Muy pocos autores pueden entregar a los lectores una novela tan intensa y exigente como esta. Gerardo Piña ha tenido la suerte de escribirla y, no es un hecho menor, de encontrar una editorial entusiasta con proyectos de este tipo como es Periférica. Es un orgullo para penúltiMa poder ofrecer a sus lectores un adelanto de esta novela que llega en estos días a las librerías españolas.
Pronto voy a morir. No lo digo por el ave que cruzó por mi ventana (si es que eso es un ave y aquello una ventana). Tampoco porque el silencio a mi alrededor es casi total (algunas veces escucho aún un ruido blanco) sino porque no hay absolutamente nada más que falte por suceder. La corporeidad desapareció hace mucho tiempo, de la memoria o del aire no me queda mucho. Ahora mismo no sé si hablo o escribo. Aunque la diferencia importe solo para mí, me parece deseable –si no necesaria– establecerla. Porque verba volant scripta manent. ¿Cómo volver sobre estas palabras si no hay un registro? Seguramente solo hablo. No estoy lejos ni cerca de nada. No hay luz ni oscuridad aquí (asumo que no todo lo que existe es este lugar, pero nunca se sabe. Al menos hay una ventana (o algo que es como una ventana) a través de la cual he visto que cruzan aves. He visto tres o cuatro aves en algo así como diez o doce años. Y nunca antes había visto un albatros. Eso que pasó y que nadie más puede ver es un albatros. (En realidad podría no serlo o ser cualquier otra cosa porque de todas maneras no hay un solo testigo del hecho y eso me incluye a mí; sin mi cuerpo, sin la vida tal como la conocí, no puedo afirmar siquiera que yo esté aquí en este momento y haya visto un ave.) Tampoco hay nubes. Hay algo que podría ser gas, pero solo lo intuyo. Creo que algunas veces ha pasado frente a mi ventana. Ese gas transporta unas breves partículas, un polvo muy fino. A menudo soñaba que era el elemento primigenio al que todos nos reincorporamos en algún momento. No la muerte sino un estado de placer tan absoluto que cualquier referencia espacio-temporal se vuelve innecesaria. Cuando veía el gas –por decirlo de algún modo– quería abrazarlo. Era como si me atrajera la idea de salir de esto que me pasa (y doy por hecho que me pasa algo) y el gas fuera la salida; una salida absolutamente falsa, implantada por la mera voluntad de que ese gas existiera y de que fuera el final de una situación que ha durado muchos años. Hubo momentos de angustia durante ese tiempo. En una ocasión intenté defenestrarme, pero mientras buscaba la manera de dirigirme hacia la ventana –o eso que parece o me parecía una ventana– el gas continuaba su camino; me ignoró por completo. Una vez logré acercarme lo suficiente y me di cuenta de que es un polvo como el de los anillos de Saturno. Una rara belleza. Una polvareda así debería cubrir la estratosfera de nuestro planeta. Con su solo reflejo la historia de la humanidad habría sido otra. Y quizás también la de todo el que pudiera relacionarse con esa materia aun desde grandes distancias. De lejos, a millones de años luz de distancia, se puede apreciar su forma centrífuga; una espiral que copia la estructura nebulosa de una galaxia y que a su vez replica la estructura de todo el universo. En una ocasión estuve tan cerca del gas que pasa por mi ventana que vi perfectamente cómo esa forma expansiva se desdibujaba frente a mí. Me sorprendió aunque todo el mundo sabe que basta acercarse a algo para que ese algo pierda su forma. A unos cuantos metros de mí –digo esto por usar un referente, pero bien podría sustituir la palabra metros por kilómetros y quizás por años luz sin producir el menor cambio en la estructura semántica o sintáctica de esa oración– flotaban partículas básicas que yo intentaría atrapar una vez que lograra salir de la ventana, pero ni siquiera encontraba mi cuerpo. No lograba atinar desde dónde partir y, cuando por fin me pareció que avanzaba hacia el gas y que había llegado a la ventana, solo atiné a mirar su forma de espiral desintegrada. Estiré lo que debían ser mis brazos hacia ese polvo finísimo, pero en realidad no había nada; quiero decir que mis brazos no estaban. Podía moverlos (supongo que del mismo modo en que el cerebro produce todo eso que llamamos movimiento) pero jamás los vi y, para el momento en que estaba seguro de haber establecido un contacto con esa materia tan fina, el gas ya se había ido. En su lugar quedó un vasto silencio. Y es ese silencio el que seguramente produce el ruido ocasional que he referido antes; el sonido sin interrupción que produce el calor del universo al expandirse y que ha llegado hasta este estado en que me encuentro y que necesariamente es un lugar y un tiempo, pero del que no tengo mayor referencia que mi voluntad para describirlo. A veces no escucho el silencio. Puede que ya esté muerto y que cuando me parece oírlo, en realidad se trate de un recuerdo. Puede ser que viaje a la misma velocidad que el universo y sus sonidos ya me son propios y por lo tanto inaudibles. Y a veces hay algo que altera mi trayectoria y mi velocidad, y esa ligera diferencia provoca que el silencio se manifieste solo para mí. También puede ser que me haya acostumbrado a ese sonido y que por eso a veces me parezca no escucharlo. Creo que la primera vez que vi pasar ese gas por mi ventana fue precedida por una noche particularmente larga. Debí quedarme dormido porque tuve la sensación de despertar. Recuerdo bien esa súbita bocanada de aire en medio de una total oscuridad que al principio me hizo dudar si había despertado o no, porque no podía moverme y sentía una fuerte opresión en el pecho. Pero tenía los ojos abiertos –o quizás debería decir que las sinapsis que se reúnen cada vez que mi cerebro da la orden de que yo abra los ojos estaban activas como tantas y tantas veces lo han estado durante los muchos años que experimenté lo que solemos llamar vida–. No escuchaba mi respiración, pero podía sentirla. Y poco a poco percibí un punto muy lejano; un punto que tardó en convertirse en una tenue línea azulada. Era delgadísima. Al cabo de lo que a mí me parecieron varios días vi que esa luz dibujaba una silueta. Primero parecía una roca detenida. Así se quedó mucho tiempo. Tal vez meses. Luego me pareció que se trataba de un barco gigantesco aproximándose hacia mí. Al cabo de unas semanas –lo digo así para darle una cierta proporción, pero es muy probable que mi memoria sea inexacta– vi que era la silueta de una ballena que flotaba encima de mí. Su presencia aumentó considerablemente la oscuridad, pero también acentuó la línea azul que era su límite. No sé si vi algunas de las rugosidades de su piel o si solo las pensé. Pero el paso de una ballena cuya extensión es de varios días constituye, a su manera, una medida temporal de las más útiles que conozco. Quiero aclarar a qué me refiero con útil. La utilidad de un concepto no difiere en gran medida de la de una palabra cualquiera, pero al tratarse de una unidad de medición temporal su arbitrariedad es innegable. Hablamos de días y horas o semanas con gran naturalidad, pero no hay nada que en el fondo justifique esa decisión. Eso que llamamos ciclos (solares, lunares, cambios de estaciones) pasan inadvertidos desde aquí. Yo hablo de tiempo porque hay cosas que nunca se olvidan o que cuesta mucho desaprender, pero bien podría hablar de algo como el tiempo con otra palabra o, mejor aún, sin palabra alguna. Nada me impide crear una seña para resignificar eso que llamamos devenir. Haber encontrado esta periodicidad (la imagen de un cetáceo que tarda varios días en pasar por encima del lugar de referencia apenas delineado por una luz frágil azulada contra un fondo completamente oscuro) como evento significativo para segmentar unidades de tiempo mayores a las que conocía y que son referentes más claros para mí en el aquí y el ahora de esta circunstancia en que irremediablemente me encuentro –y en la que quizás alguien más también llegue a verse aunque de eso no tengo prueba alguna– revitaliza el concepto mismo del lenguaje, pues la necesidad de nombrar algo y la arbitrariedad para hacerlo son el mayor distintivo humano. Y en eso consiste la utilidad de un concepto; en describir con la mayor precisión posible aquello que denota. O eso creía cuando lo pensé. Pero ahora no puedo saber si eso basta para calificar una palabra (en tanto símbolo) o un concepto como útil. Ni siquiera puedo afirmar que la utilidad tenga cabida aquí. Pero tampoco puedo explicar por qué su ausencia me provoca esta angustia. Hace tiempo que la angustia había –no diré desaparecido– menguado lo suficiente para no hacerse notar. No sé exactamente cuándo volvió ni por qué; tampoco si se parece a la angustia de otros, o a la destrucción del alma que, según los antiguos, solo nosotros mismos, a través de nuestros actos, podemos realizar. Esto explicaría por qué la vida se parece a la búsqueda infructuosa del momento en que uno comenzó la destrucción del alma propia mientras pasan frente a nosotros, inadvertidas, innumerables oportunidades para repararla. Habría que aceptar que no sabemos nada de la muerte, no tanto para dejar de temerla como para asumir la futilidad de mantenerla viva en forma cotidiana. La muerte. Al respecto diré solo una cosa porque me gustaría, al decirla, que no sea cierta: es posible que la antesala de la muerte sea la verdadera muerte.
Gerardo Piña. Foto: Lizeth Arauz / XquendaFoto
Gerardo Piña (México, 1975). Además de traductor ha sido profesor en la Universidad de East Anglia del Reino Unido. Actualmente, lo es en la UNAM. ES autor de La novela comienza y La última partida, difundidas tan sólo en México a la espera de sus inminentes ediciones en Periférica para todo el mundo hispanohablante.
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