Pocos libros han concitado un recibimiento tan unánimemente elogioso como el que obtuvo El trabajo de los ojos, acaso uno de los ejemplos más refinados del tratamiento autobiográfico de la narrativa, de los intencionadamente difusas que son hoy las fronteras entre ensayo y narración y de la proyección de una mirada lírica sobre la realidad sin endulcorarla o estetizarla. Ahora Mercedes Halfon, autora de aquel libro proteico e inacabable, regresa con un diario de su estadía en Berlín, del que Alan Pauls, otro berlinés sobrevenido, ha escrito: «Crónica a la vez triste y risueña, Diario pinchado degrada a su víctima y al mismo tiempo la redime, transformándola –nietzscheanamente– en eso que siempre fue: una outsider (una anti etnógrafa). Alguien a quien las cosas no le salen como esperaba y de un día para el otro, varada en una ciudad poco amable, debe arreglárselas con lo que tiene: talento para ser invisible, para ocupar espacios laterales que no quiere nadie, para inventarse vidas suplentes, complicidades artesanales, felicidades frágiles, modestas, de las que no teníamos noticias y que nos conmueven.» Le damos las gracias a la editorial Entropía por compartir con nosotros este jugoso adelanto ahora que el libro está llegando a las librerías argentinas. No lo dejen escapar.

 

Viernes 1 º de mayo, Berlín, noche 

Nuestro encuentro fue raro. Hace tres meses que estás acá, me sorprendió que ya hablaras alemán. Quedé atónita mientras le hacías un chiste al taxista que nos llevó. Los asientos eran de un cuero liso y reluciente que en cada frenada me hacía deslizar un poquito más hacia el suelo.

El edificio donde está nuestra casa es muy lindo. De afuera no parece, pero nada más atravesar el pesado portón de hierro se entra a un gran patio con plantas y bicicletas al que dan todas las ventanas. Nuestro departamento está en el segundo piso. Subimos la escalera en silencio, con mi valija golpeando en los bordes de los escalones. Adentro las paredes y los muebles son blancos y casi no hay decoración. Me esperaba una mochila de lona, como la que usan todas las chicas en esta ciudad. Tenía un kit que habías preparado con un mapa de Berlín, otro del subte, unos anteojos de sol, hebillitas para el pelo. Era un regalo de recibimiento. Será que tengo que camuflarme.

Al atardecer bajamos al bar de al lado y nos encontramos con Bergen, el poeta del que te hiciste amigo los primeros días de tu beca de escritor. Tenía puesta una camisa de mangas cortas floreada que resaltaba entre los vestuarios monocromos de los demás bebedores. Vive cerca. Hablaban en inglés por encima de la música y aunque dije que los comprendía, no lo hacía. Al principio sí, pero después la conversación se aceleraba y alejaba de mi discernimiento. Bajé el nivel de atención, con ayuda de la cerveza y el cansancio. Tu cara matizada por la luz sepia, tus rasgos filosos tan amados, investidos por los gestos de otra lengua. Por último sólo percibía un murmullo gutural, al que cada tanto sonreía o asentía.

Cuando quedamos solos me comentaste que Bergen escribe poesía más bien experimental, que no le interesa demasiado el resultado de sus textos. Lo dijiste con admiración, porque entiendo que te pasa lo contrario; estás preocupado por ese resultado, tenés que escribir el texto final de la beca.

Ya en el departamento, me llevaste de la mano hasta la cama. Por alguna razón que desconozco, el colchón no es de resortes ni de gomaespuma, sino inflable. Extrañaba el contacto con tu piel, pleno, sin mediaciones. Pero había algo tenso en el abrazo. Las posiciones iban alternándose maquinalmente; subo, vuelvo a bajar, me agarro de vos tan fuerte que se me acalambra el arco del pie. Cada uno sabe y hace con precisión lo que al otro le gusta. Ponemos el cuerpo de memoria, como si no hubiera lugar para la sorpresa ni la improvisación.

Ahora te duchás con la puerta entreabierta, yo escribo esto y noto que en la cama no hay sábanas. Sólo un edredón blanco. Es lo que se estila en Alemania. Deduzco que lo esperable es una única temperatura posible, sin ninguna clase de matices: el frío.

 

Sábado 2 de mayo, Mitte, mañana

¿Qué escribirá Bergen? Vengo leyendo muchos textos sustentados en la creencia de que todo puede ser poesía. Incluso autores que hace tiempo me cautivaban insisten con esa idea tan seductora y libertaria de que todo es poesía o puede serlo. Pero sé que no siempre funciona esa máxima, y que la poesía pueda estar hecha de cualquier cosa no quiere decir que cualquier cosa sea poesía. Como esto que escribo acá. Es que la poesía nunca me pareció algo fácil, como no es fácil el amor, ni mucho menos la distancia, aunque estos sean los temas de la poesía por excelencia.

 

Tarde

Ordené mis cosas en el placard. Leí, dormí una siesta, cociné, aún sumida en la bruma del jet lag. Te observé trabajar. Estás completamente concentrado en la beca. Absorto. Yo, discreta pero atenta, espero los momentos en los que hacés contacto y podemos iniciar una conversación.

Antes de viajar, mientras intentaba ponerme en tema, estuve escuchando unas canciones de Schumann sobre poemas de Heinrich Heine llamadas Dichterliebe o Amor de poeta. El protagonista es precisamente un joven poeta enamorado que empieza su relato diciendo: “En el maravilloso mes de mayo, cuando todos los capullos se abrían, fue entonces cuando en mi corazón nació el amor”. Me cautivó la coincidencia, en mayo volaba para acá. Pero con el correr de las canciones el joven comienza a sufrir. Su amada lo abandona. Le impone, de alguna manera, una distancia. Él llora, se interna en el bosque y exclama: “Si las florecillas supieran…”.

Supongo que ya nadie quiere ser esa clase de poeta y amar de esa manera sin remedio, absoluta, total.

 

Noche, bar de Torstraße

Pero mucho más difícil que la distancia es la cercanía.

 

Domingo 3 de mayo

Fuimos a conocer el barrio. Me entusiasmo pensando en los días que tenemos por delante. Quisiera aclimatarme rápido. Me mostraste la plaza más cercana, con sus bancos y toboganes plateados, el prometedor local de productos orgánicos, el restaurante árabe donde comer shawarma y kebab. Después nos desviamos unas cuadras conversando, mientras te contaba chismes y nimiedades de nuestros amigos en Buenos Aires. Quién publicó un libro nuevo, quién se peleó con quién, quiénes están saliendo.

Nos topamos con un parquecito atravesado por senderos de piedra que parecía apropiado para sentarnos a descansar. Muy verde y bastante apartado, pese a estar en pleno Mitte. No lo conocías. Nos pareció extraño su silencio, era un silencio notable, como si lo rodeara un aire espeso, aislante. Una pareja caminaba de la mano con actitud circunspecta mirando hacia los costados, donde algunas cerámicas escritas en yiddish estaban pegadas en las paredes, hasta que se detuvieron a leer un cartel. Nos acercamos nosotros también a mirar y resultó que estábamos en un cementerio: el cementerio judío más antiguo de Berlín, fundado en 1672 y clausurado en 1827. Alguna vez contuvo más de doce mil sepulturas, decía. Los cementerios también cierran, pensé. Dejan de recibir muertos y de algún modo mueren. Quiero decir, se convierten en otra cosa: un museo, una plaza.

De ese pasado no quedaba nada, sólo ese espacio muy verde –“como todos los parques de acá”, dijiste, restándole importancia– y algunos nombres rotos y pegados en las paredes.

En Berlín hay dieciséis cementerios. Algunos fueron casi completamente destruidos por las bombas que alguna vez cayeron sobre estas mismas calles.

 

Lunes 4, mañana

Me levanto antes que vos y voy a la cocina. Abro las ventanas pero me encuentro con otras ventanas. Me explicaste que las construían de esa manera para no perder calor en invierno, cuando las temperaturas se vuelven heladas. Aunque por algún lado tiene que salir el aire viciado de la noche y entrar el del nuevo día. ¿Cómo hacen si no? Parecen casas diseñadas para que el pensamiento se reconcentre.

De Buenos Aires traje pocas cosas. Una valija mediana y una mochila de mano. Lo menos imprescindible que trasladé fue un paquete de un kilo de yerba y una bombilla porque creí que no iba a adaptarme a otro desayuno. Consideré que esos elementos eran la unidad mínima del mate. Error: en el departamento no hay pava ni termo de ninguna clase. Caliento agua en una olla que tiene un mango de baquelita en lugar de asa. Cebo mate con eso, en un vaso de vidrio. Vuelco, me quemo, mojo los libros que intento leer.

 

Tarde

Cuando te conocí tenías la cabeza de costado. En realidad no fue cuando te conocí sino cuando decidí quedarme con vos. Venías con una media sonrisa y una llave en la mano. Era de noche, se interponía una reja y también un jardín frondoso en penumbras que atravesaste con pasos largos de tus piernas delgadas. Abriste la puerta y me saludaste diciendo algo así como “bienvenida”.

Era una fiesta poco concurrida, en la casa de alguien que ninguno de los dos conocía muy bien. De eso ya pasaron cinco años. Lo que recuerdo es la total oscuridad del jardín, el sonido de tus pasos desde la casa, tus ojos brillantes sobre mí y la sensación de que estaba dejando mis armas en la puerta de ese lugar. Tuve miedo de entrar y pensé: me estoy metiendo en la boca del lobo.

 

Noche

Ahora miro el patio de aire-luz del departamento y no se ve absolutamente nada. Negro total. Debe haberse roto alguna lámpara porque el primer día, que fue cuando lo miré con mayor detenimiento, el patio estaba más iluminado. Vigilo la cocción de unas papas mientras espero que vuelvas de tu encuentro semanal de becarios. El silencio es abrumador. Increíble el contraste con mi casa de Buenos Aires, en la que siempre se escuchan pequeñas cosas, sobre la base constante que produce la avenida: la conversación de un grupo que pasa, una frenada, música de algún auto, golpes, alguien que silba una canción. Pero por estas paredes no se filtra ningún sonido. Apenas algún rumor opaco e indescifrable, jamás voces, como si los vecinos se hablaran con susurros.

¿Estaría más iluminado o sería la impresión que me dio cuando volvimos del bar, a la noche tarde? Es difícil dilucidar ese detalle. Cuando estamos sumidos en la oscuridad, la vista se acostumbra.

 

Fotografía de Catalina Bartolomé.

Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980) es periodista cultural y curadora en artes escénicas. Ha publicado textos breves de narrativa, una novela en colaboración y poesía. Su libro El trabajo de los ojos (Editorial Entropía, 2018) fue publicado en Chile (Lecturas ediciones) y en España (Las afueras). Dirigió junto a Laura Citarella el film Las poetas visitan a Juana Bignozzi (2019).