El regreso del Hircocervo es una nouvelle de Jon Bilbao, ilustrada por diez obras originales de Celsius Pictor, que será publicada por Fin de Raza en edición limitada y numerada —si el crowdfunding lo permite— de 1000 ejemplares. Una historia de animales desaparecidos y monstruos acechantes, dentro de un universo visual y moralmente ambiguo. Una pesadilla rural asturiana, en una edición de coleccionista. Como en penúltiMa no solo apoyamos a los autores y a los editores, sino incluso a los proyectos, hemos querido poner nuestro granito de arena para ver si este proyecto puede llegar a buen puerto y, colecta mediante, se consigue el dinero para hacerlo tangible. A ver si hay suerte y esta publicación no pasa a formar parte de la antología de proyectos abandonados.
El gato
Llevaba al gato en el asiento del acompañante, en una jaula de viaje sujeta por el cinturón de seguridad. Se acercaban al pueblo y él le dirigía vistazos al animal con frecuencia creciente. El gato permanecía tranquilo. Se lamía las patas o dormitaba. La carretera era sinuosa y discurría entre masas de árboles. Las ramas se proyectaban sobre el asfalto creando una bóveda. La vegetación de las cunetas enmascaraba las señales de tráfico. Pasaron ante una estación de servicio abandonada. Una capa de polvo empañaba los cristales. Los surtidores habían desaparecido.
Parece que no pasa mucha gente por aquí, ¿verdad?, dijo el hombre.
El gato le dedicó una mirada aburrida y se ovilló en el fondo de la jaula.
Se había hecho con el animal ese mismo día. A primera hora de la mañana había metido unas cuantas prendas de ropa en la maleta, echado un último vistazo al desordenado apartamento y subido a su BMW descapotable antes de ir al banco, donde había sacado efectivo suficiente para varias semanas. A continuación fue a la perrera. Pidió un gato adulto y sano; no le importaba que fuera macho o hembra, tampoco que estuviera o no esterilizado. Le preguntaron si quería ver los casos urgentes y él se encogió de hombros.
Mientras alguno sea lo que necesito…
La encargada de la perrera asintió agradecida y dijo que ojalá todas las personas que pasaban por allí fueran como él.
Escogió un siamés que, le aseguraron, era muy tranquilo. Preguntó si estaba sano y le dijeron que sí. Volvió a preguntarlo y le volvieron a decir que el gato se encontraba en perfecto estado de salud. Al inspeccionarle las patas comprobó que había sido desungulado. Mejor así. Resultaría más fácil de manejar si en el último momento se ponía rebelde.
Estaba anocheciendo. Los faros del coche iluminaron un letrero con el nombre del pueblo: Reata.
Volvió a mirar al gato; seguía tranquilo.
Al cabo de un par de kilómetros llegó a un apretado grupo de casas de piedra en torno al cual se alzaban construcciones más modernas pero aun así de estilo rústico.
Las escasas personas que había en la calle se quedaron mirando el coche, que se detuvo junto a un anciano que tomaba el fresco delante de su casa. Sin apearse, el hombre le preguntó cómo llegar al hotel; tenía reserva para esa noche. El anciano se acercó al vehículo arrastrando los pies. Dedicó una larga mirada al descapotable de color rojo. No se le pasó por alto la presencia del gato, aunque no hizo ningún comentario al respecto. Con voz queda le indicó el camino.
Llamarlo hotel era excesivo. Se trataba más bien de un hostal que en algún momento no muy lejano había gozado de cierta prosperidad, como evidenciaban la fachada remozada y el exagerado letrero con el nombre del establecimiento. Estaba en la plaza del pueblo, un espacio adoquinado y rodeado por casas con soportales. Aparcó en la misma plaza. Antes de descargar el equipaje se aseguró de que la capota quedara bien cerrada. Varios pares de ojos lo observaban desde las ventanas. Entró en el hostal cargado con su maleta y la jaula del gato.
El mostrador de recepción estaba encajonado en el hueco bajo la escalera que conducía a las plantas superiores. En cuanto lo vio entrar con el gato, la recepcionista emitió un suspiro de cansancio.
Hacía mucho que no venía uno de ustedes por aquí, dijo.
¿Cuánto?
La recepcionista, en realidad la dueña del establecimiento, una mujer gruesa y de mediana edad, hizo memoria.
Unos seis meses, más o menos. Más bien más.
Mejor, dijo el hombre.
Después de tomar sus datos y entregarle la llave de la habitación, la mujer señaló al gato y dijo:
Cuando termine, tendrá usted que hacerse cargo de eso. Y lo antes posible. No quiero carroña en mis habitaciones.
No se preocupe, respondió él.
La habitación era austera y olía a lejía. Estaba en la última planta, directamente bajo el tejado. El techo era en pendiente y apenas le dejaba erguirse. Era improbable que el establecimiento tuviera mucha clientela en aquel momento. Con toda seguridad habría más habitaciones disponibles, mejores que aquella. Supuso que la mujer de la recepción, al verlo aparecer con el gato, había decidido arrinconarlo, alejándolo todo lo posible de la parte del edificio donde vivían ella y su familia.
Había una cama, una mesilla, un armario sin puertas, una mesa y un taburete. En la pared, sobre la cama, colgaba un crucifijo. Depositó la jaula en la mesa, donde fuera bien visible. Se asomó a la ventana, que miraba a la plaza. El aire era fresco y limpio, libre de los olores a estiércol y forraje inseparables de las poblaciones ganaderas. Olía a vegetación, a corteza mojada.
No deshizo la maleta. Se tumbó en la cama sin quitarse los zapatos. Consultó el reloj. Eran apenas las nueve. Tenía hambre, pero no quería salir en busca de un sitio donde cenar, no fuera que sucediera algo y se lo perdiera. Sacó de un bolsillo una caja de puritos y encendió uno. Cuando intentó coger el cenicero que había en la mesilla de noche descubrió que estaba pegado; como si alguien pudiera querer robar un cenicero barato.
Se quedó en la cama, fumando, sin apartar la vista del gato.
A medida que se aproximaba la medianoche, el animal comenzó a revolverse en el reducido espacio de su jaula. Olfateaba el aire. Giraba sobre sí mismo. Emitió unos maullidos quejosos.
Unos minutos después de la medianoche, el felino se cobijó en el fondo de la jaula y el hombre se acercó para no perder detalle. El gato, con el lomo erizado y las pupilas dilatadas, lanzó una serie de bufidos. Luego empezó a agitarse como si fuera presa de escalofríos. Segundos después se derrumbó. Sus patas temblaron una última vez y quedó inmóvil. El hombre consultó el reloj. Pasaban diecisiete minutos de la medianoche.
Así que es cierto…
Se quedó un rato más mirando al gato pero no pasó nada. Estaba muerto.
Sacó de la maleta la bolsa de basura que había llevado para aquel momento. La desplegó y la colocó junto a la jaula. Abrió esta y la inclinó para que el gato se deslizara dentro de la bolsa. Luego cerró la bolsa teniendo cuidado, por si acaso, de no tocar al animal. La dejó, junto con la jaula, en un rincón del angosto cuarto de baño.
No era necesario estudiar el cuerpo. Muchos lo habían hecho antes que él, con otros gatos, y también con perros y aves y vacas y caballos. Una autopsia revelaría un exceso de adrenalina en la sangre del animal. La adrenalina habría causado un shock neurológico, responsable a su vez de una parada cardiorrespiratoria. Esos eran los datos conocidos. En cuanto al motivo desencadenante del proceso, no se hallaba igual de claro. Solo se disponía de hipótesis. La más extendida: los animales morían de miedo.
El hombre se asomó a la ventana. La plaza estaba desierta, alumbrada por una única farola que se alzaba en su centro y la bañaba de una luz amarillenta. Todo parecía en calma.
Reata
Las muertes habían comenzado siete años atrás. Los primeros en caer fueron los toros y las vacas, muy abundantes en una comarca cuya economía se basaba en los productos lácteos y la carne. Pasada la medianoche, a los ganaderos los arrancaba del sueño una agitación que tenía lugar en sus cuadras. Para cuando llegaban allí, a lo sumo alcanzaban a presenciar los últimos instantes de vida de alguno de los animales, que se agitaba en el suelo con los ojos saliéndose de las órbitas, mientras los demás mugían espantados y se apartaban todo cuanto sus cubículos les permitían. Cada noche dos o tres vacas. Cada noche en una cuadra diferente. De nada servía que los propietarios montaran guardia. Ni que los acompañara un veterinario. Ni que las puertas estuvieran cerradas a cal y canto. Tampoco surtió efecto la desinfección de las cuadras. Nadie entendía lo que estaba pasando. Se analizaron los cadáveres, se analizó el agua de la que habían bebido y se analizaron los forrajes de los que se habían alimentado. Se buscaron patrones que relacionaran a los animales muertos, pero no parecía existir ninguno, y las vacas continuaban cayendo a ritmo constante, dificultando aún más la tarea. Como medida de precaución, se interrumpió la comercialización de la carne de vacuno y la leche procedentes de Reata, con el consiguiente y muy importante perjuicio económico. También por si acaso, se sometió a los propietarios y a los empleados de las cuadras a una exhaustiva batería de análisis médicos. Sin resultado.
A lo alarmante de las muertes había que sumar el hecho de que solo se produjeran en Reata. En los pueblos colindantes el ganado gozaba de perfecta salud.
Todavía quedaba un puñado de vacas vivas cuando empezaron a caer los caballos. Pronto los siguieron los cerdos, los burros, las ovejas y las cabras. A continuación fueron los perros y los gatos. Y cuando lo que estaba pasando —fuera lo que fuese— saltó a las aves, el ritmo se aceleró. Una sola noche podía representar la muerte de un centenar de gallinas, ocas, canarios, palomas mensajeras, periquitos o cualquier otra criatura alada que se albergara en las casas del pueblo. Uno a uno, fueron muriendo todos los animales domésticos. Porque solo estos eran las víctimas. En los árboles que rodeaban al pueblo continuaban trinando los pájaros y jugueteando las ardillas. Las arañas anidaban en los desvanes. Por las noches, los zorros continuaban cruzándose en el camino de los conductores, devolviendo con sus ojos la luz de los faros. Las termitas devoraban los muebles y las polillas la ropa de los armarios. Los aficionados a la caza disponían de las mismas fuentes de diversión que siempre, salvo que ya no podían acompañarse de sus perros.
En su última etapa, el mal, la maldición, la enfermedad o el fenómeno —de todos estos modos fue denominado lo que sucedía— se dedicó a rematar su labor acabando con los hámsteres, los peces de los acuarios, las tortugas de jardín y demás variedades menores y exóticas de mascotas.
Al cabo de trece meses, dos semanas y cinco días de la primera de las muertes, no quedaba un solo animal doméstico en Reata. A partir de aquel momento, cualquier animal de ese tipo que atravesara el límite del pueblo, no sobrevivía a su primera noche en él.
La noticia atrajo a gran número de investigadores, que tomaron el pueblo durante meses. No averiguaron nada más allá de que el fallecimiento era producido por una parada cardiorrespiratoria. Sus conclusiones sobre la causa primera de esta se redujeron a una extensa lista de motivos descartados: agentes químicos, bacterias, hongos, virus, parásitos, radiaciones, modificaciones genéticas…
También hicieron acto de presencia los curiosos, dispuestos a comprobar con sus propios ojos si lo que se decía era cierto. Los oportunistas se apresuraron a sacar provecho y en las carreteras que conducían a Reata proliferaron los puestos ambulantes donde podían adquirirse pollos de gallina y gallinas adultas, estas a precios exagerados. Si alguien se quejaba por su elevado coste, los vendedores alegaban que el final de las gallinas era mucho más llamativo y que, además, luego resultaban perfectamente comestibles. Pero nadie se fiaba, y las gallinas sacrificadas acababan en las papeleras del hostal, y los pollos flotando en los inodoros cuando la descarga de la cisterna no era capaz de arrastrarlos.
Que únicamente fueran los animales domésticos los afectados condujo a pensar que el origen del mal estaba en las personas con las que vivían. Pero ¿en quién o en quiénes? Nadie mostraba síntomas sospechosos. El mal había comenzado de pronto y saltado de un punto a otro del pueblo sin patrón aparente.
Mientras las teorías se sucedían, tenía lugar un éxodo lento pero continuado de personas que abandonaban Reata. Los que habían vivido de forma directa o indirecta de la ganadería se vieron obligados a buscar nuevas vías de sustento. Reata nunca había sido una localidad próspera; no podía reubicar a un número de desempleados como al que de pronto debía enfrentarse. Algunos se las apañaron para sacar partido al interés despertado por el mal. Convirtieron sus hogares en pensiones y casas de comidas donde alojar y alimentar a las oleadas de investigadores y curiosos; aunque se trató solo de una solución temporal. Los más afortunados encontraron colocación en los pueblos cercanos, pero fueron los menos. A la mayoría de los afectados no le quedó más opción que hacer las maletas y dejar atrás Reata.
La esperanza de que el mal remitiera del mismo modo como se había presentado fue abandonándose a medida que transcurrían los meses y luego los años. Quienes anhelaban volver a sentarse con un gato en el regazo o que los camiones cisterna llegaran tocando el claxon para recoger la producción de las granjas lecheras se desengañaron poco a poco. Muchos de los que abandonaron Reata lo hicieron con la intención de no volver nunca. Casas rústicas que no habían gozado de mejoras en décadas lucían carteles de venta de un optimismo ridículo.
Por otro lado, la decepción fruto de la falta de respuestas atacó también a quienes habían ido al pueblo en busca del origen del mal. Veterinarios, médicos, biólogos, epidemiólogos… se sumaron a la corriente que dejaba atrás el lugar. Y respecto a los curiosos, su atención se vio desviada hacia otros temas en cuanto la inexplicable muerte de animales domésticos dejó de ocupar espacio en los medios de comunicación. El mal, fuese lo que fuese, ceñía su actuación al espacio marcado por los límites del pueblo. Ninguna persona había resultado afectada. No se trataba, por lo tanto, de algo importante.
La muerte de los animales pasó a engrosar la lista de fenómenos de difícil explicación en que figuraban las líneas de Nazca, el destino de la tripulación del Mary Celeste y las desapariciones del Triángulo de las Bermudas; fenómenos que nutrían las fantasías de los amantes de lo paranormal y lo insólito. Al mismo tiempo, Reata, con su paulatina disminución de vecinos, se sumía en un estado de letargo mientras aguardaba la cada vez más improbable desaparición del mal o la llegada de alguien capaz de hacerle frente.
Jon Bilbao (Ribadesella, 1972) hizo su aparición con la novela El hermano de las moscas y la colección de relatos Como una historia de terror (Salto de Páginna, 2008), con la que ganó el Premio Ojo Crítico de Narrativa. A estas obras han seguido libros de relatos y novelas como Bajo el influjo del cometa (Salto de Página, 2010; Premio Tigre Juan y Premio Euskadi de Literatura), Padres, hijos y primates (Salto de Página, 2011; Premio Otras Voces, Otros Ámbitos), Estrómboli (Impedimenta, 2016), El silencio y los crujidos (Impedimenta, 2018) o Basilisco (Impedimenta, 2020). De su obra se ha dicho, entre otras cosas, que «cada historia implica una celebración de la narratividad, del gusto por contar inexcusable en cualquier relato» (Santos Sainz Villanueva, El Cultural, 2020).
Celsius Pictor (Orense, 1978) estudió ilustración en Ourense y comenzó a trabajar como ilustrador y animador de cursos multimedia en 2004. En 2012, después de haber trabajado como Creativo y Director de Arte online en publicidad durante seis años, se establece como freelance y comienza a colaborar con estudios y agencias de España, Inglaterra o EE.UU. Como docente ha impartido talleres de collage e ilustración, conferencias y master classes, y es profesor colaborador de varias escuelas de arte públicas y privadas. Ha participado en varias exposiciones colectivas e individuales y su trabajo ha sido reseñado en medios tan prestigiosos como Yorokobu, Illustration Age o Creative Review. En la actualidad, desarrolla una vía experimental de ilustración mediante el uso del collage y la tinta digital, que bucea en las imágenes de las revistas del siglo XIX, los grabados de máquinas y mecanismos de la Revolución Industrial y los catálogos de venta por correo de principios del siglo XX, para dar vida a un universo perdido que fusiona la vida natural con la mecánica decimonónica, con un halo de nostalgia por la tecnología más manual y primitiva.
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