Ha llegado un momento en que cada nuevo libro de Mario Cuenca Sandoval genera una expectación evidente entre los lectores atentos. El donde de la fiebre, su segunda novela publicada en Seix-Barral, supone la confirmación de uno de los narradores más interesantes del panorama español, por encima ya de las burdas etiquetas generacionales o locales a las que tan acostumbrados nos tienen los medios de comunicación y sus críticos. Aquí tienen los interesados el inicio de la misma.
1
Señor, concédeme el don de la música. Muéstrame como leer cada uno de los sonidos del mundo.
La escena merecería ser tallada en vidrio, una miniatura esférica en las vitrinas de cualquier museo de los grandes compositores: el muchacho sentado en un banco de forja en el Jardín de la Villa de Grenoble bajo los últimos rayos solares de una tarde de 1915, el quiosco de música a sus espaldas, gafas redondas y una partitura sobre sus rodillas desnudas que se empeña en descifrar como un ciego, es decir: deslizando sus dedos sobre la tinta.
No es un chico muy agraciado, la cabeza demasiado grande para un cuerpo espigado y patoso, el cabello rubio, liso y tan fino que produce una impresión desaseada. Pero el lugar y la hora son propicios al milagro. El sol del atardecer convierte las ventanas del hotel Lesdisguières en espejos y el trino de los pájaros se descuelga de las copas como un hilo transparente, mientras repasa una y otra vez la partitura igual que un arqueólogo frente a una plancha jeroglífica con la esperanza de que esos signos se vuelvan familiares por la gracia de Dios y la melodía se levante del pentagrama, se incorpore ante sus ojos. Se trata del Orfeo y Eurídice de Gluck, y acaba de comprar la partitura en Deshairs, la principal tienda de música de Grenoble. Le ha pedido a su madre que no le regale otra cosa que partituras, ni siquiera por Navidad. Nada de libros ni juguetes. Partituras: el Don Giovanni y La flauta mágica de Mozart, La valkiria de Wagner, el Alcestes de Gluck. Una elección insólita por parte de un niño que aún no ha cumplido ocho años porque no hay un solo músico en la familia, en un hogar de escritores, en la atmosfera silenciosa de la palabra escrita. Su padre es profesor de literatura inglesa y su madre poetisa. Su insólita vocación carece de antecedentes familiares ni tan siquiera remotos y se diría inspirada por algún designio sobrenatural.
Señor: la música. La naturaleza.
Todos los varones de la casa están en el frente: el tipo León, el tío Paul, el tío André́, que es el cirujano de la familia, y por supuesto el padre, Pierre Messiaen, destinado a Flandes para ejercer de interprete entre los franceses y la British Army, y de quien han recibido un retrato dentro de un sobre, uniforme de gala, pose marcial junto a unas rocas en un acantilado, sonriendo como si aún estuviera vivo cuando es más que probable que se haya topado con la muerte, porque el correo se demora y la caligrafía de los seres queridos es como el resplandor de astros que tal vez se extinguieron hace millones de años, y porque en la escuela se dice que del frente solo regresan los peores, que los espíritus más sensibles no sobrevivirán a esta que todos llaman la Gran Guerra. Tranquilo, él volverá́. Te lo prometo, Zivier, volverá. Así es como las mujeres de casa llaman al muchacho: Zivier. Z.
Apenas tiene amigos, pasa demasiadas horas solo, se aburre. A estas alturas del Siglo, los hogares aún no han sido colonizados por la exuberancia de los aparatos de radio y los gramófonos, viviendas mudas sobrecogidas nada más que por el borboteo de las cacerolas, el crujido de las maderas y el susurro de cortinas y visillos mecidos por la brisa. Y como el tío André tiene un piano que nadie en casa sabe tocar, hace ya algún tiempo que el muchacho se entretiene explorando sus registros con un método muy simple: pulsar las teclas una por una para aprenderse el nombre de las notas a lo largo de las siete octavas, hasta que cada sonido y cada nombre han terminado por fundirse en una misma idea en su memoria.
Señor: la música. La fe. La naturaleza.
Así que pasea su mirada por la primera aria del Orfeo, barriendo las figuras rítmicas que aún no le son demasiado familiares, las llamadas, las ligaduras, las indicaciones agógicas, todas esas arañas muertas repartidas en filas paralelas. Tiene que identificar en el pentagrama las alturas y las distintas duraciones de cada figura, de suerte que el nombre, el sonido y la posición entre las cinco líneas formen una sola entidad en su conciencia. Porque hay una música ahí, muda entre los gruñidos de los perros y las bocinas de los primeros automóviles del Siglo que sobresaltan las calles de Grenoble, entre los ruidos mecánicos de la ciudad, superpuestos a ese rumor grave e indefinible que levanta el trasiego de la vida urbana, esa sinfonía de la capital que le parece incomparable con la naturaleza, la paleta de colores del Altísimo. Así es como siempre concibió la jerarquía del espectro sonoro: la música de Dios, la música de la Naturaleza y la música de los hombres, en ese mismo orden. Porque la mejor de las músicas humanas es solo un balbuceo en comparación con el habla de Dios. Las melodías de este mundo solo son huellas, pálidas copias. En Tu música veremos la Música; en Tu luz, escucharemos la Luz.
Pero la puesta de sol ya enrojece la nieve de los Alpes en la lejanía. Pronto no habrá luz en esta escena de 1915 en el Jardín de la Villa de Grenoble y las mujeres saldrán en busca de Zivier, pero Zivier no encuentra el modo de casar los sonidos con los caracteres impresos y el aria de Gluck permanece muda en su mausoleo de papel, emboscada por el traqueteo de la madera de los tranvías y los frenos de las bicicletas, el relincho de los caballos y el martilleo de sus cascos contra el adoquinado que se multiplica en las paredes de la Rue Berlioz.
2
También hay un anciano contemplando la escena frente a un ventanal de una quinta planta, una bata con el membrete del hospital Beaujon, un tubo que termina en sus fosas nasales, unos brazos asaeteados por agujas que se comunican con sondas que desembocan en bolsas de suero, que a su vez cuelgan de una percha amarrada a una silla de ruedas, vehículo absurdo, máquina de guerra para adentrarse en el teatro de operaciones del fin de la vida, aunque el muchacho no pueda verlo, y no porque se lo oculte el ramaje de los árboles sino porque el viejo se encuentra a casi quinientos kilómetros, en Clichy, y a casi ocho décadas de distancia, en 1992. ¿Qué pasaría si el crío volviera su rostro hacia aquel rascacielos de 1992, si su mirada trepara el perfil escalonado del edificio hasta encontrarse con la mirada del anciano en una de las espectrales ventanas de las plantas superiores?
A un observador que pudiera avistarlos desde un tiempo sin tiempo le costaría reconocer en este anciano moribundo a ese mismo muchacho que, décadas más abajo, intenta aprender solfeo de forma autodidacta en un banco del Jardín de la Villa de Grenoble, que se ofrece para lo contrario de un pacto mefistofélico, pues se promete a Dios y no al diablo a cambio del don de leer la música. El anciano ya conoce el desenlace de este episodio, y el muchacho, por su parte, confía en su oído absoluto, ese don semejante a un diapasón interior, cuatrocientos cuarenta hertzios que trazan el eje sonoro de la Tierra, que permiten medir la verdad y el bien en sentido incondicional, la Verdad y el Bien absolutos. Pero un observador que los contemplase a ambos desde la eternidad, ¿apostaría por el milagro? ¿Apostaría por la fe de este crío blancuzco, más semejante a un monaguillo que a un músico?
Comprobémoslo. Veamos si la música podría venir del cielo tal y como aseguraba Mozart. El oído, esa especie de barra de mercurio irisado de la verdad, nos dirá hacia dónde dirigir la vista, dónde se halla la verdadera vida, dónde la justicia, dónde la salud. ¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?, le preguntaría si pudiera al niño que era entonces, porque este don también arrastra una colosal herencia de melancolía, y mil y una veces a lo largo de tu vida, es decir, de nuestra vida, desearás apagar y encender este dispositivo con alguna especie de interruptor de la conciencia, porque no es fácil dormir con el martilleo constante de los nombres de los sonidos del mundo, pese a que desde las alturas de 1992, es verdad, los primeros motores de combustión y los tranvías y los carruajes con campanillas de 1915 no parecen más que orugas mortecinas, osarios remolcados por perezosos hilos invisibles, y a que la velocidad del mundo de entonces está más próxima a la de los ritmos naturales, la maleza y la mutación del gusano. Pero tanto aquel Grenoble como este París finisecular están llenos de pulsaciones inadecuadas, de trinos demasiado torpes y de acordes errados. La espiritualidad no puede respirar entre las desafinadas multitudes y todo se pierde en el estruendo, el Ángelus, la misa, la Pascua, y, además, la gente habla y habla en los cafés y en los pasillos de los hospitales, las voces humanas también son melodías y en ocasiones te costará trabajo atender al significado de las palabras porque no escucharás más las palabras sino la melodía, los intervalos de la entonación, los desmenuzarás: una quinta casi justa, una tercera menor algo desafinada, cuartos de tono aproximados, etc. ¿Estás seguro de que es eso lo que deseas? Porque los adultos te imprecarán con palabras que escaparán a borbotones de sus bocas y te enloquecerán con sus tesituras de sopranos y barítonos que no saben que lo son, de tenores y de contraltos en óperas absurdas compuestas por el azar de sus timbres entrecruzados —cuántos años tienes, qué te gustaría ser de mayor—, y tú inclinarás la cabeza para escucharlos, con ese gesto tan tuyo que recuerda a un ave, como si te hubieras propuesto mirarlos con el oído, como si ansiaras ver el mundo a través del oído y escuchar el mundo con los ojos. ¿De veras quieres un don así?
Y, mientras el horizonte se inunda de gigantescas bandas púrpuras y rosadas tras el ventanal, ocho pisos más abajo y ocho décadas más abajo, el muchacho que alguna vez fue intenta descifrar por sí solo la partitura. Cierto que no hay un solo día en que no se produzca esa maravilla doméstica, ese recurrente prodigio de la civilización que se alumbra en los hogares y las escuelas cada vez que un niño comienza a dominar algún código humano y que llamamos aprendizaje. Pero si un niño descifrara uno de esos códigos de manera autodidacta, si una lucidez semejante se vertiera como oro líquido sobre el molde de una inteligencia natural, entonces habría que admitir que se trata de un milagro de la naturaleza y no de la civilización.
Adelante, pues. Hágase la luz. Hágase la música. Unamos todo esto, se infunde ánimos a sí mismo desde la ventana del hospital. Si puedes leer esta frase melódica, seguro que podrás ensamblar la línea del fagot, el acompañamiento de cuerda, los acordes del clave. Señor, muéstrale a ese crío cómo armar todas estas piezas. Vamos, concédele ese don que tanto ansía, suplica al buen Dios mientras, a los pies del muchacho, los últimos rayos solares estiran su sombra sobre las hormigas que se afanan en trasladar las migas de su merienda. Tampoco es pedir demasiado. Qué niño no ha fantaseado con detentar un talento sobrenatural, una potencia muscular prodigiosa, el poder de la telequinesia, la ciencia infusa que esclarezca todos los misterios de la vida orgánica. El muchacho no pide tanto, no pide la comprensión de todas las leyes del mundo, sino de las leyes de ese microuniverso que los hombres han acotado en un puñado de páginas impresas. El tiempo de fuera cabalga sobre la luz, pero hay otro tiempo dentro de estas hojas encuadernadas, un tiempo domesticado y limpio que es preciso desentrañar, uno y otro tan distintos entre sí como este jardín urbano y la naturaleza agreste. Vamos, haz que la música se incorpore ante sus ojos.
Y, entonces, sucede. Apenas un temblor entre las líneas, un rumor de insectos en torno a un rayo solar, un enjambre de signos que se levantan del papel. Cada renglón de la partitura se despierta, se despereza bajo sus pupilas divididas por cinco paralelas. Así invoco a mi amada, canta Orfeo, en el amanecer y en el crepúsculo. Los renglones se avivan como brasas. El eco de una melodía busca el centro de su conciencia con la misma soltura con que el agua se abre paso obedeciendo a la ley de la gravedad. Cuán vana es, sin embargo, mi pena, el ídolo de mi dolor no me contesta. En un instante, la nomenclatura se vuelve diáfana, como si la luz de este atardecer hubiera hecho saltar todos los cerrojos y la música escapara a borbotones de su prisión tipográfica. Eurídice, sombra amada, dónde te escondes.
Y ahora sí. Al fin se enhebran las distintas voces en la imaginación, las líneas sinuosas de la cuerda, paralelas a la cristalina melodía vocal, el subrayado de las flautas y los oboes. Al fin todos los afluentes desembocan en un mismo río sonoro.
Ahora puede oír con claridad el aria en su conjunto, y el don de la música desciende sobre el como una lluvia fresca. ¿No es un milagro?
3
¿Así que un milagro? La voz procede de dos discos pardos, dos opacidades sin pupilas en el centro de la oscuridad de la memoria. El abuelo Prosper Sauvage perdió la vista por unas cataratas y viviría sus últimos anos como el anciano rey de la ópera de Debussy, envuelto en la oscuridad de su gélido castillo de Allemonde, sentado en el borde de su cama como una balsa varada en las tinieblas. Un anciano ciego es un hombre prisionero de sus recuerdos y de sus sobresaltos, solía decir. Un anciano ciego vive entre fantasmas, porque en su palacio de bruma todos los visitantes, reales o imaginarios, son verdaderos aparecidos.
Pero siéntate aquí, le rogó el abuelo dando dos palmadas en el colchón —la piel de las manos tan pálida que transparentaba las venas, semejante a un bloque de mármol sucio—, léeme algo en voz alta. Tu padre siempre me leía a Dostoievski y yo fingía que no me gustaba. Dostoievski, ese santurrón. Pero cuando el abuelo Sauvage, profesor jubilado de Historia y lector empedernido de Voltaire, entonaba aquellos descalificativos —santurrón, meapilas, mojigato…—, a el le resultaba evidente que no los disparaba contra el santurrón de Dostoievski sino contra el santurrón de su yerno, el ultracatólico Pierre Messiaen, el lector de Bernanos, el amigo de Jacques Maritain, el ingenuo de ojos azules con el que se había desposado su escéptica hija de ojos negros, y del que hablaba en pasado como si diera por hecho que no regresaría de la guerra.
¿Un milagro? A excepción de aquel anciano pequeño y de piel amarillenta confinado en su palacio de bruma, todos los hombres de la familia habían marchado al frente, Pierre Messiaen, Alain Messiaen y Paul Messiaen, pero también su tío materno, André Sauvage, cirujano en un hospital de campaña, así que ninguno de ellos podía haber instigado aquella extravagante histeria religiosa del crío. Y dado que tampoco lo rodeó ninguna luz ni lo derribó de su caballo como a Saulo en el camino de Damasco, era como si el muchacho hubiera nacido creyente, como si el don del oído absoluto y el don de la fe se hubieran trenzado de manera espontánea desde el fondo de la noche genética, de modo que ser cristiano y ser músico constituían las cláusulas de una misma e imprevisible convocatoria, una vocación indescifrable y, por esta misma causa, incomunicable a los demás, como toda revelación que merezca este nombre.
Chico, léeme otra vez los poemas de tu madre, le decía el abuelo Prosper Sauvage, aquellos versos que Cécile Messiaen firmó con su nombre de soltera, Cécile Sauvage, y que compuso mientras gestaba en su vientre a su primogénito, y después al pequeño de la casa, su hermano Alain. Poemas sobre la espera, sobre la maternidad y su hermana la muerte. Poemas en los que los hombres aparecían como marionetas con las cuencas de los ojos vacías emergiendo de un abismo. Y el muchacho declamaba para el viejo rey ciego unos versos sobre una alondra que se elevaba para construir su canto en el aire pero bajo sus alas no había sino un paisaje de árboles helados. Recitaba: Yo soy la hermana de la tierra. Ella me llama su triste y terrenal compañera porque conozco desde mis entrañas huecas que la muerte me observa por encima del tesoro de mi carne y revela el esqueleto bajo la tersura del recién nacido. Versos gestados en las entrañas de una madre que nunca iba a misa pese a la insistencia del esposo, que concebía a los seres humanos como moscas efímeras que zumbaban alrededor de las cosas y ni siquiera comprendían su zumbido. Una mujer que, tras dar a luz a Alain, el segundo hijo del matrimonio, llenó sus escritos de esqueletos infantiles que regresaban a la tierra, porque, para ella, la maternidad estaba tan enraizada en la vida como en la muerte, y el regalo de la cuna era también el regalo de una tumba futura. Así que el consuelo imposible de la vida eterna no podía sino condenarnos a la misma melancolía que la falta de fe.
Aunque nacido en Sabadell en 1975, Mario Cuenca Sandoval reside en Andalucía. Ha publicado los poemarios Todos los miedos, Renacimiento, Sevilla, 2005; El libro de los hundidos, Visor, Madrid, 2006 y Guerra del fin del sueño, La Garúa, Barcelona, 2008. Como narrador, es autor de las novelas Boxeo sobre hielo, Berenice, Córdoba, 2007; El ladrón de morfina (451 editores, 2010) y Los hemisferios (Seix Barral, 2014). Está a punto de aparecer su nueva novela, El don de la fiebre, en Seix Barral.
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