobre Galdós y su gran novela.
Las dos mujeres se quedaron entonces solas en la habitación, con la única compañía del cuerpo de la enferma agonizante en la cama, de madera robusta, que las separaba. Acababa de amodorrarse al fin, y Fortunata trataba de disimular su turbación ahuecándole las almohadas para que no se ahogara: durante toda la jornada la respiración de Mauricia había sonado pesada e irregular, semejante a un fuelle carcomido de hollín. Las demás mujeres que velaban a la enferma aprovecharon el momento de descanso para entregarse a otros quehaceres: su hermana Severina trajinaba en la cocina y desde la reja vigilaba las diabluras de los niños en el patio; la Comandanta, junto a la de Jáuregui y su sobrina, se reunieron formando un corro con otras vecinas en el descansillo del entresuelo de la vieja corrala, situada en la calle de Mira el Río, en el corazón del barrio de Lavapiés, donde Mauricia la Dura iba a sudar sus últimas horas. Hacía rato que doña Lupe y Guillermina la Santa habían partido, tras dar unas últimas instrucciones para los preparativos del responso que más tarde habría de tener lugar. Por un momento cundió el silencio, y era raro aquello en esa humilde casa de vecinos por lo común tan ajetreada.
Solas en la habitación del fondo, apartadas del resto del mundo, las dos mujeres se observaban con reservas, de reojo, mientras giraban en torno a la estancia como dos gallos de pelea en el corral, con pasos inseguros, la espalda pegada a las paredes. Como dos gallos de pelea no, como dos gallinas cluecas habría que decir más bien, ávidas de empollar el huevo ambas y a la par temerosas de la otra que habría de venir a arrebatárselo. La sonrisa angelical con la que en su momento penetrara Jacinta en la estancia había demudado ahora en una mueca cerúlea, al reconocer y comprender que la mujer que tenía ante ella no era otra que su adversaria: aquella por la que su esposo Juan abandonaba la alcoba por las noches, aquella que parió el hijo que siempre debió haber sido suyo. Tuvo que tomar asiento, en una silla de paja coja, para reponerse de tan fortísima impresión. Fortunata, que hasta entonces la espiaba arremolinados en su cuerpo un sinfín de sentimientos confusos (odio y despecho, porque esa pava ñoña era la ladrona que le robó lo que era sólo suyo; envidia, porque era ella quien debería estar en su lugar luciendo todos esos vestidos y ser ese manojo de perfecciones; admiración también, por su sacrificio y dignidad pese a todo, y compasión por su desgracia que ella mejor que nadie comprendía, pues era en buena medida su causante), se hinchó ahora descarada ahuecando su mantón, los brazos en jarras, y pavoneándose de un lado a otro se plantó firme ante ella como diciendo, «Sí, aquí me tienes, soy yo, ¿qué pasa? Y si acaso no te gusta lo que ves, ¡aire!».
Jacinta la contempló con cobardía y no sin algo de embeleso, más admirada por su descaro que escandalizada. La pañoleta que cubría la cabeza de Fortunata, en contraste con su distinguido sombrerito que, ahora se dio cuenta, era impropio de las circunstancias funestas, se había resbalado hacia atrás con los trajines del cuidado de la enferma y la noche en vela, y un mechón rebelde se escapaba provocador hasta rozar el mentón de la temblorosa Jacinta. Sin saber a santo de qué disparate, de pronto se imaginó a Fortunata sorbiendo un huevo crudo de su propia cáscara, y una turbación que no era exactamente repugnancia le recorrió el espinazo. Trató de apartar tan extravagante imagen de su cabeza y entonces sólo vio, a pocos centímetros de su cara, los pechos de Fortunata, apuntándola bajo la camisola como un par de buenos mosquetones. «Esta descarriada ni siquiera viste corpiño», pensó, sintiéndose cada vez más encogida en su silla que trastabillaba; quiso santiguarse pero no se atrevió, por si al mover la mano involuntariamente rozaba uno de aquellos pechos. De lejos se oyó de nuevo al ciego del organillo, y los ladridos de Severina para ahuyentarlo armada con una escoba: «¡Largo de aquí, o es que no te lo hemos dicho! ¡Que no es sitio ni momento este para chotis! ¡A otro lado a darle con la manivela!». Y entonces, sin poder remediarlo, presa de la histeria y los desequilibrios propios femeninos, Jacinta se echó a llorar.
–¡Vamos, mujer, no llore! Señora de Santa Cruz, no me haga ahora usted este papelón, pues estamos apañás –y al pronunciar en voz alta aquel nombre, tan querido como infausto para ella, algo temblaba en la garganta de Fortunata, y también en su ánimo que mudaba hacia la compasión–. Que se pone usted muy fea, vamos. Con lo bonita que está cuando sonríe –presa del sollozo, Jacinta había enterrado su frente en el pecho de Fortunata, y se sorprendió pensando en su tibieza, en el regazo acogedor de una madre, en la fertilidad que a ella le había sido negada. Fortunata, por su parte, no pudo evitar abrazar la cabeza de Jacinta en un gesto inconsciente; primero con codicia, acarició el terciopelo de su elegante capota; pronto, su mano fue subiendo, más tierna, hacia el cuello delicado.
–¿Acaso se burla usted de mí, Fortunata? ¿No ha tenido suficiente? –las lágrimas incontenibles de Jacinta empapaban la camisa de Fortunata, medio desabrochada al cabo por el calor, el aire insalubre de la habitación de la enferma, el roce continuado de su rostro.
–Que no me burlo, señora, que es lo que pensé nada más verla, figúrese, aquella primera vez en las Micaelas: que parece usted un ángel. De verdad se lo digo, que me muera ahora mismo si miento. Usted no se acuerda, no me vio porque yo estaba tras la reja, embutida en mis harapos de novicia, aquella tarde que usted visitó el convento de las Descarriadas con doña Guillermina. Fue la pobre Mauricia precisamente la que me informó al oído de quién era usted –al evocarlo, revivió el escalofrío que sintiera entonces–. Y nada más verla, supe que no podría odiarla –Fortunata iba soltando una a una las horquillas que sostenían el gracioso sombrerito de Jacinta–. En cuanto a lo otro de lo que me acusa, no se torture de más, que yo le prometo que hace meses que no veo a Juan… a su esposo, quiero decir, discúlpeme. Yo nunca quise causarle a usted ningún mal, créame, pero él…
Fortunata no sabía ya qué más decir, cómo detener el llanto de la otra mujer, así que, sin pensárselo dos veces, se agachó para estar a su altura, se volvió hacia la mesilla de la enferma donde, escondida bajo los faldones, permanecía la botella de Pajarete, y le ofreció de beber a Jacinta.
–Tenga, beba, esto la ayudará a recobrarse –Jacinta se agarró a la botella primero dubitativa, después con firmeza, y bebió, sí, lo que jamás pensó que haría, bebió a morro igual que un arriero en la taberna, un buen lingotazo del vino dulce que guardaban para calmar los ataques de la enferma. Pensó que tal vez aquel era el primer acto verdaderamente libre de su vida, y bebió de nuevo, y un calor la recorrió por dentro.
Sonrió, tímida, a Fortunata. Por su mejilla, encendida por el vino y la congestión, bajaba una lágrima; por una de las comisuras de sus labios, corría una gota de Pajarete. Fortunata le secó la lágrima con el anverso de su mano, ¿y el vino? El vino se lo bebió. Han oído ustedes bien: no podría explicar con palabras qué le sucedió, tal era su confusión, de qué rincón de su alma brotó semejante ocurrencia, y que Dios la perdone; sólo sabe que antes siquiera de pensarlo ya se había inclinado hacia la boca de Jacinta y la había lamido para limpiarla. Jacinta sintió el aliento dulce de la mujer en su cara, y habiendo besado en su vida, fiel y modesta como era, únicamente a su esposo Juan, sólo acertó a pensar «sabe más dulce que él. No raspa».
–Ven. Que yo te he de buscar la lengua –fue el desafío que lanzó Fortunata y al que ella correspondió.
El beso duró tanto que Jacinta ya no sabía si el calor se debía al vino, a la estancia sin ventilación o a la saliva que la colmaba y al mismo tiempo le negaba el aire, tal y como le ocurría desde hacía días a la enferma que yacía en la cama contigua, sin enterarse de nada. Ella también se sintió indispuesta, presa de una nueva fiebre: tras tantos años preguntándose, imaginando cómo sería ella, qué clase de milagro albergaría entre las piernas esa mujer para que su marido la prefiriera, aunque con ello mancillara el amor bendecido, quiso saciar su curiosidad de a una, y le arrebató el mantón, la pañoleta, la camisa que dejó a la vista esos pechos que, ellos sí, habían amamantado al hijo de su marido. Y vaya que si se les notaba. Los tocó con la punta de sus dedos, casi con miedo.
Pero Fortunata no la dejó seguir: le paró en seco la mano, se la agarró, y tras la mano arrastró consigo el resto del cuerpo hasta la cama. «Mauricia, hazte a un lado», le dieron ganas de ordenar igual que una sargenta. El colchón de lana se agitó cabalgado por las tres mujeres (una casi muerta, las otras dos más vivas que nunca), igual que una chalupa en medio de la marejada. Mauricia, en su delirio, masculló algo semejante a una protesta sin llegar a despertar del todo, y después cada una siguió a lo suyo; la moribunda entregada a su agonía, las otras dos a su lucha encarnizada contra toneladas de ropa.
Fortunata arrancó las faldas de merino, el miriñaque de raso, las enaguas de hilo como quien corre las cortinas para que entre el aire, porque aire nuevo era lo que necesitaba aquella habitación y la propia vida de Jacinta, apresada en tantas encorsetaduras. Y al fin dio con lo que andaba buscando: al aire, con su nariz tan cerca, se evaporaron de una vez los olores que pesaban en la habitación hasta entonces; los sudores de la moribunda, el olor mezclado de agua con jabón, excrementos de mula y puchero recalentado que subía desde el patio, todos se esfumaron, y en su lugar sólo quedó el olor liberado del barquito y el salitre de ese cuadro ridículo que alguien había colocado en la cabecera del lecho de muerte de Mauricia. Se deleitó pensando en el honor mancillado de Juanito, el único que hasta entonces había pasado por allí, y se vengó de él de un lametón. Jacinta se estremeció:
–Fortunata…
–¿No te gusta?
–No, no es eso… Pero dime: esto que me estás haciendo, ¿lo aprendiste de él?
–¡Quiá! ¡Qué voy a aprender de él! Tu marido es un bruto, hija, un bruto como todos, y va a lo que va.
–Qué me vas a contar. Una bestia parda es lo que es. Nunca ha pensado más que en su propio beneficio –ambas mujeres se echaron a reír.
Juan Santa Cruz, a esas horas, ignorante en el café con sus amigos de siempre de hasta qué punto se estaba perjudicando su honra en aquel mismo momento, empezó a sentir no obstante una molestia en la cabeza, unas protuberancias que luchaban por brotar en lo alto de su testa, bajo el sombrero. Algo así como un tumor que crecía, y ya no lo abandonaría nunca. Pronto andaría encorvado por el peso de tanto exceso de cavilaciones ociosas, al igual que el otro pobre cornudo de esta historia, Maximiliano Rubí; pues si Juan, con sus brusquedades de amo y señor, nunca alcanzó a satisfacer enteramente los anhelos de Fortunata, menos aún lo hizo el desgraciado de su marido, que sólo con acercársele parecía ya como que se meaba encima, hasta el punto de que Fortunata más de una vez pensó en comprarle unos pañales, dando gracias al cielo porque nunca le diera tiempo ni a desabrocharse los calzones.
Jacinta, mientras, desconocedora igualmente de muchos de los secretos de la vida conyugal en los que Juan no se había molestado en instruirla (pues su única obligación fue siempre concebir un digno sucesor sin conseguirlo), también sintió que se orinaba en la cara de su amiga, quien no por ello dejaba de sorber, si cabe aún con más ahínco, de aquel huevo crudo que se le derramaba por las bragaduras. La vergüenza y la culpa hicieron arder sus mejillas, del mismo modo que le ardía la entrepierna.
–Fortunata, ¿es esto lo que llaman pecado? Porque yo en mi vida, te juro, había sentido nada tan delicioso, y si lo mejor que he experimentado nunca es un pecado tan grave como dicen…
Y vaya si era pecado, y de los peorcitos, le habría replicado de inmediato doña Guillermina, iluminada con su aura de santidad, de haber estado allí presente y si no fuera por el desmayo previo que la escena le habría ocasionado. Porque el caso es que todo esto, por inesperado que fuera para las jóvenes esposas, era algo que doña Guillermina se venía barruntando desde hace tiempo, mientras iba y venía de sus huérfanos a sus menesterosos, aunque cada vez que le acechaba semejante pensamiento lo espantaba de inmediato, entreteniéndose en actos de caridad y beneficencia, pues igual de nefanda era sólo la posibilidad de pensarlo, que en cosas así, para irse derechita al infierno, ni falta hacía pecar de obra. Así que nunca compartió sus temores con su confesor el Padre Nones, pues era incapaz siquiera de pronunciarlo, tamaño horror le provocaba la mera idea, y sólo por las noches, a solas en el reclinatorio de su dormitorio célibe, se atrevía a pedirle a Dios: «Señor, que no se pierdan, haz por favor en tu infinita bondad que estas dos mujeres no se pierdan, te lo ruego… Ellas no son malas, pero es ese hombre, con su gallardía y pese a la alcurnia de su apellido, el que las trae por el camino del desvarío… Y si no me ayudas, señor, esta historia acabará mal, te lo digo yo que soy tu más fiel servidora…»
Y Jacinta había acabado ya para entonces, efectivamente, pero el caso es que no había acabado nada mal. Empapados los muslos por los besos de su antigua rival, ahora cómplice, y por sus propias secreciones, meditaba sobre cuán equivocada había estado en su vida persiguiendo anhelos de maternidad que ahora ya no parecían tener mayor sentido; porque estaba segura de que nada podría colmarla en adelante más ni mejor. No podía dejar de acariciar la piel tersa de su amiga, más suave que cualquier paño importado de París; enredaba sus dedos en su cabellera hirsuta, infinita, y comprendía por primera vez a su marido. También Fortunata acariciaba ahora, tendida a su lado, dando la espalda a Mauricia para que no cupiera entre ellas el espanto, los cabellos finos de ángel rubicundo de Jacinta, sus pechos pequeños y por estrenar, su talle a punto de quebrarse. Jacinta, que en la escuela siempre fue una muchacha espabilada, precoz en las letras, aprendía rápido y reproducía en el cuerpo de Fortunata esas caricias, y quiso corresponder al regalo que ella le había hecho un momento antes. Con su mano derecha, con la misma que bordaba, se aventuró entre los muslos, y hurgó, primero entre el vello áspero y los pliegues, después más adentro siguió hurgando, recordando esa pregunta que desde la misma noche de su boda la perseguía, «qué tendrá esa mujer entre las piernas», y ahora por fin lo sabía, lo estaba palpando. Fortunata chilló de placer:
–Ladrona, ladrona mía… –susurró al oído de Jacinta con una suavidad que contradecía la fiereza con la que le clavaba las uñas en la carne–, con tu planta de niña rica y de mosquita muerta siempre fuiste una ladrona… Primero me robaste al que pensé que era mi hombre, y ahora que ya ves, ¡qué tontería!, me estás robando el corazón.
–¿El corazón?
–Ay, no sabes nada de la vida, hija, Jacinta. Esto mío que tengo entre los pliegues, ¿lo notas? Ahí, un poco más arriba, ahora, lo estás tocando. Lo que yo te sorbía hace un momento, porque sabe mejor que las cerezas. Dime tú, si no es el corazón, entonces qué es.
Jacinta se echó a reír y besó a Fortunata:
–Tienes toda la razón. Curas, monjas y medicuchos nos han estado toda la vida mintiendo acerca de dónde se encontraba el músculo del amor.
Mientras tanto, Mauricia había despertado de su letargo, uno de tantos en los que caía cada vez de forma más asidua, al último grito de Fortunata, que por momentos parecía que era ella la que se moría, y no la vieja beoda de Mauricia. Presa aún de las garras de la fiebre, con dificultad para deshacerse de las telarañas del sueño y más aún para dar crédito a lo que a su lado en el lecho veía, juzgó primero seguir siendo presa del sueño y del delirio, o acaso era aquello alguna de esas alucinaciones que a menudo la asaltaba cuando se excedía con el porrón y el trinque. Por último, creyó haber muerto ya y encontrarse en el paraíso:
–Pero qué guapas os veis, jodías, así de enredadas y como Dios os trajo al mundo, sin acordaros ya de ese tunante que en mala hora os disfrazó de enemigas. ¡Menudas dos pájaras estáis hechas! Si ya me lo figuraba yo, que esa obsesión malsana que os traíais la una con la otra no podía ser sólo cosa de la disputa por un hombre necio, por muy Santa Cruz que fuera, rediós, que parecíais dos gatas en riña y lo que de verdad erais es un par de gatas en celo. Pero yo chitón, eh, que conste –Mauricia se reblandecía por momentos, se le iba toda la fuerza ante el espectáculo de ternura desplegado junto a ella en el tálamo, le faltaba el aire, se arrepentía de sus arrepentimientos meapilas de los últimos días, maldecía confesores, extremaunciones, y se reconciliaba con la tarasca que siempre fue: –Así, mis niñas, así; quereos mucho, y apartad de vosotras a todos los hombres, donjuanes y demás varas, delfines y otros animales fantásticos que no han sino de causaros llantos… Que no os aten ni os ensarten; pues no hay Cristo del Gran Poder que se pueda oponer al amor, ni os arrebatará vuestro pedacito de cielo… Porque si da gusto salvarse, más lo da el propio gusto. ¡Ay ese gustirrinín, quién lo sintiera una última vez! Decid que sí, mis niñas, que mueran la mojigatería y la decencia, y anden con viento fresco capillitas y beatas, ese atajo de malas lenguas y malfolladas… –la voz cascada durante tantos años por el aguardiente, reconocible a lo lejos cuando subía por la calle Carretas, acabó por romperse a media palabra, y Mauricia ya no pudo proferir nada más. Bendecida por esta última contemplación de dicha y gozo carnal, agradecida porque en el momento postrero no se hubiesen encaramado a sus ojos visiones de crucifijos, lutos, cirios ni plañideras, cerró los párpados en paz, si no con Dios, al menos con la vida.
Cuando unos instantes después la desdichada soltó su último suspiro, Fortunata y Jacinta, atareadas como andaban en buscarse las cosquillas, no repararon en el sonido del estertor, pues el griterío de los chiquillos que en el patio jugaban a la guerra de crístinos y partidarios de Don Carlos impedía escuchar voz alguna; sus gemidos y sus risas, que ahogaban la una con la boca de la otra, acallaban a su vez la barahúnda infantil. Al rato, ya reposadas pero aún descamisadas, cada mujer tendida en el estrecho colchón de lana a un lado y a otro de la difunta, la cogían de las manos frías para acompañarla, si tan siquiera un poco, en el largo viaje. Pero no era la mortaja de Mauricia, antes la Dura y ahora tan solo más tiesa que un palitroque, lo que acariciaban las manos de las dos desposadas, sino el cadáver ya, ¡al fin!, de su extinta pasión por el señorito Juan Santa Cruz.

Nere Basabe (Bilbao, 1978) es licenciada en Ciencias Políticas y en Filosofía, doctora por la Universidad Complutense y profesora de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid. En su faceta de escritora, ha publicado las novelas Clara Venus (Tropo editores, 2008) y El límite inferior (Salto de Página, 2015). Sus relatos han sido premiados en diversos certámenes y publicados en diferentes revistas literarias, periódicos y antologías. Fue becaria de la Residencia de Estudiantes durante tres años y residió otros tres en París. Imparte talleres de escritura creativa, ha ejercido la crítica literaria en distintos blogs, trabaja como traductora de francés y colabora regularmente en medios escritos como los suplementos “El Viajero” del diario El País o “Mujer Hoy” del Grupo Vocento.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La fotografía que ilustra el texto es obra de Karen Jerzyk, su obra puede ser disfrutada y adquirida en su página web: http://karenjerzykphoto.com/
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