Esta misma semana se pone a la venta un texto de una rabiosa actualidad que, además, se acerca a fenómenos actuales desde el rigor y no desde el vacuo sensacionalismo del que suele hacer gala el periodismo. La imprescindible editorial Libros corrientes pone en circulación Las panteras negras ya no pueden salvarnos. Sobre excepcionalismo negro, violencia policial y políticas de la identidad, de Cedric Johnson, uno de los intelectuales que ha pensado desde la izquierda las tensiones raciales de los Estados Unidos, su relación con el capitalismo y el modo en que un problema que preferimos ver como un reducto del pasado es mucho más acuciante de lo que creemos y desborda los límites de una cuestión de racismo. Presentamos aquí a modo de primicia la habitual «Nota corriente» que suele anteceder a los textos en sí en cada títulos de la editorial y el prefacio que ha elegido el mismo Johnson para este libro, que es un recientísimo texto, de junio de este mismo año, que apareció publicado como artículo editorial en la web Nonsite.org. 

 

NOTA CORRIENTE

La susceptibilidad se da de bruces con el pensamiento crítico. Es más, donde está la primera, el segundo no tiene lugar. Y resulta evidente que, en ciertos temas que están en el foco de ese espectro político que por pereza seguimos llamando izquierda, la susceptibilidad está bien instalada. Verbigracia, el antirracismo. Tanto es así que, de un tiempo a esta parte (¿años? ¿decenios?), el antirracismo se ha convertido en un lugar de encuentro obligado… pero vacío; por decirlo de otro modo, en un gesto cara a la galería.

El movimiento Black Lives Matter ha concitado el consenso de la mayor parte de ese vago pero funcional espectro político: desde la izquierda tradicional hasta el amplio arco del liberalismo. Quienes no lo han aceptado inmediatamente, han sido tildados de ultraderechistas y de racistas. Y es que, efectivamente, dentro de los que se oponen al BLM, claro que están los sectores más conservadores, los residuos carcas y racistas de la actualidad, pero, por suerte, el disenso no solo ha venido desde ese lado.

Desde posiciones claramente antifascistas, a la vez que anticapitalistas, hay discursos con la potencia para desbloquear ese halo de susceptibilidad bienpensante que obtura, desde hace demasiado, debates que permitirían que la teoría política volviera a ser un campo de batalla que tenga como horizonte mejorar y, en última instancia, transformar radicalmente la vida de lo de abajo.

Ese es el caso del de Cedric Johnson, profesor de la Universidad de Illinois (donde también milita en el sindicato laboral UICUF), que aquí presentamos. El artículo motor de este libro, «Las panteras ya no pueden salvarnos», fue publicado en la primeravera de 2017, en el n.º1 de la revista Catalyst, editada por Robert Brenner y Bhaskar Sunkara. Tan dolorosa tuvo que ser la ampolla que levantó que, en un tiempo en que en la esfera pública impera una peligrosa especie de extensión laica del ecumenismo, el artículo comenzó a tener una insólita repercusión, siendo objeto de alabanzas pero, sobre todo, objetivo del «fuego amigo».

Quien conociera el posicionamiento y el trabajo previo de Johnson no podía, claro, acusarle de racista (entre otras cosas, es negro), tampoco de derechista y menos de revisionista. Varios intelectuales se vieron impelidos, por tanto, a hacerse cargo de lo que proponía Johnson y replicarle. La revista New Politics aceptó acoger tal debate. En él tuvimos el privilegio de observar  ejemplos de prácticamente todas las posiciones ideológicas que sobre la cuestión de política racial se dan actualmente: desde las que señalan a la clase obrera blanca como parte del problema, pasando por las que tratan de sintetizar desde el antirracimo raza y clase, hasta las del mismo Cedric Johnson, que considera que el marco del antirracismo es esteril a la hora de acabar, ya no con la miseria, sino siquiera con los problemas de violencia policial que sufren, desde luego, también los afroamericanos.

El libro lo componen dos textos de Cedric Johnson (el citado de Catalyst y otro que escribió urgido por las críticas informales), seguido de las objeciones de cuatro intelectuales, publicadas también en New Politics, a las que sigue la respuesta de Cedric a sus críticos. El mismo Cedric propuso añadir un reciente texto suyo a modo de prólogo, en el que analiza los últimos sucesos, es decir, el sádico asesinato de George Floyd a manos de la policía.

No sabemos si quien lea este libro se podrá hacer una idea de lo orgullosos que nos sentimos de él y de lo agradecidos que estamos a Cedric por su impresionante generosidad, tanto personal como intelectual. Ojalá sí. Pocos son los libros que, como este, recuerdan la mejor parte de ser editores.

 

El triunfo de Black Lives Matter y la redención neoliberal

Envueltos en bufandas kente ghanesas, un tejido popularizado por los nacionalistas afrocéntricos a finales de los ochenta, una docena de congresistas demócratas se arrodillaron en silencio antes de presentar su propuesta legislativa para la reforma de la policía. Esta acción tuvo lugar exactamente dos semanas después de que George Floyd fuera asesinado por la policía de Mineápolis y tras la ola de protestas sin precedentes que ha barrido cincuenta estados, aproximadamente unas quinientas ciudades y pueblos de Estados Unidos y ha provocado cientos de manifestaciones de solidaridad a nivel mundial. Dirigidos por Karen Bass, líder del Caucus Negro del Congreso, y la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, los miembros del congreso adoptaron el lenguaje y el tono de las protestas del Black Lives Matter, con sermones sobre el «pecado original» de la esclavitud, a los que el congresista por Carolina del Sur, James Clyburn, añadía que la muerte de Floyd era «simplemente la continuación» de una larga e ininterrumpida historia de racismo estadounidense. Incluso los antiguos aspirantes a la presidencia, los senadores Kamala Harris y Corey Booker, permutaron sus roles previos como ejecutores de una política de mano dura contra la delincuencia por la retórica histriónica del antirracismo popular. Esta fue, quizá, la valencia perfecta para organizar la renovación demócrata del centro-derecha, especialmente después de una chapucera campaña para destituir a Donald Trump y del desafío de izquierda socialdemócrata con el segundo intento de Bernie Sanders por lograr la candidatura del partido. Este momento ha supuesto un triunfo para los activistas de Black Lives Matter, pero una vez que se disipen las columnas de gases lacrimógenos y se instale la fatiga por compasión o el desgaste por empatía, los verdaderos beneficiarios serán probablemente los demócratas neoliberales y los bloques capitalistas a los que sirven. Casi todos los líderes demócratas que «se arrodillaron» contra la policía racista se han opuesto abiertamente al Medicare for All —la atención médica como derecho humano—, a la educación superior gratuita y a la expansión de otros bienes públicos, pero sus reformas técnicas para reducir los problemas de brutalidad policial y procesar a la policía por conducta inapropiada son la forma perfecta de demostrar su compromiso con la justicia racial, mientras se perpetúan las misma lógicas de mercado y relaciones de clase para cuya protección fueron inventadas la vigilancia policial y el encarcelamiento masivo.

El artículo de Adolph Reed Jr., «How Racial Disparity Does Not Help Make Sense of Patterns of Police Violence» («Cómo la disparidad racial no ayuda a entender los patrones de la violencia policial»),[1] debería leerse nuevamente y a menudo durante este tiempo de renacimiento de la sensibilidad del Black Lives Matter, precisamente porque habla muy claramente de las limitaciones del antirracismo como una forma de pensar los problemas del poder carcelario, y advierte de los peligros de cualquier política progresista de izquierda que separe el racismo de los procesos históricos y la economía política. Como señala Reed, «el antirracismo no es un tipo diferente de alternativa igualitaria a una política de clase, sino que es una política de clase en sí misma». Además, la política antirracista es esencialmente «el ala izquierda del neoliberalismo, en el sentido de que su única métrica de justicia social es la oposición a la disparidad en la distribución de bienes y males en la sociedad, un ideal que naturaliza los resultados de las fuerzas del mercado capitalista siempre y cuando sean equitativos en términos raciales (y otros términos identitarios)». Por supuesto, ya puedo oír a algunos amigos míos, colegas académicos y activistas, poniendo el grito en el cielo y enfadándose, reivindicando rápidamente la presencia de tal o cual tendencia que encarna el verdadero espíritu de Black Lives Matter. Es probable que otros señalen la magnitud de las recientes protestas como prueba de que estamos ante un nuevo momento, un punto de inflexión que dará lugar a reformas sustantivas masivas. Sin embargo, como en las protestas de Occupy Wall Street de hace tiempo, Black Lives Matter es más un sentimiento que una fuerza política completamente formada. No olvidemos que nació como un hashtag, y si bien ha proporcionado un potente estandarte a antiguas organizaciones y campañas legislativas para revertir el peaje social de la expansión carcelaria, el carácter liberal del hashtag debería ser ahora más evidente que nunca.

Todos hemos sido testigos de la facilidad con la que estratos de diferentes clases sociales han abrazado el eslogan durante las últimas semanas. Algunos activistas se han apoderado de las imágenes de las protestas masivas y las han utilizado como evidencia de una creciente voluntad política; pero la naturaleza amorfa de Black Lives Matter, que Reed ha comparado acertadamente con el eslogan del Black Power de décadas anteriores, y las frívolas expresiones de unidad en un sinfín de memes y vídeos virtuales de bailes coreografiados entre policías y civiles, ocultan diferencias políticas sustantivas entre los manifestantes y un público estadounidense más amplio. Si bien una escasa mayoría de estadounidenses cree ahora que es más probable que la policía utilice una fuerza excesiva contra las negros más que contra otros grupos, millones de personas más no comparten los llamamientos más militantes de algunos activistas a retirar la financiación o desmantelar los departamentos de policía.[2] En los últimos cinco años, la satisfacción con respecto a la policía ha aumentado entre los grupos raciales y étnicos, incluidos los afroamericanos (del 50% que estaban «al menos algo satisfechos» en 2015 hemos pasado al 72 % en la actualidad).

La sensibilidad de Black Lives Matter es esencialmente una expresión militante del liberalismo racial. Tales expresiones no son una amenaza, sino más bien un baluarte para el proyecto neoliberal que ha acabado con el salario social, ha destruido el empleo en el sector público y las pensiones para los trabajadores, ha socavado la negociación colectiva y el poder sindical y ha desplegado una aparato carcelario expansivo, todo lo cual ha afectado de forma adversa a los trabajadores y comunidades negras. Por supuesto, algunos activistas están llamando a acabar con la financiación de los departamentos de policía y a la excarcelación, pero, como eslogan popular, Black Lives Matter es una petición de reconocimiento integral dentro de los términos establecidos por el capitalismo liberal demócrata.Y la clase dirigente está de acuerdo.

Durante el llamado Black Out Tuesday, evento convocado en redes sociales, gigantes corporativos como Walmart y Amazon condenaron ampliamente el asesinato de George Floyd y otros excesos policiales. El antirracismo gestual ya era evidente en Amazon, que hizo ondear la bandera roja, negra y verde de la liberación negra sobre su sede en Seattle el pasado febrero. El hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, incluso se tomó la molestia de responder personalmente a los clientes molestos por el hecho de que Amazon expresara su simpatía por los manifestantes. «Las vidas de los negros importan no significa que otras vidas no importen», escribió el CEO de Amazon. «Tengo un hijo de veinte años y, simplemente, no me preocupa que cualquier día pueda ser asfixiado hasta la muerte mientras es detenido. No es algo que me preocupe. Los padres negros no pueden decir lo mismo.» Bezos también prometió diez millones de dólares en apoyo a las «organizaciones de justicia social», es decir, la fundación ACLU —American Civil Liberties Union—, el Brennan Center for Justice, la Equal Justice Initiative, el Lawyers’ Committee for Civil Rights Under Law, la NAACP, la National Bar Association, el National Museum of African American History and Culture, la National Urban League, la fundación Thurgood Marshall College, la fundación United Negro College y la ONG Year Up. Los líderes deWarner,Sony Music yWalmart se comprometieron a donar cien millones por cabeza a organizaciones similares. Las protestas han proporcionado una oportunidad extraordinaria para fomentar relaciones públicas a Bezos y gente de esa índole. Solo unas semanas antes del asesinato de George Floyd, Amazon, Instacart, GrubHub y otras empresas de reparto, que se habían convertido en cruciales para la circulación de mercancías durante el confinamiento, hicieron frente a la creciente presión de los sindicalistas debida a las inadecuadas medidas de protección, los salarios bajos, la falta de prestaciones sanitarias y otras condiciones laborales. El antirracismo corporativo es la salida perfecta a estos conflictos laborales. Las vidas de los negros importan para las altas instancias mientras no exijan un salario digno, equipamientos de protección personal y atención médica de calidad.

Quizá el punto más importante del ensayo de Reed de 2016 es su insistencia en que Black Lives Matter y otras nociones afines como el Nuevo Jim Crow son empírica y analíticamente erróneas y promueven un conjunto de soluciones igualmente equivocado. No niega el hecho de la disparidad racial en la justicia penal, pero nos señala una causalidad profunda y la necesidad de intervenciones políticas más efusivas. El racismo por sí solo no puede explicar plenamente el creciente poder carcelario en nuestro entorno, «producto», como señala Reed, «de un enfoque sobre la acción policial que surge del imperativo de contener y dominar el bolsillo de la población de clase trabajadora subempleada y económicamente más marginal producida por el capitalismo revanchista». La mayoría de los estadounidenses ha mostrado ahora su rechazo a los casos más graves de abuso policial, pero no a la policía como institución ni a la sociedad de consumo a la que sirve. Como ya deberíamos saber muy bien, la culpa blanca y la indignación negra tienen una aceptación política limitada, y ninguna de ellas ha sido nunca una base sostenible sobre la que construir el tipo de mayorías populares y legislativas necesarias para disputar de forma seria el poder atrincherado.

La ola de protestas masivas provocadas a raíz de la muerte de George Floyd no es reducible solo a Black Lives Matter, sino que también ha sido una consecuencia de la pandemia global y las verdaderas dificultades que ha traído la orden de confinamiento, necesaria para la salud pública pero que, sin una asistencia federal continua y adecuada, ha producido despidos masivos, bancos de alimentos presionados para mantener el ritmo frente a necesidades sin precedentes y una ansiedad generalizada entre muchos estadounidenses por las sombrías perspectivas de empleo en un futuro próximo. Los saqueos que estallaron en muchas ciudades el fin de semana posterior al asesinato de Floyd no se parecen a las rebeliones del gueto de los sesenta, a Los Ángeles en 1992 o incluso a Ferguson y Baltimore en los últimos años. Los saqueadores eran multirraciales, intergeneracionales y se focalizaban en los centros urbanos y los distritos comerciales importantes, como el área comercial del centro de Santa Mónica,Times Square en Manhattan y State Street y Magnificent Mile en Chicago. Hasta ahora, los principales líderes de los derechos civiles, algunos activistas de Black Lives Matter, los expertos de las corporaciones y muchos estadounidenses se han encargado de establecer, con mucha frecuencia y a viva voz, una distinción entre la honradez de los manifestantes pacíficos y la «violencia» e ilegalidad de los saqueadores y alborotadores. Esa postura, como las afirmaciones hiperbólicas sobre la primacía de la línea de color, continuará posponiendo el tipo de recursos públicos que podrían ayudar realmente a los más desposeídos de todas las razas y etnias, que son los que tienen más posibilidades de ser controlados, acosados, arrestados, encarcelados y condenados como fracasos; el daño colateral del sueño americano.

 

[1] Publicado en la revista Nonsite.org [nonsite.org] el 16 de septiembre de 2016.

[2] «Protestors’ Anger Justified Even If Actions May Not Be», en Monmouth University Polling Institute [monmouth.edu], 2 de junio de 2020.

 

Cedric Johnson  es profesor de Estudios afroamericanos y ciencia política en la Universidad de Illinois en Chicago y editor de El diluvio neoliberal: huracán Katrina, tardocapitalismo y la reconstrucción de Nueva Orleans (University of Minnesota Press, 2011)