Uno de los refugios perennes del hombre han sido las historias. Al hilo de las circunstancias que en estas fechas hemos vivido en el mundo muchos de nuestros colaboradores nos han remitido textos suyos para aliviar la reclusión y la soledad en la que nos hemos visto inmersos. José de Montfort ha decidido compartir con todos vosotros este relato. Disfrutadlo.
Anverso
Mientras cerraba las dos puertas del balcón del comedor que da a Comte Borrell, después de haberse fumado un purito de vainilla (Gabriela no le deja fumar dentro de la casa) se acordó de cuando este mismo balcón estaba a rebosar de plantas. Eran los primeros días en los que me quedaba a dormir aquí, antes de mudarme definitivamente, rememora.
Es cierto que ya había estado en esta casa antes, cuando el padre del niño de Gabriela estaba de viaje y ella le invitaba a pasar la noche. Siempre, sin embargo, cuando ya el niño estaba dormido. Entraba en el sigilo de la noche, como un ladrón. Recuerda los susurros, el silencio. Esa sensación de calamidad impune. Ese sentir todo el vértigo de la juventud mientras se vestía corriendo y salía sin hacer ruido (para no despertar al niño), después de haber pasado la noche, a la ciudad aún húmeda, oscura, apenas desperezándose.
Y ese olor del sexo sucio entre las manos.
Pensé en aquel día en que Gabriela me pidió que nos deshiciéramos de todo lo que había en el balcón y en el despacho de su ex marido (aunque, en el último momento, resistió el ficus: pesaba demasiado). Vinieron varios amigos míos a ayudar. Había muchas plantas y cajas, posters enmarcados; algunos libros, la silla de oficina, la blanca mesa robusta de madera, revistas sobre economía y empresa. Recuerda que en aquel momento no pensó nada; era una pura máquina de acción siguiendo los deseos de Gabriela.
No obstante, le parecía una acción lógica; igual que el hecho de retirar todas las fotos del padre de su hijo de la casa. Pensó: es algo higiénico y sano. Tampoco nadie quiere sentirse como un usurpador. Y la presencia de aquellas plantas y todos aquellos trastos quizá hubiesen provocado ese dilema (aunque ha de reconocer que, algunas veces, sigue sintiendo un cierto remordimiento).
Se diría que no quedaban más rastros evidentes del padre del niño que el propio niño (y esto era, de igual forma, un recordatorio ineludible y omnipresente).
Pero, pensándolo bien, qué había ahora allí que fuera suyo, que lo identificara como su hogar. Si él desapareciese, ¿alguien podría decir que había estado viviendo en esta casa durante los últimos dos años?
Bien, estaba la lucecita solar que había comprado y puesto en el balcón, instalada con la complicidad del niño, junto al enorme ficus. Comprobar su tenue reflejo contra el cristal de la puerta del balcón, ahora, le tranquilizó.
Y estaba mi ropa, mi guitarra española, algunos de mis comics (cierto es que aparte, sin mezclarse con los de Gabriela). Y mi buda sonriente y gordo, en el salón. Al lado de la tele.
Es cierto que aquel momento fue particularmente propicio (que el marido de Gabriela se enterase de su affaire). Él se acaba de quedar sin trabajo (le habían despedido del call center en el que trabajaba) y se acercaba el verano, con lo que era un momento idóneo para dejar la habitación de estudiante que compartía en un piso del Raval.
También debía valorarse, no obstante, otra circunstancia no tan propicia: Gabriela tenía dieciséis años más que él (44), la custodia exclusiva de un niño de casi 10 años y unos horarios absolutamente locos debido a sus turnos en el hospital Clinic (era enfermera; se conocieron una vez que a él le ingresaron por un coma etílico. Ése fue, de hecho, el punto de giro de su vida. Hace casi cuatro años. Desde aquel día cambió todo radicalmente. Desde entonces se acabaron -o casi- las juergas, los desmanes, la vida loca. Se siente en deuda con Gabriela).
El trato era este: ya que no tienes nada, y sobre todo ahora que el padre de mi hijo se ha largado de casa y estoy sola, puedes venirte a vivir conmigo. Es lo que le dijo ella (bueno, mentira, ella dijo que lo había echado, pero, vaya, qué más da el matiz). Yo cubriré los gastos hasta que puedas compartirlos conmigo. Así le dijo. Y él vio el cielo abierto.
Claro que de eso hace ya dos años.
A él se le ha acabado el paro (hace rato) y apenas gana cuatro duros cuando, de vez en cuando, una amiga de la familia, del pueblo, que tiene despacho en Barcelona, le llama -por piedad, lo sabe- para que le ayude con algunos expedientes que se le acumulan, puntualmente. Tareas de mecanografía y secretariado, en suma. Algunas gestiones, a veces.
Siente que más que un sueldo, lo que le dan es una propina; e incluso una dádiva.
-¿Qué haces, campeón?
Está mirando la tablet que le regaló su padre; algún youtuber, parece. Últimamente no hace más que mirar youtubers. Él no cree que sea muy buena idea que el niño eche la mañana mirando youtubers, pero no es su padre. Tampoco tengo autoridad moral como para prohibirle nada, se dice.
Es ya julio y el niño no va a colonias ni al casal de verano (su madre no quiere que el niño esté fuera de casa solo; o eso es lo que le ha dicho -no sabe qué opina el padre, él no tiene ninguna relación con el padre del niño; aun debe odiarme, piensa), así que me quedaré durante la mañana con el niño, mientras Gabriela duerme (tiene turno de noche esta semana en el hospital).
Se citan al mediodía en el McDonalds de enfrente del Hospital Clínic. Él preferiría cocinar y quedarse en casa. Pero Gabriela es más de comer fuera. No grandes lujos, pero prefiere todo lo que no sea comer en casa y no cocinar y luego tener que fregar los platos (lo cual es un poco absurdo porque tienen lavaplatos y la comida la suele hacer él, pero bueno, no rechista; las comidas fuera de casa -como la mayoría de cosas- las paga ella).
Con los Happy Meals que han pedido madre e hijo les regalan un Wallop y una Barbie. Él se ha pedido una Signature Collection con queso de cabra. El niño no se come los Nuggets porque es muy tarde para él. Le preparó un sándwich antes, en casa. Mucho antes de salir, porque el niño se moría de hambre. Unas cuantas patatas fritas sí come, el niño.
Le propone a Gabriela que vayan al día siguiente a la playa, por la tarde, los tres, nada más ella despierte, a lo que ella, para su sorpresa, se niega violentamente.
Así que se quedan los tres en casa.
Él piensa que ella debe sentirse mal por alguna cosa de mujeres, algo que él es incapaz de entender.
Por ello, cuando en un momento de la tarde en el que el niño está distraído con los dibujos y que Gabriela está encerrada en el baño durante un buen rato y la escucha llorar desde el pasillo piensa que el asunto no debe ser de su incumbencia.
No es la primera vez que sucede, empero; el llanto sobrevenido.
Últimamente sucede con una cierta espantosa regularidad.
Al día siguiente lleva al niño al Turó Park. Al niño le encanta el estanque. Antes era mejor, cuando estaba todo lleno de millones de peces naranjas. De cuando decidieron limpiarlo, lo vaciaron y al llenarlo de nuevo metieron ese ejército de peces. Ahora destacan más las ranas.
Al niño le interesan menos los toboganes y los columpios del parque (y las ranas) que tratar de trepar los árboles y, sobre todo, jugar a la pelota.
En eso no se parecen mucho. A él el futbol ni fu ni fa.
Pero ha traído el balón. Y ahora, sobre el césped, jugamos a que yo soy el portero del Espanyol (no sé cómo se llama el portero del Espanyol) y el niño es Messi. Por supuesto que me dejo marcar. Messi es el mejor delantero del mundo, infalible. Acabáramos.
A la hora de comer caminamos hasta Paseo de Gracia y cogemos el metro y me lo llevo para casa de sus abuelos, que viven en Poble Sec.
Se quedará a dormir hoy allí.
No me invitan a quedarme (han preparado macarrones y menestra), así que me vuelvo a casa. Decido venir caminando, a pesar del calor. Vengo fumando y escuchando mi podcast favorito sobre series de no ficción (me encanta el true crime).
Sudar me hará bien, pienso.
Al calor de la madrugada solitaria estuvo viendo películas antiguas en Internet.
Las puso con el Chrome Chast en la televisión.
Se quedó dormido en el sofá, mientras pensaba en si era verdad, como le había advertido su mejor amigo, Jonás, que le había dicho su novia (que era quien realmente se había fijado en este detalle) que Gabriela estaba en los últimos tiempos especialmente taciturna y silenciosa. Quizá sí, se dice (lo seguro -e incuestionable- es el llanto). Pero de ser así supongo que es la búsqueda del necesario espacio propio, así que se dijo que no era buena idea inmiscuirse.
Después de cierto tiempo, todas las relaciones necesitan airearse.
“Ojalá sea eso”, se dice. Pensando, al tiempo -y temiendo; ya le pasó a él también esto antes, con su anterior novia-, que ojalá el cuarto propio no se convierta en un túnel de escapada. Pero recriminándose, también, el tener este tipo de pensamientos.
No más. Prohibido. Fuera esta sospecha.
Escucha ruidos en la cocina. Me desperezo, pero aun no me levanto.
Desde el sofá veo que Gabriela, que saca la cabeza de la puerta de la cocina:
-Te dejaste el aire acondicionado en marcha -dice su voz seca y suavemente ronca tras la jornada de trabajo.
Y añade:
-No me puedo permitir volver a pagar facturas como las que tuvimos el verano pasado.
Él se queda en silencio, sin responder.
La luz ya se cuela por entre las rendijas de las cortinas de la galería.
Gabriela se acerca y le da un beso en la frente. Lento y firme. Al tiempo que le recorre con dedos precisos y punzantes el cogote con la mano, estirándole el cabello, con esa ternura intimidante de las mujeres más experimentadas.
Dice que va a acostarse y que luego, a la tarde, pasará un rato a ver al niño por casa de sus padres. Que seguramente se quedará a cenar allí.
Añade, con una sonrisa capciosa: ¿Te pides algo en el Glovo, vale?
Pero no espera respuesta.
A la noche, se estira en el sofá y coge la tablet que yace sobre la mesita. Instintivamente se pone a revisar los vídeos que ve el niño. German Garmendia, Martina, los Crazy Hacks, la familia Carameluchi.
Todo en orden.
Youtubers más o menos infantiles, familiares y “blancos”.
Tras ello, con la Tablet encendida y… a su disposición el mail de Gabriela. El icono del Gmail refulge misterioso y accesible.
Decido no abrirlo. Decide no abrirlo.
De momento, deja la Tablet sobre la mesilla, otra vez.
Mientras se lo repiensa.
Yo no soy -ni seré-de ese tipo de hombres, se dice.
O más bien no quiero serlo (aunque quizá en mi interior late esa perversidad de la sospecha, como en todo ser humano).
Llega un mensaje de Gabriela al móvil diciendo que el niño se ha quedado dormido.
Que ya es tarde, y que ella se queda también.
Pero no son más de los nueve y media.
(el niño suele irse a dormir ahora en verano más bien hacia las once)
No sabe por qué, pero se queda intranquilo.
Mientras da vueltas por la casa, yendo arriba y abajo por el pasillo oscuro, se acuerda de cómo el padre del niño les pillo a él y a Gabriela en un hotel de la Diagonal, cerca del colegio del niño (a él aquello le había parecido una imprudencia, quedar tan cerca del colegio).
Gabriela había ido a dejar al niño al colegio y luego habían quedado en ese hotel (ella era siempre quien contrataba los hoteles, iban dando vueltas por la ciudad, como si fuera una gincana, se decían ambos alegremente, con esa complicidad íntima de las cosas secretas).
Mientras estaban desnudos, después de haber hecho salvajemente el amor y estar echados en la cama, bebiendo champagne (habían reactivado su relación, después de haberse quedado unos meses muerta y los dos morían de excitación), el padre del niño la llamó. Y luego le contó ella que él le había dicho: ”¿Estás en el mismo hotel que el otro día, verdad?”. Nunca supo cómo lo descubrió (ella nunca volvió a hablar del tema).
En la vida siempre, pero siempre, tenemos dos opciones; se lo decía su abuela María. O confrontas la realidad o esperas a que la realidad te confronte. En tú mano queda cuánto quieres esperar para vértelas con la vida.
Así, ahora, cascabelea en su mente el rumor pendenciero y huidizo de unas muchas próximas cervezas (las mismas muchas que hubo antes de Gabriela).
Y llama a su amigo Jason.
Porque lo necesita.
Necesita emborracharse. Duro.
(Él nunca lo sabrá, pero esa misma noche Gabriela estuvo en una terraza del Eixample bebiendo con otro hombre, siciliano -el padre de su hijo, para más señas- muy cerca de donde él y su amigo Jason se ponían hasta las trancas; la vida de las personas siempre respeta un esquema repetitivo, no es tan extraño que suceda lo que ya sucedió y que -sin duda- volverá a suceder, aunque nos escandalice su desvergüenza.
Además, lo que algunos hombres no entienden es que a las mujeres los secretos les sirven de compañía y consuelo)
Le sorprendió que ella no quisiera detenerse en Argelès-sur-Mér. Un pueblo tan bello.
Había leído, además (en la Wikipedia, claro), que formó parte históricamente del condado de Barcelona. Le parecía una señal del destino.
Sí hubo parada en Colliure.
Con una Brugs en la mano, leyendo (haciendo como que lee) Le Monde, fumando Gauloises y con su sombrero de paja se siente feliz. Le pide a Gabriela que le saque una foto.
-Pareces un burgués- sentencia ella.
En la playa de Port D´Avall el mar refulge plácido y azul.
El niño se ha marchado de vacaciones con su padre. Estará un mes entero en Sicilia, con la familia paterna. Entretanto, ellos tienen una semana de vacaciones para ellos dos solos (la semana próxima Gabriela debe reincorporarse de nuevo al trabajo). Piensa: quizá es un buen momento para que hablemos nosotros dos, a solas.
No hay ningún plan de ruta, así que simplemente la idea es coger el coche alquilado (Un BMW azul precioso, le encanta conducirlo) e ir dejándose llevar. Sin ninguna prisa, deciden disfrutar la tarde tomando gin-tonics en ese ambiente tan plácido y sosegado de la playa de Port D´Avall, igual que hacían al principio de conocerse, cuando ella inventaba reuniones extemporáneas y aprovechaban para salir de la ciudad y sentirse libres, audaces y enamorados.
Costó luego un poco coger el coche (condujo tan lentamente que casi se exaspera hasta a sí mismo; iba muy borracho. Extrañamente Gabriela no le recriminó nada). Llegaron, no obstante, sanos y salvos a su siguiente destino -decidido sobre la marcha-: Canet-en Roussillon.
Esa noche no hubo sexo; y, aunque hace casi un mes que no hacen el amor, no le pareció mal.
Al día siguiente recorrieron en helicóptero los alrededores de Saint Cypriene. Y por la noche cenaron en La Plage Gourmande, al lado de la playa y junto al casino. Una cena agradable. Sin sobresaltos. Rieron, bebieron champagne. Todo de maravilla.
Gabriela planteó que podrían ir a hacer escalada al siguiente día. A él le entró la risa tonta.
-¿Escalada?
-Hablo en serio…
Él, extrañado, se preguntó desde cuándo le interesaba a ella la escalada. Y se acordó de los días en los que hubieron de tirar las cosas del exmarido, de haber sacado de la pared algunas varias fotos de éste con atuendo montañero, en algún pico nevado.
Huelga decir que no fueron a hacer escalada y que, en verdad, no hicieron más que deambular sin un objetivo claro por los pueblecitos aledaños, parar en los bares y beber. Beber y beber y comer algo es todo cuanto hicieron durante todo el día (aunque él diría que no lo habían pasado del todo mal). A la noche, cuando llegaron al hotel, Gabriela dijo que estaba cansada y que se dormiría pronto. Él salió a la terraza de la habitación a tomar una última cerveza del minibar y a fumar un cigarro.
De repente, Gabriela se levantó de la cama, se fue al baño, hizo un poco de ruido y salió cambiada de ropa. Dijo que se había olvidado el cepillo de dientes, o que lo había perdido en el anterior hotel. Que, de cualquier forma, bajaría a recepción a pedir uno nuevo.
Me llevo el teléfono, dijo, y se vio en la obligación de decir: “por si pasa algo”.
La cerveza, apenas fría, casi caliente, sabía a meado.
Sobre el mar se veía la luna, graciosa y eléctrica y panzurrosa como un mal chiste.
Se dijo, confuso: Gabriela no ha querido que vayamos ni un solo día a la playa.
Cuando ella se volvió a dormir, se echó a su lado, apretándose a su espalda. Ella -le pareció- se hacía la dormida. Recordaba que, al principio de su relación, ella le había dicho que le encantaba que la penetrara así, cuando ella dormía, por detrás, bajándole sin compasión el pantalón del pijama y llevando a la fuerza su pene contra el fondo de su vagina.
-Estas cosas me excitan mucho, le había dicho.
Y es cierto que, al principio de su relación, él solía hacerlo (sobre todo las veces que venía a casa de Gabriela cuando el marido estaba de viaje; le excitaba mucho -a ella, pero a él también-; y no se ha de olvidar el silencio criminal en el que muchas veces se desarrollaba el sexo, para no despertar al niño). Quizá por eso es que haya perdido la práctica; demasiado tiempo sin darle esta sorpresa.
Serán ahora los gintonics, el whisky del día o la cerveza rápida (con agrio sabor a meado) que se ha bebido ansioso en la terraza, mientras esperaba a que ella subiera de vuelta a la habitación, pero la cosa no fluye. Le cuesta encajar el hueco de la vulva y se equivoca y se quiere ir hacia el ano. Ella se revuelve, sin decir nada, solo impidiendo con su cuerpo que él acceda a su zona genital.
Le falla la erección y trata de excitarse tocándole los pechos. La respuesta son los brazos de Gabriela en cruz. Recorre de nuevo las caderas de la mujer, pensando en su arisca redondez, tan diferentes las caderas hoy de las que él recuerda de la primera vez que la vio, tal que las de mi madre, se dice. Ahora. Como si hubiese, de súbito, envejecido vilmente, piensa. Y yo hubiera sido incapaz de darme cuenta.
Desiste y se queda tras ella, acariciándose el glande.
Debe buscar alternativas y alguien viene a su mente. No es ella (ni Gabriela ni su madre). Es su anterior novia, Sofía, la que le fue también infiel, pero de la que ¿todavía? está enamorado (o eso cree). O quizá no. Pero, en fin de cuentas, es la imagen que le viene a la mente.
Se concentra. Se masturba. Es todo muy rápido.
Eyacula (en silencio y con los ojos cerrados) adentro de las bragas de Gabriela.
Panza arriba, con el ruido de algunas voces que salen alegres de los restaurantes de la zona marítima y mirando al techo, se dice que lo que debiera haber tenido forma de fantasía se ha convertido en algo muy parecido a lo que imagina debe ser una violación.
Le parece un presagio funesto.
Desastroso.
Una lágrima le resbala solitaria por la mejilla.
Lo último que recuerda de esa noche (y que recordará por mucho tiempo, especialmente algunas semanas después, al contemplarse en el espejo del ascensor del piso de Comte Borrel, la maleta, la guitarra española, los cómics, el buda en la mano) es la voz de Gabriela, después de haberse llevado la mano al culo y comprobado el esperma escampado, diciendo, pero sin levantarse de la cama: qué puto asco dais los tíos.
Y su risa.
No debiera haberse reído en ese momento tan inoportuno. Lo sabe.
Pero es que no pudo contenerse.
Tiempo después, de vuelta a una nueva habitación de estudiante, pensará que era la risa misma del condenado a muerte: un brindis al sol.
Reverso
Se había dicho siempre a sí misma que nunca jamás de los jamases iba a salir con un hombre casado. Y lo hizo. Se había dicho siempre a sí misma que nunca jamás de los jamases iba a salir con un hombre que tuviera hijos. Y lo hizo.
-¿Y tú de qué te ríes?
Susana acaba de aterrizar en la ciudad, viene de Londres. Lleva viviendo allí hace por lo menos 10 años. Se ha establecido y la vida la trata bien, así que no tiene ningún afán por volver.
-Mejor dejémoslo estar.
-Sí, eso. Hablemos de otra cosa.
Ambas amigas pasan con holgura los cuarenta años y están felices. SI cualquiera les preguntase, o mirara su Instagram o las observase, diría: “estás muchachas están en la flor de la vida”.
Solteras, con buenos puestos de trabajo, pisos magníficos en propiedad y dinero para gastar en caprichos. Sin hijos de los que responsabilizarse -y esto es un matiz importante: por voluntad propia.
Les preocupa lo que a todas las mujeres de su edad: que los hombres no las entienden. Pero ya para eso están ellas mismas; y, además, piensan, esto ya no va a cambiar.
Pronto irán llegando Megan, Sonia, Laura y Meritxell para unirse a una auténtica noche de sábado de chicas. Esperemos, porque alguna de ellas sí tiene marido, hijos… y sus vidas se han vuelto imprevisibles, pendientes de que todo esté bien con los niños, que hayan encontrado canguro, que el marido no tenga, de pronto, otros planes, etc.
Están en la Terraza Martínez.
Vino blanco, sí. Y tanto.
Brindan. Y se sacan una foto para Instagram.
La cuelgan al instante.
Todavía no han pedido la comida. Esperarán a que vengan todas.
De momento, eso sí, piden unas anchoas de Santoña, boquerones en vinagre de Jerez y pan de coca de Folgueroles. Para ir picando.
Las dos se ríen mientras el camarero toma nota. Les gusta la vida positiva.
Algo en el costado, inopinadamente y mientras explota su sonrisa contra la cima de las montañas de Montjuic, con el mar de Barcelona al frente, allá al fondo, le produce un leve pinchazo.
Ella siempre cree que cuando le sucede esto es por un instintivo recuerdo inconsciente de la apendicitis. Como les sucede a los mutilados de guerra. Es su herida de la niñez. De nada se sale indemne.
Pronto los teléfonos comienzan a vibrar. El wasap se pone on fire.
Ya llegamos. Llegando. Al momentito estamos ahí. Os quiero!
La única que no ha escrito nada es Meritxell.
Ambas temen que no aparezca.
-Creo que las cosas no le van muy bien su matrimonio, dice.
Aunque, para ser sinceras, nunca le han ido bien. El marido de Meritxell trabaja para una multinacional china y si no está de viaje está en una cena o un evento social (al que a ella no es que le tenga prohibido ir, pero siempre le dice “mejor te quedas con los niños, no sea que te vayan a echar de menos”). Parece que esta noche vaya a ser el caso.
-No entiendo como se lo consiente…
-Ya…
Entonces, no quería pensar, pero piensa.
En el hombre italiano, divorciado y con un hijo. El mismo que este fin de semana no tiene al hijo (y sabe que ella lo sabía, que se lo había cambiado a su mujer) y tampoco le ha llamado.
Se supone que habrían de dormir juntos. Esta noche, después de la cena con las chicas.
Quedaron así. ¿Quedaron así? Es muy difícil entender a los hombres. Siempre dicen y dejan las cosas a medias.
Pero el caso es que él, el hombre con un hijo pequeño, no ha dicho ni mú. Ya no solo es que no le haya escrito o llamado, es que tampoco le ha contestado los wasaps que ella le envió esta tarde para acabar de confirmar la cita (pero los ha visto, queda la prueba del doble check azul).
-¿Cómo se llama?
La pregunta la coge descolocada. ¿Eh?
-El casado.
No es casado, ése era el anterior
-Vd. Perdone…
[…]
-Luis, se llama Luis.
Susana le dice que a lo mejor se ha acobardado, que los hombres son muy miedicas.
Ella quiero responderle y plantear algunas objeciones (o sospechas), pero la conversación no puede seguir más allá.
Un ejército de mujeres (son solo tres, pero parecen una legión) vienen taconeando felices hacia la mesa y con los brazos abiertos.
No siente resaca al día siguiente y eso le parece una buena señal. El gato ronronea a su lado, sobre el sofá, encima de uno de los cojines. Le va pidiendo al Google home que le ponga música. Dream pop, fundamentalmente: Cocteau Twins, Galaxie 500, Mazzy Star.
Se prepara el mate, como cada día que está en casa (cada vez menos, los compromisos se multiplican y el pobre gato, Lucas, casi no la ve; menos mal que es muy independiente).
Hoy, sin embargo, vendrán sus padres y su hermano a comer.
Casi la han obligado a cancelar todo el resto de sus citas.
-Hija, que hace siglos que no te vemos.
(Nueva excusa para Él, el hombre con hijo, para no llamarla y que no se vean, piensa)
Papá cocinará una fideuà y mamá se ocupará de recordarle por vez número ocho billones quinientos siete mil trescientos catorce que a este piso le faltan cuadros, color, fotografías. Su hermano, entretanto y como siempre, se dedicará a beber cerveza y a quejarse de todo.
-Mamá, detesto tener todas las paredes llenas de cosas, me gustan limpias, sin apenas nada.
-Pero es que una lámina de Paul Klee, por ejemplo, hija…
-Que no.
Como la familia es un ejercicio constante de toma y daca, le ha permitido a su madre que traiga plantas para la terraza. Eso se lo concedo, se dice a sí misma, temiendo que pronto no queden más que raíces secas y matojos. Seguro que se olvida de ir regándolas y se le mueren. Siempre ha sido así. Por eso dejó de tener plantas en casa, hace varios años.
Por si acaso, le recuerda a su madre que, dado que tiene llaves de su casa, si quiere puede ir pasándose por las mañanas (ella no está nunca a esas horas) para ver qué tal evolucionan las plantas.
No necesita dormir demasiado. En eso se asemeja a los millonarios, quienes -según parece- duermen muy poco. Así que, a pesar de las botellas de vino de ayer (al final a ella y a sus padres y a su hermano la tarde se les hizo noche, casi madrugada; pidieron pizzas), se encuentra lozana como una rosa.
Se pone un vestido ligero, blanco con puntitos rojos, que le da un cierto toque juvenil, y se lanza a la calle. Su trabajo queda a unos diecisiete minutos caminando desde su casa. Y ese paseo por la Rambla Catalunya, a esas horas con las terrazas aun vacías y sin montar, la relaja. Aprovecha para ir escuchando un podcast sobre meditación; le sirve para confrontar con buen talante el agitado día que le espera.
Pronto se suceden las llamadas y los excels, las órdenes de pago, compra de material e incluso tiene tiempo para bromear con una colega holandesa que, desde Rotterdam, le recuerda la última vez que se vieron.
A pesar de ser el mes de julio, no descansa el sector del retail.
Las horas vuelan fácilmente y cuando quiere darse cuenta ya es media tarde. El ritmo ha comenzado a bajar y aprovechan para hacerse algunas confidencias con las chicas de la oficina. Todas tienen ganas ya de que llegue agosto.
Cuchichean y comparten los destinos: Bali, Ibiza, Japón, Australia.
Siempre nos quedará el Tinder, se dice. Al menos tenemos eso. Y podemos quedar con multitud de tipos y no sentirnos solas. Es fácil, hoy día, con estas cosas. Sobre todo para las chicas.
Pero, claro, esa frialdad de las citas solo para el sexo la deja a una insatisfecha emocionalmente.
A veces, prefiere una mantener una cálida y larga conversación que realmente el sexo. Incluso una conversación con amigas, una cena con amigas, ir a ver un concierto con amigas, al teatro o a ver danza, con amigas. Que tener una cita para tener sexo con un hombre.
Aparte de que, en la mayoría de los casos, lo que se ve en las fotos del Tinder dista mucho de lo que luego se encuentra finalmente una.
Tiene decenas de anécdotas, de sus citas. Todas las chicas las tienen hoy en día.
Es el siglo veintiuno.
Se llama Paco y es más menudo de lo que imaginaba. Tiene una graciosa peca en el lóbulo de la oreja izquierda. Eso le resulta gracioso, esperanzador. Pero pronto la conversación le aburre. Aunque hace esfuerzos por sonreír y por celebrar las tonterías del tal Paco.
Las tapas de la cena se alargan a un gin tonic en una coctelería de Gràcia. El tipo dice que vive por allí cerca. No lo ha dicho con acento insinuante, sino que más bien ha sido un comentario como al pasar, un algo informativo.
A pesar de las canas, su cuerpo desnudo es agradable. Como es normal, el culo un tanto fofo, blanquecino. Pero está delgado y no tiene michelines. Y eso ya es mucho, muchísimo.
Lo más importante, sin embargo: despertar con el aroma caliente, íntimo, de otro ser humano. Y, antes: sentir cómo le resbala, goteante y hermoso, por el clítoris, el semen de un tío.
Ella no es de las chicas que suelen aceptar un no por respuesta. Así que insiste con el hombre divorciado y con un hijo. La excusa es perfecta: ¿me ayudas con un documento del trabajo que tengo que traducir al italiano? Claro, responde él.
No falla.
Pero no dice nada más. Él. Así que ella espera unos días. No puede parecer tan desesperada. Además, la próxima semana tiene un viaje a Australia y otro (breve, un solo día) a Canarias.
El encuentro habrá de esperar.
Se hace fotos en los hoteles de lujo en los que se hospeda. Con multitud de gente con la que ha estado tratando estos días. Cenando con modelos y gente guapa (en su mayoría gays, pero qué importa). En la playa. En piscinas y restaurantes chic. Las va subiendo a Instagram. Quiere que Él las vea.
Como todo en la vida, siempre hay una previa.
Hace más de un año que conoció al hombre con un hijo pequeño. Es un poco más mayor que ella y por aquel entonces arrastraba los últimos coletazos de una relación tormentosa con la madre de su hijo. Ella se había quedado con la custodia (a él no se la habían concedido por sus múltiples desplazamientos a los que le obligaba su trabajo) y le hacía la vida imposible siempre que podía y ante cualquier excusa.
Se había compadecido, esa era la verdad.
Según parece, ahora las cosas habían mejorado. Y sea porque ella se cansó de malmeter, sea porque él ya no entra en sus provocaciones, la relación entre ellos parece haberse vuelto si no amistosa, sí al menos cordial.
Ese fue el germen, por así decir. Una cierta empatía, un poco de pena y la voluntad de pensar que podría -de alguna forma, no sabía exactamente cómo- ayudarle.
La primera vez que se vieron no se acostaron (lo cual es raro para un cita de Tinder que va bien).
La segunda sí.
Fue en su casa (de ella).
Fue bueno, bastante bueno. Él le dijo que apenas había estado con ninguna mujer desde que se largó de la casa de su ex (había pillado a su mujer metiéndole los cuernos con un jovencito como quince años más joven que ella, le dijo; un adolescente).
Ella le creyó.
Se fueron viendo esporádicamente y, pronto, los encuentros se volvieron más regulares.
No sabe si es que ella apretó demasiado (a los hombres la sensación de que se avecina un compromiso les produce pánico, desesperación) o que él no estaba preparado. La cuestión es que, ya ni recuerda por qué, la cosa explotó.
Dejaron de verse.
Pasado un tiempo, unos meses en los que no habían tenido ningún contacto, ella se acordó de él (o quizá nunca se había olvidado), pero la cuestión es que sintió la necesidad de verlo, “como amigos”. Y así fue.
Se han ido viendo desde entonces, pero solo en una ocasión se han acostado.
Siempre es ella la que da el primer paso, la que propone un encuentro, la que busca oportunidades para verse. Él nunca. Y quizá esto debiera provocarle una reflexión.
Ella le ha dicho mil veces que no le gustan los hombres con hijos, que acumula varias malas experiencias pasadas en relaciones parecidas, que se prometió nunca jamás de los jamases salir con un hombre con un hijo pequeño. Él lo sabe, perfectamente. Por eso le resulta siempre tan extraño que le busque, que insista, que porfíe. Pero él también se siente solo, a veces.
Él también, a veces, necesita el calor cercano de otro ser humano. El cariño de una mujer. Pero no se plantea una relación estable, regular, duradera con nadie (viaja mucho). Y quizá ella debería también darse cuenta de esto.
(o eso es, al menos, lo que ella interpreta; él no suele ser muy claro con estos temas)
Pero las personas somos, por sobre todo, tozudas, y -en múltiples ocasiones- nuestra voluntad doblega a nuestro instinto, la pasión maniata a la lógica y a la razón.
Sin embargo, las cosas, a menudo, suelen ser mucho más sencillas de lo que parecen.
El hombre con un hijo pequeño le ha dicho que se marcha un mes entero de vacaciones con el hijo. A Sicilia (su familia procede de allí; él se vino a trabajar a Barcelona hace más de veinte años y ya conoció a la que acabaría siendo su esposa -una enfermera del hospital Clinic- y con la que tendría un hijo, y ya no se plantea marcharse: no puede, además se pasa todo el tiempo viajando, así que qué más da).
Faltan tres días para agosto, así que se apresura.
Decide ir con todo: le invita a cenar. Así pueden charlar antes de que él se marche. Que hace mucho que no hablan, le dice ella. Te tengo un montón de novedades que contarte. Todas maravillosas. Verás.
(no hay nada que repela más a un hombre que una mujer triste, apocada, infeliz; ella, y todas sus amigas, lo saben)
Añade que ya ha hecho la reserva, que si cancela le costará treinta euros. Pero que no se preocupe, que ella invita a la cena. Y finaliza el mensaje adjuntando el emoticono de una carita sonriente. Y un puñito.
Sea por verse comprometido o porque le apetece de veras verla (a estas alturas tanto da), el hombre con un hijo pequeño muerde en el anzuelo. Dice que sí.
Aparece moreno. Con un polo verde. Unos jeans y zapatillas.
Ella se ha puesto un vestido color fresa, vaporosa. Y se ha hecho una trenza en el pelo a la que decorado con varias florecitas blancas. Lleva sandalias y un bolso pequeño.
Está algo nerviosa y se ha tomado un par de cervezas antes de acudir a la cita. Mientras le espera (vino casi tres cuartos de hora antes) hablaba por teléfono con su amiga Susana, que está de vuelta en Londres. De nada en particular, menudencias, small talk, hasta que ya casi al final, le ha confesado que ha quedado para cenar con el hombre del hijo pequeño. Ha habido un silencio, al otro de la línea. Y una frase: no te lo tomes demasiado a pecho, de verdad, tía. No vale la pena. Todos los tíos dan puta pena, sentencia.
Cenan tataki de atún rojo con sésamo, carpaccio de salmón, lenguado a la mainière y mejillones al estilo belga. Todo muy marinero. Lo acompañan con un vino blanco.
Es la cena de dos personas que se entienden, que comparten una cierta sensibilidad, que están a gusto en su mutua compañía. Dos personas que (miradas desde afuera) parece que tengan una incipiente historia común que vaya a alargarse por más tiempo. Dos personas que ya han sobrepasado la edad en la que nada es más urgente ni placentero que la comodidad.
Será por eso que ella, después de ver la botella de vino ya vacía, se anima a pedir una segunda. Dice: brindemos.
(y piensa, ¿por qué no podría ser siempre así, sencillo y diáfano?)
Al terminar su sorbo del vaso, le dice al hombre del hijo pequeño, aunque sin mirarle directamente a los ojos, girando la cabeza hacia otro lado, tratando de restarle importancia:
-Al final nos acabaremos queriendo, ya verás.
Se hace un silencio en la mesa.
Él no contesta.
Salen del restaurante y se quedan frente a frente.
Ella le besa. Se abrazan. Él le pone la mano en el culo.
Ella le dice: hace mucho, muchísimo, que no tengo sexo con nadie, y tengo ganas de hacerlo contigo.
Pero, cuando él trata de meterle la mano por el interior del pantalón y juguetear con su braguita para llegar a… ella se aparta. Pone sus dos manos contra el pecho de él.
Caminan por el Paseo San Juan.
Él fumando. Ella pensando.
La dirección que han tomado no es definitiva, no marca el rumbo claro hacia la casa de ninguno de los dos. Así que este tenue lazo que parece anudarles, podría desbaratarse en cualquier momento.
-Al final, todos volvéis -dice ella triunfante, para sí, para él o para las suaves gotas de lluvia que comienzan a caer en la calle.
El hombre con un hijo pequeño, no sabe por qué, pero se ríe, instintiva y groseramente.
No debiera haberse reído en ese momento tan inoportuno. Lo sabe.
Pero es que no ha podido contenerse.
Se acordará de esto algunas semanas después, a la vuelta del verano, cuando inopinadamente se vea en el ascensor del piso de la Calle Comte Borrell, saliendo en la madrugada de esa casa en la que pasó tantos años, después de haber cenado con su ex mujer y su hijo y de haber caído rendido a la trampa del rápido sexo melancólico con ella, en la misma cama en la que tantas veces durmió. Y que, ahora, tan ajena y misteriosa – y sucia- le hubo de parecer.

José de Montfort (Castellón, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014). Se ocupa de las relaciones con la prensa en la editorial Alianza. @jsdemontfort
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
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