Considerado uno de los más grandes autores de la literatura italiana, hacía ya demasiado tiempo que no se reeditaba en castellano la que es considerada su obra cumbre. Esta edición de Sexto Piso devuelve con un aspecto remozado a uno de los autores más fascinantes de la literatura del siglo XX, injustamente escorado por pertenecer a una literatura que en años recientes ha sido más ignorada, sobre todo en España, de lo que dicta el sentido común y el buen gusto. Es un placer compartir con los lectores de penúltiMa el inicio de la nueva traducción que Carlos Gumpert ha realizado de este clásico.

 

A esas alturas, todo el mundo lo llamaba don Cebón. Era el comisario Francesco Ingravallo, destinado a la brigada móvil: uno de los más jóvenes y, quién sabe por qué, envidiados funcionarios de la sección investigativa: ubicuo en cualquier caso, omnipresente en todo asunto tenebroso. De estatura mediana, bastante rechoncho de figura, o tal vez algo achaparrado, de cabello negro y tupido y encrespado, que le salía del medio de la frente casi como para resguardar las dos protuberancias metafísicas del hermoso sol de Italia, tenía cierto aire somnoliento, andares pesados y descoyuntados, maneras algo aleladas, como alguien que lucha con una digestión laboriosa: vestido como los enjutos honorarios estatales le permitían vestirse, y con una o dos manchitas de aceite en la solapa, casi imperceptibles sin embargo, algo así como un recuerdo de la colina de Molise. Cierta práctica del mundo, de este mundo nuestro llamado «latino», por joven que fuera (treinta y cinco años), no le faltaba, desde luego: cierto conocimiento de los hombres: y también de las mujeres. Su casera lo veneraba, por no decir que lo adoraba: por y a pesar de ese desbarajuste extraño de todos esos timbrazos y esos sobres amarillos inesperados, y de llamadas nocturnas y de horas sin paz, que formaban el atormentado contexto del tiempo que vivía. «¡No tiene horarios, no tiene horarios! ¡Ayer me volvió a casa cuando ya era de día!». Era, para ella, el «distinguidísimo empleado estatal» largamente soñado, precedido por cinco A en el anuncio del Messaggero, evocado, repescado entre el infinito surtido de los funcionarios con ese señuelo de «preciosa y soleada habitación en alquiler» y a pesar de la perentoria admonición de cierre: «Mujeres excluidas»: que en la jerga de los anuncios por palabras del Messaggero ofrece, como es bien sabido, una dúplice posibilidad de interpretación. Y además se las apañó para que la jefatura de policía hiciera la vista gorda por aquella ridícula historia de la sanción… sí, de la multa por omisión de solicitud de licencia para arrendamiento… multa que se repartían a medias, entre gobernación y jefatura de policía.

–¡Toda una señora como yo! ¡Viuda del comendador Antonini! Que puede decirse que toda Roma lo conocía: y todos los que lo conocían, todos lo tenían en parmitas, y no lo digo porque fuera mi marío, ¡que en paz descanse! Y ahora van, ¡y me toman de verdad a mí por una arrendadora de tres al cuarto! ¿Yo una arrendadora? Santa Virgen, antes me tiro al río.

En su sabiduría y en su pobreza molisana, el comisario Ingravallo, que parecía vivir de silencio y de sueño bajo la jungla negra de esa peluca, brillante como la pez y rizada como cordero de Astracán, en su sabiduría interrumpía en ocasiones semejante sueño y silencio para enunciar alguna teorética idea (idea general, ya se entiende) a propósito de los casos de los hombres: y de las mujeres. A primera vista, o mejor dicho a primer oído, parecían banalidades. Pero banalidades no eran. De este modo, esos rápidos enunciados, que en su boca provocaban la repentina crepitación de un iluminador fósforo, revivían más tarde, en los tímpanos de la gente a horas, o meses de distancia, desde su enunciación: como después de un misterioso período incubatorio. «¡Claro!», reconocía el interesado: «si ya me lo había dicho el comisario Ingravallo». Sostenía, entre otras cosas, que las catástrofes inopinadas nunca son la consecuencia o el efecto, según quiera decirse, de una sola razón, de una causa en singular: sino que son como un vórtice, un punto de depresión ciclónica en la conciencia del mundo, en pos del cual ha conspirado toda una multiplicidad de móviles convergentes. Decía también «nudo» o «enredo» o «maraña», o gnommero, como se denomina a la romana el ovillo. Pero el término legal «los móviles, el móvil» era el que se le escapaba con preferencia de la boca: casi contra su voluntad.

La opinión de que deberíamos «reformar en nosotros el sentido de la categoría de causa» tal como la heredamos de los filósofos, de Aristóteles o de Immanuel Kant, y reemplazar la causa por las causas era en él una opinión central y persistente: una obsesión, casi: que se le evaporaba de sus labios carnosos, aunque más bien blancos, donde una colilla de cigarrillo apagada parecía acompañar, balanceándose en una esquina, la somnolencia de la mirada y la casi mueca, entre amarga y escéptica, que por una vieja costumbre solía desplegar en la mitad inferior de la cara, debajo de ese sueño de la frente y de los párpados y de ese negro píceo de la peluca. Y eso mismo, exactamente eso, ocurría en sus crímenes. «Quanno chiammeno…! Gia. Se me chiammeno a me… può stà ssicure ch’e nu guaio: quacche gliuommero… de sberretà…»,* decía, contaminando napolitano, molisano e italiano.

El móvil aparente, el móvil príncipe, era, claro está, uno. Pero la fechoría era el efecto de todo un conjunto de móviles que habían sido insuflados sobre él cual remolino (como los dieciséis vientos de la rosa de los vientos que se enmarañan en tromba en una depresión ciclónica) y acababan por estrujar en el vórtice del crimen la debilitada «razón del mundo». Tal como se le retuerce el cuello a un pollo. Y luego solía decir, pero esto con cierto cansancio, «que las hembras s’encuentran ande no las quies encontrar». Una tardía reedición itálica del rancio cherchez la femme. Y luego parecía arrepentirse, como si hubiera calumniado a las hembras, y querer cambiar de idea. Pero entonces se adentraría en terreno pantanoso. Así que se quedaba callado, pensativo, como temiendo haber dicho demasiado. Lo que quería dar a entender era que un determinado móvil afectivo, un tanto o, como se diría hoy, un cuanto de afectividad, un cierto «cuanto de erotia», andaba mezclada incluso en los «casos de intereses», en los crímenes aparentemente más alejados de las tormentas del amor. Algún colega un pelín envidioso de sus ocurrencias, algún sacerdote mejor avisado de los muchos daños del mundo, algunos subordinados, ciertos ujieres, sus superiores, afirmaban que leía libros extraños: de los que sacaba todas esas palabras que no querían decir nada, o casi nada, pero que sirven, como pocas otras, para engatusar a los incautos, a los inconscientes. Eran cuestiones en cierto modo de manicomio: una terminología de médicos de los locos. ¡Para la práctica hace falta algo bien distinto! Los humos y las filosoferías deberían dejarse a los tratadistas: la práctica de las comisarías y de la brigada móvil es cosa muy distinta: hace falta una gran paciencia, una gran caridad: y también un estómago como es debido: y cuando no tambaleas todas las chozas de los italianos, sentido de la responsabilidad y decisión segura, moderación civil; eso es: eso y pulso firme. De estas objeciones tan razonables sólo él, don Cebón, no se daba por enterado: seguía durmiendo perfectamente de pie, filosofando con el estómago vacío, y fingiendo fumar su medio cigarrillo, regularmente apagado.

El domingo 20 de febrero, festividad de San Eleuterio, los Balducci lo habían invitado a comer: «A la una y media, si no le viene mal a usted». Era, dijo la señora, «el natalicio de Remo»: y en efecto, Remo, en el registro civil, había sido inscrito como Remo Eleuterio, y luego bautizado como tal en San Martino ai Monti, de modo que se rememoraba su natalicio. «Vaya dos nombrecitos tan poco agradables pa las orejas», pensó don Cebón, «tanto el uno como el otro». Para un cachazudo de semejante calibre eran incluso un desperdicio. La invitación, como l’otra vez, la recibió por teléfono con dos días de antelación, mediante una llamada «desde el exterior» al Colegio Romano, es decir, a Santo Stefano del Cacco. Al principio, con su voz melodiosa, le había hablado la señora: «Soy Liliana Balducci»: luego la sucedió el patán del Balducci hombre, como refuerzo. Don Cebón, después de haber santificado la fiesta en el barbero, se presentó con una botellita de aceite pa la señora. El almuerzo dominical fue ameno, a la luz de una maravillosa tarde, habiéndose quedado en la acera los confetis y alguna gentil mascarilla, arguna trompetilla, alguna azulada Cenicienta o negroaterciopelado diablillo. Hablaron de caza: de batidas y de perros: de fusiles: luego de Petrolini: luego de los distintos nombres que se le dan al mújol a lo largo de la costa del Tirreno, desde Ventimiglia hasta el cabo Lilibeo: luego del escándalo del día, la condesita Pappalòdoli: que se había escapado de casa con un violinista: polaco, por supuesto. A los diecisiete años. Una historia de la que no se dejaba de hablar.

Al entrar él, la Lulù, la perrita pequinesa, un ovillo, había ladrado: con bastante rabia, incluso: bueno, tras dejar de gruñir, le estuvo olisqueando sus zapatos largo rato. La vitalidad de esos pequeños monstruos es algo increíble. Te entran ganas de acariciarlos, y luego de aplastarlos. Eran cuatro a la mesa: él, don Cebón, los cónyuges y la sobrina. La sobrina, sin embargo, no era la de la vez pasada, es decir, del día de san Francisco, sino otra mucho más joven: recién salida de la infancia. La de la vez pasada, es decir, por san Francisco, era una sobrina por decirlo de alguna manera; parecía una novia de pueblo, coronada con trenzas negras, fuerte, amplia, como para ocupar la cama entera: ¡menudos ojos!, ¡menuda delantera!, ¡menudo trasero! Como para soñar con ella toda la noche. Esta otra era una chiquilla con la trenza corgando que entoavía iba ar cole con las monjitas.

Don Cebón, a pesar de la somnolencia, tenía la memoria siempre lista, de esas que no erraban una: una memoria pragmática, decía. También la criada era una cara nueva, por más que se pareciera vagamente a la sobrina de la otra vez. La llamaban Tina. Mientras servía, un copo de espinacas estrujadas se desbordó de la fuente ovalada sobre el candor del mantel inmaculado:

–¡Assunta! –dijo la señora.

Assuntina la miró. En ese momento, tanto la criada como su ama le parecieron a don Cebón extremadamente hermosas; la criada, más áspera, tenía una expresión severa, segura, dos ojos fijos, muy luminosos, casi dos gemas, una nariz recta respecto al plano de la frente: una virgen romana de la época de Clelia; la señora, ¡de rasgos tan cordiales, de tono tan alto, tan noblemente apasionado, tan melancólico!, una piel encantadora. ¡Mirando a su huésped, esos ojos profundos, con una luz de antigua amabilidad, parecían divisar, detrás de la pobre figura del «comisario», toda la pobre dignidad de una vida! Y ella era rica: riquísima, se decía: su marido no vivía mal, viajaba trece meses al año, siempre muy ajetreado con la gente esa de Vicenza. Pero ella era incluso más rica por su cuenta. Y eso que en ese peazo casoplón del docientodicinueve sólo había gente forrada: que si familias de las ricachonas: pero sobre todo señorones nuevos del comercio, de esos a los que años atrás entoavía se les llamaba estraperlistas.

Y el edificio, además, la gente del pueblo lo llamaba er palacio d’oro. Porque toa la vecindá enterita hasta er mismísimo tejado estaba como acolchao d’ese metal. Y dentro, amás, ni te cuento, había dos escaleras, A y B, con seis pisos y doce inquilinos cada una, dos por piso. Pero el triunfo más grande estaba en la escalera A, piso tercero, donde estaban a este lao los Balducci, que eran señores como la copa de un pino también, y enfrente los Balducci vivía otra señorona, una condesa, con un montonazo de pasta ella también, una viuda: la señora Menecacci: que en metiendo mano en cuarquier sitio salían oro, perlas, diamantes a patás: to lo de más valor que te se ocurra y billetazos de mil como mariposas: porque lo de tenerlo en er banco vete tú a saber: cuanto menos te lo esperas va y s’echa a arder. Así que tenía er doble fondo en la cómoda.

Éste era, poco más o menos, el mito. Los oídos del comisario Ingravallo, que bajo la peluca negra y encrespada se confortaban con una vitalidad primaveral, lo habían captado así, flotando en el aire, como gorjeos de mirlos, o mérulas, después de todo revoloteo, de una rama a otra de la primavera. Estaba en boca de todos, por lo demás, y en todos los cerebros de la gente, una de esas ideas que se convierten, para la colectividad fantasiosa, en ideas obligadas.

En el curso de la comida fue adoptando Balducci una actitud paterna hacia la Gina: «Ginetta, hazme el favor, un poco de vino…», «Gina, atenta, sirve al comisario», «Gina, si no te importa, un cenicero…»: igualito que un buen papá: y ella respondía con prontitud: «Claro, tío». Y la señora Liliana la miraba entonces complacida, casi con ternura: como si viera una flor todavía cerrada y como congelada por la aurora entreabrirse y resplandecer ante sus ojos en el prodigio del día. El día era la voz varonil y abaritonada de Balducci, la voz del «padre»: ella, mujer y esposa del papá, era, por lo tanto, la mamá. Siguió con gran diligencia y con cierta ansiedad la delicada manita de la pupila aún algo titubeante en ese acto del escanciar: glu glu, oro de Frascati, a juzgarlo por el tono: la botella de cristal pesaba: el bracito delgado parecía no ser capaz de sostenerlo. El comisario Ingravallo comió y bebió con moderación, como tenía por costumbre: pero con buen apetito y mejores tragos.

No pensó, no creyó oportuno pensar en preguntar nada: ni de la sobrina nueva ni de la nueva criada. Trató de reprimir la admiración que la Assunta despertaba en él: algo parecido al extraño encanto de la esplendorosa sobrina de la otra vez: un encanto, un imperio todo él latino y sabélico, por el que confluían en ella nombres antiguos, de antiguas vírgenes guerreras y latinas o de esposas no renuentes antes arrancadas a la fuerza en la verbena lupercal, con la idea de los cerros y de los viñedos y de los ásperos palacios, y con las verbenas y con el papa en carruaje, y con los preciosos mocos de velas de Sant’Agnese en Agone y de Santa Maria en Porta Paradasi en la Candelaria, en la bendición de los cirios: un barrunto de aire de días serenos y lejanos entre frascatano y tiburtino, que sopla a las chicas del pintor Pinelli entre las ruinas de Piranesi, estando en vigor las efemérides y los calendarios de la Iglesia, Y, en su vívida púrpura, todos sus altos Príncipes. Como estupendas langostas. Los Príncipes de la Santa Romana Iglesia Apostólica. Y en el centro, esos ojos de la Assunta: esa altivez: como si fuera dignación por su parte servirles en la mesa. En el centro… de todo el sistema… ptolemaico: claro, ptolemaico. En el centro, hablando con to’l respeto, ese peazo de salvohonor.

Ahí se tuvo que reprimir, pero de verdad. Facilitado en la dura circunstancia por la noble melancolía de la señora Liliana: cuya mirada parecía disipar misteriosamente todo fantasma impropio, instituyendo para las almas una disciplina armoniosa: casi una música: es decir, un contexto de soñadas arquitecturas por encima de las ambiguas derogaciones del sentido.

Ingravallo fue en extremo cortés, incluso se diría un tíocaballero, con la pequeña Gina; de cuyo cuello, todavía bastante largo bajo la trenza, le salía esa vocecita hecha de síes y de noes, como las escasas notas del lamento de un clarinete. Ignoró, quiso ignorar a la Assunta, de los macarrones en adelante, tal como corresponde a un invitado que es, a la vez, una persona educada. La señora Liliana, de cuando en cuando, se habría dicho que suspiraba. Ingravallo notó que dos o tres veces, en voz baja, había dicho «¡ay!». Ay del que dice «¡ay!», que lo dice porque hay. Una extraña congoja parecía pigmentarle el rostro, en los momentos en los que no hablaba o no observaba a los comensales. ¿Una idea, una preocupación que la arrebataba?, ¿celándose detrás de la cortina de sonrisas, o de las amables atenciones?, ¿y de las conversaciones ya no deseadas o estudiadas, pero aun así muy atentas, con las que le gustaba engalanar a su invitado? El comisario Ingravallo, a esos suspiros, a esa manera de mostrarse, a esas miradas que de vez en cuando dejaba divagar tristes, y parecían hollar un espacio o un tiempo irreales que sólo ella presagiaba, casi podría decirse, poco a poco había empezado a prestar atención: de ahí había deducido otras tantas pistas, acaso no de una disposición originaria cuanto de una condición actual del ánimo, de un creciente desaliento. Y además ciertas palabras a medias: del propio Balducci: aquel maridazo lozano todo negocios y todo liebres que ahora cotorreaba con tanto fragor, bajo pingüe inspiración albana.

Había creído intuir: no tienen hijos. «Etcétera, etcétera», hubo agregado en cierta ocasión, hablando con el comisario jefe Fumi, como aludiendo a una fenomenología bien conocida, a una experiencia cierta y de común dominio. Conocía a Balducci como cazador, y cazador afortunado. Cazador in utroque. Para sus adentros le reprochaba cierta masculina tosquedad, ciertas fanfarronadas, ciertas carcajadas que pecaban de excesivamente clamorosas por más que afables, cierto egoísmo y egotismo algo galliformes: ¡con semejante criatura! Podría decirse, de querer fantasear, que él, el Balducci, no había evaluado, no se había adentrado en toda la belleza de ella: en cuanto en ella había de noble y de recóndito: de modo que… los hijos no llegaron. Casi como por una incompatibilidad gámica de los dos espíritus. Los hijos descienden de una compenetración ideal de los padres. Ella, sin embargo, lo amaba: él era el padre en imagen, el varón y el padre en virtud, en virtud si no de facto, en potencia si no en acto. Había sido el posible padre de una progenie esperada. De la fidelidad de él, tal vez, ni siquiera estaba segura: en cuanto a esto, le parecía que la incumplida maternidad por su parte podía justificar alguna exorbitancia venatoria de su marido, alguna curiosidad, alguna extravagancia del varón y padre posible y lascivo en cada esquina, como todos los varones. «¡Probar con otro sujeto!». Algo que nunca se habría atrevido ni siquiera a imaginar para sí misma (el matrimonio es un sacramento, uno de los siete de Nuestro Señor), no lo quería, no, tampoco para él: hasta el padre Corpi solía decir que era algo feo, por parte de un marido cristiano: pero en definitiva… para todo se requiere paciencia: prudencia, prudencia. El padre Lorenzo Corpi era un alma en la que se podía confiar plenamente. La «prudencia» era una de las cuatro virtudes cardinales.

Todo esto el comisario Ingravallo en parte lo había intuido, en parte aprehendido por alguna alusión del Balducci, o por los dulcísimos «momentos» de la tristeza de ella: también el padre Corpi, el padre Lorenzo, el padre Lorenzo Corpi, el padre Corpi Lorenzo de Santi Quattro relucía a menudo también, en los razonamientos de la señora Liliana. ¡Al diablo con el padre Lorenzo también! Se diría que en cada hombretón veneraba ella… un padre honorario, un padre en potencia: también en el padre Lorenzo, sí: a pesar del hábito negro, a pesar de la incompatibilidad sacramental, de los dos sacramentos… divergentes.

También en el padre Lorenzo. Que debía de ser un peazo de bigardo, to un mulo. A juzgar por ciertas alusiones de ella, uno de esos que tienen que agachar la cabeza, para pasar por debajo de cada puerta. Por lo menos la δúναμις del padre debía de tenerla. En semejantes asuntos, don Cebón estaba bastante versado: intuición viva, y desde los años de la pubertad: abierta, además, a todos los encuentros démicos de la estirpe «fértil en obras y acérrima en armas»: genio nativo más que lecturas sistemáticas. Desde el tupido rebullir de generaciones, de la prevención de las comisarías, entre Lacio y Marsica, entre el Piceno y el Sannio, o hasta su colina molisana: ¡duros montes, duras cervices, duro el diablo! Y la validez santa e inmemorial de las matrices. Entre sus gentes, ricas en hijos, había tenido manera de distinguir los hechos de la proliferación de los de la no proliferación. Lo que estaba empezando a maravillarlo, en todo caso, era que ese depósito de sobrinas de los Balducci estuviera tan repleto de tan exuberantes o tan amables sobrinas: en otras palabras: esta última de lo más amable, pero las demás simplemente estupendas. Desde que tenía trato con los cónyuges, ya había conocido a tres o cuatro. Y además estaba también el otro asunto: una vez que salía de escena, la sobrina era como el nombre de una muerta. No volvía a salir a relucir ni a fuerza de bastonazos. Como un cónsul o un presidente de la república cuyo mandato hubiera expirado.

Don Cebón estaba a punto de ver el fondo, por decirlo así, del último cáliz –un blanco extraseco de cinco años, ahora, del Cavalier Gabbioni Empedocle & Figlio, Albano Laziale, como para soñar con él incluso en comisaría, con el vino, con la copa, con el Padre, el Hijo y el Lacio– en el momento en el que la carga de sus opiniones privadas acerca de las concausas afectivas (él solía decir, más bien, eróticas) de los acontecimientos humanos lo llevaron a considerar, obviamente, que una sobrina en esas condiciones no podía ser una sobrina ordinaria: una Luciana o una Adriana, que hoy llega a la ciudad para alojarse con los tíos, luego se va, después vuelve, luego manda un telegrama, luego se marcha, después llega a su casa, luego manda una postal con muchos besitos, después regresa desde Viterbo o desde Zagarolo porque tiene que volver al dentista: y así sucesivamente.

«Pa mí qu’esta sobrinita huele a chamusquina», rumiaba para sus adentros, con ese blanco seco en Porta Paradisi que todavía le titilaba en la úvula. Sí, sí. Detrás de ese nombre «sobrina», debía de estar escondida una buena maraña… de hilos, una telaraña de sentimientos, de lo más raros… delicados. Ella. Él. Ella, por respeto hacia él. Él, por deferencia hacia ella. Ella, entonces, va y se pilla una sobrina, al cabo de los años: penas, lágrimas, por la noche, y de día velas a san Antonio y en toítas las iglesias de Roma: y esperanzas, y curas de las termas de Salsomaggiore, tanto in situ como a domicilio, y visitas del doctor Beltramelli y del doctor Macchioro. A cada nueva vela, una esperanza, un nuevo doctor.

Pilló a la tal Gina, ¡pobre Ginetta! Pero antes de la Ginetta la historia fue por muy otros derroteros, to un mejunje. Algo de lo más extraño, la verdad, pensó Ingravallo.

¡La Virginia! (la imagen supuso un destello de gloria, un repentino fulgor en las tinieblas): y antes de la Virginia, esa otra de Monteleone: ¿Cómo se llamaba? ¡Y las criadas! Ya se entiende que se larguen cual pajarillas con el primer susurro de un capricho: pero los Balducci, ¡vamos!, las cambiaban, casi se podría decir, una al mes. Se le vino un pensamiento a la cabeza, con una palabra irreverente: era el vino.

La señora Liliana, no pudiendo deshornar nada de suyo… Y así cada año: el cambio de sobrina debía tener sin duda en su inconsciente el valor de un símbolo, en sustitución del fallido deshornado. Igualita que su madre, que ocho llegó a hacer, un hijo de verdad con cada nueva primavera. Los que nacen en mayo, hijos son en agosto. «¡Qué buen mes!», pensó don Cebón, «incluso para los gatos: que menúas jaranas que se montan, por las noches».

De año en año… una sobrina nueva: casi como para simbolizar, en su corazón, los sucesivos natalicios de la prole. «Jedes Jahr ein Kind, Jedes Jahr ein Kind», le cantaba aquel alemán, en Anzio: que parecía una foca.

Y él, él, el cazador (lo miró), él ¿qué es lo que siente?, ¿qué se nota en sus adentros, cuando llegaba a casa la sobrina, la sobrinita de turno? ¿Qué habrá pensado de las distintas… sobrinas?

Para ella, del Tíber hacia abajo, allá, allá, detrás de los castillos en ruinas y tras los rubios viñedos, había, sobre las colinas y las montañas y en las breves llanuras de Italia, como un enorme vientre fecundo, dos lautas salpinges, moteadas por una sobreabundancia de gránulos, el granuloso y untuoso, el dichoso caviar del pueblo. De vez en cuando, desde el enorme Ovario folículos maduros se abrían, como granos de una granada: y rojos granos, enloquecidos por una certidumbre amorosa, bajaban a la urbe, al encuentro con el aflato varonil, el impulso vitalizante, esa aura espermática con la que fabulaban los ovaristas del xviii. Y en via Merulana 219, escalera A, tercer piso, florecía la sobrina, en el mejor cogollo posible, el del palacio de Oro.

¡La sobrina! La sobrinica albana, flor de las eternas gentes sabélicas. El aflato de los depredadores. Pos sí. A las sabinas ya no había necesidad de raptarlas… ¡tan profundas! aguardando la noche mediadora, tibias carnes del alba. Ya pensaban por su cuenta las albanas, hoy, en bajar al río. Y el río discurría, discurría, superando los clamores para alcanzar, en la playa, la indefectible espera de la eternidad.

Pero ¿y él, el señor Balducci? ¿Qué pensaba, aquel cazador, de la sobrinica albana, de la tiburtina?

Sonó el timbre. La Lulú armó el jaleo de siempre. La Assunta fue a abrir. Al cabo de cierto cuchicheo, allá, entró en el salón un joven, vestido con un traje gris de corte no poco elegante. Se le invitó a sentarse.

–Trae otra taza, Tina, para el señorito Giuliano. Inmediatamente le fue presentado y él mismo se presentó: –Valdarena.
–Comisario Ingravallo –rezongó Ingravallo, despegándose apenas de la silla, y estrechando apenas, y casi de mala gana, la mano que el otro le tendía.

–El licenciado Valdarena… –agregó Liliana ajetreada con el café, con las tazas.

–Un primo de mi mujer –explicó Balducci, lozano.

Había, y duele decirlo, cierta frialdad en don Cebón, algo así como unos resentidos celos hacia los jóvenes, especialmente los jóvenes guapos, y más aún los hijos de los ricos. Sentimiento que, por lo demás, nunca franqueaba los límites admisibles de un fenómeno interno, nunca llegaba a influir en su conducta de comisario de orden público: él no, no, «guapo» no era, y tampoco le servía de mucho consuelo aquel proverbio que había oído en Milán en boca de una muchacha en el dispensario gálico de via delle Oche: I òmen hin sempre bèi. «Los hombres son siempre guapos».

Ya sentía, en su corazón, una contrariedad, una voz: una voce poco fa… que llevaba un rato susurrándole en la caja, no sabía ni siquiera él si en la caja del cerebro o del corazón, pero tal vez fuera el efecto del blanco seco del Gabbioni, que es un vino un pelín nervioso, una voz que le estaba bisbiseando condenadamente: «Este fulano es el amiguito», como el tam-tam feroz de ciertos dolores de cabeza, que le martirizaban las sienes.

No sabía por qué, pero le dio la impresión, o esa idea se hizo, de que el joven era uno de esos que quieren medrar a toda costa: él también: de esos más bien «agarrados», es decir, seducidos por la idea de la pecunia, que por lo demás, dígase lo que se diga, mal no le viene a nadie. Al entrar, había escrutado muebles y enseres, las hermosas tazas, y la cafetera de plata, y ese azucarero de plata superviviente de los viejos esplendores humbertinos, memorioso de las vacas gordas, con una bellota de oro y dos hojitas de plata en la tapa. Claro: para levantarla. Había aceptado un pulposo cigarrillo de Balducci (que le desencuadernó la pitillera de oro bajo la barbilla, con un crac crac repentino): y se lo estaba fumando, ahora, con una especie de contenida voluptuosidad y elegante naturalidad al mismo tiempo.

A Ingravallo le asaltó entonces una idea extraña, como si hubiera bebido un veneno, era el vino seco del Gabbione: se le ocurrió la idea de que el «primito» cortejaba a la señora Liliana para… ¡pues claro…!, para conseguir favores en metálico. Eso le puso hecho una furia: una furia secreta y disimulada, una duda, por supuesto. Una duda pérfida, sin embargo… que hacía que le doliera las sienes, una duda de lo más ingravallesca, de lo más doncebonesca.

En el dedo anular derecho, en la mano blanca de largos dedos de señor, que le servían para sacudí er cigarrillo, el señoritingo llevaba un anillo: de oro viejo, muy amarillo: magnífico: un jaspe sanguíneo en el engaste; un jaspe oval con una cifra de matriz. Acaso el sello de la familia. Le parecía, a don Cebón, más allá del velo de las palabras y del comportamiento, que había cierta frialdad, entre él y Balducci… «Giuliano es todo ojos y todo atenciones hacia su prima», pensó Ingravallo, «siempre con señorío». A la Gina ni siquiera la había mirado, después del obligado apretón de manos. Se limitó a una caricia descuidada a la perrita: que de aquellos bufidos tan airados, ¡malvada!, transitó a algunos gruñidos decrecientes, como de una tormentilla en retirada, y al final se apaciguó.

La señora Liliana, pese a algunos suspiros mal refrenados (según los días) bajo las peregrinas nubes de tristeza, era una mujer deseable: todo el mundo se quedaba con su imagen, por la calle. Al oscurecer, en aquel primer abandono de la noche romana que tan abarrotado estaba de sueños, de regreso a casa…, he aquí que desde las esquinas de los edificios y de las aceras florecían a su paso los homenajes, o singulares o colectivos, de las miradas: destellos y relucientes ojeadas juveniles: un susurro, en ocasiones, la rozaba: como una apasionada murmuración de la noche. A veces, en octubre, de aquel transmutarse de colores en las cosas y de la tibieza de los muros acababa emanando un perseguidor improvisado, Hermes con breves alas de misterio: o, acaso, de extraños érebos cementeriales ascendido a pueblo y a urbe. Uno más baboso que los demás. Y más idiota… Roma es Roma. Y ella parecía compadecer al asno, tan gloriosamente impulsado a seguir la borrasca por esas grandes velas de sus orejas: con una mirada entre desdeñosa y misericordiosa, entre gratitud y desdén parecía preguntarle: «¿Y bien?». Mujer casi velada a los más lascivos, de timbre dulce y profundo, con una piel estupenda: absorta, a veces, en uno de sus sueños: con una maraña de hermoso pelo castaño que le irrumpía desde la frente; vestida de manera admirable… Tenía ojos ardientes, auxiliadores, casi, en una luz (¿o por una sombra?) de melancólica fraternidad… Ante el anuncio, en parte cantarín, en parte cateto de Assunta: «Ha venío er señorito Giuliano», le pareció, a Ingravallo, como si ella se hubiera sobresaltado: o sonrojado, también: con un rubor «subcutáneo». Imperceptiblemente.

 

El zafarrancho aquel de via Merulana, considerada la obra cumbre de Carlo Emilio Gadda, ocupa por méritos propios un lugar destacado entre las más importantes novelas italianas del siglo xx. Ambientada en la Roma de 1927, en pleno auge del fascismo, la historia gira en torno a los esfuerzos del comisario de policía Francesco Ingravallo, quien debe resolver un doble crimen ocurrido en un edificio situado en via Merulana: el robo de las joyas de la condesa Menegazzi y, posteriormente, el brutal asesinato de la espléndida y melancólica Liliana Balducci, a quien el comisario admiraba en secreto. Ingravallo es una especie de detective-filósofo cuyo instinto y prodigiosa inteligencia rastrean conexiones ocultas entre los sucesos y los personajes que entran y salen de este teatro de marionetas comandado por Gadda, en una novela que ha sido comparada con el Ulises de Joyce tanto por la riqueza lingüística como por el detalle con el que ambos escritores supieron retratar en sus respectivas obras las ciudades que las protagonizaban, capturando certeramente su espíritu. En el caso de El zafarrancho, las piezas de la investigación parecen conformar el enigmático rompecabezas de una nación un tanto desquiciada por la locura narcisista de un tirano, y queda por ver si la furibunda determinación del comisario Ingravallo será suficiente para dar cuenta del desorden y el Mal, y lograr resolver el caso. Novela social, ópera bufa y acto literario de resistencia política, El zafarrancho es en todo caso una deslumbrante hazaña estilística, portentosamente vertida a nuestra lengua en la nueva traducción de Carlos Gumpert, y una historia inolvidable sobre la vida y la muerte.