Afirmar en 2023 que Krasznahorkai es uno de los grandes escritores contemporáneos no es ni original ni nuevo, pero conviene recordar que en Acantilado comenzaron a verterlo al castellano hace más de veinte años, cuando su nombre era completamente desconocido excepto para un puñado de conocedores de la literatura húngara y los seguidores de la carrera del cineasta Bela Tarr. Hoy, premiado internacionalmente y eterno candidato al Nobel, solo los lectores perezosos no saben quién es el autor más renombrado de la actual literatura húngara, tan acotada como seductora. Acaso tuvo mucho que ver en su difusión para los lectores en castellano la presencia de una figura como Adan Kovacsics, quien se ha encargado de trasladar a la lengua española no solo los libros de Krasznahorkai, sino también los de Kertész, Bodor, Bartis, Kraus o Esterházy, entre otros. Saber que un libro ha sido traducido por él es señal inequívoca de que será una delicia para todo lector exigente. Por si eso no fuera suficiente, Kovacsics es el autor de Guerra y lenguaje, un libro que reúne cuatro ensayos de un afilado genio y una cultura enciclopédica, además de una contundencia inapelable en el modo de presentar sus ideas. Así que, tras seis años de espera, es una alegría poder contar con un nuevo libro de Krasznahorkai traducido por Kovacsics en las librerías, y de nuevo de la mano de Acantilado, que además ha tenido la generosidad de permitirnos compartir con nuestros inquietos lectores el primero de los cuentos del libro, que es fruto, además, del trabajo de Kovacsics como profesor de talleres para traductores, ya que en la realización de esta versión trabajó con los participantes del seminario de traducción húngarocastellano que se celebró en la Casa del Traductor de Balatonfüred, en Hungría, y que contó con la presencia del propio Krasznahorkai. Aquí les dejamos con esta delicia que nos llena de orgullo poder compartir en penúltiMa, esta misma semana llega el libro a su librería de confianza, no lo dejen escapar. Saldrán más que recompensados.

 

EL ÚLTIMO BARCO

A la memoria de Mihály Vörösmarty.

Todavía estaba oscuro cuando partimos y, aunque sabíamos que ya no había ninguna razón para estúpidas expectativas, pues daba igual si era la mañana o la noche, pensábamos que ese día también amanecería, saldría el sol, se extendería la luz, es decir, clarearía y nos veríamos los unos a los otros, los rostros arrugados, las bolsas de los ojos sanguinolentos o la piel rugosa detrás en la nuca, veríamos a nuestras espaldas la estela que pronto se alisaría en el agua, los edificios abandonados del muelle, las calles vacías e intactas que se introducían entre ellos y después, más allá de la ciudad, la orilla ligeramente elevada en toda su amplitud, esperando el momento del derrumbe. Partimos en la oscuridad y, si bien pocas veces ocurría que una persona se dirigiera a otra (si es que coincidíamos en el camino al puerto del Danubio, si daba la casualidad de que uno pasaba por el lado de otro o varios pasaban junto a uno), necesitábamos, sin embargo, esas siluetas borrosas, apenas perceptibles, pues sólo gracias a ellas podíamos determinar nuestra posición momentánea y la dirección correcta, ya que los faros de los todoterrenos de las unidades del eva que pasaban por aquí y por allá a una velocidad vertiginosa, más que ayudarnos, nos desorientaban y, por otra parte, no podíamos fiarnos de la rutina en ese momento en que todo resultaba arriesgado. Tras semanas de angustiosa espera, ilusionados por la noticia de la hora exacta de la salida anunciada al amanecer por megáfono y en carteles escritos a mano, sin siquiera esperar a que comenzase la ceremonia del alba, absurda y últimamente renqueante hasta la desesperación, partimos desde diferentes puntos —lejanos y cercanos— de la capital y en el fondo, sin embargo, todos del mismo lugar, de debajo de la tierra, como las ratas, que por su extraordinaria capacidad de supervivencia se habían convertido en los últimos meses casi en una suerte de animales sagrados y, por tanto, en objeto exclusivo de nuestra atención: de sótanos, de madrigueras, de oquedades que antaño habían servido como despensas, de pozos de decantación y de refugios provisionales, y quienes no habían considerado tranquilizadoras esas soluciones emergían de los túneles del metro y del tren de cercanías, desde el fondo de los baños turcos y de los talleres de reparación subterráneos o del laberinto de las cloacas, considerado el lugar más seguro, y emprendían el camino, corto o largo, con el equipaje preparado desde bastante tiempo o sin él. Sería, no obstante, una exageración afirmar que «entonces se poblaron las calles», porque —como se supo después—, apenas quedábamos sesenta en la ciudad, o sea, que el eva tenía razón al juzgar que un barco fluvial de tamaño medio se ajustaría perfectamente a las necesidades, y fue eso, la dimensión, lo que nos extrañó a algunos —sólo hasta el momento de la partida, por supuesto—, ya que ante la imposibilidad de aprovechar las vías terrestres y aéreas todos teníamos claro que la única solución era el agua. La mayor preocupación para llegar al puerto la suponía el sentido —o el sinsentido— del equipaje, consistente en gran parte en maletas más o menos grandes, bolsos de viaje, sacos y cajas de cartón, pues el espíritu de la situación hizo que cada vez más objetos personales empezaran a sustituir los objetos útiles que se habían ido acumulando como consecuencia de un inicialmente involuntario sentido práctico hasta que al final no quedó nada práctico: en vez de la ropa interior de abrigo se incluyó el reloj de cuco roto; en vez de la harina y del chocolate en polvo, la colección de etiquetas de cajas de cerillas, y en los días previos a la partida ya daba la impresión de que una boquilla barata tenía más importancia que el infiernillo y unas conchas de mar más que los analgésicos para el dolor de muelas y de cabeza. Soportábamos de maneras diversas la conciencia de que ambas soluciones carecían de sentido: algunos se arrastraron por la ciudad con todos sus bártulos y llegaron al barco extenuados, jadeando, con los miembros entumecidos; otros, en cambio, llegaron con las manos vacías, mientras que los puños cerrados de algunos daban a entender que no habían sido capaces de desprenderse de algo en el camino. Llegamos uno a uno al «muelle provisional» y, como estábamos convencidos de que los sesenta sólo desempeñábamos el papel de avanzadilla, la mayor sorpresa nos la causó el barco que aguardaba en silencio en la oscuridad. No logró disiparla el efímero alivio que nos significó comprobar, al llegar de las calles aledañas a ese punto del muelle, que no habíamos cometido ningún error y que, en efecto, algo flotaba allí en el agua. El «barco danubiano de tamaño medio» nos recordaba a todos a un navío de desguace sombrío e inútil que la oficina de turismo quizá había considerado en su día adecuado para sustituir con su parsimonioso balanceo una excursión en barco cuando se trataba de grupos escolares, aunque desde entonces había pasado sin duda mucho tiempo, ya que el medio de transporte acuático destinado a nosotros se había hundido tanto que una que otra ola más o menos grande le barría la cubierta y tres o cuatro personas en condiciones habrían bastado para sumergirlo del todo y para siempre. Nuestros malos presentimientos aumentaron cuando no vimos ningún movimiento encima, no aparecía ningún marinero ni ningún oficial del eva, la cabina de mando estaba oscura y desierto estaba también el muelle, por mucho que miráramos hacia un lado y hacia el otro. Y —mientras esperábamos cada vez más impacientes la llegada de alguien al puente de mando o de algún todoterreno del eva para comenzar el control de la documentación— nuestra preocupación en lo que respectaba al barco no disminuía, sino que más bien crecía, pues viéndolo más de cerca descubríamos cada vez más fallos tanto en el casco como en la cubierta. Unos palmos por debajo del morro había un agujero de forma circular, como si una bala de cañón hubiera alcanzado la embarcación, en la cubierta de popa faltaban unos cuantos tablones, el costado de la cabina de mando carecía de cristales en las ventanas y así sucesivamente, por no hablar de las amarras que ya se habían podrido del todo; además, uno de los bolardos se había desprendido en parte del hormigón del muelle como si lo hubiese atacado un alevoso animal subterráneo. Aguardamos zarandeados por un viento cortante, gruñendo, y cuando comprendimos que una inspección más minuciosa podía convertir el asombro inicial en una cólera de resultado incierto y bastante arriesgada, comenzamos —en vez de pasar a la acción— a fustigar el navío con palabras cada vez más burlonas, lo cual nos aseguraba cierta protección y por otra parte nos proporcionaba un sentimiento de liberación alegre y al mismo tiempo carente de todo riesgo. Llevábamos tanto tiempo sin conocer una sensación así que incluso intervinieron de vez en cuando, añadiendo aquí y allá algún comentario, algunos que parecían los más taciturnos, de manera que tras interjecciones tales como «¡Vaya barco de mierda!» o «¡Vaya galera abollada!» o «¡Vaya trasto asqueroso!» notamos cierta sensación de alegría y comenzamos a ver también con cierta ternura esa embarcación que crujiendo y rechinando se mecía allá abajo y con un sentimiento de pertenencia entre nosotros como el que nos suele vincular, por ejemplo, con alguna bagatela que llevamos en el bolsillo. Y cuando de dos calles que discurrían paralelas en dirección a «nuestro muelle» llegaron casi al unísono y frenaron chirriando junto a nuestro grupo un tanto disperso dos todoterrenos del eva, ya estábamos seguros de que «ese barco nuestro no nos dejará en la estacada»… La llegada súbita e inesperada de los hombres del eva no nos alteró particularmente, sino que nos provocó más bien algo así como una satisfacción rabiosa, y sólo formamos la obligatoria fila de dos a los gritos del subcomandante encargado de la unidad. Unos años antes, claro está, la presencia de algún uniforme blanco o de un todoterreno ya habría sido suficiente para que nos arrimáramos a la pared con el corazón en un puño, sudando por el miedo, pero desde que se marcharan no sólo gran parte de las tropas sino también el estado mayor y sólo quedara ese comando especial —que de especial tenía poco— para gestionar el traslado de los rezagados, el orden se vino abajo, se impuso el caos, unos chavales se pusieron los otrora temidos uniformes y ya ni siquiera iban acompañados de intérpretes, ya que para el saqueo no se necesitaban palabras, de manera que de la anterior crueldad sólo quedaban esos gritos y chillidos, de las anteriores características externas, tan precisas, de las típicas operaciones sólo las acciones «fulminantes», vacuas, desesperadas, ridículas y carentes de rumbo. Sin embargo, aunque por nuestras experiencias sabíamos que la actual maquinaria sólo era un pálido reflejo de la antigua, la cual había funcionado en su día como una seda, pensamos que incluso así recapacitarían y resolverían rápidamente las formalidades que quedaban y que, por otra parte, tampoco eran ya necesarias. No obstante, durante largo tiempo no ocurrió nada. De uno de los todoterrenos hicieron bajar a cuatro o cinco civiles, que pasaron junto a nosotros con la cabeza gacha y pasos inseguros sin alzar una sola vez la vista, y los acompañaron al barco. Después examinaron con detalle nuestros bártulos y como no encontraron nada de su gusto, arrojaron, enfurecidos, unas maletas y unos bolsos al agua. A continuación, se situaron varias veces detrás de uno o de otro, pero ni siquiera fueron capaces de castigar a los murmuradores, y lo cierto es que tampoco podían acusar a nadie de un delito más grave. Su impotencia nos entristecía porque nos dábamos cuenta de que no podían comprender que nuestra tenaz resistencia anterior se había convertido con el tiempo en una decisiva disposición a colaborar, la cual, sin duda, había de resultarle paralizante a un organismo para cuyo funcionamiento era más importante la existencia de una continua oposición que la victoria. Cuando la situación ya les resultó fastidiosa, no les quedó más remedio que comenzar a exigirnos la documentación; tuvimos que volver a ponernos en fila, ahora uno detrás de otro, frente a la pasarela, y entonces no les molestó ya que nuestra columna se disolviera al cabo de escasos minutos y diera la impresión de un rebaño cansado y adormilado más que de un grupo disciplinado. La identificación sólo les suscitaba problemas a ellos, pues a nosotros nos daba lo mismo qué documento aceptaban: ni nuestra identidad ni nuestras personas tenían ya particular importancia. Nuestros documentos no decían nada, ya que ni siquiera nosotros podíamos determinar en realidad cuál era el verdadero y cuál el falso; considerábamos que cualquier nombre, cualquier dato podía referirse también a nosotros, y como nos resultaba difícil decidir «qué nos convenía ser» optamos por conservar todos los papeles que con el tiempo se habían acumulado, y eran muchos. El barco, al que nos hicieron subir uno por uno, no daba señales de zarpar pronto; si bien en el puente de mando había ya una luz encendida, observamos desanimados a los dos civiles que se movían inseguros ahí dentro y que, según todas las apariencias, daban vueltas completamente desconcertados, pulsaban los botones y accionaban las palancas a la buena de Dios, confiando en el azar, en la buena suerte para dar con la maniobra adecuada; en cuanto a los otros dos o tres civiles, éstos habían desaparecido hacía tiempo en la quilla del barco, adonde los habían enviado sin duda a reparar los evidentes fallos de las máquinas, aunque estábamos casi seguros de ganar si apostábamos a que lo primero que hicieran allí esos holgazanes fuese buscar un sitio apropiado para dormir durante todo el viaje (y así ocurrió, en efecto). En esa situación sin esperanzas nos supuso una auténtica sorpresa percibir al cabo de media hora más o menos una ligera vibración bajo los pies y oír a continuación, sin que nos cupiera la menor duda, el esforzado rumor de los motores; los dos civiles en el puente de mando se miraron y asintieron contentos con la cabeza y también nosotros sentimos cierto alivio al verlos, pues nos repugnaba la idea de tener que seguir quizá en el lugar una vez que no nos quedaba más remedio que marcharnos. Curiosamente, como ya no parecían existir obstáculos serios para nuestro viaje y era seguro que nuestro navío al menos podía funcionar, de pronto perdimos la paciencia y nos pareció de enorme importancia no esperar ni un minuto más y zarpar enseguida, y esos minutos resultaron tanto más insoportables cuanto que estábamos convencidos, además, de que la mayoría de la gente estaba aún por llegar, de modo que nos aguardaban todavía unas cuantas horas. Las apariencias también reforzaban nuestro error: los hombres del eva permanecían indiferentes, tranquilos, mudos en torno a los todoterrenos en el muelle, alguno se encendía un cigarrillo, de manera que bien podíamos creer que igualmente ellos se preparaban para horas de espera, aunque en realidad sólo se trataba de una medida de seguridad. A nosotros ni siquiera se nos ocurrió tal posibilidad; nerviosos, tensos, fijábamos la vista en las dos calles que desembocaban en el muelle y pensábamos llenos de odio en los hombres y las mujeres a los que se les habían pegado las sábanas y quién sabía cuándo se presentarían por fin en el embarcadero. Estábamos allí como mirando las bocas oscuras de unos túneles de los cuales al final habrían de emerger esas personas. Con el tiempo ya nos habríamos contentado con una sola, y nuestro odio pronto se convirtió en preocupación y la idea de una capital tal vez completamente desierta y abandonada se tornó angustiante; algunos se apretujaron contra la barandilla, los ojos nos hacían chiribitas de tanto mirar, aunque todo en vano, porque no llegaba nadie. Luego, cuando el subcomandante del eva hizo una señal burlona a los dos civiles (los otros habían sido engullidos por las entrañas del barco) y los dos soltaron entonces las amarras y levaron las anclas, estábamos todos en la cubierta, con la mirada clavada en las calles que desembocaban en el muelle, y ni siquiera se nos ocurrió pensar que zarpábamos, pues necesitamos tiempo para sustituir el absurdo de que hubiera gente que permaneciera definitivamente en la ciudad por otro absurdo, la locura vacua de una urbe desierta. Algunos de nosotros respiramos aliviados cuando por fin perdimos de vista los todoterrenos y la apática unidad e incluso procuramos expresarlo de alguna manera, pero la mayoría sólo cobró conciencia de lo que ocurría cuando de repente —«casi al mismo tiempo»— nos dimos cuenta de que clareaba. Poco a poco nos instalamos en la cubierta de popa y en torno al puente de mando, procuramos encontrar la posición más cómoda y algunos incluso tratamos de entablar, con escaso éxito, eso sí, una conversación con los civiles para al menos tener una mínima idea de cuanto nos esperaba próximamente, de si nos pararíamos antes de llegar a la frontera o quizá después, de si nos convenía concebir la esperanza de lograr alguna ventaja en nuestro barco, el cual, según todos los indicios, seguía bajo la autoridad del eva, pero sin su presencia real. No nos sorprendió que nuestros intentos resultaran inútiles y, de hecho, no sabíamos si no era mejor no entender nada de nada. Quien tenía algo para comer comió algún bocado, algunos hasta durmieron un rato, pero luego todos nos quedamos mirando el paisaje que iba pasando poco a poco, la línea irregular y serpenteante de los puestos de vigía, las formas de mariposa de las bases de defensa que se alzaban a lo lejos, las suaves ondulaciones de las antiguas pistas de aterrizaje cuarteadas por la sequía, los recuerdos de los abetales calcinados en las cada vez más frecuentes colinas, escuchábamos el ulular del viento y el zumbido uniforme de los motores, el murmullo del Danubio en torno al casco abollado del barco, y el silencio que se posó sobre nosotros sólo se vio perturbado de vez en cuando por los fugaces malos augurios de algunos de nuestros agotados compañeros. Nuestro barco progresaba con esa misma calma río arriba, y como el destino era el mismo, aunque la dirección la contraria, nuestra atención se fue fijando en los objetos que veíamos pasar: lavabos baratos y oxidados encallados en las orillas, neveras y estufas de gasoil destripadas retenidas por las piedras, restos de árboles, neumáticos y sillas que discurrían flotando, barriles de hojalata y juguetes de plástico, cadáveres de corzos, perros y caballos, de manera que cualquier cosa que aparecía cerca de nosotros enseguida merecía nuestra atención cada vez más intensa, eso sí, hasta que nos dimos cuenta de que nuestra curiosidad, muestro interés, es más, a veces también nuestra compasión se debían exclusivamente al rumbo que tomaban. El sueño no tardó en vencernos; quien pudo se cubrió con algo; quien no, intentó buscarse en la cubierta un rincón a resguardo del viento y acurrucarse todo lo posible con las manos en los bolsillos; sólo quedaban despiertos los dos civiles en el puente de mando iluminado y observaban satisfechos la superficie lisa del agua que se extendía ante nosotros, cortada por la proa. A la caída de una nueva noche, todavía yacíamos aturdidos por el cansancio, y sólo se produjo un sordo murmullo cuando uno de nosotros alzó de pronto la cabeza, se incorporó, se dirigió a la popa y, señalando el paisaje que desaparecía ya para siempre sumido en una densa oscuridad, exclamó con un alivio teñido de amargura: «Mirad, aquello era Hungría».

 

László Krasznahorkai (Gyula, Hungría, 1954) recorrió durante años el país después de estudiar en Budapest y ejerció diversas profesiones en pueblos y ciudades de provincias. Acantilado ha publi-cado Melancolía de la resistencia (2001) —con la que se presentó a los lectores en lengua española—, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2005), Guerra y guerra (2009), Ha llegado Isaías (2009), Y Seiobo descendió a la Tierra (2015) y Tango satánico (2017). Varias de sus obras han sido llevadas al cine. En marzo de 2004 recibió del Gobierno húngaro el Premio Kossuth, uno de los más prestigiosos de su país, por el conjunto de su obra; en mayo de 2015, el Man Booker Internacional, y, en abril de 2021, el Premio Austríaco de Literatura Europea.i