Periplo es una sección dedicada a los diarios, crónicas, memorias relacionadas con viajes. La escritura, y la lectura, son de por sí viajes. No puede ser visto como algo casual que la literatura pueda ser directamente metaforizada como un viaje. O que el viaje pueda ser interpretado como literatura. En el mundo actual, pese a los flujos constantes de información y lo voluble del presente virtual somos más sedentarios que nunca, y el viaje se ha investido como nunca de un aura lírica muy diferente a la de los tintes de aventura de todo trayecto en el pasado. Periplo puede albergar una vuelta alrededor del mundo o una vuelta alrededor de un cuarto. Pero, ya sea un viaje en metro o uno en avión, el lector se desplaza junto al autor línea tras línea del texto.

Fui esta mañana a hacer un recado y me crucé con una peluquería de chinos, baratísima. No lo dudé y me corté el pelo, llevaba aplazándolo tres meses porque las peluquerías en USA son prohibitivas. Al rato me entraron ganas de tomarme un café. Como es sabido soy un gourmet/hipster (lo dejo a su criterio) del asunto, así que tras desechar varios establecimientos por parecer demasiado autóctonos, bares «pepe» de los que te dan un café que te vas la pata abajo, me metí en uno que parecía local pero medio moderno. Lo atendía una pareja de chinos también, con una niña muy simpática que no hacía más que sacar cosas de la cocina donde estaba el padre y llevárselas a la madre que atendía la barra y no sabía qué hacer con ellas. El café horroroso, pero muy simpáticos. No sé si he llegado a Madrid o a una ciudad de Asia, pero sé que de momento la vida ma está saliendo barata y que son muy atentos y agradecidos. Hasta aquí mis observaciones racistas del día. Está claro que no hay como poner un pie en España para soltar españoladas.
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Hoy me di una vuelta por el centro de Madrid para comprobar el estado lamentable en que la administración de Carmena está dejando la capital del reino. Mis ojos aún sufren por lo que presencié: tiendas llenas de compradores, bares a rebosar de oficinistas en plena orgía post-oficina (ahora todo es post, los parados ya no son parados, son post-empleados), viejos conocidos haciéndose los nórdicos a imitación mía, perros cagando en la calle y dueños que recogen sus heces al instante, servicios extraordinarios de los cuerpos de seguridad destinados en Callao haciendo de retratistas improvisados a los turistas… Desenfreno allá donde ponía los ojos, vamos… Pero mi memoria ha quedado marcada por un hierro de ganadería al ver a uno de los punkos de mi barrio, un pesado que estuvo saliendo durante años con la ex de un amiguete hasta el punto de que parecían uña y mugre, el mismo que se metía en los bares con un perro pulgoso y te montaba un cristo si le decías que lo sacara hasta que le recordabas que el problema no es que fuera un perro, sino que lo lavaba tan poco como se lavaba a sí mismo, cojones, uno de esos pesados que con apenas 16 años lleva ya la matrícula de porculero que lo acompañará toda la vida y que a todos nos terminan cansado. Bien, ese tipo, saliendo de El Corte Inglés con una de las bolsas especiales de navidad con el mismo estampado del papel de regalo que sale en los anuncios de los grandes almacenes que simbolizan lo peor de España. Daban ganas de arrebatarle la bolsa y comenzar a atizarle con ella en la cabeza gritándole traidor, vendido de mierda, se te debería caer la cara de vergüenza de comprar en el Corte Inglés y seguir llevando la cresta y la cola de rata, tontolapolla. Pero al final te da pena ver que el pobrecito seguramente ha sido así siempre, y posiblemente esconda la bolsa e incluso le cambie el papel para que su familia o amigos no se partan la cada de él en su cara. El metro muy lleno, por cierto, Carmena pon más trenes, que cortas el tráfico y asustas al personal y luego no intensificas el servicio. ¿Cómo, que el Metro depende de la Comunidad de la PPera Cifuentes? Todo, le dais la vuelta a todo, masones, hidra comunista, antisistema, terroristas que queréis terminar con la sagrada trinidad de la Semana Santa, el Marca y los toros…
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A uno, como a todos supongo, le alegra mucho ver que cada ser humano encuentra su vocación, ese trabajo que lo hace especialmente feliz. Yo creo que la fisioterapeuta a la que voy cuando ando por Madrid no le cuadraría mejor ningún trabajo. Nosotros, los pacientes (sufrientes en este caso) vamos allí convencidos de que el dolor que experimentemos durante la sesión se nos devolverá en forma de placer y satisfacción en el futuro. Ella nos inflige dolor con la convicción de que es por nuestro bien. Pura simbiosis. Pero conviene no hay que olvidar que nosotros somos un poco masoquistas y ella un poco sádica. De cosas como esas hablamos siempre, y ella, lejos de desmentirlo, lo corrobora: hoy me habló de lo que había disfrutado con un vídeo que le enseñó uno de los compañeros de la clínica en el que se veía cómo le despellejaban el pene a un negro de alguna tribu centroafricana. ¿Una fimosis a lo salvaje?, he preguntado yo de modo ingenuo. No, no, le despelejaban el pene completo, no sólo cortarle el prepucio, veías como el pene dejaba de ser negro para ser blanco, me explicaba risueña. Yo me he quedado pensativo, y me he comprometido a buscar si eso era algún ritual ya analizado por los antropólogos o sencillamente una salvajada de las que de vez en cuando circulan por internet. Con todo, verla disfrutar tanto con algo tan mórbido me ha parecido tierno. Pero no he querido insistir y he preferido cambiar de tema. Por lo visto en mayo o junio irá a visitar a una amiga que vive en Japón. El resto de la sesión ha sido igual de doloroso en la físico, pero al menos ya no tan espeluznante en lo tocante a la distendida charla con la que se distrae al sufriente.
De todas estas cosas he hablado luego con un amigo que vive en el portal de al lado de la clínica de fisioterapia, es, de hecho, quién me recomendó a la fisioterapeuta por vez primera. Los dos hemos llegado a la conclusión de que sería muy inquietante dormirse en una de esas sesiones de masajes, lo mismo saca un jamonero y te lonchea cual Shylock. Al poco de comenzar a comer el cocido ha llegado el otro invitado, que leyó el pasaje del diario de ayer, y me ha recordado que al punk cliente de El Corte Inglés lo llámabamos «Gafas que me estafas». Y, afortunadamente, recordar anécdotas relacionadas con él nos ha alejado del tema del despellejamiento africano. Habida cuenta que teníamos en los platos chorizos y morcillas es algo que he agradecido.
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Por ser Nochebuena, y mañana Navidad, me acerqué a la panadería más exitosa del barrio en el que me crié. Es casi una tradición del 24 de diciembre: esperar una hora para poder comprar un pan congelado con pretensiones, recibir la bolsita para guardar pan de cada año, y acaso tomar un café en el mostradorcito que hace años pusieron como un complemento y que ahora es la estrella diaria del establecimiento. Yo, como acostumbro, he llegado y me he sentado en la primera mesa que he visto libre en la terraza climatizada que tienen frente al local. Luego he visto a una pareja de ancianos pijos, en el barrio donde me crié son casi todos pijos o, mejor dicho, wannabes, deambulando de mesa en mesa con cara de cordero degollado. Y al fondo, en la otra entrada, a una gente mirándoles con cara de odio. La situación se leía rápido: unos llevaban un rato esperando para sentarse y han visto claramente como la pareja de viejos querían colarse y quedarse con la mesa. Por un momento me he sentido culpable, ¿me habría colado yo también al haber entrado en la terraza por el otro lado? Por un momento, ocultándome tras el libro que siempre llevo, he observado a unos, los que hacían cola en la otra entrada, y a la pareja de viejos moscones, y nadie me miraba con cara de odio. Así que he debido tener suerte y punto. Llegué, había una mesa libre, la ocupé y santas pascuas, y mañana Navidad. Pero me ha dejado perplejo ver la táctica de los viejos, que iban acercándose de mesa en mesa preguntando si podían sentarse en las sillas libres para tomar ya posesión de la mesa cuando los clientes se fueran. Cuando me han preguntado a mí, la señora, le he dicho que la silla estaba ocupada. La ha mirado sin terminar de comprender y me ha explicado lo que yo ya sabía: que estaba vacía. Y ahí ha sido mi momento, casi me he relamido de gusto, al decirle que estaba ocupada por mis amigos, esos que hacían cola para sentarse desde hace un rato, y que si no se sentaban era porque era solo una cuando ellos eran tres, pero que sí estaba ocupada. Me ha fusilado con la mirada y se ha seguido paseando por la terraza. Ha llegado a discutir con el grupo que esperaba ordenadamente en fila. Yo ahí ya he desconectado, no era mi guerra así que para qué. Mi labor social del día está cumplida, qué más quieren. Además, el café estaba horroso, cada día peor, y todavía estoy esperando que me traigan el azucarillo. Ahí he comprendido por qué los clientes que ocuparon la mesa antes que yo le habían dejado sólo dos céntimos de propina al camarero. Por cierto, qué clase de establecimiento es éste, que no redondea los precios cinco céntimos. Ni siquiera he comprado el pan este año allí. Ya me daba pereza todo.
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Hoy salí a comprar el pan, porque desde que las esquinas de las ciudades españolas se llenaron de tiendas donde chinos venden casi todo se terminó eso de que en Navidad y Año Nuevo no hay donde comprar pan, y aproveché para tomarme un café. Esta vez en la terraza de un hotel cercano a casa, aprovechando los mediodías de sol en los que todos los madrileños nos convertimos en lagartijas. Lo que me sirvieron es innombrable. Tenía todo el sabor de ser uno de los cafés horribles que ponen en los desayunos incluidos de los hoteles, ni siquiera era un espresso. Los camareros deberían aprender que siempre, con un café, debe ir un vaso de agua. Si el café es bueno sirve para refrescar el paladar tras beberlo, si es malo para limpiar un poco la boca del horror experimentado. El asunto es que me he sentado ahí durante media hora a leer un poco a Proust. He decidido dedicarle las vacaciones de este año a Proust, por eso aunque digo que son vacaciones entre carpetos y vetones se trata de una estancia en la que uno sale por la mañana por el camino de Swann y retorna por el de Guermantes. Hoy, sentado al sol de la terraza y escuchando conversaciones en tres idiomas (español, alemán y portugués) me sentí un poco en esos salones donde los que acuden se pretenden chics y los que jamás son invitados se consideran pelmas. Leo la traducción de Salinas. Le eché un ojo a la de Armiño y a la de Manzano, y la que sigue sonando mejor es la de Salinas. No sé qué suceda cuando cambie el traductor, pero de momento es bellísima. Además, no es sólo por el placer de disfrutarla. Sino porque, como el narrador de la novela, últimamente ando con el sueño desnortado. Me entra sueño a las siete, me acuesto a las diez, me desvelo a las cuatro, paso dos horas leyendo y vuelvo a tener sueño a las seis. Quizás por eso me parece que España está hecha como de sueños, o que no es más que sombras del pasado que reconstruyo torpemente en los instantes que no sueño, o dormito, o leo.
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Hoy me acerqué al aeropuerto porque un amigo editor usaba a una amiga común como correo para traer a España unos cuantos ejemplares de una novela que finalmente ha escrito y se ha autopublicado para repartir con un puñado de escritores españoles. Cada ejemplar tiene su dedicatoria. Así que he vuelto a hacer lo que durante algunos años hice muchos domingos: darme un paseo hasta el aeropuerto y tomar allí un café junto a un montoncito de libros. (Por cierto, no sé qué tiene la gente en contra de los «no lugares» como los aeropuertos, no sé si creen que una estación de trenes o de autobuses debe ser acogedora como el salón de la casa de los abuelos, en fin.) Constato, porque sé está convirtiendo en una melodía tenue y algo recurrente de este diario, que el café que me he tomado en un bar de aeropuerto patrocinado por Mahou no es, ni de lejos, el peor que he tomado en estos días. Al menos la gente de Lavazza les ha dejado bien calibrada la máquina espresso y la chica que se encarga de manejarla tiene un poco de sentido de las medidas y de cómo calentar la leche. Lo dicho, no es un café gourmet, pero está mejor que muchos que se ve obligado uno a soportar. El asunto es que, al regreso, me he detenido a dar una vuelta por el pueblo de Barajas antes de subirme al autobús de vuelta a casa (cinco paradas, podría ir andando pero ya me daba pereza), y me he detenido a comprar el pan en una panadería. Allí, junto a un muestrario más o menos pretencioso de panes, tenían unas palmeras de chocolate espléndidas. Era imposible no querer hincarle el diente a esas palmeras. Así que le he dicho a la chica que me diera una. Hasta ha bromeado: «¿De las que no tienen chocolate, no?» Estaba espléndida. El chocolate era con leche (yo soy poco fan del chocolate puro, es uno de mis defectos), pero no había perdido el sabor y tenía la textura adecuada para formar la delgada y un poco crujiente capa de chocolate de debe cubrir un lateral del hojaldre. Y este estaba perfecto, ni blandurrio y pasado ni demasiado crujiente porque se les había ido la mano en el horno. Perfecto. Me he sentido de nuevo el niño que devoraba palmeras o donuts sin preocupación alguna. Un poco en la infancia, por unos segundos, volviendo del pueblo de Barajas, con el dulce en la boca, feliz. Mientras escribo esto me llega el aroma del aceite friendo unas patatas y unos huevos que serán la comida de hoy. Placeres sencillos y humildes, los mejores, los que se graban a fuego en la memoria.
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Mi madre me dice que si no duermo, que me he levantado hoy muy activo. En realidad creo que se debe a que ella se ha levantado más cansada y somnolienta de su costumbre. Pero me ha dejado pensativo: ¿estoy más activo de lo habitual? En realidad entiendo que a ella le parezca que sí, porque durante estos días, cuando cada uno se ha ido levantando en la casa procura no armar demasiado barullo para no despertar a los que duermen. En cambio hoy mi hermana se fue pronto al trabajo, y yo soy el más sigiloso haciendo mis cosas, de hecho puedo llegar a ser un poco inquietante en la capacidad de que tengo de moverme en silencio, ya me lo han dicho varias veces. Es posible que en otra vida haya sido ninja, quién sabe. En todo caso, me da que me he levantado como yo normalmente lo hago en mi vida diaria, cuando no me encuentro a gente haciendo cosas a mi alrededor y me toca hacerlas a mí. Cada día estoy más convencido que si el personal es perezoso es porque sabe que alguien terminará haciendo las cosas por él. Es la explicación más plausible para el machismo que ha regido las vidas de los españoles durante tanto tiempo: dejen de hacer las cosas por sus maridos e hijos, van a ver lo pronto que comienzan a espabilar por la cuenta que les trae. Pero, al mismo tiempo, he recordado que ayer es, posiblemente, el día que más tarde me he acostado en estos días, más allá de las dos, y se debe a que estuve tomando unas copas con un amigo que conocía en Lisboa y cuya amistad ha sobrevivido al hecho de que él se mudara a Sevilla y yo a los Estados Unidos. Además se ha dado la casualidad de que nuestros caminos, grosso modo, han comenzando a parecerse bastante, y muchas veces podemos charlar sobre la universidad gringa y la española y sus particulares miserias. O de la paternidad, de las mujeres, de los locos que se te acercan si te quedas en las terrazas de Tirso de Molina, por lo que conviene huir a bares en calles menos transitadas. El tema es que hoy me levanté más activo que en días anteriores, acaso mi madre tenga razón, y he pensado que quizás se deba a que comí menos y bebí más. En lugar de tragar hasta el hartazgo me dediqué a regar los órganos con destilados aderezados con un poco de tónica. ¿Es posible que yo sea como la Reina madre británica y el gin me despeje y de energía? Me deja un poco perplejo, pero creo que lo seguiré investigando en estos días venideros. No es habitual que uno pueda desarrollar un experimento de modo directo. Los privilegios hay que saber valorarlos.
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Sigo investigando en lo del gin tonic. Ayer me bebí cuatro y hoy me desperté en buen estado, despejado, fresco. Va a ser que sí que me sientan bien. Conservado en alcohol, como un feto deforme. Puede que sea eso o el haber pasado un día entero rodeado de amigos desde el café de media mañana hasta que me metí en el metro a las doce y media de la noche. Doce horas de vida social. Todo un exceso en comparación con mi vida de eremita en NOLA. Pero no cantemos victoria, hay muchas cosas por hacer. Ayer, además, aprendí que el American Spirit está más barato en España que en los Estados Unidos, tan sólo 5 euros. Dan ganas de llevarse cajetillas de vuelta al gringo para hacer negocio: les vendo las baratijas que nos vendieron aún más baratas de los que ustedes nos venden. ¿Será eso la economía postcolonial? La ciudad de Dios ha sido un éxito, todo lo que Europa quiso ser, o pensó que era mejor ser, se convirtió en América, no en el Gringo sino en las Américas, múltiples y mestizas, y ahora Europa quiere ser las Américas. Alguien tiene que escribir el capítulo que Ángel Rama no pudo llegar a escribir por culpa del accidente. Posiblemente a Ibargüengoitia, otro que iba en el vuelo, le habría dado todo el asunto para algún chiste muy gracioso. Entretanto en la Vieja Europa los críticos literarios son ingenuos y no se enteran de por dónde suenan las campanas, o de que doblan por ellos, y cuando nos juntamos cuatro o cinco de los que trabajamos en cosas relacionadas con el libro terminamos hablando de editoriales que no pagan o de operaciones de estética inconcebibles hasta que te dicen que existen (levantamiento y reconstrucción de clítoris y labios menores, blanqueamiento de ano, del esfínter, sí), y al final sólo dan ganas de beber más para olvidarlo todo pero enmascararlo como una celebración. Eyaculaciones de gin tonic en las barras de los bares. Y de fondo suenan de hilo musical uno tras otro todos los muertos de 2016, el dj se ha decantado por los homenajes y no hay modo de pararlo, y alguien, un inconsciente, chequea su facebook en su teléfono inteligente (lo único inteligente de toda esta anotación) y nos informa de que ha muerto Carrie Fisher. ¿La dueña de Fisher-Price?, pregunta alguien. Y uno recuerda no a la Leia esclavizada por Jabba el Hut, ni a la de las ensaimadas sobre las orejas, sino uno de los últimos personajes que interpretó, la madre insoportable del yanqui de Catastrophe, con la vaga sospecha de que esa mujer de sarcasmo destructor era una de los personajes más cercanos a la propia Fisher. Otra ronda, esta por Leia, y los cuatro brindando por la Rebelión. Al pararte un taxi al final de la noche rompiste a llorar en la acera. Y no sé por qué por qué, te había conocido cuatro horas antes y no sé cuál era el motivo de esas lágrimas, posiblemente no vuelva a verte jamás y con el tiempo se desdibuje el recuerdo. A lo mejor todo quedará en un cuento a lo Carver que termina con una semidesconocida que llora junto a la boca del metro de Alonso Martínez. Luego en el tren de vuelta a casa pensé que todo se debía al gin tonic, que sale por donde uno menos lo espera. En los auriculares me había puesto a los Pixies para no dormirme en el trayecto. Un mono se ha ido al cielo.
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Ir al médico es desde siempre algo muy literario. Las dolencias son siempre un buen tema de conversación, acaso sea ese el motivo de las intensas y amenas charlas que se crean en las salas de espera. Pero, además, cuando uno ya no vive en el país, y debe volver al consultorio del barrio donde se crió, supone un viaje al pasado absoluto. En primer lugar porque la doctora es la misma que atendió las enfermedades infantiles de uno. Pero, también, porque entre las personas que esperan pasar a sus respectivas consultas uno reconoce rostros ya avejentados por el paso de los años. Yo siempre le tengo cierto miedo a encontrarme con gente con la que no tiene uno ya de qué hablar, pese a que en el pasado fueron conocidos más o menos cercanos. Son situaciones incómodas, sobre todo porque hay gente que las salva hablando mucho, contándote qué ha sido de su vida y uno se entera de media vida de ellos comprimida, y por extensión de otros conocidos, y en algunos casos son asuntos bastante importantes. A veces hasta es mediante esas conversaciones que uno toma conciencia de la muerte de ciertas personas. Por otro lado uno jamás cuenta nada. Si me preguntan, porque saben más o menos algo de mi vida les respondo. Pero nunca cuento nada. A modo de ejemplo: ¿Sigues en New Orleans? Sí. Pero jamás sucedería algo como: ¿Y qué es de tu vida? Ahora vivo en New Orleans. El caso es que mi doctora no es ya la de siempre. No sé si será algo definitivo o puntual, pero desde luego a esta mujer es la primera vez que la he visto en mi vida. Y, lo que es más gracioso, yo acudía por una dolencia más o menos crónica por la que ya fui tratado hace años y por lo visto eso no está en mi historial clínico. Hay otras enfermedades, por lo que he visto en la hoja que me han impreso, que ni siquiera recuerdo. Una afonía, jamás recuerdo haber sufrido una afonía y, de haberla sufrido, no me imagino acudiendo al doctor a pedir que me la traten. Puedo suponer que me quedaría en casa y hablaría poco, pero no que fuera a solicitar algún tipo de tratamiento. Por las fechas en las que aparece ni siquiera estaba yo en ese momento en medio de una relación, porque sí que es cierto que uno termina yendo al médico más porque lo empujan que por otra cosa, y sí puedo concebir que mi pareja me insistiera en que fuera al médico para restablecerme. En todo caso, le he explicado qué me sucede, le he dicho incluso cuál es el tratamiento que en su momento recibí y que, por lógica, debería ser repetido ahora: una inyección de corticoides en la zona donde está el nervio inflamado. Con un poco de suerte con eso aguantaría otros siete u ocho años. Pero no, me ha explicado que no aparece nada en el historial, que ella no puede prescribir lo que el paciente le dice sin más y me ha dado un volante para que acuda a Urgencias del Ramón y Cajal. Me he quedado perplejo: Para ir a urgencias no vengo aquí, y menos para ir con un papel donde, incluso, dice que ni siquiera es algo tan urgente. O sea, que ahora la sanidad en Madrid consiste en ir a ver a un tipo que te deriva a las congestionadas unidades de urgencia para tratar algo que el paciente conoce. Habría visto mucho más lógico que en ese mismo momento me dijera que fuese a la planta de abajo del mismo consultorio a que el practicante me inyectara y punto. Yo me voy con el asunto resuelto, ella hace lo mismo que ha hecho y el costo para las arcas públicas sería menor: una cantidad más o menos ínfima de cortisona. Además de un paciente feliz por haber sido atendido en media hora. En cambio me dicen que vaya a un hospital, donde me harán pruebas, posiblemente rayos x, tendré que pasar toda una tarde y finalmente me pondrán la misma inyección. Y a lo mejor ni eso. La única cosa buena de toda la visita al médico es que no me he encontrado a nadie conocido. Tampoco podía ser todo malo, ¿no?
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A mi madre le ha tocado la Primitiva. Una de cuatro cifras. Sesenta euros de premio le han dicho en el despacho de loterías. Vamos ahora al supermercado a comprar jabugo para celebrarlo. No es para menos, el año ya promete con este inicio. En mi casa no cabemos de gozo y felicidad, y le he tenido que pedir a mi madre que nos moderásemos: cien gramos de Cinco J será suficiente, habrá que descartar la nécora. Luego me ha dado por averiguar, porque yo soy el aguafiestas de la familia, cuánto gasta semanalmente en Primitiva. Siete euros me ha dicho. He calculado así a bote pronto que eso significa que al año se deja unos 360 euros sólo en Primitiva. Salimos a trescientos de pérdida si uno hace las cuentas, pero da igual. Por lo visto le sigue teniendo fe a la Lotería. Cosa que, en el caso de mi madre, está justificado, porque hace ya como treinta años le tocó una vez el premio y esa fue la excusa para comprar un coche nuevo, el primer coche nuevo de mi madre, e irnos todos a conocer el mar. Mis primeras vacaciones de playa las pagó un premio Gordo de la Lotería, así de literario es el asunto. Durante las vacaciones cayó la mayor granizada de la historia en Gandía y el coche lució durante años, mientras lo usó primero mi madre y luego mi hermana, unos bollos en la carrocería fruto de aquella tormenta. Nos tocó la lotería y cumplimos un sueño, y exhibimos las cicatrices del asunto durante más de una década. Lejos de sentirnos desgraciados, en mi familia siempre le hemos tenido mucha fe a la lotería. Quizás porque la vendía mi tío, el hermano de mi madre, y pensábamos que más que un gasto era una inversión. En todo caso vamos a ir ahora, con panderetas y zambombas, a comprar un poco de jamón. Nos sorprende que no haya cámaras en la puerta, pero como somos gente humilde no le damos importancia a la desidia informativa. La primera inversión del premio, de hecho, se ha ido en jugar otra semana. Porque somos gente constante, ilusionada, unos españoles modelo pese a que las autoridades no quieran verlo. Además, esta noche comemos jabugo. Queda un poco de vino de ayer, así que no hará falta ser dispendiosos en el festejo.
Ayer me enteré, por primera vez en mi vida, del nombre de tres de mis bisabuelos maternos. Siempre escuché hablar de Juana. Pero ayer aprendí que estaba casada con Marcelo. Y que los padres de mi abuelo se llamaban José y Jacinta. José y Jacinta debieron ser gente muy estresada con la onomástica. Vivieron doce partos aunque sólo cuatro hijos crecieron, eso era la vida rural en la España de principios de siglo, algo que muchos se han empeñado en olvidar. De los cuatro que sobrevivieron a la mortalidad neonatal había dos que se llamaron Joaquín y Joaquina. No es broma. Cosas como estas he intentado muchas veces explicárselas a mis amigos latinoamericanos, que en muchos casos tienen perfectamente controlados a sus ancestros y saben de dónde provienen, cuál es el pueblo de origen de la familia y demás. Los que somos europeos de clase humilde en muchos casos no tenemos eso, porque durante muchos años, siglos, no tuvimos ni derecho a la memoria. Esa memoria de los sin nombre de la que hablaba Benjamin. Si durante todo el siglo XX, que ahora quieren calificar como el de los totalitarismos para abogar por una vuelta al estratificado mundo decimonónico, no se logró visibilizar esa memoria, ¿cómo lo haremos ahora? Durante décadas hemos dejado que la publicidad y los mass media vendieran el espíritu del 68 y quizás el que debiéramos enarbolar de nuevo es el de 1848.
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Final. Han querido circunstancias externas que la estadía en Madrid deje de ser vacacional. Siento por un lado una cierta rabia, y al mismo tiempo, para mi sorpresa, un enorme alivio. Llevo desde hace meses encontrándome en el porche de la casa de NOLA angustiado y triste, echando de menos a los amigos que, sobre todo en España, en Argentina o en México uno tiene. La vida ofrece giros raros, y muchas veces se producen hechos fortuitos que, aunque a primera vista parecen contratiempos, se vuelven oportunidades. La vida no es sencilla, ni lo ha sido ni lo será, pero no estoy triste. Toca ahora reconstruirse uno, labrarse una rutina y un futuro. Voy a ver cómo organizo mi vida en las próximas semanas, pero quiero aprovechar este rincón en el que por lo visto muchos escuchan para hacer algo muy sencillo: avisar de que es más que probable que me quede en España y que ando buscando trabajo. Casi que cualquier cosa porque no quiero agotar los ahorros y porque quiero ocupar la cabeza. Cualquier noticia, sugerencia o aviso será bien agradecido. Gracias a todos los que me quieren, aunque sé que no lo demuestro mucho porque uno es medio parco y reservado. Abrazote.

Antonio Jiménez Morato tiene publicados seis libros. El último de ellos es La piedra que se escribe. Narrativa latinoamericana desde el presente (Festina, México DF, 2016). Su novela Lima y limón (2010) se ha publicado en España, Argentina y Costa Rica. Es, además, el responsable de penúltiMa.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero