El próximo mes de marzo, a través de Chamán ediciones, sale a la venta Todo en orden, el más reciente libro de relatos de Luis Sánchez Martín. En la propia contracubierta del libro se traza un retrato bastante ajustado del contenido del mismo: Cuando, harto de quemar tus días en horario de oficina, abrazas otra vida posible; cuando dependes exclusivamente de alguien que jamás te supo valorar; cuando tres días sin dormir te llevan hasta donde nunca creías poder llegar; cuando cruzas la frontera en busca de fármacos; cuando un graznido corta la oscuridad, una carcajada rompe la noche, el gato saca las uñas y aparcas tu vida en doble fila; cuando tu obra se convierte en una extensión de ti mismo y abres día tras día el mismo buzón, siempre vacío. Cuando todo esto sucede, ha llegado el momento de poner todo en orden. La vida como condena es el nexo común de estas historias de precariedad, ostracismo, lastre, muerte y soledad con las que el autor denuncia el dolor, pero también reivindica el derecho a morir con las botas puestas y la cabeza bien alta. Porque a muchos solo les queda el placer, que lo es, de hacer mucho ruido. Gracias a la editorial y al autor podemos compartir con los lectores de penúltiMa este adelanto.
Durante el verano de 2002 no pude hacer gran cosa. Julio fue un mes como otro cualquiera, con mi trabajo de nueve a dos por la mañana (que solía postergarse hasta las dos y media) y de cuatro a siete y media por la tarde (que solía estirarse hasta límites inimaginables), de lunes a viernes. Los fines de semana apenas disfrutaba un rato el domingo al atardecer, pues tenía que dedicar esos días de supuesto asueto a cocina, limpieza, lavadora, plancha, compras, etc. Agosto fue distinto. Tres semanas de vacaciones siempre se agradecen por más que tener vacaciones y no tener dinero es como tener un helicóptero y no saber pilotarlo.
De alquilar un apartamento en la costa, por pequeño que fuera, podía olvidarme: ninguno bajaba de tres mil euros por dos semanas. No he tenido tanto dinero en mi vida. Así pues, no pisé la playa más que días sueltos en los que iba, me remojaba un poco, me tomaba un granizado de limón y volvía a casa. No fueron muchos tampoco porque el gasoil no lo regalan.
Hay gente con dificultades para acabar el mes: yo las tuve para empezarlo. Mi empresa tenía la asquerosa y estúpida costumbre, amén de ilegal, de pagar el primer viernes de cada mes (por Ley debe pagarse del día uno al cinco, caiga en lo que caiga) y aquel agosto comenzó en sábado, luego el primer viernes fue día siete. Como la transferencia de la nómina se hacía desde un banco distinto a aquel en que yo tenía mi cuenta, no vi un céntimo hasta el día diez, tras dos llamadas de mi casero preguntando por qué no pagaba el alquiler. Tras pasar la vergüenza hice el ingreso y, esa misma mañana, me pasaron por el banco los ciento treinta euros de consumo eléctrico y los ochenta y cuatro de agua. Acto seguido llevé el coche al taller para subsanar los defectos que fueran necesarios de cara a pasar la I.T.V. la siguiente semana. Ciento diez euros de taller más cuarenta y cinco por la inspección. Mucha gente me preguntaba por qué no me iba a ningún sitio en vacaciones y yo escurría el bulto con lugares comunes cuando la realidad era tan simple como que tenía que escoger entre irme de vacaciones o comer.
Así pues dediqué el verano a las pocas actividades que mi situación económica me permitió. Me levantaba temprano para salir a caminar antes de que apretara el sol, que a las diez de la mañana ya me hacía sudar a cántaros. Paseaba un par de horas escuchando canciones de un pequeño reproductor de cedés portátil que me regalaron los compañeros de un trabajo anterior. El noventa por ciento de los discos que tenía eran copias que me había grabado un viejo amigo. Hacía por lo menos tres años –desde que mi empresa decidió prorratear la paga extra entre las otras doce en lugar de pagarla en verano y Navidad- que no me compraba un disco. La realidad es que la paga extra no se prorrateó, sino que directamente se eliminó. La línea del prorrateo ocupó en la nómina la que anteriormente ocupaba un plus fuera de convenio. A los pocos que se dieron cuenta del detalle les hicieron creer que los resultados de la empresa obligaron a tomar dicha medida. Los del departamento de contabilidad, que sabíamos que cada año se facturaba más, por prudencia no nos quejamos, porque a nosotros no hubieran podido engañarnos y probablemente la osadía de la protesta nos hubiera costado el despido. Del mismo modo que no compraba discos, tampoco podía comprar libros o ropa. Llevaba tres años yendo a trabajar con los mismos pantalones desgastados y las mismas camisas de colores apagados. En el momento en que un pantalón amenazaba con caerse empezaba a comer grasas y dulces sin miramientos para engordar un poco. Del mismo modo, cuando el pantalón amenazaba con no abrochar, empezaban las sesiones de abdominales en casa. Ir a un gimnasio era un capricho que, como ir al dentista, no podía permitirme. Pasaba las tardes apalancado en un sillón delante de un ventilador de plástico de tres velocidades –todas iguales desde hacía dos años- que rezaba por que no se rompiera, pues no estaba seguro de poder permitirme los veinte euros que costaba el más barato del hipermercado. Allí leía o veía los libros y películas que sacaba de la Biblioteca Pública Regional. No podía ver nada más en el televisor pues un par de meses antes se había estropeado la toma de antena y mi casero se negaba a arreglarla. Cuando le dije que era su obligación me respondió que lo denunciara. En cuanto el abogado me pidió doscientos euros de provisión de fondos más cien para el procurador entendí por qué mi casero se partía de risa cuando me animó a demandarlo.
Mi situación no cambió durante los siguientes nueve años y, por ende, así fueron los siguientes nueve veranos. El verano de 2012, en plena crisis económica, no fue muy distinto, aunque sí algo mejor en determinados aspectos.
Es cierto que no tuve vacaciones, pero tenía un horario mucho más sensato que el de aquel 2002 como contable, a pesar de que el nuevo trabajo no era muy de mi agrado: de nueve a una, de lunes a sábado, limpiaba los aseos y vestuarios de un enorme edificio público. Había sido camarero en mi adolescencia, luego tampoco era nada nuevo para mí (aunque pensaba que esa época ya había quedado definitivamente atrás y me equivoqué) el introducir mis manos enguantadas en un lavabo o inodoro. Sin embargo, la diferencia a la baja en la categoría del trabajo se compensaba, y mucho, con el hecho de que mi empleador me procuraba alojamiento y, por lo tanto, ya no tenía gastos de alquiler o hipoteca, lo que, dicho sea de paso, me libraba además del castigo psicológico que supone aguantar a un casero extorsionador o saberse la marioneta de una entidad bancaria para el resto de tu vida.
Tal y como sucediera diez años antes, no podía comprar libros ni discos ni películas ni ropa. De este modo, mis actividades seguían siendo leer volúmenes prestados en otra biblioteca, pues por motivos que no vienen al caso ya no podía usar el carnet de la Biblioteca Pública Regional, y escuchar música con aquel reproductor de cedés portátil que, milagrosamente, aún funcionaba. Las películas se acabaron, pues ya no tenía reproductor de DVD.
No tenía gastos de electricidad, agua ni ningún tipo de suministros. Hacía unos meses que había vendido mi viejo coche por una cantidad irrisoria que tenía consignada en el banco por si la necesitaba más adelante. Volvía a tener televisión, pero tras un par de días curioseando la estúpida programación me di cuenta de que era una pérdida de tiempo y un malgasto de neuronas. Así pues, me dediqué a devorar libros y escuchar música tumbado tranquilamente por las tardes en una habitación más fresca que la de mi antiguo apartamento de alquiler, donde además tenía un ventilador al que sí funcionaba el selector de velocidad.
No menos significativo es que aquel año pude ir al dentista después de casi quince años sin hacerlo.
Pero si hubo algo aquel verano que me sorprendiera y emocionara realmente fue que, al fin, tras años intentándolo, iba a poder estudiar una carrera. Siempre me dolió haber abandonado empresariales el segundo año, y me hacía ilusión licenciarme algún día en historia. Durante años fue imposible: si alguna vez mi situación económica me permitía soñar con pagar matrícula y libros, el estúpido horario laboral de oficina me sacaba de mi ensoñación. Si un trabajo de nueve a dos (lo que implica salir de casa a las ocho y cuarto y llegar, en el mejor de los casos, a las tres menos cuarto) por la mañana y de cuatro a siete y media (salida a las tres y cuarto, tras comer mal y deprisa, y llegada a saber cuándo) hacía que cualquier trivialidad como comprar una barra de pan o poner una lavadora se convirtieran en una verdadera odisea, no costará mucho imaginar cómo puede enfrentarse uno en esa situación al estudio de una carrera. Ahora que sólo trabajaba por las mañanas estaba deseando que llegara septiembre para matricularme en la U.N.E.D.
En resumen: ninguno de los dos veranos pude viajar a ningún sitio, aunque el primero pude escaparme días sueltos a la playa. Sin embargo, el segundo verano no tuve preocupaciones por no poder pagar el alquiler, ni abusivos recibos de luz y agua, ni tuve que bajarme los pantalones ante la estafa de la Inspección Técnica de Vehículos. Es cierto que el primer verano podía salir a pasear alguna mañana o tarde, pero la realidad es que el agobiante calor de la ciudad quitaba las ganas, así que durante el segundo verano aproveché ese tiempo extra para leer todo lo que cayó en mis manos. Además, durante el verano de dos mil doce no tuve que gastar nada en comida. Admito que no podía comer todo lo que quería (del mismo modo que cuando trabajaba como contable tampoco podía, pobre de mí a fin de mes si descuidaba el presupuesto en unos pocos euros), pero al menos tenía asegurados desayuno, comida y cena todos los días. Seguía sin poder comprar ropa, pero me urgía mucho menos pues en mi nuevo trabajo usaba un uniforme oficial. Y, lo más importante, al fin tenía tiempo y medios para acceder a una formación universitaria que se me había negado durante años. Pensándolo bien, creo que mi situación durante el verano de 2012 fue bastante mejor.
Durante el verano de 2002 era uno de los diez miembros del departamento de contabilidad de una de las principales empresas de publicidad del país. Estaba contratado en la categoría de «recepcionista / telefonista», en el más bajo de los grupos de cotización del convenio del sector, y cobraba ochocientos euros al mes, cantidad que englobaba dos pagas extraordinarias. Algunos encuadran aquel año en un período que llaman «el milagro económico español».
Durante el verano de 2012, como a día de hoy, me encontraba cumpliendo condena por homicidio en primer grado en la prisión de Alicante II Villena. Una mañana de enero de aquel año, aún trabajando en la empresa de publicidad, pedí al director de recursos humanos un anticipo –era día 23 o 24, si no recuerdo mal- para poder comprar comida. Había tenido un gasto considerable e inesperado debido a una reparación de mi coche, imprescindible para poder ir a trabajar a un polígono alejado y muy mal comunicado mediante transporte público, y mi cuenta del banco estaba en apenas diez o quince euros. El director de recursos humanos me entregó un pagaré con vencimiento una semana después. Le expliqué, por si no lo había entendido bien la primera vez, que necesitaba comprar comida en ese momento. Me dijo que esa era la política de la empresa y que lo tomaba o lo dejaba. Insistí en que era fuerza mayor, que no le costaba ningún trabajo escribir otro vencimiento en el pagaré y que nadie iba a criticar su actuación. Insistió en que lo tomaba o lo dejaba.
Y lo dejé: dejé el pagaré en la mesa y, esa misma tarde, lo esperé a la salida con un enorme cuchillo de cocina y le corté la yugular.
Luis Sánchez Martín (Cartagena, España, 1978) ha publicado el libro de relatos Sin anestesia (Ediciones Hades, 2014), la novela Bebop Café (Boria Ediciones, 2016) y el poemario Carrera con el Diablo (Lastura Ediciones, 2019). En marzo de 2022 verá la luz se segundo libro de relatos, Todo en orden (Chamán Ediciones). Ha sido finalista de varios certámenes de relato y poesía, a destacar el III Concurso de Relatos Contra la Violencia Machista organizado por el Ayuntamiento de Terrasa (2015), el V Certamen de Relatos Pablo de Olavide (2016) y las ediciones XVIII y XIX del Certamen de Poesía Dionisia García (2020 / 2021). Sus relatos y poemas han aparecido en publicaciones en papel y digitales como Manifiesto Azul, Carne Para el Perro, Culturamas, El Coloquio de los Perros, Hankover, Plástico, La Náusea, Taller Igitur, Revista Palabrerías o el diario La Verdad de Murcia. Dirige el sello Boria Ediciones desde 2016 y es colaborador habitual del blog de reseñas literarias Literatura+1 y de la sección cultural ‘Leer el presente’ de eldiario.es (Murcia).
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