La editorial ecuatoriana Festina Lente, uno de los emprendimientos independientes que están modificando el panorama editorial latinoamericano, durante demasiado tiempo dominado por las sucursales locales de los grandes grupos editoriales españoles, está a punto de lanzar el nuevo libro de Salvador Izquierdo, del que ofrecemos aquí un adelanto. Los interesados en conocer qué más hace la editorial pueden visitar su página web: www.editorialfestinalente.com

 

Guayaquil, 2016

Mi abuelo, que en paz descanse, me regaló una edición de la Égloga Trágica, la novela de Gonzalo Zaldumbide, el 17 de febrero de 1996. Sé la fecha exacta porque, como era su costumbre, mi abuelo escribió y fechó una sentida dedicatoria manuscrita en la guarda anterior del libro. Pequeño Salvador, dice esta nota, mi nietito y tocayo: con todo mi amor te envío esta hermosa novela escrita por uno de los mayores prosistas del Ecuador, páginas no exentas de poesía. Recordarás tu hermoso Ecuador. Léelo con cariño en las horas libres. Pero sobre todo, estudia, estudia, estudia. Este tiempo en U.S.A. lo debes aprovechar al máximo, es un privilegio que Dios les ha dado. No lo desperdicies. Te servirá siempre. Y cuando reces, no te olvides de tu abuelo, así como yo rezo por ti, tus padres y hermanos. Te abraza y besa, Salvador. Quito, 17. II. 96.

En ese entonces yo tenía 15 años y vivía en un suburbio de Nueva York. Ahora, que vuelvo a leer las palabras de mi abuelo, ni siquiera de su puño y letra sino en este soporte digital adonde las acabo de pasar a limpio, los sentimientos que hallo revoloteando dentro de mí son inexplicables. Tuvo razón, después de todo. Esos años en Estados Unidos sí fueron un privilegio. Lo que estudié y aprendí en el colegio público al que asistía sí me sirve hasta el día de hoy; y, además, las frecuentes visitas a the city, que es como llamábamos a la isla de Manhattan, con sus museos y galerías, tuvieron un impacto enorme en mi incipiente formación como artista del cuerpo.

Y aunque me quedan dudas de si fue Dios quien nos dio ese privilegio a mi familia y a mí, o por lo menos ese Dios que mi abuelo tenía en mente, debo admitir que yo sí le rezaba a ese Dios en ese entonces. Iba a misa los domingos en una iglesia que quedaba en la avenida principal, y hacía fila junto al resto de feligreses para recibir la eucaristía. Regresaba a mi puesto de manera devota, para arrodillarme en uno de esos banquitos de madera, y pensar. Porque eso, en resumidas cuentas, era rezar para mí, y eso hacía cuando rezaba: pensar. Pensaba sobre lo que veía a mi alrededor: otra gente rezando en silencio. Pero sobre todo pensaba en mis familiares, sin ninguna intención grave, solo deseándoles el bien a cada uno, de manera individualizada y concentrada. Sospecho que habrá sido él mismo, mi abuelo, quien me enseñó a rezar así, en alguna instancia ya olvidada de mi infancia, sobre un reclinatorio que tenía junto a la cama, en su habitación llena de luz.

No me cuesta mucho trabajo, en todo caso, reconocer y saber de qué va este mueble, el reclinatorio, que acabo de mencionar porque lo acabo de recordar y que no mucha gente posee hoy en día, y menos aún utiliza. Y ya que estamos en ésas, tampoco hago ningún esfuerzo cuando veo un galán de noche que ha sobrevivido el paso del tiempo. Es otro mueble, diseñado para airear el traje o cepillarlo, que ha caído en desuso. Pero me sucedió hace poco, por coincidencia, que me encontré con uno en el departamento que ahora alquilo en Guayaquil. Mi abuelo también tenía uno en su dormitorio; que, además de iluminado, ahora que lo pienso, estaba como siendo acariciado permanentemente por las largas ramas de un inmenso eucalipto que crecía desbordado en su jardín y que era algo así como el centro energético de la casa y de mi infancia. Sus semillas, a veces tiernas a veces maduras, y olorosas, cubrían el suelo del jardín, junto a hojas rojizas en forma de medias lunas y pedazos de corteza descascarada que, por alguna razón desconocida para mí, el gran árbol botaba. Así que puedo decir que no me cuesta mayor trabajo reconocer eucaliptos tampoco. Lo cual no es gran cosa porque están por todas partes de la sierra ecuatoriana. Ni capulíes, porque uno de esos también había en el jardín de mis abuelos; que al inicio de mi vida era gigante y después, con el paso del tiempo, se hacía cada vez más pequeño, hasta que dejó de encogerse.

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Solo en un tema de su dedicatoria no acertó mi abuelo, y es que no leí la Égloga Trágica con «cariño» en mis «horas libres», y por ende no pude comprobar si era un libro maravilloso y algo poético como él aseveraba; si me recordaría o no al Ecuador que había dejado atrás hacía poco. No lo leí nunca, de hecho. He cargado ese libro de tapas duras conmigo durante todos estos años y no me he sentado jamás a leerlo. Hasta ahora, que estoy viviendo en Guayaquil, preparando el que será mi próximo proyecto artístico. Hasta ahora, que abro el libro, decidido, pero sin prisa, solo para encontrarme con un «Prólogo», que antecede el libro, como suele ser la naturaleza de los prólogos. Un «Prólogo» que, además, ha sido escrito por un jesuita, entre todas las personas del mundo. Supongo que hubo un tiempo en que eso no era tan raro como suena ahora: un cura que además de hombre religioso sea crítico literario. Debo aclarar, eso sí, que también hubo un tiempo en el que yo me saltaba los prólogos porque me parecían superfluos e innecesarios. Odiaba los prólogos, de hecho; cuando ahora, a veces, me parece que pueden ser lo único que vale la pena leer. Las solapas y los prólogos, por decirlo de una manera sencilla. ¿Para qué más? ¿Quién me está contabilizando las lecturas ahora que mi abuelo se ha ido?

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Leo el «Prólogo» del padre Miguel Sánchez Astudillo. Contiene un amplio y contundente comentario acerca del estilo de la novela de Zaldumbide. Llega a afirmar que el autor pertenece a la raza de los escritores-orfebres, en oposición a los escritores de pluma fácil y corrida: Palacio Valdés, Hugo Wast, Pemán. El escritor-orfebre toma como unidad estética la frase —no el párrafo, y menos la perícopa o el episodio— y la trabaja una por una con la devoción obstinada que el filigranista pone en sus más esmerados encajes… Entre sus grandes capitanes hay que destacar a Valle-Inclán, Gabriel Miró, Enrique Larreta en América

Sin embargo, después de topar tantos temas propios de la novela, y de ubicar a Zaldumbide como un adelantado del existencialismo de posguerra, el padre Sánchez Astudillo cierra el texto con la siguiente frase: Felices los que conocemos quién es la luz subsistente; los que sabemos que el Camino, la Verdad y la Vida tienen un nombre propio, único y adorable: Jesús.

¿Ah? ¿De dónde salió esa conclusión? ¿Qué tiene que ver Jesús en esto? Qué simpático, en todo caso, lo de poner mayúsculas al inicio de ciertas palabras: Camino, Verdad, Vida, porque se tiene una fe ciega en que ese gesto señalará algo fundamental, que de lo contrario estaría perdido. ¿Quién hace eso hoy en día?

Debo confesar, asimismo, que más allá de Valle-Inclán, no me suenan mucho los nombres de ninguno de los autores ni de «pluma fácil» ni los «orfebres» a los que hace referencia el cura. Y eso me intriga, me impulsa a querer descubrir por qué han aparecido frente a mis sentidos justo ahora que pienso ponerme a trabajar sobre mi propio proyecto de investigación artística. ¿Será que debo hacer algo al respecto? ¿Averiguar sobre cada uno de ellos? ¿Leerlos, incluso, a futuro, para así poder anotar frases que me llamen la atención y generar nuevas conexiones con otros autores, con otras lecturas, como he hecho en el pasado? Hmm.

Hay un aspecto del «Prólogo», en todo caso, que me llamó la atención por encima del resto: Sánchez Astudillo alude a una publicación original, «incompleta», de la novela de Zaldumbide, que data de 1916, mientras que la fecha referencial de la primera edición es 1956. Es decir, cuarenta apretados años de diferencia. Algo en mí intuye que así como ponerme a leer un libro que me habían regalado hace mucho tiempo (veinte años, para ser precisos), y cuya lectura yo había relegado hasta más allá de la vida de quien me lo regaló, esta interrupción de cuarenta años por parte del autor del libro, entre escritura y publicación, algo me revelará, alguna luz echará sobre mi proyecto artístico actual, que nada tiene que ver ni con estudios literarios, ni escritores ecuatorianos, ni con abuelos siquiera, sino con aspectos relegados del arte del cuerpo.

 

Fotografía de Boloh Miranda Izquierdo

Salvador Izquierdo (Londres, 1980). Escritor, docente y co-fundador de Editorial Festina Lente. PhD en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de British Columbia con sede en Vancouver, Canadá. Ha publicado las novelas Una Comunidad Abstracta (Cadáver Exquisito, 2015) y Te Faruru (Campaña Nacional de Lectura, 2016) y la colección de relatos Te Perdono Régimen (La Caída, 2017). Es co-guionista de los largometrajes Un Secreto en la Caja (2016) y Panamá (2019) del cineasta Javier Izquierdo, su hermano. Entre 2007 y 2011 fue letrista de la banda de rock Biorn Borg. Fue docente y subdirector de las escuelas de Literatura y Artes Visuales de la Universidad de las Artes en Guayaquil (2015-2018). Actualmente trabaja como docente y Coordinador Académico del programa UDLA Honors de la Universidad de las Américas en Quito.

La imagen de la cubierta del libro, así como su diseño interior es obra de Adrián Balseca, su trabajo puede encontrarse en su página web: www.adrianbalseca.net.