Uno de los colaboradores más asiduos de la revista es Antonio Báez Rodríguez. Ha evidenciado una fe en la ficción y el relato breve inusual, un compromiso con la calidad por encima de las conveniencias y una fe en la capacidad comunicativa y de generar nexos de la escritura que siempre lo han hecho bienvenido en este foro. Ahora acaba de publicar una novela arriesgada y singular, como no podía ser menos, La radiante edad, de la que compartimos aquí un fragmento para nuestros lectores, inquietos como Báez y siempre dispuestos a asumir riesgos y esforzarse en la lectura.
El abuelo se llamaba Pepe, la abuela Dolores. La abuela fue al pueblo a recogerme. El niño era el niño, yo, un crío de seis años. Nos montamos en el autocar, que la abuela llamaba con mucha propiedad coche de línea, y en las primeras curvas el niño, o sea yo, comencé a vomitar y no paré hasta que llegamos a la estación en Málaga. Cuando pusimos el pie en el suelo ella me cogió de la mano y me llevó hasta su casa. El abuelo era portero en una finca, un edificio que se acababa de construir y estaba recién ocupado y la abuela se encargaba de las labores de limpieza de las escaleras y el portal. El edificio hacía esquina en la calle Mármoles con un callejoncillo que llevaba al barrio de la Trinidad. Al mando del mismo estaba Don Julián, un veterano de la guerra, la civil, la nuestra, aquella que fotografió Robert Capa, con gran parte de su cuerpo cosido por la metralla, no Robert Capa, que nunca existió, sino Don Julián. Tenía las huellas de las balas en el rostro. El abuelo Pepe se había puesto a sus órdenes y a las de su señora, a la que iba a buscar al mercado para ayudarle con la pesada cesta de la compra. Al niño, a mí, me habían encontrado una plaza en el colegio en el que era maestra la señorita Virtudes, que vivía en el segundo y tenía un hermano del que se tenía que ocupar. La abuela vestía de negro desde que la guerra había acabado hacía treinta años. La abuela era una sombra frente a las paredes blancas de la pequeña portería, delante del paño de azulejos que no subía hasta el techo. La abuela era un signo cinematográfico, un icono de su tiempo, como aquellas mujeres que el niño veía en las películas que ponían en la televisión, o como las mujeres que los fotógrafos preocupados por la realidad social solían retratar, noticias que el niño desconocía. El niño se recordará, muchos años después, de su mano, acercándose al portal de la finca en la que lo estaba esperando el abuelo. El abuelo llevaba un brazalete de luto. Junto a él había un hombre que al niño le llamó la atención. Se sentaba en el escalón y acto seguido se levantaba como si tuviera un muelle, para volver a sentarse de nuevo. Mientras el abuelo me recibió y me saludó el hombre repitió la operación varias veces. Era un hombre que al niño no le pareció un hombre enteramente, sino más bien un niño como él mismo, incluso más niño todavía. Sin embargo, una cosa más me sorprendió: aquel niño agigantado fumaba ansiosamente un cigarrillo con el que prendió otro antes de acabarlo. Antes de entrar en el edificio y de subir por primera vez en su vida en un ascensor, el niño vio de refilón al compañero de su abuelo con dos colillas encendidas entre los labios. La primera noche con sus abuelos el niño no pudo reprimir unas lágrimas acostado en su cama. Oyó que ellos discutían, pero no acertó a entender de qué. Desde la portería que ocupaban sobre la última planta del edificio se pasaba por una puerta a la azotea y aquello fue lo que más le gustó al niño. A la azotea subían algunas vecinas a tender la ropa, así que el abuelo decidió que aquel no era un buen lugar para que el niño estuviera, porque a las mujeres su presencia podría molestarles o podrían pensar que con sus juegos les mancharía la ropa tendida. Por eso le prohibió al niño entrar en la azotea. Mujeres que tienden ropa blanca al sol, sábanas azotadas por el viento. Mucho tiempo después tuve un sueño con esa imagen que me provocó quizás mi primera polución nocturna. Entonces las mujeres no se depilaban las axilas y en la foto mental que conservo en blanco y negro la tizne oscura bajo sus brazos me excita tanto como sus cuerpos manteados y envueltos por las sábanas que destacaban sus volúmenes. Desde la azotea se veía, por un lado, la calle donde había edificios modernos, bares y hasta un par de cines, con sus enormes carteles pintados a mano, por allí rodaban los autobuses urbanos con sus estridencias en las frenadas y en los arranques, que al niño tanto le sorprendían y gustaban debido a lo novedoso; por la parte trasera se podían ver los tejados de las casas bajas, que componían el barrio viejo trinitario, de aspecto mucho más parecido a lo que era un pueblo, en ese lugar de la ciudad condenado a ser el suburbio de los pobres, de la mierda, el frío y la precariedad, devotísimo de la imagen procesional del Señor Cautivo. En una de ellas, cerrada a cal y canto, habría de esconderse por aquellos días, sin que los vecinos se hubieran dado cuenta, el famoso delincuente común llamado El Lute, después de una de sus fugas de la cárcel, en la que llevó a medio cuerpo de la guardia civil y la policía nacional detrás. Eran los últimos días del verano, una ola de calor sofocaba la ciudad y por la noche algunos vecinos se subían a la azotea con un colchón para poder dormir algo más frescos. El niño los envidiaba, porque sus abuelos no salían de la vivienda y tampoco dejaban que él lo hiciera. Un día oyó cómo una de las vecinas le decía a su abuelo que le permitiese al nieto pasar la noche en la azotea con sus hijos, uno de los cuales tenía la misma edad. Cuando llegó la noche, pedí salir y les recordé a mis abuelos que la vecina me había invitado. El abuelo consintió y desde entonces el niño se sintió más acompañado por aquel vecino, que como él empezaría en el colegio ese curso. Desde la azotea contemplé tres rostros enormes pintados en el lienzo de la fachada del Palacio del Cine. Forajidos de rostro curtido, mal afeitados, con sombrero en la cabeza y las armas en ristre, que miraban hacia la terraza para ver a las mujeres cuando recogían la ropa tendida. El niño hizo esos amigos en el edificio y algunos fuera de él. Don Julián le había dado al portero órdenes firmes de que no se permitieran juegos de pelota delante del portal. Cada vez que el abuelo pescaba un balón que se le escapaba a un grupo de chiquillos que jugaba allí mismo, donde estaba prohibido, porque molestaban el descanso y la siesta de los vecinos, sacaba su navaja, la misma con la que comía exquisitamente, me fascinaba su modo de trocear el huevo frito con ajos, cortar el pan y mojarlo en la yema para a continuación llevárselo a la boca, y lo apuñalaba sin piedad, con eficacia, no sabría decir sin con rencor o no. Los chavales aprendieron enseguida cómo se las gastaba aquel portero. El niño muchas veces no se atrevía a ir con ellos, porque enseguida se estableció una contienda entre ambos bandos, de un lado su abuelo y del otro todos los que podrían ser o eran amigos suyos. Hubo alguna queja y hasta que Don Julián no le dijo al abuelo que podía hacer un poco la vista gorda él no aflojó. Si enganchaba alguna pelota que entraba dentro del portal estaba perdida hasta que tenía a bien devolverla; al menos cesó en el apuñalamiento. Al niño hubo que bañarlo una primera vez tras su llegada y la abuela lo metió en un barreño de zinc dentro del fregadero, porque la portería no tenía nada más que un lavabo y un váter. Allí lo restregó hasta dejarlo pelado y enrojecido como un conejo desollado. El extraño hombreniño, que fumaba sin descanso y que había conocido a su llegada, se llamaba Gregorio, pero enseguida descubrió que muchos lo llamaban El tonto del segundo. Es mongólico, me dijo mi amigo de la azotea. Gregorio le inspiraba al niño un raro repelús y un poco de asco, nunca se acostumbró a él, a su buen humor bobalicón, a su babosa generosidad, aunque pasó de no entender nada de lo que decía muy atropelladamente a conocer de antemano cuáles eran las cosas que le llamaban la atención y de las que hablaba, más bien sobre las que emitía gruñidos, con las comisuras de la boca siempre emporcadas con una espesa saliva, que le amarilleaba como a los pájaros enfermos. Gregorio quería tener novia, era toda su ambición, piropeaba a las mujeres y les dedicaba requiebros apenas entendibles, con un entusiasmo que le hacía escupir y lloriquear. El abuelo le presentó el niño a la maestra que le había encontrado la plaza en el colegio, era la señorita Virtudes, hermana mayor de Gregorio, que muchas veces tenía que luchar por zafarse de sus envites, aunque según maliciosos rumores otras veces no solo no hacía nada por evitarlos sino que los provocaba. Dale las gracias a la señorita, niño, le dijo el abuelo. El abuelo era un hombre agradecido y amargado, por lo que nunca había cesado, en sus breves sobremesas, de amenazar con pegarse un tiro o pegárselo a alguien con tal de resolver el más elemental conflicto vecinal. Todas las tardes Gregorio bajaba y pasaba a su lado un par de horas fumando. Era lo menos que podía hacer el abuelo por la señorita después de lo bien que ella se había portado. Delante del abuelo nadie se permitía decir El tonto del segundo. Pero el niño lo oía mucho. Robert Capa, el fotógrafo de la guerra, aquel que sorprendió a un miliciano en el aire alcanzado por la bala fascista en el sur de España, era el seudónimo que usaban Gerda Taro y Endre Friedmann para firmar sus instantáneas. Ella fue atropellada por un tanque mucho antes de que la guerra acabase y él se quedó con el nombre y con los méritos que le correspondían a ella. La madre del niño tenía previsto llegar desde el pueblo para cuando comenzase el colegio. El niño había recibido en el pueblo unas clases en la casa de otra señorita, la señorita Teresa, una mujer encorvada y vestida de negro, que a lo largo de la mañana iba haciendo sucesivas visitas a un aparador, del que se servía cada vez una copita de anís. Cuando los padres iban a recoger a sus hijos la señorita ya apenas se podía tener en pie, así que los recibía sentada tras su mesa de maestra, con una sonrisa resentida pero afectuosa. Es una de esas secuencias que luego ocasionalmente he encontrado por ahí en vidas que transcurrían en otro país, en otra época. El primer día de colegio la madre cogió al niño de la mano y cruzó el viejo barrio de la Trinidad hasta llegar a la puerta donde debían despedirse. Pero el niño sintió de repente que no quería entrar allí solo y viendo a otros niños a los que les pasaba lo mismo empezó a berrear como ellos. Una mano le pegó un tirón y lo arrojó al patio. El niño pensó que su maestra sería la señorita Virtudes, pero no fue así, ya que se ocupó de su clase un maestro antipático, entristecido, que en los recreos sacaba un termo de su cartera y removía el líquido oscuro con la patilla de las gafas, un excombatiente sordo, mecánico en un carro de combate, que olía a cieno, no el carro sino el hombre, un carro que pudo haber aplastado o no a aquella fotógrafa alemana, pionera del periodismo gráfico de guerra, a la que unos cuantos milicianos llamaban Gerarda. La madre y el hermano menor del niño también se instalaron meses después en la portería que ocupaban sus abuelos: dos dormitorios, una sala con cocina y un pequeño aseo para los cinco. Para ello el abuelo no se olvidó de pedirle permiso a Don Julián, que era el presidente del edificio. Teniente en la reserva de la División Azul, había logrado escapar de una fosa a la que ya lo habían arrojado dándolo por muerto; tenía el cuerpo lleno de agujeros de bala, pero nada grave. El padre del niño estaba en Suiza, adonde había emigrado con un contrato de trabajo para asfaltar carreteras, como tantos otros del pueblo, que apenas sabían leer y escribir. Había una fotografía, que ya no existe, pero que recuerdo bien, de dos hombres jóvenes sentados en un banco de la calle con las piernas cruzadas, en blanco y negro por supuesto. Fotógrafo anónimo, callejero, suizo, para el recuerdo que se le mandaba a la familia con una dedicatoria en la parte trasera. ¿Qué ha pasado con la foto? Uno de esos hombres era mi padre, el otro un compañero al que le leía las cartas que le enviaba su novia. La foto fue hecha pedacitos por las mismas manos que sirvieron para echar alquitrán en las vías helvéticas y las mismas manos que la introdujeron en un sobre antes de echarla al buzón. Yo tampoco lo entiendo. Me limito a contarlo. La madre y la abuela agarraron al niño de una mano un domingo y lo llevaron al Parque, donde también había fotógrafos callejeros que trabajaban con los vendedores de alpiste. Le hicieron al niño una foto pegado al tronco de un plátano rodeado de palomas. Se la mandaron al padre, con cariño de tu hijo, escribió la madre por detrás, aunque el niño ya sabía escribir. Esa foto la tengo yo, así como otra que saldrá en el relato Río Bravo, en la que me agarro a las piernas de mi padre cuando todavía vivíamos en el campo, antes de que diese comienzo la diáspora: él para Suiza, mi madre y mi hermano para el pueblo y yo para Málaga. Gerda Taro y EndreFriedmann eran fotógrafos y amantes. Hay una instantánea de ella durmiendo en un hotel en París y otra de ella dormida, o recostada descansando, sobre un pivote en el fratricida campo español, hechas por él. Son dos personajes novelescos, conscientes de la importancia del relato y la ficción en la fotografía. Retrataron la guerra civil, la nuestra, aquella que le dejó la idea a mi abuelo del ametrallamiento como solución de ciertos conflictos. Nunca lo hizo. El abuelo había pasado toda su vida como encargado de un cortijo, pero al aproximarse la edad de la jubilación los dueños lo habían sacado de él y, con una mano delante y otra detrás, como gráfica y verazmente decía mi madre, lo habían llevado a la ciudad para colocarlo como portero de finca urbana, quitándoselo así de encima, cuando ya no les convino tenerlo consigo. El niño nada sabía del miedo que sus abuelos sentían y las discusiones que por la noche oía a lo lejos entre ellos tenían que ver con la nueva vida que no les había quedado más remedio que aceptar y con las amarguras de la que habían dejado tras de sí. A la llegada de la madre del niño los abuelos ocuparon el cuarto más pequeño y ella se instaló en el grande, con el niño y su hermano pequeño. Si no era con algún adulto el abuelo les había prohibido tajantemente a los hermanos que se subieran en el ascensor. Los ascensores no eran entonces como los de hoy, ya que muchos de ellos carecían de puerta que cerrase el habitáculo, por lo que no era difícil que se produjeran accidentes; raro era quien no conocía a alguien que había perdido dos dedos o la mano entera en el ascensor. Así habían de subir y bajar por las escaleras y lo hacían tan rápido como sus fuerzas les permitían, porque en cada planta había un rincón que quedaba siempre en penumbra. De esos agujeros oscuros, de esas bocas de pozo siniestras, puertas a una dimensión desconocida, emergían en ocasiones vecinos cuya primera impresión no siempre resultaba tranquilizadora. Se podían topar con Gregorio en el segundo, mongólico era la palabra que resonaba en mi cabeza desde que la había oído, haciendo ruidos extraños, con una colilla en la boca y aquella risa de boqueras sin dientes tan poco tranquilizadora, a veces con los pantalones en los pies dejando al aire sus piernas débiles y blancas como la leche. Cuando en el lienzo de la puerta del cine vi desde la azotea la enorme cabeza de Yul Brynner como caudillo de los mongoles no me pareció que hubiese nada en él que se asemejase a Gregorio, rescatado a pescozones por la señorita Virtudes que lo obligaba a entrar de nuevo en la casa. Mi abuelo tenía la misión de no perderlo de vista para que no se produjeran situaciones delicadas, la amenaza que el tonto temía sobre todas era la de que se lo llevasen y lo encerraran. Le tenía pánico a los uniformes y cuando Don Julián se ponía el suyo Gregorio saltaba como si tuviese un resorte y se mantenía a distancia, como el perro que conoce los palos y la mano que los da. En el tercero la aparición de Don Julián sería todavía menos tranquilizadora, debido a su aire fantasmal, la cara agujereada, el pelo grasiento y ralo, la cojera y la manga de la chaqueta recogida con un imperdible, sin brazo, a pesar de su evidente autoridad en el edificio, que muchas veces remarcaba con una sequedad y un mal humor que olía a caries desde lejos. Don Julián, se decía, había salido de entre los muertos porque no le había llegado la hora, las huellas en su rostro, no obstante, la metralla que en ciertas partes todavía seguía alojada, eran señales que anticipaban la ultratumba. Así que si querían subir o bajar tenían que volar escaleras abajo o arriba. El niño y su hermano pequeño saltaban los escalones de cuatro en cuatro y en los rellanos se agarraban al pasamanos con la sensación de que sus cuerpos volaban por los aires con la inercia. Aquellas carreras los llenaban de miedo y excitación, la piel se les ponía de gallina y un escalofrío les recorría la espalda. Al fin y al cabo si daban con Don Julián o Gregorio no dejaban de ser personas que ya conocían, los peores eran los que se figuraban que aún no habían aparecido desde aquellos rincones, cualquier día topaban con un desconocido allí, un ser terrorífico que se formaba en sus imaginaciones, sobre todo de noche, cuando oían los lamentos en sueños del abuelo y sus últimas amenazas del día de matarse o matar, después de haber visto en la casa de unos vecinos un programa en la televisión, que hacía retratos de secuestradores de pobres criaturas, sacamantecas, los mismos que eran capaces, a falta de mejor crimen, de robar la lana del colchón en la pensión en la que se alojaban, sustituida por bolas de papeles de periódico. Siempre temí encontrarme en uno de aquellos rincones a un fugitivo, como el que sorprendía al chico en la película que había visto en casa de mi amigo de la azotea, cuyos padres habían comprado un televisor hacía poco. Al principio el chico, el muchacho, no era el niño, pero el niño se sentía como él cuando penetraba entre las tumbas del cementerio. Chico o muchacho, Dickens escribe boy. No puedo recordar si en la película era uno u otro, chico o muchacho, sí recuerdo perfectamente el momento en el que me di cuenta de que era yo. Allí, en la pantalla, el hombre que arrastraba un hierro en la pierna y me amenazaba con cortarme el cuello surgía de las sombras y me cogía por los pies y me ponía bocabajo hasta que del bolsillo me caía al suelo un pedazo de pan. Estuve días sin querer subir ni bajar por las escaleras porque me aterrorizaba verlo salir de la penumbra del hueco en los descansillos de cada planta, de los pozos negros, de las bocas de la dimensión desconocida. Los padres del chico estaban bajo tierra y los míos lejos. El chico vivía con su hermana y con su marido el herrero. El niño con el abuelo Pepe, que llevaba una franja de tela negra en el brazo en señal de luto por su consuegro, y la abuela Dolores, a la que él no le había conocido ningún vestido que no fuese negro. Los vecinos se enteraron de que El Lute se escondía cerca y nosotros esperábamos encontrárnoslo en uno de aquellos rincones con los pies llenos de grilletes como el fugitivo de la película recién vista. Grandes Esperanzas. El Lute nos pediría una lima y nosotros tendríamos que dársela si no queríamos que de noche penetrase en casa y nos rebanase el cuello. Me crucé en las escaleras con Conchita y sin mediar palabra le di un beso y seguí mi enloquecida carrera hacia arriba, hacia abajo, no sé, era capaz de correr a la vez en dos direcciones opuestas. Por la tarde a Conchita la atropelló un autobús y cuando la volví a ver dentro de su cajita blanca de niña me pareció que mi beso seguía adherido a su mejilla, radiante, intacto. En el primero vivían unos vendedores ambulantes, charlatanes con variadas técnicas y trucos para animar las ventas desde sus puestos callejeros, pero como realmente ganaban casi todo el dinero que solían jugarse a las cartas era con el tráfico de grifa. Curiosamente Don Julián hacía la vista gorda con ellos. El abuelo actuaba de intermediario al advertirles a los jugadores de parte del veterano militar que habían de ser discretos en la organización de las timbas que montaban en su domicilio, si no querían verse denunciados por otro vecino cualquiera, lo que lo pondría a él, a Don Julián, en el evidente compromiso de verse desautorizado ante la policía. La señorita Virtudes sospechaba de ellos y siempre le preguntaba al abuelo qué se traían entre manos los del primero, pero el abuelo no soltaba prenda y desviaba la atención de la maestra como buenamente podía. Los vecinos del primero habían amenazado con denunciar a Gregorio. De momento nadie tomaba la iniciativa contra nadie. A todos les convenía que las cosas se mantuviesen como estaban. Una noche de Reyes, un par de años después de haber llegado a la portería, el abuelo le pidió al niño que le ayudara en una tarea que tenía que realizar y este sintió una emoción casi incontenible, agitado como estaba por la inminente llegada de los Magos desde Oriente. El abuelo lo llevó con él en el ascensor hasta la cuarta planta y se metió en la zona en penumbra, en aquella boca oscura que se los podía tragar en cualquier instante para llevarlos a otra dimensión, ya que ninguno de los seres peligrosos que podían surgir de allí lo había hecho. En aquella época había muchos programas de radio que hablaban de la dimensión desconocida. La luz prendida del techo no lograba iluminar aquel agujero en el que el abuelo y el niño comenzaron a penetrar. El niño se quedó un poco retrasado, pero el abuelo no tardó en llamarlo. Entró en el piso deshabitado con una curiosidad y un temor parejos, que hacían que su corazón saltase dentro de su pecho como un pajarillo en su jaula. El piso no tenía muebles, la cocina estaba vacía, el abuelo prendió las luces y el niño pasó hasta el salón, donde había expuestos un montón de juguetes y regalos empaquetados. Mal que bien el niño no tardó en comprender lo que aquello significaba. Los tesoros estaban divididos por grupos en los que se amontonaban, separados unos de otros, con un papel encima en el que había escritos un número y una letra. Había varias bicicletas y balones que no quedaban disimulados por su envoltorio. El niño se dio cuenta de que esas señas correspondían a pisos en los que había otros niños y que aquellos eran los tesoros, los regalos que todos ellos esperaban que les trajeran los Magos de Oriente. Se sintió de repente en la nueva dimensión, en un lugar frío como el polo norte, en una estepa desolada, en un rincón de su mente al que acababa de llegar, donde nunca antes había estado, en el lado del corazón que podía ser traspasado por un puñal sin mayores consecuencias, porque se sentía como un muñeco de cartón con el que estaban jugando. Averiguó finalmente y a su pesar lo que era la dimensión desconocida, el lugar donde se escondían los monstruos, los delincuentes que huían con grilletes en los pies: un jarro de agua fría, una patada seca, un tortazo gratuito. El cuerpo de una mujer en una cama a la que un médico intenta taponarle las heridas, sabemos que en unas horas será un fiambre más en una guerra más, así es la fotografía en la que se ve a Gerda Taro agonizante. No entendió nada y lo entendió todo a la vez con una perspectiva que todavía estaba por venir. Su abuelo había echado mano de él para que le ayudara en algo, para llevar unos paquetes de un lado a otro, para lo que fuese, no lo recordaba bien, lo que no podía admitir de ningún modo era que su abuelo lo hubiese llevado allí para que comprendiese en qué consistían sus vidas, de qué materia estaba hecho el servicio a los demás, cómo se pagaban los favores, a qué obligaciones lo llevaban a uno, hasta dónde podían llegar la amargura y el amor. No. Desde entonces, y hasta que sus amiguitos hicieron el descubrimiento que había hecho él de una manera tan brusca y a edad tan temprana, pasó todas las noches de Reyes, que le siguieron a aquella, en un espacio diáfano y cruel lleno de regalos, que los Magos cargaban en sus camellos y transportaban hasta el almacén, desde el que él y su abuelo Pepe los repartían. El chico, el niño, yo mismo, todos habíamos depositado grandes esperanzas en el porvenir.

Fotografía de Curro Romero
Antonio Báez Rodríguez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros , La magia de los días, y su título más reciente es La radiante edad, publicado por la editorial Talentura.
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