El año pasado, en la edición del Premio Setenil de 2021, se sorprendió a los aficionados al género con una selección de finalistas cuajada de nombres de autores poco conocidos y publicados en editoriales minoritarias, lo que servía como botón de muestra del concienzudo y desprejuiciado trabajo del jurado de aquella edición formado por Miguel Ángel Muñoz y Viviana Paletta entre otros. Dentro de la nómina de finalistas se encontraba Mónica Sánchez, que consiguió así una mayor visibilidad para su propuesta narrativa de la que, ahora, exhibimos una muestra inédita para disfrute de nuestros siempre inquietos lectores.
En griego telos significa fin. Supongo que de ahí debe de proceder la palabra telón. Esta noche, cuando llegue a casa, lo buscaré. Hace un par de semanas me compré un diccionario etimológico, estaba de oferta en una librería en liquidación donde sólo vendían libros de segunda mano. Aquel diccionario de tapas rojas, encuadernado en piel, fue lo único que encontré interesante entre montones de volúmenes polvorientos. Ahora me he convertido en una apasionada en conocer el origen de las palabras.
Por lo general, me gusta saber el origen de las cosas. Muerte viene del latín Mors, hijo de Nox, la diosa de la noche. Ya falta menos de una hora para que cierren el tanatorio, a las ocho en punto. La muerte es el telón que cae en el último acto, el final. Mi madre me pidió que la acompañase. Es nuestro vecino de toda la vida, me dijo en tono clemente, casi misericordioso. ¿Cómo no vas a ir a despedirte de él? Antonio se llama. O, más bien, se llamaba. La muerte implica dejar de utilizar el verbo presente. ¿Ya no recuerdas cuando de niña te regalaba bolsas enteras de paraguas de chocolate?, me dijo por teléfono. Sí, lo recuerdo. Un palo de plástico de color blanco, acabado en un manguito semicircular, recubierto de chocolate con leche en forma de cono y embalado en papeles multicolores. Guardaba los envoltorios en una caja de cartón.
Antonio y su mujer no habían podido tener hijos. Ella le abandonó al cumplir los cincuenta, después de llevar casados más de veinte años. Se fue con un hombre cubano que conoció a través de un chat de Internet. Era alto y fornido con un cuarenta y ocho de pie. Antonio se enteró al descubrir, guardadas en el mueble del comedor, unas alpargatas de estilo marinero con rayas azules y blancas, y un ancla dibujada en la talonera. Anabel, su mujer, las había comprado para su amante, con quien se iba a escapar un fin de semana a Mallorca. Jamás regresó a casa después de aquel viaje a la isla. Más tarde, Antonio intentó averiguar su paradero, saber de ella a toda costa, y la llamaba con insistencia a su teléfono móvil. Pero siempre estaba fuera de cobertura. Consiguió entrar en su cuenta personal de correo electrónico, porque sabía la respuesta a la pregunta secreta que el sistema ofrece en el caso de que hayas olvidado la contraseña. Profesión del abuelo: panadero. Leía y releía toda la correspondencia que había mantenido con el cubano antes de marcharse. Averiguó que era santero, y a partir de entonces, cuando lo nombraba, lo hacía con el seudónimo que éste había utilizado en la red: babaloacubanito5. Antonio nunca se repuso de aquel batacazo. Un día le llegó a casa la solicitud de divorcio, se volvieron a ver para la vista. Mi madre me había contado muchas veces que nuestro vecino estaba convencido de que ella quiso regresar con él, pero que su nuevo esposo la mantenía recluida a base de conjuros. Recuerdo a mi madre pelando patatas en la cocina para la cena, manteniendo una larga conversación con mi padre sobre aquel asunto, yo les espiaba a través del resquicio de la puerta. Mi padre insistía en la manía de algunas personas de buscar una respuesta sobrenatural a algo que no has aceptado, y mi madre hablaba del mal de ojo. Y qué le dirás, ¿que si quema sal gorda se le pasará todo?, dijo mi padre. Ojalá todo fuese así de fácil, que la vida funcionase a base de hechizos, de mezclar hierbas y patas de sapo para hacer y deshacer a tu antojo. Pero no, hay cosas que no tienen vuelta atrás.
Hace menos de un año que empecé la universidad y me fui a vivir a una residencia de estudiantes. Desde hace un par de meses, siempre que iba a casa mi madre insistía en que fuera a visitar a Antonio. Está muy enfermo, ya no se levanta de la cama, me decía, ve a verlo, le hará ilusión. Me costó decidirme, pero finalmente llamé al timbre de su puerta. Me abrió su hermana, que había venido de un pequeño pueblo de Sevilla para atenderlo. Se paseaba por la casa canturreando coplas. Todas de amor. Me dijo que a él le gustaba. La casa olía a medicinas y a geranios en flor. Tenían todas las ventanas abiertas, las cortinas estaban recién lavadas y un viento fresco y suave las ondeaba. Antonio sonrió al verme. Estás hecha toda una mujercita, me dijo casi en un murmullo, en un tono ronco. Mandó a su hermana que me trajera un jugo de melocotón y un paquete de galletas María, que colocó en la mesilla de noche, apartando una estampita de la Virgen de la Macarena y un frasco de alcohol. Antonio yacía en la cama apenas sin aliento. Me senté a su lado en un pequeño taburete de madera. Le conté que estudiaba la licenciatura de Historia del arte, que todos mis compañeros decían que el primer año era un poco aburrido porque se estudiaba el arte del mundo clásico, pero que a mí me interesaba mucho. La pena es sin duda un sentimiento pésimo, se te clava en el costado y busca el alma para horadarla. Son cortes limpios, sin violencia. La palabra proviene del griego poine, que era una compensación económica que se recibía en la antigua Grecia a raíz de la muerte de un hermano o de un hijo. Me fui de allí sabiendo que no le vería más, con una bolsa de caramelos mentolados en la mano que se empeñaron en obsequiarme. Su hermana zurcía unos calcetines azul marino. Los tiene todos agujereados, comentó. Le dije que no era necesario que me acompañase hasta la puerta. Después me quedé unos segundos en el descansillo. La hermana entonaba una canción: Si en el firmamento poder yo tuviera, esta noche negra, lo mismo que un pozo, con un cuchillito de luna, lunera, cortaría los hierros de tu calabozo.
Ahora mi madre acaba de salir de la sala de vela y se sienta a mi lado. Me dice: el ochenta por ciento de los albañiles padecen cáncer de piel a partir de los cincuenta y cinco años. No le hago mucho caso. Detesto las estadísticas, no me las creo, la mayoría están manipuladas. Lo pude comprobar con mis propios ojos el viernes pasado cuando fuimos a ver una obra de teatro que el profesor de artes escénicas nos había recomendado. Uno de los espectáculos más aclamados de la temporada, decía con entusiasmo. Aseguraba que estaba siendo un éxito. Cuando cayó el telón, no aplaudió ni un cuarto de la platea, muchos espectadores guardaron silencio, otros se levantaron en cuanto los acomodadores abrieron las puertas, tenían prisa por salir de allí. Era una sala pequeña, teatro para minorías. Estoy segura de que nadie entendió aquella obra. Aquí hay cinco personas en la sala de vela y cuatro fuera, sentadas en las butacas del pasillo. En total somos nueve despidiéndonos de Antonio, y por lo menos, que yo sepa, una de ellas casi obligada. Pronto tendré hipotermia, en este lugar reina una discreta frialdad. Un tanatorio es el sitio más desabrido. Incluso los cementerios son más agradables, más alegres, cuando brilla el sol ilumina todas sus flores de plástico, sus ángeles, sus santos y dioses, sus “no te olvidaremos nunca” y “te querremos siempre”. Aquí ni siquiera las flores huelen a flores, desprenden un olor que parece cargado de toxinas. Voy a buscar un café a la máquina, le digo a mi madre. ¿Quieres que te traiga algo?, le pregunto. Me contesta que no, y saca un paquete de kleenex del bolso.
Es primavera, en el vestíbulo aún se cuelan rayos de sol, atraviesan los cristales y dibujan líneas paralelas en el suelo de mármol blanco. Programo la dosis de azúcar en la máquina de café e introduzco los sesenta céntimos. La máquina no hace ningún ruido. De repente, cerca de la entrada, una mujer vestida de negro con gafas de sol se tira de rodillas al suelo y empieza a gritar, a gemir muy alto. De lo que dice sólo distingo una palabra: Dios. Un joven corre hacia ella y la intenta levantar cogiéndola por el brazo. Agacho la cabeza para ver si ha aparecido el vaso, pero no. Presiono el botón de devolución de monedas. La máquina no retorna nada. Decido ir a la recepción. Disculpa, le digo a un joven con un traje gris y una camisa negra, la máquina del café se me ha tragado los sesenta céntimos. En la solapa lleva una chapa con su nombre, Martín, Servicios Funerarios. Se encoge de hombros y me dice que lo siente, que él no puede hacer nada. Se gira hacia el otro lado y continúa atendiendo a una anciana, extremadamente flaca, de pelo muy blanco, llena de arrugas. El empleado le está mostrando un catálogo de canciones para la ceremonia del difunto, le pregunta si a su marido le gustaba Frank Sinatra. Ella no responde, no para de hacer girar la alianza de casada que lleva puesta en el dedo anular. El ochenta por ciento de los clientes eligen My way, le comenta el chico, y al cabo de unos segundos añade: es una canción muy bonita, si quiere puede pasar a una sala que tenemos habilitada y escuchar tranquilamente todo nuestro repertorio. También tenemos una versión sin letra, sólo a piano. La anciana sigue sin contestar. Me quedo ahí quieta, con un brazo apoyado sobre el mostrador, le vuelvo a decir que la máquina de café no me ha devuelto los sesenta céntimos. Él me mira fijamente, intuyo algo parecido a la lástima en su mirada. Ahora puedo adivinar lo que está pensando: la pobre, ha debido de perder a algún ser querido y expresa su sufrimiento batallando contra hechos triviales. Pero no, no es eso, yo sólo quiero mis sesenta céntimos. Lo miro con algo de rabia, del latín rabies, enfermedad del perro y otros mamíferos. En la máquina hay una pegatina con un número de teléfono, me dice el tal Martín, llama y reclámalos allí. Le digo a la señora que My way es una canción espantosa, y me acerco a la máquina. En la pegatina aparece el número de teléfono de la empresa y la dirección. Anoto los datos en el móvil. Creo que lo mejor sería escribirles una carta. Se me ocurren unas primeras líneas: Muy apreciado o apreciada director de la empresa de vending, ¿cómo tienen la poca vergüenza de dejar sin café a viudas, huérfanos y desamparados en los momentos más difíciles de su vida?
Regreso al pasillo y me siento al lado de mi madre. Está hablando con la hermana de Antonio, y se añade a la conversación la vecina que vive en el ático. La hermana saca de su monedero una vieja fotografía de Antonio. Aunque ha sido coloreada, está amarillenta, con las esquinas dobladas. Sólo se le ve el busto, tiene muchas pecas en las mejillas. Dice que de joven era muy guapo. Y es cierto. Debía de tener como mucho veinte años, y parece asustado, en guardia, con ganas de huir de ese instante que le ha sobrevivido. Ahora él ya no está y el miedo que le producía aquel flash aún permanece. Recuerdan que, cuando gozaba de una salud de hierro, Antonio pasaba largos ratos arreglando el pequeño jardín que hay a la entrada de la finca. La vecina comenta que esta primavera han crecido margaritas. Mi madre me dice que podría recoger unas cuantas, que me las llevará a la residencia, que mañana mismo me comprará un jarrón. A tu compañera le gustarán, insiste. La vecina opina que no es recomendable tener plantas en la habitación, porque por las noches nos roban el oxígeno, y entonces mi madre me aconseja que al anochecer deje el jarrón fuera, en el alféizar de la ventana. Yo le digo que no se moleste, que no me gustan mucho las margaritas, pero ellas no me prestan atención. Inician una nueva conversación sobre la corona de flores que un familiar ha depositado junto a los pies del ataúd. Mi madre le dice a la vecina que en el entierro de mi padre hubo más de cinco coronas. Luego me pregunta si quiero entrar a ver a Antonio. Le digo que mejor no. La vecina del ático insiste: entra a verlo, mujer, es como si estuviera dormido. Déjala, seguro que prefiere recordarlo con buen aspecto, concluye mi madre. Y yo pienso que no debe de haber demasiada diferencia entre la apariencia que tiene ahora, encerrado en un féretro, a la última vez que lo vi. Incluso puede que tenga mejor cara, porque lo habrán maquillado. Quizá tenga un ligero toque rosa pálido en las mejillas como en la fotografía que ha mostrado su hermana. Le habrán pegado los ojos para que no se le abran, cosido la boca por dentro y puesto algodoncitos en las orejas y los orificios de la nariz.
Mañana, cuando termine el funeral, iremos a ver cómo tiene las plantas papá, me dice mi madre. En ese instante me viene a la cabeza la imagen de mi madre en el cementerio golpeando con los nudillos la lápida de mi padre. Siempre le hace una señal desde el otro lado, para anunciarle que ha venido a verle, que aún piensa en él y que está aquí, cuidando de la casa y de mí. También le avisa cuando marcha, después de haber limpiado el nicho y regado las macetas. A ella tampoco le gustan las flores, prefiere llevarle plantas, algo vivo. De repente, mi madre me pellizca la pierna y me sobresalto. Acaba de aparecer Anabel, la exmujer de Antonio que se fue con el cubano. Viste un traje de americana y pantalón negros, y camina con solemnidad. Ha venido sola, sin babaloacubanito5. Se dirige a la sala de vela sin saludar a nadie. La vecina dice que parece más joven que cuando se fue. Se ha hecho algo en la cara, comenta. No tiene pinta de estar secuestrada, ni endemoniada. Me imagino que sucede lo mismo que en una de las escenas finales de Luces de Bohemia. El día que fuimos a ver aquella obra, cuando cayó el telón, sí que se puso en pie toda la platea, y las galerías. No hubo ningún aplauso moderado. ¡Bravo!, ¡bravo!, gritaban los espectadores. Fantaseo con ello, con ver salir a Anabel diciendo que su exmarido no está muerto; parece ser que le ocurre lo mismo que a Max Estrella, y ha presenciado unos ligeros espasmos porque en realidad sufre un estado de catalepsia. Pero la exmujer abandona la sala igual que entra, sin decir palabra, y la hermana de Antonio se echa a llorar. Tarde viene del adverbio tarde, en latín se escribía igual, que quiere decir lentamente, a últimas horas del día. Y es que estoy segura de que Antonio vivió hasta el último suspiro con la esperanza de verla de nuevo algún día. La esperanza tiene dos caras, como la luna. Una de ellas, la oscura, la que no se ve, te puede llegar a poseer con crueldad, sin reparos.
Miro la hora en el móvil, pienso que ya queda menos. Me levanto para ir al lavabo. Cuando entro en los aseos, me viene a la cabeza un cliché que he visto decenas de veces en las películas de terror. No mires al espejo, me digo a mí misma. Pero aquí no hay ningún espejo botiquín para que aparezca un espectro al cerrarlo. Es rectangular, grande. Y las bombillas no parpadean. Entro en uno de los servicios, y pienso en espíritus, que proviene del latín spiritus, del verbo spirare, que quiere decir soplar. Si existen, aquí debe de haber una multitud. Sobre todo los que se han muerto de un día para otro. Como le sucedió a mi padre. Voy a lavarme las manos, camino mirando al suelo. El grifo se activa con un sensor. Hago un movimiento con la mano que sugiere algo parecido a una bendición, y sale un chorro de agua. Me cuesta alzar la vista porque sé que enfrente está el espejo. Finalmente lo hago y veo reflejado en él a la anciana que estaba en la recepción. Acaba de abrir la puerta de entrada y viene hacia mí. Tenías razón, esa canción es espantosa, me dice al tiempo que deja sobre la cerámica blanca del lavamanos sesenta céntimos. Sólo está ella. No está mi padre. No hay ningún fantasma reflejado buscando el camino de vuelta a casa, a su origen, del latín origo, que anuncia un comienzo, que tiene relación con el verbo origi: nacer, levantarse y aparecer.
Mónica Sánchez (Barcelona, 1979). Estudió Humanidades y trabaja en un teatro de la ciudad condal. Tres cuartas partes de su biblioteca son libros de relatos. Ha publicado «Ni rastro» en la Antología de cuentos Iceberg (Leqtor Universal, 2014) y otros cuentos en revistas literarias como Prosofagia, Culturamas o Tales. Aquí para siempre (Piedra Papel Libros, 2021) es su primer libro de relatos, finalista del Premio Setenil 2021. Twitter: https://twitter.com/chez_nica Instagram: https://www.instagram.com/chez_nica/
La fotografía que ilustra el relato es obra de Alessandra Sanguinetti.
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