Hace ya algún tiempo, tras conocer que estaba relacionado con uno de los próceres argentinos: J.A. Roca, Emilio Jurado Naón se lanzó a una de sus particularísimas peripecias literarias que, de momento, lleva el nombre provisional de Los Roca y los yo. Perteneciente a esa obra marcha, penúltiMa tiene el orgullo de compartir con los lectores este texto inédito.

Un revés del viento disipó la columna de humo. Entre los últimos retazos de la nube negra, asomaron, con movimiento pausado, dos figuras flacas. Una iba más atrás que la otra. Ésta, de paso enérgico; aquella, de pensativo andar. Marchaban siguiendo una estrecha huella de carreta y, con el paso, hacían subir polvo en remolinos. A los lados, trigales se inclinaba mustios o se abrían amplias y ásperas áreas de pasto carbonizado. Del incendio de la noche anterior sólo quedaban brazas. La pareja había aprovechado la madrugada y el escenario humeante para apurar el viaje al sur. Uno de ellos, el de paso enérgico, iba con la nariz puesta hacia Buenos Aires; el olfato dirigido hacia la humedad del río y esos promisorios olores de puerto que ya podía adivinar. Lideraba aquel grupo mínimo (dos ya es un conjunto) cubierto por un abrigo mugroso y con sombrero de ala ancha, era un adolescente de rizos rubios, iris celeste y piel sufriente ante los rayos del sol. La intemperie y la falta de descanso habían violentado su cutis lampiño: estaba de rosa ardiente y se le partía la piel de la boca. Sin embargo, nada disminuía su marcha. La suela de las botas golpeaba el suelo, partía la tierra reseca o arrastraba el barro de los charcos por muchos metros. Casi no sentía las ampollas en el dedo gordo, ampollas que estallaron y resurgieron sobre ampollas pretéritas, ensangrentadas y vueltas callo.

Lo movían una voluntad y un peligro. La voluntad traccionaba su pera hacia adelante: hacia el sur, hacia el puerto. El peligro le empujaba los talones, le soplaba al oído, le hacía crujir los dientes desde atrás, desde Pavón, desde el campo de batalla que había abandonado contra su voluntad y de cuya particular conclusión ignoraba las consecuencias generales. ¿Habían ganado o perdido? Urquiza, ¿se retiró o retornó triunfal a sus dominios? Mitre estaba por rendirse, ¿se rindió?, ¿avanzó?, ¿retrucó? El escenario había sido confuso y se hacía doblemente confuso en la cabeza del joven mientras redoblaba la marcha rememorando los acontecimientos. Entre las llamas menguantes del sembradío y el humo agrio de tallos que ardían verdes, hizo aparecer, su imaginación, esa figura a caballo que había aterrizado junto al puesto de batalla. Aunque conocía que el ejército iba flaqueando ante el ataque de los porteños, el joven no había cejado en los tiros de su artillería. Nada percibía entre los estruendos y la niebla de pólvora, hasta que esa pantalla de gritos fue penetrada por la silueta del coronel en su montura. Las pezuñas del zaino derraparon a pocos metros. El joven, sin dejar de disparar, levantó la vista.

—Ya es tarde, Julito… la batalla está perdida.

Más que reconocer a su padre por el rostro, lo identificó en la enunciación. Le hizo pensar en aquella frase que usaba con él cuando niño para mandarlo a la cama: “Ya es tarde, Julito…”. ¿No se daba cuenta su padre que el contexto castrense anulaba el trato familiar? Preferiría muchas veces un maltrato como subordinado antes que ser devuelto, de un tirón, al indulgente “nene”.

Apretó, al recordar esta escena, la mandíbula –a su alrededor, las espigas de trigo rayaban el cielo.

Esa frase de José Segundo le había causado tal revulsión durante la lucha que –recordó– había tenido que suspender las descargas. Sus manos estaban cubiertas de hollín; se las miró. ¿Cómo le había respondido a José Segundo? No estaba seguro:

—Lo que tú digas, tata.

Sonaba completamente mentecato. ¿Quién agacharía de tamaña manera la cabeza en momento como ese, de tanta virilidad y adrenalina? La infantería cayendo a vanguardia; las extremidades se quebraban bajo violentos cascos y eran abandonadas a la indiferencia del barro. Con los tímpanos entumecidos por un estruendo constante, el entendimiento sólo pedía más y más descargas de plomo. Rogaba en murmullos llegar a ver alguna bala penetrando en algún abdomen.

La respuesta, tal vez, podría haber sido:

—Padre, déjeme cumplir hasta el fin mi deber y mi consigna.

Aunque esa opción resultaba épica en exceso –demasiado pretenciosa. Don José Segundo habría desarraigado de un sopapo todo orgullo latente en el cerebro de Julito.

—¿Qué deber ni qué consigna? ¡Te me vas de acá en seguida, disparado y sin chistar!

Pero no. El joven Julio no lograba precisar la verdad en ninguna de las posibilidades anteriores. La escena quedó trunca hasta tal punto que ignoraba en qué pliegues de la provincia había aterrizado su padre. Mediante un rápido análisis de las opciones –entre las que se barajaban volver al colegio en Concepción del Uruguay, retornar a Tucumán junto a su hermana menor o dirigirse a Buenos Aires, a lo de sus tíos– eligió la alternativa que más se parecía a la efigie adulta que había forjado para sí, para su personalidad futura: caminar por la madrugada hacia Buenos Aires.

Las espigas de trigo estallaron al tomar una curva el camino. Los rayos de la mañana habían esquivado definitivamente la nube de humo e irradiaban sobre la siembra huérfana. Julio dejaba atrás los parches de incendio. Se abrió un poco el saco por el calor, descubriendo algo del uniforme hecho harapos que llevaba debajo.

Con el recuerdo de esos acontecimientos poco lejanos, sumado a lo glorioso y místico que se le volvía el paisaje, Julio había puesto en un paréntesis de olvido al moreno que lo acompañaba unos pasos más atrás. Era el sujeto de caminar reflexivo.

Washinton Moreno, larguilíneo y flaco, desenvolvía un paso patizambo con la vista puesta sobre ese gringuito a cuyo periplo hacía varias horas se acoplaba. La espalda huesuda de Julio, el abrigo reseco, su chambergo pardo y como de rancia piel de caballo muerto –todo en el trote que impulsaban sus botas– lo tenían en éxtasis. O más bien sometido, embriagado en sopor, nadando en una contemplación vacía de pensamiento, de observación boba. No llegaba a entender a aquel personaje brioso que por azar se le había puesto al través.

El día anterior, a las afueras de San Nicolás, Washinton se calentaba al sol sobre un cajón de madera, apoyado a medio cuerpo contra la pared de un almacén. Sesteaba el sueño que el mediodía impone a los changarines cuando un vaho, mezcla de pimienta y pólvora, le repercutió en el olfato y lo despertó. Distinguió, entre las pestañas gruesas, una forma a contraluz. Una vez que se le acostumbraron los ojos a lo diurno, pudo apreciar la nariz exquisita del uniformado que lo interpelaba. Intercambiaron algunas frases de cortesía bien campera y fueron a lo sustancial. El joven conscripto le preguntaba, con acento impreciso, cuál sería, según él, el camino Norte-Sur al que recurrían con mayor frecuencia los ejércitos. Washinton dejó macerar la cuestión con los labios en puchero, se rascó la barba rala y mota, y contestó con otra pregunta: que si necesitaba baqueano, que aquel oriental de cepa lo orientaría a donde quisiese y por donde quisiese; que son misteriosos los caminos del ejército, que usan varias huellas pero que él las sabía todas aunque fueran múltiples y se multiplicasen, en aquellas épocas, las tropas, los bandos y la guerra; que el intestino le picaba y si no quería adentrarse en la pulpería a sorber un caldo, que él hacía el convido, así sin un diez como lo veía; que qué joven era el señor, que cuál su procedencia y cuántos años contaba; que qué grado de qué, si de infantería, caballería, maestranza; que qué calor que hacía, ¿qué día era?

El gringuito no se perturbó a la medida de lo que Washinton quiso. El uruguayo había sabido desplegar la confusión de las preguntas y la charla vasta que le eran propias. La finalidad calculada consistía en generar confianza sobre el crío, llenarle el vientre de puchero y generar, así, mayor confianza, y luego, después de la doble confianza y el corazón completo –más una o dos jarras de vino para aceitar las maneras–, negociaría con pormenores la changa que, sin duda, estaba para ganar con creces.

Pero así, tal como lo había planeado, las cosas no salieron. El joven detalló que eran justamente las vías más usadas por las tropas de Buenos Aires aquellas que quería eludir. A espaldas del conscripto y bajo el sol calcinante, se levantaba una recia columna de humo. Washinton señaló; los ojos se le achinaron de perspicacia. Y le explicó al niño cuya tonada ya iba ubicando como propia de Tucumán –aunque lavada– que la roza forzosa que los mitristas estaban popularizando en la zona les serviría de cortina. Mientras miraba la concentración del gringuito, analizando los corcoveos de las volutas crespas a lo lejos, Washinton Moreno sintió resurgirle en la panza una emoción que hace tiempo no lo venía a visitar: el chirle olor de la ciudad puerto, aquel pútrido paraíso que había visto por última vez cuando aún imberbe.

Recordaba un quilombo bien puesto en la zona del Bajo. Allí había merodeado tres días seguidos hasta que la regenta supo de que Washinton no tenía ni un peso fuerte y lo acompañó hasta el umbral de la casona a patadas en el hueso dulce. Recordó que había andado tres días más, con sus noches, saboreando el pintalabios de una de las putas más nuevas: mestiza traviesa, retacona y huidiza, ¡si la viera de vuelta! El color de los labios, en esos tiempos, se hacía con sangre de res, cal y aceite, habían dicho. Extraño. El gusto no tenía nada que ver con el asado chaqueño. ¡Sí! Le dio por volver y volvería. El gringuito mustio y andrajoso ya lo miraba de vuelta extendiendo unas monedas sobre la palma de la mano pálida. Le vio los ojos por primera vez –o ya los había visto, pero ahora se le hicieron precisos–, dos aros celestes y unas cejas por arriba que prometían ser bien gruesas.

Así se habían puesto a caminar sin mayores dilaciones que un mate cocido y dos galletas. Galleta y media comió Washinton; el joven sólo media, con inapetentes mordiscos. La noche la habían pasado en el camino, a la vera del cual, entre choclos hechos carbón, durmieron pocas horas, y levantaron sin sol –húmedas, las ropas, de rocío. La mañana se iba poniendo linda y esto disipaba un poco el dolor en los pies de Washinton. Era hombre de patas largas pero el andar lo practicaba poco. Prefería la sobremesa, el truco y la ginebra. Y, si de caminar se trataba, lo hacía despacio y siempre rumbo al río o a una laguna, ¡sólo la pesca ameritaba tamaña locomoción! Sabía pasar la tanza por un corcho y encontrar una raíz de almohada. Al agua tiraba el anzuelo y ponía su atención, toda, sobre la guía: medio corcho desgranado se bambolea suavemente entre los parches de luz que las hojas de algún tilo recortan sobre el arroyo. La cabeza del jovencito tucumanoide, embolsada en su roñoso chambergo, le iba sonando conocida a Washinton Moreno; equivalía a un corcho –a un medio corcho flojo y de vino embebido– bamboleándose de derecha a izquierda entre las espigas rectas. La introspección lo había puesto lerdo a Moreno; venía al rezago cuando debería estar al frente, guiando al impetuoso tucumano, ¿tucumano? Hablaba raro el conscripto aquel, como mezclando lenguas. Washinton aceleró el paso justo cuando el joven tomaba una curva del camino y se perdía en el trigal.

***

Una fragancia lo inundó: aire renovador. La siembra iba cediendo en esa parte, se mezclaba con cardos y otros yuyos, un que otro árbol débil pero esperanzador, cuices cuchicheando en la espesura. A Julio se le había limpiado el ceño, así como el cielo estaba libre de nubes y rastros de la quema. Se sentía libre por primera vez; libre de elegir los pasos que daba, libre de ir a la escuela, libre de la librea citadina y de la rígida postura del regimiento. Como si fuera la primera ocasión en la que realmente podía hacer cualquier cosa; es decir, que no existían estímulos o exigencias del mundo social a partir de las cuales él tuviera que dar respuesta. Desde que se acordaba, siempre había actuado como consecuencia de alguna orden, pedido, exigencia tácita o irritación del sentido de la responsabilidad. Cuando bachiller, en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, no sólo tenía que estudiar a destajo, tragar sin chistar la bosta de comida que le daban y torcer su personalidad a manera de ejemplo, sino que también debía velar por sus hermanos menores, sobre quienes escribía por carta a padre con mecánica puntualidad. No es que lo mecánico le molestara en sí, pero esta fragancia nueva que inhalaba lo tenía efervescente. Respiró inflando las narinas. No sabía que improvisar daba tanta alegría. Se había sentido atribulado luego de Pavón; envuelto en niebla y con tizne en los brazos, sin saber dónde estaban ni su padre ni sus compañeros. Los interrogantes de la batalla ejercían, hasta hace pocas horas, tal presión en su cráneo que no podía hacer cosa diferente que hipotetizar. A la vuelta del camino las hipótesis se habían vuelto volátiles y se le apareció la idea, antes insospechada, de dedicar su vida a la naturaleza, vivir entre cuices cosechando papa y zanahoria, contemplar la generación espontánea de la vida, dormir bajo la cúpula de estrellas y olvidarse de los estímulos externos que dirigían, sádicos, rabiosos, su destino. La libertad era absoluta entre las espigas de trigo. Los ojos de Julio conocieron un diámetro de apertura que jamás habría de repetirse. Y así, puro globos oculares y con los brazos abiertos, de rodillas sobre el pasto y con la boca crispada en sonrisa silenciosa, lo encontró Washinton dos minutos después.

Agarró a Julio de los sobacos y lo arrastró hasta un tronco caído, al borde de la huella.

—Está todo acalambrado, peque –jadeó el improvisado baqueano al sentir lo entumecidas que tenía Julio las extremidades; prácticamente no aflojaba los brazos ni la mandíbula abierta: era un cactus–. Ya lo veía yo caminar demasiado rápido… hay que dar tiempo al aire, hijo, que entre mejor y con calma…

Le masajeó un poco la espalda dura y los hombros, trató de ablandarle la nuca para que pudiera distenderse sobre el tronco. Pero Julito seguía impertérrito, terco. No sacaba las pupilas húmedas del cielo. Comenzaron a aparecer ciertas nubes finas y poco compactas. Julito no las seguía con la vista a medida que éstas se volvían rulos, se aglutinaban integrando formaciones mayores o se diluían hacia los polos. Simplemente miraba un punto fijo. En su boca abierta entraban y salían, curiosos, mosquitos y coleópteros.

Washinton lo dejó un rato; se alejó y volvió trayendo una chala seca entre los dedos, en la que espolvoreó hebras de tabaco, y se puso a enrollar, concienzudamente, un cigarro. Una pareja de calandrias saltaba cerca. Picoteaban el suelo –lombrices buscaban, porahi, combatían con culebras. La brisa coqueteaba con los caminantes en descanso quedo: venía a inclinar el pasto y las espigas de trigo, después desaparecía; regresaba al rato, idéntica pero fresca.

Dos lenguas de humo sopló por los orificios nasales, a las que siguió una procesión de anillos exhalados cada vez con mayor diámetro, cada vez de contorno menos preciso. Barrió los labios con la lengua, descubría hebras dulces que iba escupiendo despacio. Inspiró. Produjo nuevos anillos, de una circunferencia blanco-azulada, al tiempo que torcía el cuello a su derecha. El conscripto lo inspeccionaba. Había recuperado el porte enhiesto que le conocía, aunque sin el dejo de amargura que lo acompañara desde San Nicolás. Washinton le pasó el cigarro, que el joven rechazó. Julio se puso de pie, estiró las piernas, se limpió los brazos de pasto y hormigas, miró a lo lejos. Miró en torno suyo. Miró al moreno que se chupaba la punta de los dedos, distraído. Miró el tronco seco contra el que se había estado apoyando. La corteza le pareció algo suelta y la pateó.

El esqueleto de ambos caminantes fue recorrido por un rayo cuando les llegó un ruido raro de la madera: como una calabaza gritona. Washinton, en pie de alerta, acercó el oído y pudo reconocer un ronroneo asmático que salía de ahí.

—¿Chilló? –quiso asegurarse Julio, que parecía más nervioso de lo que hubiera querido.

—Chilló.

—¿Tendrá zarigüeyas por adentro..?

—No, no, gurí: es una cápsula de futuro.

El conscripto pensó en lo sucio que tenía el cuerpo después de días de guerra y caminata. Se mordió el labio con suavidad, despegando una tira de piel hasta hacerse doler apenas. La sensación de plenitud se le disipó. Si bien no terminaba de entender lo que decía el negro, Julio pasó a ser testigo pasmoso de la seguridad y resolución que desplegaba su baqueano. Washinton se puso en cuclillas, metió los dedos entre la corteza y el tronco y, sin moquear ante los ronquidos en aumento, la despegó hacia afuera.

La corteza se desprendió arrastrando láminas de filamentos viscosos detrás de la cual apareció una masa rojiza, palpitante. Julio pensó en las veces que había participado de una carneada. El cuerpo extraño del tronco se asemejaba a un estómago de vaca. Washinton no pensó; su mente se había fundido con los olores. Entonces, el joven conscripto sugirió continuar la marcha de inmediato, pero el moreno dijo que le tocaba a él, a Julio, poner los dedos adentro y sacar lo que hubiese para sacar. Y Julio metió la mano hasta el fondo, tanteó, se mojó de bilis hasta el codo, hurgó, dio con una parte firme y, de un golpe, ¡me sacó a mí!

Caí desnudo en el pasto, cubierto de esperma cronotópico, tosiendo mi propia saliva.

Por un rato largo sus voces se oyeron como salidas de un parlante cubierto de frazadas, sábanas, colchones. El baqueano se sentó y aseó el cuerpo recienvenido con agua de su cantimplora. Le debió haber pedido a Julio algún retazo de género más suave que los que él llevaba encima con la finalidad de repasar la cara y quitar aquel fluido rojizo que rápidamente se iba haciendo costra. Me dieron un trago de agua y vomité bilis. Ellos seguían dialogando en delgada voz y, poco a poco, se me fueron haciendo inteligibles algunas frases.

—¿Qué es?

—“¿Quién es?”, habría que preguntarse.

—Pero, ¿qué es? ¿Qué es lo que pasó?

—Salió de un tronco, como tubo del tiempo.

—¿Tronco del tiempo?

—Claro, como si usted se metiera en un tronco hueco, largo, y del otro lado saliera en otra época, en otro momento distinto y muy lejos del que entró.

—¿Y quién es?

—Emilio Jurado Naón.

—¿Lo conoce? ¿Por qué está desnudo y con esa resina?

—Para mejor y con mayor comodidad viajar.

—¿Lo conoce?

—Ahora lo conocemos.

—Pero sabe su nombre: ¿lo habrá visto antes, conocerá a su familia, será uruguayo..?

—Lo supe por la etiqueta que tiene atada al tobillo, ¿ve? “Emilio Jurado Naón”, dice, “autor de…” Y el resto no se entiende. Estaba atada al tobillo con un piolín, el cartelito, pero se ha de haber borroneado por la humedad…

—Repugnante.

—Vea… está despertando…

Tenía en los ojos una hinchazón que no me dejaba abrirlos del todo. Parecía estar despertando de una siesta larga y profunda; profundamente larga, largamente profunda. Abrí la boca para pronunciar pero lo primero que salió fue otra descarga de bilis algo menos amarilla que la anterior.

—Buena señal: que se recupera.

—Vayámonos ya, esto…

—Hay que ayudarlo. Ay, hay que esperarlo un poco, a ver qué le va a decir.

—¿A mí?

—Claro, usted, joven, lo sacó entero y de un simple tirón. Dictan el uso y las costumbres que quien haya de sacar a un viajero de futuro le corresponde hablarle. Para él son las palabras que el viajero tenga que escupir.

—Repugnante.

—“Escupir” es un giro, una metáfora. Creamé, vale la pena sentarse a esperarlo que se acomode.

—¿Usted ya tuvo de estas visitas?

—Yo no, mi abuelo… Solía contar mi madre, la finadita… El abuelo habló una vez con un indio manso que salió de la cáscara de un huevo de avestruz, allá por Durazno. Venía el indio todo ensangrentado pero vívido y le habló en cristiano para decirle…

Me incorporé y escurrí los brazos salpicando las botas de mis anfitriones, que cortaron la charla como quien separa con facón el hilo de dos chorizos. Me refregué los ojos. Washinton limpió la punta de sus zapatos sobre un yuyo y se apartó unos metros. Se sentó y empezó a armar otro cigarro. Julio inquirió con los ojos. El uruguayo le dio ánimo para que se quedara conmigo cerca, que él estaría ahí por cualquier ayuda que necesitase, que no tuviera cuidado en preguntarme y hablarme como a un familiar, que tampoco se apurara, que no impacientarse era la forma mejor de trazar puentes de entre los tiempos.

—Hola –le dije yo con voz de gargajo.

La falta de originalidad se debió, seguro, a la desorientación o pereza. Claramente esperaba que él fuera quien pusiese más creatividad en la charla. Pero no:

—Hola –respondió Julio y hubo una pausa incómoda durante la cual sentí frío en los brazos y en el pito.

—Bueno…

—¿Usted me conoce?

—¿Vos me conocés a mí?

—“Emiliano” está escrito en ese cartón que iba atado al tobillo.

—“Emilio”, sí.

—No conozco a nadie de ese nombre, ni el apellido me suena familiar.

—Yo, a vos, te conozco: Julio Argentino Roca. Tenés quince años, la misma edad que tengo en este momento, por coincidencia obligada de los encuentros cornotópicos. Aunque será recién dentro de diez años que voy a leer tu autobiografía, Soy Roca.

—¿Escribiré una autobiografía?

—Vengo de un tiempo en el que ya estás bien muerto, a pesar de lo cual, tu nombre sobrevive en calles, avenidas, plazas, monumentos, billetes, colegios, líneas de tren…

—Fantástico.

—Y además, mi familia chica es un desprendimiento de la Familia Grande a la cual vos pertenecés. Agustín, tu hermano, va a ser mi tatarabuelo.

—No sé mucho de Agustín, en verdad…

—No importa. Nosotros sabemos demasiado de lo que vos y tu familia van a hacer: a quiénes va a beneficiar y a quiénes perjudicar. Esa presencia de tu nombre y tu figura en nuestro futuro no es fortuita. Y tal vez ahora, aunque con quince años, estés proyectando en tu mente el porvenir en el que vas a ser partícipe y, en gran medida, protagonista.

—Usted me habla así… y es como si recriminara. No sé bien de qué me está hablando. Hay algo agresivo en su forma de pronunciarse.

—Sí, tenés, razón. El tono, si bien fuera de contexto, tiene un porqué. Pero no puedo explicitarlo del todo; o podría, pero sería en vano. Si te revelase explícitamente lo que vas a hacer lo olvidarías al instante, y yo desaparecería de tu época, y vos seguirías viaje con Washinton…

—¡Ah, entonces sí se conocían!

Washinton tosió humo y movió la cabeza lentamente hacia los lados.

—No es que nos conozcamos, sino que yo los conozco a ustedes dos, porque, de alguna manera, los estoy escribiendo.

—Ah, bien… –Roca se estaba poniendo impaciente, no veía conveniencia en seguir la charla por mucho tiempo más; y porahi estaba en lo cierto–. ¿Entonces? Bueno, diga, ¿a qué ha venido?

—Hay algo en el día de hoy, en esta caminata que estás haciendo, que es genuino, que es un punto de quiebre, un punto álgido.

—A ver…

—Lo escribiste en tu autobiografía, cito: “Era una primavera espléndida que hacía florecer de amarillo los bordes del camino. Andábamos despacio para no estropear los montados. Cuando veíamos una polvareda, el negro y yo nos salíamos unas varas del carril para evitar encuentros con las partidas porteñas, aunque el ejército de Mitre, según se decía, ya estaba en el Rosario. Nunca nos faltó un rancho donde matear o churrasquear; una o dos veces, solamente, tuve que pagar la comida, pues los pobladores eran hospitalarios y amistosos. Odiaban a Urquiza y estaban persuadidos que el triunfo porteño los había salvado de la catástrofe.

“Así, plácidamente, sin apuros ni peligros, fuimos dejando atrás a Pergamino, San Antonio de Areco y Luján, en jornadas que ahora evoco como las más libres de mi vida: libres de la disciplina escolar, libres de la disciplina castrense, libres de compromisos con ningún gobierno, libres de responsabilidades; un pastor irlandés con su criado, que se dirige a Buenos Aires a comprar unas ovejitas…” (La bastardilla es mía).

—Bien, bastante certero, a pesar de una o dos incorrecciones.

—Vos mismo lo escribiste… lo escribirás…

—Lo ignoro. Desarrolle, por favor.

—A lo que voy es que, en este momento de aparente sensación de absoluta libertad, se abre la chance de salirse del carril: evadir de pleno esas responsabilidades hacia el ejército, la nación, los gobiernos, la familia, etcétera. Porque, confiá en mi palabra, ese deber ser que ahora parece esfumarse ante el contacto con el mundo y las espigas de trigo se volverá a ceñir sobre vos en poco tiempo.

—Lo dudo, estoy bien así. Simplemente disfruto este paréntesis y sé que en unos días estaré en lo de mi tío Marcos, en Buenos Aires, y después se verá lo que acontece.

—Incorrecto: nosotros sabemos lo que va a pasar. Y, creeme, va a ser una huella indeleble en la historia de estos pueblos.

—No me incomoda en absoluto ese presagio. Si así tiene que ser, lo adoptaré con grandeza.

—Mucha gente va a morir.

—Lo ignoro.

—La patria quedará esclava.

—No me hago responsable.

—La tierra devendrá estéril.

—Es inconmensurable y grandiosa nuestra tierra.

—Siento como que estás evadiendo el tema.

—No sé hacia dónde se dirige. Parece prescindible su aparición y no se ve como un hombre de quince años, sino menos.

—¡Sos un facho hijo de remil de putas!

—¡Calma, gurises!

El baqueano se había puesto entre nosotros y nos separaba con las manos extendidas pero sin llegar a tocar a ninguno. Tenía calma en el gesto y reprobación medida.

Roca se alejó unos pasos, caminó en círculos pequeños sobre la tierra seca del camino. Se le habían acentuado las ojeras, que hacían de marco inferior a los ojos clarísimos, fríos, zorrunos.

Me senté y miré adentro del tronco, a ver si me había olvidado algo.

Roca se acercó de vuelta, con gesto afable:

—Bien, hagamos las paces, seamos políticos…

—Ok.

—¿Eh?

—Bueno.

—¿De qué manera lo podemos ayudar?

—Te encuentro impermeable.

—No puedo ayudarlo en nada.

—¿No te interesa saber nada de tu futuro?

—Usted mismo dice que lo olvidaré al instante… ¿A dónde volverá usted después de este inesperado encuentro?

—Calculo que a mi tiempo, en Buenos Aires.

—Ah, Buenos Aires, sí… ¿Me augura buena fortuna? Es allí precisamente a donde me dirijo.

—¿Fortuna? Bueno, sí… podría decirse. ¿Qué te interesa saber, específicamente?

—Me han dicho que hay unas putas lindas cerca del puerto, que usan en los labios un color hecho de sangre y aceite, sangre de vaca… –los ojos se le desorbitaron.

—¿No era Washinton el que decía eso?

Washinton me miró sin entender. Hizo un ademán confuso; las cejas y los ojos se le disolvieron en una mancha borrosa. El sostén de la realidad se estaba poniendo fláccido. Ya no sabía qué había dicho o qué había escrito, qué pensaba yo y que era fruto podrido de los personajes. Roca, Julio, se parecía demasiado a mi tío (a todos mis tíos). Su cara sobresalía en relieve sobre el paisaje e iba mutando hacia el perfil de los billetes de cien pesos. Diez, veinte, cincuenta billetes de cien en un atado y esparcidos al viento de la pampa, arremolinándose a mí alrededor, con el color violáceo de una uva agria. Me arrastré de vuelta dentro el tronco. Hecho un repollo, traté de armonizar la respiración con el pulso y cerré los ojos, que me ardían.

Súbitamente, el pampero tomó protagonismo en la escena a fuerza de susurros tenues entre las espigas de trigo. El joven peregrino y su acompañante hicieron fogón, chuparon cuatro rondas de mate, masticaron galleta y luego reincidieron en la huella que tan bien los venía tratando.

 

Emilio Jurado Naón

Emilio Jurado Naón (Buenos Aires,  1989). Es Licenciado en Letras (UBA). Integra el grupo de exploración literaria “Proxémicos” y es co-editor de Rapallo, revista de poemas y ensayos. Ha publicado un libro muy notable además de originalísimo: A rebato (Blatt&Ríos, 2013).

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.