Representante de esa galaxia de «literaturas argentinas» que no se escriben en Buenos Aires, la producción de Luis Sagasti ha tardado, pero finalmente ha conseguido, hacerse un hueco entre los lectores argentinos, capitalinos o no, y quizás va siendo ya hora de que esa masa lectora crezca fuera de las fronteras de su país. En penúltiMa queremos contribuir a ello con la difusión de este cuento que permanecía inédito.

 

En el 2008 el crítico cinematográfico Fernando Peña encontró en Buenos Aires la versión original del film Metrópolis, de Fritz Lang y cinco años más tarde, una maravillosa copia de la película El herrero, de Buster Keaton, con escenas inéditas. Las pesquisas de Peña extienden hasta cineclubes y filmotecas esa sensación casi física de que en las librerías de viejo de Buenos Aires es posible encontrar cualquier cosa.

Si es que no se ha perdido, existe una película, un breve corto de no más de un minuto en verdad, al que una vez hizo referencia mi abuelo casi con indolencia, que tal vez debería buscar Peña (aunque tengo para mí que estas cosas se encuentran solas). En internet, ni noticias.

Cuando era estudiante viví, por razones que ahora no vienen al caso, en casa de mi abuelo. No recuerdo qué materia estaba estudiando con un par de amigos. Aburridos más que cansados, habíamos hecho una pausa muy prolongada como lo eran casi todas cuando la mesa de examen se encontraba lejos. Hablábamos de cine y circulaba un mate. Recuerdo haber dicho que la película que más me había marcado era Apocalipsis now. Había leído una vez un sesudo análisis, que no había entendido mucho, donde se citaba La rama dorada de Frazer y Los hombres huecos de Eliot junto al monólogo de Marlon Brando (the horror, the horror…). No sé qué habré dicho de todo eso. El asunto, bien pensado, era saldar cuentas entre agudeza intelectual y sensibilidad. Desfilaron El Padrino, Ciudadano Kane, El Sacrificio: las barajas que se arrojaban al paño eran más o menos previsibles. Mi abuelo preparaba algo en la cocina. Tendría unos setenta y seis años, sino calculo mal. Había quedado viudo hacia un par de años y seguía una rutina inquieta. Mis amigos lo adoraban; era en verdad un viejo entrañable, siempre dispuesto, siempre haciendo algo (por aquel entonces se le había dado por pintar, recuerdo, unos retratos maravillosamente horribles de algún famoso.) Pasó por el comedor a buscar algo y se sentó un minuto con nosotros antes de seguir con sus cosas. Había estado escuchando parte de la conversación y dijo algo sobre Chaplin y tiró un sorpresivo Visconti sobre la mesa. No quería entretenernos, dijo, y se incorporó. De pronto, mientras recibía el último mate, pareció recordar algo.

Una vez, dijo, había visto en un cineclub de Bahía Blanca un corto muy breve, casi un experimento de los de entonces, de Georges Méliès. Uno de sus primeros. Era de 1896, aseguró. Recordaba la fecha porque había sido al otro año de la invención de los Lumière.

Méliès, o quien fuera el director –acaso mi abuelo dijo su nombre porque era el único que más o menos se conoce de la prehistoria del cine-, había filmado un almuerzo familiar. Se me aparece ahora una imagen frontal donde sobrevuela una fingida naturalidad. Uno de los comensales, sentado en un costado, era un viejo que tomaba sopa. Era muy mayor y tenía una servilleta anudada al cuello. Al lado del viejo había una mujer que daba idea de ser una enfermera o una mucama. Había dos personas más, tres. Ese viejo, dijo mi abuelo, tenía noventa y ocho años. Se lo había destacado en la proyección del cineclub porque en aquel entonces pocos, realmente muy pocos, llegaban a tal edad. Ese viejo, dijo mi abuelo, del que no se sabía el nombre ni qué había hecho en su larga vida, ese viejo es la única persona del siglo XVIII que podemos ver en movimiento. El resto -príncipes, clérigos, almirantes- imágenes en un cuadro, acuñados en medallas y monedas, alguna porcelana.

Mi abuelo falleció dos años más tarde. De golpe, un día comenzó a decaer. El cuerpo se le llenó de achaques indetenibles. Murió en su casa, como antes se hacía, como debe ser. Me quedé con un par de fotos de él –una es muy bonita, con mi abuela de la mano. No hay muchas fotografías suyas. Nunca fue filmado, tampoco grabada su voz.

 

Luis Sagasti

Luis Sagasti (Bahía Blanca, 1963) es un autor inclasificable, que ha publicado libros que encajan con cierta facilidad en lo que hemos consensuado en llamar «novela», como El canon de LeipzigLos mares de la luna, y otros que cuestionan la idea misma de lo que suele entenderse como novela, caso de Bellas Artes, Perdidos en el espacioMaelstrom. 

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.