Este relato, que forma parte de un libro en escritura, tiene en realidad un larguísimo y explícito subtítulo: «Hijo de la fortuna (pijo a la búsqueda del tiempo perdido, iconoclasta o simplemente un plasta) se encapricha de la puta a la que ha idealizado». No creo que sea necesario añadir mucho más. He aquí una muestra de la escritura iconoclasta de Antonio Báez.
Enfrente hay una bandeja redonda de plata que refleja lo que tengo detrás, hasta que me acerco, pongo la cara delante, con estos rasgos inconfundibles, con este aire de familia que no sé si he adquirido después de tantos años de convivencia o es congénito, y la superficie se hace líquida, como un río que mueve mi rostro sin afeitar, moviéndolo a la par que lo deja en el sitio, cara de hombre que busca algo como los enfebrecidos buscadores de oro. Voy tras las huellas de Albertina, de Ada, de Elisa, de Gustavo Adolfo, de Josefa, me digo, y ando también como el animal que husmea el rastro de Hugo, de Diego, de Rubén, de Fidel, sigo las andanzas de la saga Murillo.
¿Murillo como el pintor barroco? No, de los Murillo que son millonarios.
VK es un imperio comercial y económico y Victor Murillo es su dueño, uno de los hombres más ricos y poderosos y ricos del país. Hay un canal de televisión VK y hay un parque de atracciones VK, una agencia de viajes, una compañía aérea y una cadena de supermercados entre otros negocios. Pero todo empezó con los hoteles, con uno en concreto, el Nautilus, a orillas del mar, en la muy, al principio, encantadora ciudad de Benálora, un municipio turístico que le debe su desarrollo y riqueza a mi familia. Mi nombre es Benjamín Murillo y soy el narrador de los acontecimientos que se van a relatar en esta historia; ser el más joven de todos los Murillo me ha dado ciertas libertades que no han tenido otros miembros del clan.
Hace algún tiempo que los perdí a todos, no sé si al principio, en el momento mismo de encontrarlos, cuando me sacaron de aquel contenedor lleno de desperdicios reciclables, desde los que me dijeron que berreaba, o quizás ocurrió cuando tomé la decisión de convertirme por voluntad en un hallazgo del azar, porque me avergonzaba de ser quien era o de venir de donde venía. Yo estaba huido, extraviado y sin querer nada de ellos, de los míos, los Murillo, en un parque, en la Alameda desde la que los turistas iban a ver enfrente la catedral, pero aquel día los turistas no estaban muy instruidos en las perspectivas para la observación de los monumentos turísticos y parecía que a todos les gustaba ver la catedral desde la misma plaza que tiene a sus pies, que es lo mismo que ver al ogro desde debajo de su panza, verle la boca llena de dientes podridos, los mismos con los que te va a devorar. Lo digo así, porque lo sé bien, toda mi vida he tenido que lidiar con los ogros y los gigantes y he sido perseguido por ellos no solo en sueños. En otro momento estaba en el paseo marítimo de una ciudad sin atractivos monumentales, una ciudad que se estaba volcando en la puesta de sol con ovaciones diarias. Llegaba a cualquier parte de cualquier lugar y me sentaba con la intención de un maestro zen a no esperar nada, me sentaba a que transcurriesen las horas y las personas, pero me descubría enseguida incapaz del reposo, la lucha por vivir me mortificaba, tenía mucho que aprender y mi pelea interior era siempre entre no hacer nada o buscar.
En un ambiente dominado por los negocios, la política y el dinero he conseguido escaparme no a través de los deportes de riesgo como algunos de mis hermanos, primos y tíos, sino por medio de planes absurdos y nihilistas, a los que nadie prestaba atención, porque se traducían en extravagancias de niño rico para unos y en empresas fallidas para otros. Empecé dejándome el pelo largo, pero mi primo Victor, a quien yo siempre apodé El gordito, también se lo dejó y llevaba además la muñeca izquierda llena de pulseras de cuero y de hilos de colores, así que tuve que dejar, no sin un premeditado esfuerzo, de lavarme a diario y ahí sí que conseguí marcar una diferencia que me valió el significativo mote de El apestao durante una temporada. Benálora a mediados de los años sesenta era un paraíso natural del que he visto fotografías y he oído testimonios de los benaloreños más viejos. Siempre me he imaginado al abuelo, al que todos llamaban señor Murillo, a la puerta del hotel Nautilus con la abuela Mercedes, caminando ambos descalzos sobre el esponjoso césped del jardín, él con unas gafas de concha negras como las de Onasis y ella con el bolso colgado del brazo. El primer disparo los debió sorprender con un gesto de impreciso orgullo, aunque eran muchos los motivos para mostrarse así de satisfechos, el viejo señor Murillo tiene la raya del pantalón perfecta y mi abuela, doña Mercedes, lleva una rebeca rosa sobre los hombros, aunque luego en la fotografía no se puede apreciar si la rebeca es rosa o celeste.
En cierta ocasión cayeron del cielo dos letras, primero una V inmensa de metacrilato y luego una K de color distinto y no hubo que lamentar ninguna desgracia, excepto que los operarios que las estaban colocando en el rascacielos fueron fulminantemente despedidos. En otro momento hubo que repintar VK en el casco del yate; los fuegos artificiales que se tiraron el día del cumpleaños del abuelo dibujaron en el cielo las letras y al desvanecerse todos suspiraron con el olor de la pólvora.
No me cuesta nada ahora meter en escena al fotógrafo, le puedo poner una gabardina con lamparones y los bolsillos llenos de bolas de papel y pelusas, no me cuesta nada que le indique al matrimonio cómo se tienen que colocar; saca instantáneas del jardín y de la piscina, siempre con la pareja posando en un término destacado del encuadre. Como además el hotel estaba a escasos metros de la playa, el viejo (no por edad) señor Murillo (que entonces andaría todavía dentro de la cuarentena) y su esposa, que se llamaba Mercedes, escritora de manuales de urbanidad para jovencitas, se acercaron a la orilla, se descalzaron y metieron los pies dentro del agua. El fotógrafo francotirador, tras ellos, hizo lo mismo y volvió a disparar su cámara media docena de veces más. El resultado fue a parar al álbum familiar, pero también a los folletos publicitarios, ya que el abuelo tenía el mismo concepto de continuidad y reciprocidad entre la empresa y la familia. Pertenecer a la familia significaba que estabas en la empresa y viceversa. No se me ocurre ahora mismo ningún Murillo, excepción hecha de mi caso, que haya hecho su vida, su proyecto, fuera de VK Consorcio de Empresas, como mucho algunos golfos que acabaron volviendo al redil. Sobre mí, significativamente desde muy pequeño, debido a comportamientos y gustos estrafalarios, siempre dijeron que me habían hallado en un contenedor de basuras y que habían cometido el garrafal error de acogerme entre ellos. Siempre me sentí un hijo de la fortuna.
Albertina surgió de repente como si se materializara, lo que evidencia mi despiste en aquel momento, porque nadie surge de la nada ni cae del cielo por error como dos letras que son una marca para la confianza. Lo normal hubiera sido verla caminar y acercarse hasta donde yo me encontraba con mis baratijas a la venta. Veo ahora mi rostro oscuro por la barba en las aguas plateadas de la bandeja, de donde surgen estas imágenes que se van interponiendo entre otras que desgranaré luego, y veo mi mentira escribiendo lo que de ninguna manera nunca fue y veo también el futuro en la bola mágica de Hugo.
Vayamos despacio: La V y la K quedaron perfectamente instaladas en el edificio más alto de la ciudad, el más emblemático, el más importante, el icono que la hace reconocible en cualquier parte del mundo, delante del que se han retratado personalidades de la política, de la cultura, el deporte y el crimen organizado, y Ada era allí y fuera de allí una anciana de noventa años, según me confesó cuando le hablé y le conté ciertos argumentos. Tengo muchas amigas, me dijo. Me interesan, le dije. Nos reunimos y les hablo de ti, de tu proyecto de muñecas de cera. No obstante, en mi desnorte, según mi impresionable fantasía, en la que fulguraban todas las luces representadas por letras que surgían de la nada, veía a una niña casi, no podría decir que se tratara todavía de una jovencita, de Irene o Felisa. Me había enamorado de una Albertina de todas las edades y había salido a buscarla en todas las mujeres. De nuevo tengo la oportunidad de comprobar qué falsos son los recuerdos cuando uno se pone a ponerlos en algún lugar, lo que me ha llevado a confiar solo en los proyectos. Los recuerdos como señales de la enfermedad que nos corta los pies para pasear o la lengua para decir lo que queremos. La materialización de las fantasías como lugar de nuestra verdad. Por eso las familias se aferran a la falsedad de sus álbumes de fotos y a las invenciones de la memoria. Los Murillo éramos expertos en la escritura y falsificación de nuestra historia. Sin duda de todas las variaciones de lo que ocurrió aquel día y en días sucesivos hay que hacer una elección o selección, y yo estoy dispuesto a sacrificar a las Albertinas, a las Adas y a las Marías que se fueron quedando por el camino con la nariz cortada, con un rubor permanente en las mejillas, con los pies hinchados. Porque solo a cambio de las renuncias consigo tocar o alcanzar la sombra de mis deseos, de la verdad de lo quise en mí, no las brutales evidencias de aquello en lo que me convertí, de lo que de mí se esperaba como parte de una familia y parte de una empresa. La mujer a la que llamo Albertina y también Ada y María y Felisa, en países y épocas remotas y a edades dispares, regateó y le hice la rebaja. Era mi segunda venta del día. Por fuerza esta historia avanzará yendo hacia atrás y hacia adelante, y de unos hacia otros, sin olvidar que se agitará por los costados y que saltará de los huecos a las piezas que los rellenan, de la persona con la que fabricaré el molde a la muñeca que saldrá de ahí. He puesto todas mis esperanzas de redención en contar cómo me creó y me destruyó el amor, pero también la familia Murillo y el dinero. La primera venta había sido la de Hugo y aquel día no hubo más. Hugo iba con sus padres, la madre se alejó desentendida del capricho del niño, pero el padre se entretuvo en hablar conmigo mientras el niño curioseaba. Tenía amigos en el sur, me dijo, al haber sido yo delatado por mi acento, ese deje benaloreño tan particular. Pero el hombre no me cayó bien por presuntuoso, por ignorante, y porque sudaba copiosamente, a pesar de los esfuerzos de su cordialidad. Hugo era un atribulado escolar de catorce años que se asomó a la bola de cristal que le había fascinado nada más verla. El precio que le puse a su fetiche fue desorbitado, suficiente para mantenerme durante dos meses sin dar palo al agua, si vivía con frugalidad, pero no me duró mucho aquel fajito de billetes, porque enseguida empecé a vivir como si fuese yo mismo, un Murillo rico, lleno de caprichos, de paladar exquisito y necesidades mundanas exclusivas, y no quien estaba fingiendo ser. Cené en buena compañía con una chica a la que le di las precisas instrucciones. Habría de atender en todo momento por el nombre de Albertina adorada siempre, en cada circunstancia, época, y lugar, por mí, pero el clasificado del periódico me la había anunciado como Ada. Le pregunté por su nombre real dos veces y la primera me dijo que se llamaba Felisa, en la segunda ocasión ya no recordaba el que me había dado antes y me dijo que María. Sin duda todos esos nombres le pertenecían y la desvelaban, por mucho que ella creyese que su refugio, su hogar, estaba en el que tan celosamente guardaba y no quería descubrir. Yo estaba contento y orgulloso de tenerla cerca durante unas horas, de que me mirase, y de ver cómo un ojo se le iba hacia dentro, de que sintiese mi deseo entrecortado con su respiración, no me importaba que tantos hombres la consiguiesen si yo también era uno de ellos. La delataba un bizqueo frenético y resoplaba por la nariz como si ambicionase escapar de la pobreza, a la que su estirpe la tenía condenada, su madre, su abuela y todas sus tías eran y habían sido putas. Había conquistado a mi Albertina, siendo uno más entre todos, pero destacándome como el único que la quería poner a la reventa. Para mí Albertina era una estrella de aquel celuloide en blanco y negro que ardía con el roce, pero yo no era uno de aquellos románticos héroes que la querían sacar de la calle, me sentía más bien un traficante de personas, siendo la mercancía en este caso la propia Albertina fingida, Ada la puta o Adela, como una de aquellas baratijas en cuyo mercadeo me buscaba la vida que ahora nadie me regalaba, pagada al contado. Le pusieron a la muchacha un precio de salida, sin duda alto, así que solo unos cuantos disponían de efectivo para pagar lo que costaba, había muchachas más baratas y más hermosas en otros almacenes, pero a mí no me gustó ninguna. La besuqueé todo el tiempo que la tuve para mí, haciendo desprecio de los besos que en otro tipo de relato, distinto a este, sin duda hubiera recibido de otro tipo mejor que yo. Mis cualidades habían sido reprogramadas en la maquinaria familiar y solo confiaba en mis defectos, en mis vicios más insolventes. Los hombres besuqueábamos a Albertina porque ella era el amor al contado, la mujer de un solo ojo que bizqueaba, el otro tapado por un parche, sobre cuyo rostro descargábamos con deseo y violencia. El amor como el dinero, el dinero como el deseo y el deseo como los golpes, la evisceración y el coleccionismo. Yo no quería ser alguien diferente, alguien señalado por una manera especial de amarla, alguien bueno o amable, desinteresado y con capacidad para el sacrificio, un hijo de puta que se redime. Nunca le importó quién era yo, nunca me lo preguntó y cuando lo supo su desprecio no hizo sino aumentar mi pasión por ella, en mi familia no la contratarían ni para servir el café. Yo quería saber lo que todos aquellos hombres sentían en la boca al saborear las diferentes piezas del cuerpo de Ada. Me contó en la cena, exorbitante el precio de las gambas (inteligente, dijo que ella nunca se gastaría el dinero así, sin llegar a precisar si era por la cena o por el servicio de escort que me estaba prestando), que una vez se tuvo que enfrentar a un tipo armado con un cuchillo que quería trocearla. Me contó cómo le hizo frente y lo desarmó. Era un pavo ridículo pero yo entendía muy bien que quisiera picarla.

Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La imagen que acompaña al texto es un detalle de una conocida foto de Emile Savitry.
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
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Antología de cosas pasajeras
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