Antonio Álvarez de la Rosa es el responsable de haber seleccionado y traducido una nutridísima. y más que nutritiva, selección de la correspondencia de Gustave Flaubert, de la que hasta el día de hoy se había traducido tan solo parte. Agrupadas por temáticas y épocas, el traductor y catedrático de la Universidad de la Laguna ha realizado una selección especial para penúltiMa y escrito unas someras introducciones para aclarar contextos de cara a la lectura de esta selección. Así, gracias a la generosidad de la editorial Alianza y del editor del libro, podemos poner a disposición de nuestros lectores un aperitivo del que es, sin duda, uno de los hitos editoriales de 2021. Disfruten.
Las páginas se refieren a la reciente edición de El hilo del collar (Alianza Editorial, 2021)
1ª) Pág. 35-38 (Carta inédita). Con 17 años, le escribe a su gran amigo de la infancia y juventud. Asoma ya la madurez de su visión del mundo, de la vida, de sus semejantes y anuncia que ha comenzado a escribir Smarh, viejo misterio, esbozo de lo que será La tentación de san Antonio.
A ERNEST CHEVALIER
Ruán, 24 de febrero de 1839
¡Buena y alegre existencia la tuya! Vivir al día sin preocuparte del mañana, sin dudas ni temores, sin esperanzas ni sueños, vivir una vida de amores retozones y de vasos de aguardiente de cerezas. Una vida desvergonzada, fantástica, artística, movida, que brinca y salta, una vida que se fuma y se embriaga en sí misma. Bailes de máscaras, restaurantes, champán, copas, chicas alegres, amplias volutas de tabaco, por ahí es por donde andas, buscas, gastas tus días ¡qué bien, qué demonios! El viento te empuja, te guía el capricho, pasa una mujer y la sigues, oyes música y te pones a saltar, a bailar, a chismorrear, a manosearte. Y después ¡la orgía! ¡la orgía desmelenada! ¡aullante! ¡vociferante! ¡mugiente! (Aquí un poema sobre la orgía desmelenada, y no sigo). Vas a vivir así durante tres años y no dudes de que serán los más bellos, los que añoraremos incluso cuando nos hayamos vuelto sobrios y astutos, habitemos en el principal, paguemos las contribuciones y lleguemos a creer en la virtud de una mujer legítima y en las sociedades antialcohólicas. ¿Y tú qué harás? ¿En qué has pensado convertirte? ¿Dónde está el futuro? ¿Te lo preguntas a veces? No, qué más te da. Y haces bien. Arrojar delante de un hombre un “¿qué vas a ser?” es un abismo abierto que se le acerca a medida que camina. Además del porvenir metafísico (que me importa un bledo porque no puedo creer que nuestro cuerpo de barro y de mierda cuyos instintos son más bajos que los del puerco y la ladilla contengan algo puro e inmaterial cuando todo lo que le rodea es tan impuro y tan innoble), además de ese porvenir, está el de la vida. Sin embargo, no creas que soy un irresoluto sobre la elección de una situación. Estoy decidido a no tomar ninguna. Desprecio demasiado a los hombres como para hacerles algo bueno o malo. En todo caso, haré derecho (sic), me haré abogado, incluso doctor, para holgazanear un año más. Es muy probable que nunca pleitee, a menos que se trate de defender a un criminal famoso, a menos que sea por una causa horrible. ¿Respecto a escribir? Apuesto a que nunca haré que me impriman ni me representen. No por temor a un fracaso, sino por las triquiñuelas del librero y del teatro que me asquearían. No obstante, si alguna vez tomo parte activa en el mundo, será como pensador y como desmoralizador. Lo único que haré será decir la verdad, pero será la horrible, la cruel y desnuda. ¡Qué sé yo, Dios mío! Soy de los que siempre están asqueados al día siguiente, de los que, sin cesar, tienen presente el futuro, de los que sueñan o más bien ensueñan, huraños y apestados, sin saber lo que quieren, aburridos consigo mismos y para los demás. He estado en el burdel para divertirme y no me lo he pasado bien. Magnier me desespera, la historia me irrita. ¡¡¿El tabaco?!! La garganta me arde. ¿Copas? Las rechazo y solo me quedan las comidas: me atiborro hasta quedarme aletargado. He engordado muchísimo y, mentalmente, adelgazado con rabia. Antes, pensaba, meditaba, escribía, sobre el papel vomitaba como podía la inspiración que había en mi corazón. Ahora, ya no pienso ni medito y, menos aún, escribo. Quizá la poesía se ha aburrido y me ha abandonado. ¡Pobre ángel, no volverás! Sin embargo, siento vagamente que algo se agita en mí, estoy en una época transitoria y me interesa saber cuál será el resultado, cómo saldré de esta, mi pelo muda (en el sentido intelectual). ¿Me quedaré calvo o majestuoso? Lo dudo. Ya veremos. Mis pensamientos son confusos, no puedo llevar a cabo ningún trabajo con la imaginación, todo lo que produzco está seco, es penoso, forzado, arrancado con dolor. He empezado un misterio hace dos meses y lo que llevo hecho es absurdo, sin la menor idea. ¡Quizá lo deje! Qué le vamos a hacer, al menos habré vislumbrado el horizonte sublime, pero han aparecido las nubes y me han vuelto a sumergir en la oscuridad de lo vulgar. La existencia que había soñado tan bella, tan poética, tan amplia y amorosa, será como las demás, monótona, sensata, estúpida. Terminaré derecho (sic), obtendré mi título y después acabaré viviendo dignamente en una pequeña ciudad de provincias como Yvetot o Dieppe con una plaza de teniente fiscal del rey. Pobre loco que había soñado la gloria, el amor, los laureles, los viajes, el Oriente, ¿qué sé yo?… De antemano y modestamente, me había apropiado de todo lo que el mundo tiene de hermoso. Tú solo tendrás, como los demás, el aburrimiento de por vida, una tumba tras la muerte y la putrefacción por la eternidad.
(…)
t(odo) t(uyo).
Contesta, bribón, puedes seguir echando barriga, tirándote pedos y cagándote en las botas. Ay, ay, ay obtuso tunante, bruto redomado.
2ª) Págs. : 63-65
Primera de las dieciocho cartas a Louise Colet durante el mes de agosto de 1846, cambio de registro sentimental y sensualidad en la soledad de una medianoche veraniega en compañía de sus tesoros fetichistas. Flaubert, que cuenta veinticuatro años, hubo de urdir toda una estrategia para encontrarse con ella en Mantes, ciudad situada a medio camino entre Ruán y París. Procura que nada altere su vida de anacoreta y, sobre todo, que su madre no se entere. – Primera referencia a X, o sea, a James Pradier -apodado Fidias por Flaubert-, el escultor en cuyo estudio conoció a Louise.
A LOUISE COLET
Croisset, 4-5 de agosto de 1846
Hace doce horas estábamos juntos. Ayer, ¿recuerdas?, a esta misma hora, te tenía en mis brazos. ¡Qué lejos queda ya! En estos momentos, la noche es cálida y suave. Escucho bajo mi ventana cómo el gran magn olio se estremece al viento y, cuando levanto la cabeza, veo cómo la luna se mira en el río. Mientras te escribo, aquí están tus pequeñas zapatillas al alcance de mi vista y las miro; acabo de ordenar – a solas y encerrado- todo lo que me diste. Tus dos cartas están en el saquito bordado, las releeré cuando haya cerrado la mía. No quise coger papel para escribirte -está ribeteado en negro-, porque no quiero que nada triste vaya de mí hacia ti. Quisiera solo hablar de alegrías y envolverte en una tranquila y continua felicidad para pagarte algo de lo que me diste a manos llenas en la generosidad de tu amor. Tengo miedo de ser frío, seco, egoísta y, sin embargo, solo Dios sabe lo que ahora mismo me está pasando. Qué recuerdo ¡y qué deseo! ¡Ah, nuestros dos grandes paseos en calesa, qué hermosos! Sobre todo, el segundo con sus relámpagos. Recuerdo el color de los árboles, iluminados por los faroles, y el balanceo de los muelles -estábamos solos, felices-, contemplaba tu cabeza en la noche, la veía a pesar de las tinieblas, tus ojos te iluminaban el rostro. Creo que escribo mal, lo vas a leer con frialdad, pues no estoy diciendo nada de lo que quiero decir. Mis frases se golpean como suspiros, para comprenderlas hay que colmar la separación entre una y otra. Lo harás, ¿verdad? Soñarás con cada letra, con cada signo de la escritura, como yo mientras miro tus pequeñas zapatillas pardas. Pienso en los movimientos de tus pies al llenarlas y calentarlas. El pañuelo está dentro, veo tu sangre y me gustaría que estuviera rojo del todo.
Mi madre me esperaba en la estación. Lloró al verme regresar. Tú lloraste al verme marchar. ¡Cuánta desdicha la nuestra al no poder desplazarnos de un lugar sin lágrimas en ambos extremos! Es de un grotesco sombrío. Me he reencontrado con el césped verde, los grandes árboles y el agua corriendo tal y como los dejé. Mis libros están abiertos por el mismo sitio. Nada ha cambiado, la naturaleza exterior nos avergüenza, su serenidad apabulla nuestro orgullo. Da igual, no pensemos ni en el futuro, ni en nosotros, ni en nada. Pensar es la forma de sufrir. Dejémonos llevar por el viento de nuestro corazón mientras hinche la vela, que nos empuje como quiera y, en cuanto a los escollos… ¡qué más da! Ya veremos.
Y el bueno de X… ¿qué ha dicho del envío? Cuánto nos reímos anoche. Para nosotros resultó tierno, alegre para él, bueno para los tres. Mientras venía de regreso, me leí casi un libro. Varios pasajes me conmovieron. Ya te lo comentaré más ampliamente. Como ves, no me concentro lo suficiente y esta noche mi sentido crítico está ausente. Solo quería mandarte otro beso antes de irme a dormir, decirte que te amaba. En cuanto te dejé y a medida que me alejaba, mi pensamiento volvía volando hacia ti. Corría más deprisa que el humo de la locomotora que huía por detrás (hay fuego en la comparación, perdón por el chiste). Vamos, un beso rápido, ya sabes, uno de los que dice Ariosto, y otro y otro más y más y, luego, bajo tu mentón, en ese sitio que me gusta sobre tu piel tan suave, en tu pecho sobre el que pongo mi corazón.
Adiós, adiós.
Todas las ternuras que quieras.
3ª) Págs.: 167-170
Gran autorretrato de Flaubert. Aunque quizá lo haga para reforzar su posición existencial, es algo chocante que describa a Chevalier de esta manera en una carta a su madre que hará un largo viaje hasta Roma para recibirle. Tras ese reencuentro, Flaubert es consciente de que se ha terminado un capítulo de su vida: la libertad de movimientos, la aventura de lo desconocido y la necesidad de estar muy atento a su economía, capítulo del que nunca habla con su madre.
A SU MADRE
15 de diciembre de 1850
¿Para cuándo la boda?, me preguntas, a raíz del matrimonio de Ernest Chevalier. ¿Para cuándo? Para nunca, espero. En la medida en que un hombre puede responder sobre qué hará, conste aquí mi negativa. Desde hace catorce meses, mi contacto y mi roce con el mundo son tan intensos, que regreso cada vez más a mi concha. El tío Parain dice que los viajes hacen cambiar, pero se equivoca por lo que a mí se refiere. Volveré tal como me fui, eso sí con unos cuantos cabellos menos en la cabeza y muchos paisajes más en mis adentros. Eso es todo. En cuanto a mis actitudes morales, conservo las mismas hasta nueva orden. Además, si al respecto tuviera que expresar el fondo de mi pensamiento y, si la palabra no pareciera demasiado presuntuosa, diría: “Soy demasiado viejo para cambiar. Se me ha pasado la edad”. Cuando, solo para divertirse y ampliar conocimientos, se ha vivido como yo una intensa vida interior, llena de análisis turbulentos y de ardores contenidos, cuando uno se ha excitado y calmado tanto a sí mismo y dedicado toda la juventud a maniobrar el alma, como un jinete con su caballo forzándolo a espolonazos para que galope campo a través o a pasitrote, a que salte zanjas, vaya al trote y a la ambladura, quiero decir que, si uno no se ha roto el cuello desde el principio, hay grandes posibilidades de que no se lo rompa más adelante. También yo he me he situado, en el sentido de haber encontrado mi lugar, mi centro de gravedad. Supongo que ninguna sacudida interior conseguirá cambiarme de sitio y derribarme. El matrimonio sería para mí una apostasía espantosa. La muerte de Alfred no ha borrado el recuerdo de la irritación que me produjo. Igual que lo sería para los devotos la noticia de un gran escándalo protagonizado por el obispo. Cuando uno, grande o pequeño, pretende inmiscuirse en la obra del buen Dios, hay que empezar, aunque solo sea por higiene, colocándose en una posición que descarte el engaño. Pintarás el vino, el amor, las mujeres y la gloria, solo a condición, mi pobre amigo, de no ser borracho, amante, marido o recluta. Si nos mezclamos con la vida, la vemos mal, la sufrimos o la gozamos en demasía. En mi opinión, el artista es una monstruosidad, algo fuera de la naturaleza. Todas las desgracias con que lo abruma la Providencia provienen de su testarudez al negar este axioma. Sufre por ello y hace sufrir. Que le pregunten, si no, a las mujeres que amaron a poetas y a los hombres que amaron a actrices. Ahora bien (y es la conclusión), estoy resignado a vivir como he vivido, solo, con la multitud de grandes hombres que son mi círculo, además de mi piel de oso, ya que yo mismo soy un oso, etc. Me río del mundo, del futuro, del qué dirán, de cualquier situación e, incluso, del renombre literario que, antaño, tantas noches me hiciera pasar en blanco soñando con él. Así es mi carácter, mi carácter es así.
Que el diablo me lleve si sé a cuenta de qué, mi pobre y querida vieja, viene esta tabarra de dos páginas. No, no, cuando pienso en tu querida cara tan triste y tan amorosa, en el placer que siento viviendo contigo, tan llena de serenidad y de un encanto tan reflexivo, siento que nunca amaré a otra como a ti, vamos, que no tendrás rival, descuida. El sentido o la fantasía de un momento no ocuparán el lugar de lo que yace encerrado en el fondo de un triple santuario. Quizá caguen en el umbral del templo, pero no entrarán en él.
¡Pobre Ernest! ¡Casado, situado y, para colmo, sigue de magistrado! ¡Qué pinta de burgués y de señor! ¡Más que nunca defenderá el orden, la familia y la propiedad! Por lo demás, ha seguido el camino normal. También él fue artista, llevaba un cuchillo-puñal y soñaba con proyectos teatrales. Luego, fue un alocado estudiante del Barrio latino; llamaba “amante” a una modistilla del barrio a la que yo escandalizaba con mis discursos cuando le visitaba en su fétida casa. Se bailoteaba un cancán en La Chaumière y bebía jarras de vino blanco en el cafetín Voltaire. Luego, obtuvo el Doctorado. Ahí empezó la comicidad de lo serio para dar paso a la precedente seriedad de lo cómico. Se volvió formal, se ocultó para hacer pequeñas calaveradas, se compró por fin un reloj y renunció a la imaginación (textual). ¡Qué penosa debió ser la separación! ¡Es terrible cuando lo pienso! Estoy seguro que ahora carga contra las doctrinas socialistas. Habla del edificio, de la base, del timón, de la hidra. Como magistrado, es reaccionario; como marido, será cornudo. Mientras pasa la vida entre su hembra, sus hijos y las bajezas de su oficio, ahí tienes a un buen mozo que resume todas las condiciones de la humanidad. ¡Uf! Hablemos de otra cosa (…).
Cuando sepa la época de tu partida, te enviaré una lista de diversos objetos que me habrás de traer. Has hecho muy bien en no contar tus planes, todo el mundo te hubiera dado la tabarra al respecto. Tráete también, si lo estimas necesario o por comodidad, a una mujer de compañía. El dinero es bueno, pero el bienestar, mejor. Y, durante el viaje, el bienestar lo es todo. Con frecuencia, significa la salud y la vida. Atribuyo nuestro buen estado permanente al buen régimen que hemos seguido, a nuestra sobriedad y, dicho sea sin rodeos, al confort del que nos privábamos si no existía, pero al que nos aferrábamos con la misma filosofía cuando se presentaba.
Adiós, pobre vieja querida de tu hijo que te quiere.
4ª) Págs.: 539-543. Contiene el resumen del ideario político y social de Flaubert, una buena muestra de los temas que debatió con G. Sand, otra de las mujeres, junto con Louise Colet y mademoiselle Leroyer de Chantepie, que fueron las destinatarias de su riqueza reflexiva.
Para una mejor comprensión del contenido de esta carta, conviene saber 1º) que Flaubert se equivoca, porque Lázaro es el nombre del pobre en la parábola evangélica.- Los desfiladeros de Argonne aluden a la famosa batalla de Valmy en 1792, en la que el ejército francés detuvo el avance del ejército prusiano.- Plonplon es un apodo de Napoleón.- La Lanterne fue un semanario satírico, muy crítico con el Imperio. – El caso Troppmann se refiere al asesino de una familia, ejecutado en 1870.- “Hervido o asado, da igual” alude a unos versos de El enfermo imaginario de Molière. – El conde Saint-Victor, además de amigo de Flaubert y, como él, también amante reputado, era crítico literario y de arte. – La Païva, por su parte, fue una conocida dama del amor galante.
A GEORGE SAND
Croisset, 30 de abril de 1871
Querida maestra,
Contesto, de inmediato, a todas sus preguntas sobre lo que me afecta personalmente. ¡No! Los prusianos no han saqueado mi vivienda. Han mangado algunos objetos sin importancia, un estuche de tocador, un cartapacio, unas pipas, pero en general no han hecho daño. Han respetado mi gabinete de trabajo. Había enterrado una gran caja llena de cartas y protegido mis voluminosas notas sobre San Antonio. Todo está intacto.
Para mí, lo peor de la invasión es que mi pobre madre ha envejecido diez años. ¡Qué cambio! Ya no puede andar sola y me aflige su debilidad. Qué triste ver cómo se degradan poco a poco los seres queridos.
¡Esta mañana me enteré de la muerte de la señora Viardot! Acabo de escribirle al bueno de Turguénev. Debe estar desconsolado.
Para dejar de pensar en las miserias públicas y en las mías, he vuelto con furia al San Antonio y, si nada me perturba y sigo a este ritmo, lo acabaré el invierno próximo. Tengo muchas ganas de leerle las 60 páginas que ya tengo escritas. Venga a verme cuando vuelvan a circular los trenes. Hace mucho que su viejo trovador la espera. Su carta de esta mañana me ha enternecido. ¡Qué buena gente es usted y qué inmenso corazón tiene!
No soy como muchos a los que oigo afligidos por la guerra de París. Me parece más tolerable que la invasión, porque tras la invasión ya no hay desespero posible, lo que demuestra, una vez más, nuestro envilecimiento. “¡Gracias a Dios, los prusianos están aquí!” es el grito universal de los burgueses. Meto en el mismo saco a los señores obreros y ¡que los tiren al río a todos juntos!
Así van las cosas y, además, volverá la calma. Nos convertiremos en un gran país, insulso e industrial como Bélgica. La desaparición de París (como centro de gobierno) convertirá a Francia en incolora y plúmbea. No tendrá ni corazón ni centro y tampoco espíritu, creo.
Respecto a la agonizante Comuna, es la última manifestación de la Edad Media. ¿La última? ¡Esperemos!
Odio la Democracia (al menos, como se la considera en Francia), porque se apoya sobre “la moral del evangelio”, que es, digan lo que digan, la inmoralidad misma, es decir, la exaltación de la Gracia en detrimento de la Justicia, la negación del Derecho, la antisociabilidad, en una palabra.
La Comuna rehabilita a los asesinos, igual que Jesucristo perdonaba a los ladrones. Cometen pillajes en las casas de los ricos, porque aprendieron a maldecir a Lázaro que no era un mal rico, sino sencillamente un rico. “La república está por encima de toda discusión” equivale a esta creencia: “El Papa es infalible”. Como siempre, ¡fórmulas y dioses!
El penúltimo Dios, que era el sufragio universal, acaba de representar ante sus adeptos una farsa terrible al designar a “los asesinos de Versalles”. ¿En qué creer? ¡En nada! Es el principio de la sabiduría. Ya va siendo hora de deshacerse de “los Principios” y entrar en la Ciencia, en el Examen. Lo único razonable (vuelvo siempre a lo mismo) es un gobierno de mandarines, siempre y cuando los mandarines sepan mucho. El pueblo es un eterno menor y siempre estará (en la jerarquía de los elementos sociales) en la última fila, puesto que es el número, la masa, lo ilimitado. Poco importa que muchos campesinos sepan leer y ya no escuchen a su cura, pero sí es infinitamente importante que muchos hombres como Renan o Littré puedan vivir y ser escuchados. Ahora, nuestra salvación solo está en una aristocracia legítima, o sea, en una mayoría compuesta por algo más que por cifras.
De haber sido algo más clarividentes, si en París hubiese habido más gente conocedora de la historia, no habríamos sufrido ni a Gambetta ni a Prusia ni a la Comuna. ¿Cómo se las ingeniaban los católicos para conjurar un peligro tan grande? Se santiguaban y se encomendaban a Dios y a los santos. Nosotros, los del progreso, gritábamos “¡Viva la República!”, mientras recordábamos el 92. Observe que no dudaban del éxito. El prusiano ya no existía. Se abrazaban de alegría. Se contenían para no correr hacia los desfiladeros de Argonne donde ya no hay desfiladeros. Da igual, es la tradición. Tengo un amigo en Ruán que propuso a un club la fabricación de picas ¡para luchar contra los fusiles!
Hubiese sido más práctico conservar a Badinguet para enviarlo a presidio una vez conseguida la paz. En Austria no se produjo la revolución después de Sadowa, ni en Italia después de Novara, ni en Rusia después de Sebastopol. Sin embargo, los buenos franceses se aprestan a demoler su casa en cuanto hay fuego en la chimenea.
Bueno, he de comunicarle una idea… atroz: tengo miedo de que la destrucción de la columna Vendôme no sea el germen de un tercer Imperio. Quién sabe si dentro de veinte o de cuarenta años un hijo de Plonplon no será nuestro amo.
En estos momentos, París está completamente epiléptico, consecuencia de la congestión producida por el asedio. Por lo demás, Francia vivía desde hace algunos años en un estado mental extraordinario. El éxito de La Lanterne y de Troppmann fueron síntomas muy evidentes.
Esta locura es el epílogo de una estupidez demasiado grande. Esta estupidez procede de un exceso de bromas, porque a fuerza de mentir nos habíamos vuelto idiotas y perdido toda noción del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. Recuerde la crítica de estos últimos años. ¿Qué diferencia hacía entre lo sublime y lo ridículo? ¡Qué falta de respeto! ¡Qué ignorancia! ¡Qué estropicio! “¡Hervido o asado, es igual!” Y al mismo tiempo, qué servilismo hacia la opinión del día, el plato de moda.
Todo era falso: falso realismo, falso ejército, crédito falso e incluso falsas rameras. Las llamaban “marquesas”, al igual que las grandes damas se trataban familiarmente de “cerditas”. Las chicas que seguían la tradición de Sophie Arnould, como mi amiga Lagier, causaban horror. Tenía que haber visto los respetos de Saint-Victor por la Païva. Y esta falsedad (quizá una prolongación del romanticismo, predominancia de la Pasión sobre la forma y de la inspiración sobre la regla), se aplicaba sobre todo a la manera de juzgar. Ensalzaban a una actriz no como actriz, sino como una buena madre de familia. Querían que el arte fuera moral y la filosofía clara, que el vicio fuera decente y que la ciencia “se situara al alcance del pueblo”.
En fin, una carta demasiado larga. Me cuesta acabar cuando me dedico a echar improperios contra mis contemporáneos. Su viejo.
5ª) Págs.: 435-436
“Cuando ya no estaban los Dioses…”, la inolvidable frase que, según ella misma, releyó y subrayó hacia 1927, le sirvió a Marguerite Yourcenar para la génesis de su Memorias de Adriano (1951). Así lo razona: “Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y, al mismo tiempo, vinculado con todo”.
A EDMA ROGER DES GENETTES
[¿1861?]
[…] Un buen tema de novela es el que llega en bloque, de un solo tirón. Una idea madre de la que se desprenden las demás. Uno no es libre de escribir una u otra cosa. No elegimos el tema. Eso es lo que ni público ni críticos comprenden. El secreto de las obras maestras está ahí: en la concordancia del tema con el temperamento del autor.
Tiene usted razón: hay que hablar con respeto de Lucrecio. Le veo solo comparable con Byron, pero Byron no tiene la gravedad ni la sinceridad de su tristeza. La melancolía antigua me parece más profunda que la de los Modernos que, más o menos, sobreentienden la inmortalidad más allá del agujero negro. Para los Antiguos, ese agujero negro era el propio infinito; sus sueños se dibujan y suceden sobre un fondo de ébano inmutable. Nada de gritos, ni de convulsiones, solo la fijeza de un rostro pensativo. Cuando ya no estaban los Dioses y Cristo aún no estaba, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en el que solo estuvo el hombre. En ninguna parte encuentro esa grandeza, pero lo que hace intolerable a Lucrecio es su física que él considera como positiva. Es débil, porque no ha dudado lo suficiente; ¡ha querido explicar, concluir!… Si de Epicuro solo hubiese tenido la inteligencia sin tener el sistema, todas las partes de su obra hubieran sido inmortales y radicales. No importa, nuestros poetas modernos son magros pensadores al lado de un hombre como ese.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero