Una nueva entrega de los ejercicios narrativos de Pablo Natale, donde va configurando ante la vista de todos los lectores de penúltiMa nuevos modos de aproximarse al hecho narrativo.
En 1996 estaba en cuarto año. Por entonces di mi primer beso con lengua. Fue un poco tarde, me tomé demasiados años en intentarlo. Supongo que era tímido, o inseguro, o más bien feucho o feucho y las otras dos. Por esa época dimos una clase de ecología sobre el agujero de ozono, debe haber sido la cuarta vez que dábamos una clase similar y siempre el mensaje de la profesora era el mismo: alarma, cuiden el planeta, si no lo cuidan ustedes, quién entonces.
En 1998, cuando en el gráfico se nota un pico en la temperatura un tanto inusual, me acosté por primera vez con una chica: fue algo rápido, bastante precoz y bruto, y no hubo demasiadas palabras luego, ni al día siguiente ni después, aunque igual probé llamarla y una noche pasé por la casa y me quedé sentado en la vereda pero ella nunca salió (o nunca llegó) y me sentía como si estuviese en una escena de película donde el amante espera bajo la lluvia (pero no caía lluvia). Por esa época estaba leyendo sobre las expediciones polares, no se decía nada en esos libros (Edición Salvat) sobre las grietas en los polos, ni sobre el derretimiento de los glaciares: solo se hablaba de grandes conquistas que hombres solitarios y desquiciados emprendían en medio de la nieve, lejos de la civilización y del amor.
Luego, en el gráfico, hay un pico de crecimiento abrupto en 2002. En 2002 tuve mi primera relación duradera: la conocí en un boliche aunque jamás salía a boliches y puede que haya sido la desesperación que sentía lo que la acercó a mí: yo estaba tan perdido y angustiado como nunca antes y debo haber sido como un imán. Ella me dejó a los ocho meses porque se sentía agobiada, porque, más precisamente, “la estaba asfixiando”. La vi todos y cada uno de los días de esos ocho meses y creo que sentí amor, sobre todo la vez que subimos a la montaña y estaba tan transpirado que miré la ciudad y me di cuenta que era una ciudad minúscula y que algún día me iría de ahí. Ese año se incendió el lago: fue algo milagroso y horripilante y recién años después se encontró la explicación (químicos lanzados al agua mezclados en la sequía).
Después de eso la curva climática crece progresivamente y está claro que no se la puede detener salvo modificaciones improbables. Durante ese periodo de crecimiento de la curva conocí a otras mujeres, tuve dos o tres parejas estables más y llegué a consolidar una relación de años: coincidimos en cuidarnos uno al otro, en no dañar al mundo y en no traer hijos. Nunca pensamos en volvernos salvajes, en dejar la ciudad: sólo tratamos de ser una pareja saludable, que a nuestro alrededor se respirara un buen aire, que estuviésemos, como se dice, ajenos de “toxicidad”.
En 2016, el año de mayor altura en la curva y donde los científicos coinciden en que empieza a marcarse un punto de no retorno y de daño permanente al planeta tierra, nos mudamos juntos: fue un mal año, decididamente, de hecho lo único bueno de ese año fueron las tardes que íbamos a hacer compras y el gato que adoptamos, un gato blanco y peludo que sufría horriblemente el calor y al que había que pasarle un trapo mojado para que no colapsara. Por suerte ese año no murió el gato, aunque si murió algo entre nosotros y decidimos no vivir más juntos. Yo creo que no saldré con nadie más por un tiempo: por un lado, creo que la amo; por el otro, hace demasiado calor; finalmente, no queda mucho tiempo de la vieja vida civilizada y consumidora en estas tierras. Además debo dar clases: me paso la mitad del día dando clases y la otra mitad imaginando las clases que doy para poder pagar la vida que vivo. Me acuerdo, a veces, cuando en la primaria la maestra nos hacía abrir el cuaderno, poner el día y la fecha (como si eso fuese un ancla) y luego mirar el gráfico que se dibujaba en el cielo. “Hoy es un día soleado”, poníamos, invariablemente, después.

Nacido en la ruta interestatal Córdoba-Rosario en la década de los ochenta, Pablo Natale es autor de Un oso polar (Recovecos, 2008), Vida en Común (Editorial Nudista, 2011) y la nouvelle Los Centeno (Editorial Nudista, 2013); y de los libros para niños Berenice y las ocho historias del pálido fantasma (Cuenta Conmigo, 2012) y Cuatro Cosmo Cuentos (La Sofía Cartonera, 2012). En la actualidad coordina talleres de escritura, colabora en suplementos culturales y es integrante de la banda argentina Bosques de Groenlandia.
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