Orlando Swinton continúa compartiendo con los lectores de penúltiMa una biografía hecha, sobre todo, de palabras y las imágenes que éstas crean. Encarnación de lo literario.

 

Vivir lejos facilita la frialdad. Mi madre no llamaba mucho a casa de los abuelos, por no sufrir. No saber nada era que nada había cambiado, que todo iba bien. Como eso que se dice “no news, good news”. Pero era mentira. No llamar hacía daño al otro lado y tal como iban las cosas, las noticias siempre eran peores.

Pero poco antes de esto, yo estaba tan enfermo que mis padres me llevaban de un sitio a otro de la geografía, allá donde hubiera parientes. A ver si el niño se pone mejor con este clima, decían. Del centro al norte, del norte al este, del este al sur. Al sur, a casa de los abuelos. Y casi un año estuve con ellos, con los abuelos y los titos. En la venta del kilómetro 1 de la carretera que va al este, de nuevo. Sí, me fue bien, mejoré un poco, y viví mucho.

Muchos de mis recuerdos son hoy ensoñaciones, pero son, están grabados.

Y un día me dijo mi abuelo, “niño, vamos a ir a ver a tito Lin a la cárcel”. Quizá pregunté por qué estaba en la cárcel, porque mi abuelo empezó a contarme una historia que creo que para siempre me hermanó con los débiles y apartados de lo justo. Me dijo que el tito, mientras hacía la mili meses atrás, jugando al fútbol le habían dado un balonazo en la cabeza a un coronel, o algo así, que este se había enfadado tanto que le había metido en la cárcel. Yo apenas tenía cinco años, pero me dolió lo desmedido del castigo, me pareció injusto.

Esto me lo contaba porque ese día íbamos a la cárcel a ver a mi tito. Le quería yo tanto, tanto como él a mí. Siempre tan cariñoso. Enjuto, nervioso, explosivo. Pelo largo y lacio, como en la época. Y joven, con la juventud de aquella transición. Juventud loca de vida, de libertad, de ignorancia. Juventud sesgada. Pueblos sin juventud, cementerios llenos de jóvenes.

 Cogí el teléfono, lo veía a través de un cristal. Él me preguntaba cosas y yo tímido y sonriente respondía. Ir a la cárcel, entrar con un montón de gente a las salas, distribuirse en las cabinas, pasar pena porque estaba encerrado. Sentir el dolor de los abuelos.

 Con los años me enteré de la verdad. El tío Lín había atracado una gasolinera para comprar droga. Y la droga y los robos le llevarían intermitentemente entre rejas, casi siempre en periodos de desintoxicación, puta mala suerte, o lo que sea.

 Terminé mis estudios y me bajé unos días con los abuelos. Me sentí un puñetero crío cuando lo vi aparecer como una exhalación por el salón hacia su habitación. Ya no era joven, era una sombra queriendo ser adulta. Me eché a llorar. Me había metido en una casa con un zombi. Me moría de pena, de infancia, de dolor y de vergüenza por llorar delante de la abuela ahora casi ciega.

Una casa sin cucharas, sin dulces, sin exprimidor, ni batidora, ni tostadora, ni vídeo. Dos viejos cansados que a veces hasta tenían que ir a comprarle la dosis.

Y cuando al final murió consumido fue mi madre quien lo amortajó, y fue mi abuela la que quince días después se fue con él.

Ya no se habla de los viejos padres, no se habla de la generación sesgada.

 

Orlando Swinton

Orlando Swinton (Sevilla, 1976) es el pseudónimo de alguien que esconde cierta timidez, a la vez que una persona que querría desterrar cualquier prejuicio de género, incluso cree que aún puede vivir 400 años. A pesar de esta fantástica idea, a veces tiene los pies en la tierra donde estudió filología, después vendió libros, ahora hace libros y sueña con escribir alguno. De fondo, escucha música constantemente, y cuando es jazz piensa que se inspira mejor.

La penúltiMa planta, o la planta penúltiMa, es una sección ambigüa y divertida escrita bajo seudónimo por alguien involucrado en el mundo del libro. No se la pierdan.