Cuando se anunció que Selva Almada había sido invitada a visitar el rodaje de Zama, la última película de Lucrecia Martel, rodeada desde su anuncio de una aureola mítica que la convirtió de modo automático en un clásico antes de su estreno, todos asumieron que iba a realizar una crónica, más o menos naturalista, del proceso de realización de dicha cinta ya convertida en clásico. En cambio, Almada se deslizó a otro terreno, no ya el fuera de campo, sino directamente el fuera de set, y ha sabido hilar un libro sobre hechos, detalles, susurros, en los que muchos, acaso el propio equipo de la película, habría jamás reparado. Es un verdadero lujo para penúltiMa poder compartir unos fragmentos de un libro que, inexplicablemente, aún no tiene fecha de edición fuera de Argentina. Cosas de las multinacionales.
Me pica. Hace calor y me pica. Sudo y me pica.
Se queja la muchacha. ¿Cuántos años? Parece de quince o dieciséis, pero no.
Adiviná.
Apenas doce, recién cumplidos.
Me pica. Esta tela me pica.
Se tironea el borde del escote. El vestido es una tira de tela que la envuelve. Ella no deja de tironearse el borde del escote hacia arriba.
Tengo miedo que se refale y se me vean las tetas.
Mira un instante hacia las otras mujeres, las que ahora escuchan las marcaciones que hace el asistente de Dirección. A ella no le toca todavía. Ella espera. Sola. Espera y se rasca porque la tela pica y el sol de las once de la mañana, los treinta y cinco grados de calor, pican. Aunque hayas nacido ahí, aunque estés acostumbrada.
Baja la voz como para confiar un secreto o decir algo sucio. Señala con el mentón a las otras.
Algunas van a mostrar el pecho. Pagan más.
Me aburro. Me pica. No te podés ir hasta que te digan. Yo me aburro y me iría al cementerio. En las vacaciones iba todos los días. Ahora menos, por la escuela. Me dio permiso la directora. Si yo no falto nunca. Al cementerio a verlo al tío Chelo. Re jodón era. Veinticuatro años tenía. Lo mataron. Le hablo, le llevo flores, le limpio la tumba. En una pelea, en un boliche, otro tipo que le tenía rabia. Pienso mucho en él, le extraño mucho, le hablo. Pero yo creo que cuando mejor me escucha es en el cementerio. Aunque le hable bajito, aunque le hable con la cabeza. No murió enseguida. Días estuvo, en el hospital, entre que me muero y no. Hasta que a la final.
La muchachita se calla. Levanta una mano y se la lleva al pelo, una cabellera larga y marrón. Hace el gesto de tirárselo para un costado. Pero saca la mano enseguida. A la mañana, antes de venir, Vestuario le dijo bien claro: raya al medio, así tiene que quedar, bien chatito: no sos una modelo.
***
Lucrecia Martel viste ropas claras. Una camisa blanca de mangas largas con los puños enrollados hasta el codo, que deja ver las manos huesudas, las muñecas finas, los brazos pecosos. Un pantalón cargo todo embarrado y botas de caucho, de caña alta. Un sombrero de paja le echa un poco de sombra en la cara, sobre los anteojos, sobre el pelo suelto, ondulado, rubión y largo. Nunca levanta la voz, pero cuando habla todos la escuchan.
De a ratos prende un cigarro y fuma, soltando un humo espeso que tarda en terminar de salir de la boca y perderse en el aire.
Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadeza y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX. O un ave rara del siglo XXI.
***
Teresa Rivero me llamo. Nací en el campo, cerca del río Colorado. Mis hermanos varones eran pescadores. Mi papá murió cuando éramos chicos y mi mamá se quedó sola para criarnos. Mi papá se llamaba Juan Rivero, pero le decían Pará.
Sacábamos agua del río Colorado, para tomar. Pero cuando el río crece, el agua viene marrón, no se puede tomar así. Entonces íbamos al monte a buscar un yuyo, traíamos el yuyo, a ese yuyo lo poníamos en un balde y había que revolver, revolver, revolver y después dejarlo ahí, que descanse, que baje el barro, que el agua se aclare. Para tomarla.
A los quince me vine acá a Formosa, a lo de una tía paralítica. Mi papá me había dicho: vos tenés una tía en Formosa que no puede caminar seas más grande te vas a ir allá para ayudarla. Y me vine unos días, a conocer. Me dieron permiso por una semana y me quedé como un mes. Mi mamá vino atrás mío, yo no quería volver al campo, pero me llevó de nuevo, yo era menor. Pero me había gustado de más acá. Tanto le pedí que me dejó volver con mi tía que vivía acá en el barrio. Mucho tiempo viví con ella. Un día me dijo: un día de estos yo muero, hija, voy a morir, sé que voy a morir, y yo quiero que te cases con mi marido, para que otra mujer no ocupe mi lugar. Y yo le dije: nunca jamás voy a hacer eso, tía, porque yo no le quiero a tu marido. No le quiero, jamás, jamás voy a querer que yo ocupe tu lugar. Él era muy mayor y yo era jovencita y quería elegir mi propio marido, nadie iba a elegir por mí. Cuando recién vine, acá eran todos ranchos, todos vivíamos en ranchos, después el gobierno hizo las Noventa Casas. Mi tía murió en esa época, pero yo ya me había ido de su casa.
Conocí a un hombre que me abandonó cuando estaba embarazada. El hombre se fue, no me avisó adónde se fue, le busqué y no pude encontrarle. Era el amor de mi vida. De repente se te pierde una persona y qué voy a pensar. Y bueno, me abandonó cuando mi panza yo tenía acá embarazada de siete, ocho meses. Entonces lo conocí al que fue mi esposo, Raúl. Él me recogió como se recoge un perrito de la calle: lo ves ahí tirado y está todo sucio y le llevás a tu casa y le criás. Ese perrito va a crecer lindo, va a tener lindo pelo. Así fue. Él me dijo: porque vos estás embarazada, te voy a llevar a mi casa, no te voy a hacer nada, no te toco hasta que vos tengas tu hijo, ese es mi hijo, eso no hay problema. Una persona que haga eso… ¿quién te va a querer embarazada? Era un buen hombre mi marido. Al tiempo el otro volvió, formó su familia acá también, pero yo nunca más traté con él. Ni mi hijo. Nunca le dije a mi hijo, pero él sabe, la gente le dijo. No quiere saber nada, no quiere conocerlo. Todos le queríamos mucho a mi marido. Era muy trabajador. Oficiaba de albañil: levantaba la casa, hacía pisos. Una polenta tenía. Él todo el día trabajaba, al mediodía comía, al rato se iba a trabajar, hacía pisos, revoques, todo. Falleció a los sesenta y tres añitos, le dio ataque al corazón. Fue cacique cuatro veces, la gente le quería mucho. Lo que hacía valer mi esposo era el diálogo con la gente. En los terrenos ubicó la gente, gritó, peleó. Peleando, pidiendo título de propiedad de cada uno, del terrenito, así. Él no tenía contras, ni color político. Ahora es toda gente joven que le falta mucho, que están en relación con la política, que dividen a la gente con las cajas alimentarias: si estás conmigo te doy, si no, no. El blanco nos enseñó a dividir a la gente. Se metió en el medio de nosotros la política. Ahora hay diez mujeres que están vigiladas por la policía, esas mujeres quieren recuperar sus tierras, que es nuestra cultura, que acá nacieron nuestros hijos, este bendito suelo acá en Formosa, Nam Qom, queremos un pedacito de terreno. Pero las vigila día y noche un patrullero. Y no tenemos líder que nos venga a ayudar a nosotros. Que saque a Raúl de la tumba y se levante, va a solucionar este problema. Él va a solucionar si estuviera, pero no está.
Considerada una de las voces más potentes de la literatura Argentina y más prometedoras de la ficción latinoamericana, Selva Almada cosechó excelentes críticas con su primera novela, El viento que arrasa. Novela que fue además seleccionada como mejor libro del año en el momento de su
publicación. Ha sido finalista del Premio Rodolfo Walsh (España) con su obra de no ficción Chicas muertas (2014) y finalista del Premio Tigre Juan (España) con su novela, Ladrilleros Su obra ha sido traducida al francés, inglés, italiano, portugués, alemán, holandés, sueco y turco. Codirige el ciclo de lecturas Carne Argentina y coordina talleres de escritura en Buenos Aires y en el interior del país.
Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero
adelanto de Un lugar seguro
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